Por J. M. Pasquini Durán
En el penúltimo mensaje a la Asamblea Legislativa de su actual
mandato, el presidente Néstor Kirchner demoró dos horas de lectura rápida
para enumerar las obras realizadas, en trámite o proyectadas durante
su gestión. El minucioso inventario, que incluyó desde rutas
provinciales a la renegociación de la deuda externa, fue apabullante
en datos y estadísticas, aunque el mismo discurso se encargó de
ubicarlo en su debido contexto: “Todavía estamos en el infierno”,
advirtió el relator. En sustancia, hubo poco que no haya sido dicho
antes por el mismo Presidente, dado su infatigable hábito de ocupar
la tribuna a diario para comentar la realidad nacional. Igual que en
otras oportunidades, la nota emotiva llegó al final del discurso
mediante la evocación de las gestas juveniles de la militancia en los
años setenta, en alguna de las cuales participó el matrimonio
Kirchner, en especial porque dentro de veinte días se cumplirán
treinta años del golpe de Estado de marzo de 1976.
Kirchner considera, con razón, que la memoria y la justicia son
aglomerantes de la unidad nacional, antes que factor de encono y
división como pretenden los voceros de la derecha y los defensores,
abiertos o solapados, de la obra cruel de la última dictadura
militar. Va más allá y afirma que los compromisos militantes de
variados signos y métodos de aquellos años, con aciertos y errores,
son inspiradores por su capacidad de entrega y de ensoñación, por su
afán obstinado de imaginar un país mejor y luchar por su realización.
De paso, reafirmó el compromiso con la defensa de los derechos
humanos, a la que calificó de política de Estado. De todos los
asuntos comprendidos en su balance, sólo la tarea educativa mereció
también la misma calificación. Fue evidente que la reforma de la
educación, en todos los niveles, será una de las tareas prioritarias
en los dos años que le quedan de mandato.
La economía con todas sus implicancias sociales ocupó buena parte
del discurso y le permitió reconfirmar que las políticas adoratrices
del mercado no son opción ninguna para su gobierno. Advirtió incluso
que las empresas privatizadas de servicios públicos tendrán que
aceptar que el Estado revea los contratos que fueron elaborados con
los parámetros de las políticas neoliberales, con lo cual, sin
asumir compromisos concretos, sugirió que los previsibles aumentos de
tarifas serán diagramados de modo que afecten menos o nada a los más
postergados. El recuento de la recuperación económico-social, por
supuesto, mostró saldos favorables hasta el presente y augurios
positivos en el corto plazo.
El Gobierno sabe que está pendiente la redistribución de la riqueza
con sentido de justicia social, pero el mensaje insistió en
adjudicarle esa tarea a la oferta de nuevos empleos, pese a que la
experiencia indica que hay más pobres que desocupados y que no
obstante los 37 meses seguidos de crecimiento y los 2,8 millones de
flamantes trabajos genuinos, se ensanchó la brecha entre ricos y
pobres debido al tamaño de la porción de torta que se lleva cada
uno.
Conservadores y progresistas demandan una reforma tributaria, de
sentido diferente, claro está, pero el tema ni figuró en la
puntillosa memoria y balance presidencial, aunque en los días previos
el jefe del Estado había descartado hasta la posibilidad de elaborar
un proyecto, pese a que la situación de la cuarta categoría ya pasó
a la agenda de las reivindicaciones sindicales, con los ribetes dramáticos
que tuvo la demanda en Las Heras de Santa Cruz, la provincia natal de
Kirchner. ¿Tendrá razones de doctrina económica ese rechazo tan
categórico? Puede ser, pese a que los círculos cercanos al
pensamiento presidencial lo atribuyen a motivos de índole política.
Según estas versiones, considera que no estaría en fuerza para
imponerse a los núcleos coaligados de alta concentración económica
que no aceptarían, salvo que sean forzados, una reforma que le
otorgue carácter progresivo al sistema impositivo.
