Una lamentable confusión
interpretativa en los juicios que se celebran contra
los integrantes de la última dictadura militar está
evitando que sus delitos sean calificados como
genocidio. Con la notable y pionera excepción de las
sentencias dictadas contra Etchecolatz y Von Wernich
por el Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata,
presidido por el doctor Carlos Rozanski –confirmada
la primera por la Corte Suprema de Justicia– que
señalan que los crímenes fueron cometidos en el
marco de un genocidio, el resto de las que hasta
ahora han sido dictadas califican los hechos como
crímenes de lesa humanidad. Los tribunales que las
dictan rechazan las peticiones de las acusaciones
que abogan por calificar el crimen, como lo ha hecho
el tribunal platense. La diferencia no es baladí y
tiene profundas implicaciones jurídicas y sociales.
No es igual calificar la muerte intencionada de una
persona como homicidio simple o asesinato: las notas
de alevosía o ensañamiento en este último determinan
la existencia de una forma agravada de aquél, o un
delito distinto, según la legislación de que se
trate. Tampoco es igual hurto o robo aunque sea la
sustracción ilegítima de un bien lo que caracteriza
a ambos: el robo se produce con fuerza en las cosas
o violencia en las personas determinando en
consecuencia la existencia de un delito diferente
del primero. Lo relevante no radica en que las penas
sean o puedan ser distintas en uno u otro caso; lo
sustancial es que la sentencia, que califica los
hechos antes de dictar su fallo, establece la verdad
judicial sobre los mismos y con ello califica la
conducta del que comete el delito y su
intencionalidad. Es necesario aclarar por ello qué
es lo que realmente ocurrió en nuestro país y cómo
debe ser calificado judicialmente.
Si algo claro existe en la conciencia social
sobre los crímenes de la dictadura es que cometió un
genocidio. “Cárcel a los genocidas” no es una
consigna intercambiable con ninguna otra, como
“cárcel a los asesinos” o a “los criminales”, sino
la expresión de una convicción popular de que en la
Argentina hubo algo distinto a múltiples y
generalizados crímenes. Esta convicción tiene
traducción jurídica, como se irá viendo.
Lo que separa a uno y otro delito no es la mayor
o menor mortandad o número de ilícitos que producen,
sino su distinta naturaleza. Determinar la
naturaleza del crimen no sólo es útil para nombrar a
los hechos por su nombre y la intención de quien lo
comete sino, y fundamentalmente, para develar sus
causas y consecuencias.
El crimen de lesa humanidad en sentido genérico
se define como el que se comete mediante un ataque
generalizado o sistemático contra una población
civil en medio del cual se perpetran múltiples
delitos. El tipo penal no exige en este caso ninguna
específica intencionalidad por parte del represor.
Basta acreditar, por un lado, que existió dicho
ataque y, por otro, que durante el mismo se
cometieron asesinatos, secuestros, desapariciones,
etc. El objetivo de la acción criminal es provocar
la destrucción de la población civil afectada de
forma indiscriminada.
El genocidio, en cambio, difiere radicalmente de
esta situación. Con su comisión el represor pretende
la destrucción, total o parcial, de grupos humanos.
Aquí sí el tipo penal exige una intencionalidad
específica: el propósito de destrucción de alguno o
algunos de los grupos existentes en una sociedad o
sociedades. La acción criminal va dirigida a la
destrucción del grupo aunque para ello, y como modo
de destruirlo, se ataque a los individuos que lo
conforman. En términos jurídicos se diría que los
sujetos pasivos de la acción son los individuos,
pero el sujeto pasivo del delito es el grupo en que
éstos se integran. Se reprime a las personas con el
objetivo de destruir sus grupos de pertenencia. La
conformación del grupo puede venir dada por la
voluntad de quienes lo componen o ser por completo
ajena a la misma. El grupo en este último caso es
formado por la decisión del represor. Este
estigmatiza a determinados sectores y decide su
eliminación, aunque quienes son parte del grupo así
constituido no tengan conciencia de pertenecer al
mismo. La célebre y aterradora frase del general
Ibérico Saint-Jean lo patentiza de este modo:
“Primero mataremos a todos los subversivos, luego
mataremos a sus colaboradores, después... a sus
simpatizantes, enseguida... a aquellos que
permanecen indiferentes, y finalmente a los
tímidos”.
En enero de 1998 comparecieron en Madrid, ante el
juez Baltasar Garzón, Rafael Veljanovich y Pablo
Javkin, entonces presidente y vicepresidente
respectivamente de la Federación Universitaria
Argentina (FUA). Aportaron un extraordinario estudio
dirigido por la socióloga e investigadora Inés
Izaguirre en el Instituto Gino Germani de la
Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de
Buenos Aires. En el mismo se daba cuenta de que 3286
estudiantes universitarios, perfectamente
identificados, fueron víctimas de desaparición
forzada.
