Comisión de Exiliados Argentinos ->Madrid

En primera fila para el ajuste estructural  

Samir Nair (del Libro EL IMPERIO ANTE LA DIVERSIDAD DEL  MUNDO)

América Latina es también el primer continente que experimentó, a partir de la década de 1970, las terapias de choque aplicadas por las instituciones financieras internacionales a los países en vías de desarrollo. Todo el continente se vio sometido al ajuste estructural. En 1973, tras el golpe de Estado militar del general Pinochet (y el asesinato del presidente Allende), Chile aplicó drásticamente y al pie de la letra las medidas preconizadas por el FMI. En 1982, tras la primera gran crisis de la deuda, México emprendió el mismo camino. Ante la imposibilidad de aprovisionarse en los mercados financieros internacionales, el gobierno hizo recaer el esfuerzo del pago de la deuda sobre la población. Pero, como ocurrió en 2002 en Argentina, la huida de capitales mexicanos a Estados Unidos y a los paraísos fiscales era impresionante. El país estaba arruinado, pero los grupos financieros y la oligarquía política funcionaban de maravilla. Además, con el pretexto de que era necesario un «saneamiento» de la economía, entregaron el país al capital estadounidense mientras creaban, por primera vez en un país independiente, espacios para la explotación de la mano de obra mexicana comparables a los que existían en las colonias o en las industrias más inicuas de la Inglaterra del siglo xix. Las zonas de «maquiladoras» se convirtieron en el símbolo de la complicidad entre las élites dirigentes de los países dominados y la estructura del capital financiero mundial (en el caso de Estados Unidos con un monopolio total sobre los trabajadores mexicanos).

Los demás países de América Latina establecieron, también durante la década de 1980, unas políticas igualmente radicales de ajuste estructural. Así, Perú se convirtió, junto con Argentina y Chile, en uno de los «mejores alumnos del FMI», según los dirigentes de esta institución. A comienzos de la década de 2000, este país hacía alarde de unos resultados macroeconómicos perfectamente ortodoxos: tasa de crecimiento del PIB del 4%, inflación por debajo del 2,5%, déficit presupuestario de sólo el 2% 1. Pero no hay que dejarse deslumbrar por estas cifras tranquilizadoras: la exclusión social, la dualización económica, la desviación de los ingresos, la precarización y el paro jamás se habían desarrollado con tanta rapidez. Los más desprotegidos -sobre todo los indios- fueron quienes pagaron con su sangre el «éxito» liberal. En 1994, fue el Brasil del socialdemócrata Henrique Cardoso el que se convirtió al liberalismo: en dos legislaturas se establecieron unas terapias de choque que acentuaron aún más las desigualdades sociales y la miseria que el presidente Lula, candidato del Partido de los Trabajadores, heredó en 2002.

En todos los países se aprecian las mismas características: México en 1982, Venezuela en 1989, Argentina en 2001, Brasil en 2002 sufrieron crisis económicas y financieras de una violencia extrema. Unas crisis producidas porque las economías pasan rápidamente a ser fundamentalmente financieras y por los desastres sociales producidos por el ajuste estructural. Sólo Chile, y por razones que merecerían un análisis aparte, pudo recomponer un sistema de dominación más o menos eficaz desde el punto de vista económico, aunque también es cierto que la dictadura de Augusto Pinochet duró más de veinte años en un clima de terror social que ningún otro país latinoamericano ha experimentado. El recuerdo aún vivo de este terror es el que, en muchos aspectos, ha llevado a las fuerzas sociales y políticas de este país a seguir hoy navegando bajo la mirada amenazadora de la jerarquía militar.

El ejemplo más caricaturesco -y dramático- de la nueva relación establecida con el sistema financiero mundial desde comienzos de la década de 1980 es el de Argentina. Este país constituye un ejemplo de manual de la destrucción de las riquezas de una nación por la eficaz alianza entre las élites dirigentes autóctonas y la estructura del sistema imperial mercantil.

Es necesario recordar, dado el modo en que la crisis de 2001 nos lo ha hecho olvidar, que Argentina era un país rico, desarrollado, que había conocido el pleno empleo, que estaba dotado de una tradición social fuerte y cuya élite intelectual se encontraba entre las más modernas de América Latina. Por ello, su hundimiento es aún más espectacular.

Repasemos rápidamente el ciclo de descenso a los infiernos en que se sumergió Argentina, ya que, por mucho tiempo, será el antimodelo por excelencia para cualquier país que quiera evitar la catástrofe. En la década de 1980, los sucesivos gobiernos aplicaron rigurosamente las recomendaciones de los «expertos» de Washington. Su objetivo está claro: «desendeudar» el país y «ajustarlo» estructuralmente al mercado mundial. Tras la derrota de los militares -que habían provocado la guerra con Gran Bretaña-, la atmósfera era favorable a la «liberalización» en todos los ámbitos.