Poco después, el 16 de marzo, lo hicieron Víctor
De Gennaro, Víctor Mendibil, Alberto Morlachetti,
Marta Maffei, Alberto Piccinini y Juan Carlos Camaño,
en representación de la Central de los Trabajadores
Argentinos (CTA). Entregaron un trabajo, acompañado
en su análisis jurídico por los abogados Juan Carlos
Capurro y Horacio González, que movilizó a decenas
de personas en todo el país durante varios meses y
que identificaba a más de 10.000 trabajadores
desaparecidos. Marta Maffei aportaría una
concienzuda investigación realizada por la
Confederación de Trabajadores de la Educación de la
República Argentina (Ctera) que indicaba que algo
más de 600 docentes y estudiantes secundarios,
igualmente señalados con sus nombres y apellidos,
habían desaparecido. En todos los casos fueron
muchos más aunque, por distintas causas, no se los
pudo identificar con precisión. En el Juicio a las
Juntas Militares unos detestables y supuestos
dirigentes del movimiento obrero argentino
declararon que no les constaba que los trabajadores
hubieran sido perseguidos por la dictadura. Ahora,
auténticos y honestos dirigentes sindicales,
sobrevivientes ellos mismos del genocidio, aportaban
a un tribunal las pruebas del exterminio.
Estas presentaciones no fueron especialmente
relevantes desde el punto de vista cuantitativo –ya
la Conadep había establecido cifras que, aunque
inferiores a las señaladas, daban cuenta de la
dimensión del crimen–, ni porque en ellas se
identificara a las víctimas y se especificara con
mayor precisión que hasta entonces la forma de
operar de la dictadura.
Su excepcional importancia radicó en que
demostraron quiénes fueron los eliminados: no los
estudiantes y trabajadores en general, sino los
activistas y militantes obreros y estudiantiles que
por decenas de miles y en forma organizada
cuestionaban entonces el poder constituido. A estos
grupos humanos se dirigió en forma fría y
planificada la acción de la dictadura. Esta arrasó
con todo lo que encontró a su paso, impuso el terror
generalizado y en su furia asesina provocó múltiples
víctimas que no estaban insertas en esos grupos.
Pero su propósito fue erradicar a ese inmenso grupo
humano que portaba el ideal de una sociedad distinta
de la que querían los exterminadores. En esta
intencionalidad de los represores de crear un país a
su imagen y semejanza está la causa del genocidio y
su objetivo: destruir los grupos que lo impedían o
podían impedirlo.
La notoriedad de los hechos, o soflamas tales
como “hay que destruir a quienes se oponen a la
civilización occidental y cristiana” o “hay que
eliminar a los enemigos del alma argentina”, dan
cuenta de esa intención. Pero, más que éstos, los
planes elaborados por los propios represores revelan
cristalinamente su propósito genocida. En el
indispensable libro Genocidio en Argentina, de la
doctora Mirta Mántaras, se analizan con mayor
extensión de la que es posible en este artículo las
distintas características e intenciones del proyecto
de la dictadura y se recogen los distintos
documentos que elaboraron las fuerzas represivas
como guía de acción. De todos ellos interesa
destacar ahora el Plan del Ejército elaborado en
1975, firmado por Videla como comandante general del
Ejército, fechado en febrero de 1976 y distribuido
en ese mismo mes a los distintos cuerpos de
Ejército. En el Anexo 2 de dicho Plan se define al
oponente del siguiente modo: “Se considera oponente
a todas las organizaciones o elementos integrados en
ellas existentes en el país o que pudieran surgir
del proceso, que de cualquier forma se opongan a la
toma del poder y/u obstaculicen el normal
desenvolvimiento del gobierno militar a establecer”.
Las organizaciones aludidas son detalladas en el
Anexo 3 (Inteligencia) del Plan. Se incluyen las que
se consideran como oponentes activas y potenciales.
Entre las primeras, además de las organizaciones
político-militares, una larga serie de organismos y
asociaciones políticas, sindicales, estudiantiles,
religiosas y de derechos humanos, entre ellos la
Liga Argentina por los Derechos del Hombre, las
Juventudes Políticas Argentinas, la Unión de Mujeres
Argentinas, los Sacerdotes para el Tercer Mundo y un
largo etcétera.
Los torturados, asesinados y desaparecidos, los
hijos de las Madres, los padres de los niños
secuestrados, los sobrevivientes de los centros de
exterminio, los presos políticos, los exiliados,
todos eran militantes sindicales, estudiantiles,
políticos, sociales, culturales y estaban
organizados. La dictadura no dirigió un ataque
generalizado o sistemático contra la población
civil. Su propósito fue destruir los grupos en que
aquéllos se integraban y perpetró, en consecuencia,
un genocidio.
La necesaria brevedad de este artículo impide
profundizar, como se hará más adelante, sobre los
motivos que se alegan para no calificar
judicialmente los hechos como genocidio, sus causas,
las implicaciones que tuvo para nuestro país este
crimen y las consecuencias profundamente negativas
que tiene no reconocerlo judicialmente como tal.
* Abogado especializado en derechos humanos.