Todos los gobiernos pusieron en práctica las mismas recetas: «desengrase» del poder público, venta de las empresas al capital extranjero, abolición de las fronteras económicas, sumisión del país a las multinacionales, creadoras de empleo precario y mal remunerado. Esta estrategia provocó un enorme déficit, que aumentó aún más gracias a la paridad del peso argentino con el dólar que el presidente Carlos Menem, peronista y fiel ejecutor de las órdenes del FMI, decidió instaurar en 1991 (esta política de «dolarización» fue también aplicada por el socialdemócrata Cardoso en Brasil). A finales de diciembre de 2000, el gobierno argentino mantenía la paridad con el dólar contando con la confianza de los inversores extranjeros, de quienes se suponía que vendrían a satisfacer el déficit por cuenta corriente. Así, siempre con la intención de prevenir la «huida» de capitales, el gobierno descartó, con el consentimiento del FMI, devaluar la moneda. El FMI concedió un paquete de ayuda de 39.700 millones de dólares. Evidentemente, no era un regalo: el gobierno se comprometía a «liberalizar» el sistema sanitario, desregular ciertos sectores clave como la energía o las telecomunicaciones, reducir las importaciones, aumentar la flexibilidad del mercado de trabajo y acelerar las privatizaciones...

Esta política, económicamente irracional y políticamente irresponsable, desembocó rápidamente en un aumento de las desigualdades sociales y en la desorganización de los servicios públicos. Pero esto no afectó lo más mínimo al FMI que, desempeñando el papel de «Ministerio de Hacienda» del imperio, exigió además al gobierno argentino una reducción del 13 % en los salarios de los funcionarios.

La espiral era inexorable: una liberalización financiera anárquica y una fiscalidad inicua dieron paso a una evasión fiscal de varios millones de dólares. El capital «argentino» exiliado alcanzó casi los 9.000 millones de dólares, es decir, más de dos tercios de la deuda pública 2. Para llegar a fin de mes, el Estado argentino, presionado por la deuda, no tuvo más remedio que recurrir a préstamos en los mercados internacionales a unos tipos de interés insostenibles: a finales de 2001, la prima de riesgo llegó al 40 %. La evolución del volumen de la deuda pública argentina ofrece un surrealista panorama del pillaje a que se ve sometido ese gran país: 8.000 millones en 1975, 87.000 millones en 1995 y ¡al menos 145.000 millones en 2001! Como para marear a cualquier inversor...

Tras un nuevo préstamo del FMI de 1.200 millones de dólares en 2001, el gobierno se comprometió a establecer una política de «déficit cero». El resultado fue inmediato: revueltas provocadas por el hambre, caída del gobierno, hundimiento de Argentina. El nuevo presidente, el peronista Adolfo Rodríguez Saá, proclamó entonces la suspensión unilateral del reembolso de la deuda pública, propuso unas medidas de urgencia para «relanzar» la economía y anunció un «plan de austeridad» para el sector administrativo. Entretanto, los capitales se volatilizaron, las capas sociales más acomodadas se instalaron con sus haberes en Miami a la espera de que el Estado argentino lograra que los pequeños inversores aceptasen responsabilizarse de la crisis y, sobre todo, consiguiera dominar la explosión social.

Porque, efectivamente, el balance es desastroso: el paro es masivo (25 %), más de la mitad de la población está por debajo del umbral de pobreza y, en el país «de las vacas y el trigo», cada día mueren 100 niños de malnutrición. Según la Organización Mundial de la Salud, 4 de cada 10 hogares viven en la indigencia 3. En resumen: jamás un Estado ha dejado de responder por una deuda tan importante, jamás una economía industrializada, un país rico y moderno ha conocido en tiempos de paz un paro y una depauperización de consecuencias tan catastróficas. La quiebra del sistema es generalizada, los servicios sociales se ven desbordados, las clases medias, sobre todo los pequeños ahorradores, han sido, de hecho, expropiadas, el hundimiento de la producción es inexorable, el caos monetario y financiero irreparable: la escasez de liquidez impide a los depositarios retirar libremente su dinero de los bancos, que, a su vez, no pueden conceder préstamos a las empresas; tanto las empresas como los bancos y los ahorradores se encuentran prácticamente en quiebra.

Evidentemente, todo ello desembocó en una crisis del sistema político. Los dirigentes y partidos políticos, en el poder desde hace sesenta años, no sólo han perdido toda credibilidad ante las élites financieras del mundo -cuya política, sin embargo, han seguido-, sino, sobre todo, ante el propio país, ante sus ciudadanos. «¡Que se vayan todos y no quede ni uno solo!», era un clamor en las calles de las ciudades argentinas. En el espacio de unos meses, miles de ejecutivos han huido al extranjero y numerosos trabajadores engrosan las filas de los inmigrantes ilegales. España, Italia, Estados Unidos acogen oleadas de argentinos de los que saben que no se dedican a hacer turismo cuando su país está siendo triturado por la máquina del sistema financiero internacional. El nuevo presidente, tras una campaña de la que ha salido vencedor frente al sempiterno candidato peronista, propone ahora una «tercera vía» entre el capitalismo ultraliberal y el dirigismo burocrático-corporativista. Esperemos que no esté alimentando una nueva ilusión...

 

1. Y. St. Geours, «L'Amérique latine dans la géopolitique mondiale», Pouvoirs, n.° 98, 2002.

2. Le Point, 4 de enero de 2002.

3. «Pleurons pour toi, Argentine», Libération, 20 de diciembre de 2002.