Si éste fuera el caso no sería de extrañar, pese a que la autoridad
presidencial da la impresión de estar consolidada como pocas, tanto
que sus críticos más hostiles lo acusan de poder excesivo, porque
desde hace un tiempo, aquí y en casi todo el mundo, los institutos de
representación formal tienen que lidiar con influencias de distinto
signo que compiten en la atención de la sociedad, alterando a veces
la agenda de las cúspides institucionales. Ante todo, es un lugar común
que los partidos políticos son escenográficos y carecen incluso de
capacidad de convocatoria popular. Otra evidencia es que durante toda
la época de hegemonía neoliberal, sobre todo a partir del menemato,
las corporaciones económicas se apropiaron de la capacidad de decisión
que le corresponde a la política y hasta hoy se resisten a perderla.
Y, por último, con la reposición de la república democrática, la
participación ciudadana va creciendo a medida que se expande la
conciencia colectiva sobre los asuntos públicos. Por su carácter
novedoso, este último aspecto merecería algunas reflexiones más
rigurosas del movimiento social y político.
En los últimos años la movilización espontánea, la pueblada, el
cacerolazo, los piquetes, son formas distintas utilizadas por sectores
ciudadanos de diversa proporción para expresar opiniones y demandas
por fuera de los partidos e instituciones convencionales. Ese tipo de
conductas ha probado sus fuerzas y, en algunos casos, el impulso fue
tan vigoroso que tumbó presidentes y gobiernos. En el interior terminó
con dinastías oligárquicas (Catamarca y Santiago del Estero, por
ejemplo), y en el ámbito bonaerense el combinado piquetero se instaló
como un actor social de considerable influencia, a tal punto que
algunos de sus líderes pasaron de esos ámbitos informales a formar
parte de las representaciones institucionales formales. Otras
experiencias, como las asambleas barriales surgidas en la crisis de
2001/02, se frustraron, con pocas excepciones, antes de consolidarse.
El “escrache”, el “abrazo” y el corte de calles y rutas fueron
expandiéndose como metodología de protesta, al punto de que fueron
adoptados por las bases de sindicatos tradicionales.
Durante poco más de dos décadas de democracia, el lema de la
participación ciudadana como condición del sistema político, de
tanto repetirlo se convirtió en cliché, en estereotipo. Debido a que
devino en lugar común de los discursos, ¿ahora habría que renunciar
al método? Al contrario, hay que seguirlo expandiendo y
perfeccionando. Eso sí, de tanto en tanto conviene repasar el sentido
original del concepto de participación. Es para terminar con la
delegación absoluta de responsabilidades y para no limitar la opinión
cívica al rito periódico de los comicios. Una sociedad movilizada es
la mejor garantía de la buena gobernabilidad. Ahora bien: ¿esto
significa que la asamblea ciudadana sustituye a las instituciones
representativas o, por el contrario, las complementa, vigila y
compromete con las causas del pueblo? Un ejemplo: la defensa de la
calidad del hábitat humano fue la respuesta adecuada a los abusos de
la depredación del medio ambiente por los intereses mercantiles que sólo
piensan en términos de rentabilidad. A la obra de estos guardianes
del planeta hay que agradecerles muchas de las innovaciones técnico-legales
que limitaron o sancionaron a los depredadores, por lo que merecen el
prestigio y el respaldo que ya tienen, y mucho más.
Las observaciones tienen completa vigencia ante la situación creada
por la construcción de dos papeleras en la ribera uruguaya, que
vienen a sumarse a las diez mil que ya existen en el mundo, frente a
la costa entrerriana, que podrían significar un daño ambiental de
alto costo para la vida entera de la región. El alerta es más que
oportuno, ya que las industrias “sucias” tienden a desplazarse del
Norte al Sur del mundo, como otro símbolo de la desconsideración de
los países ricos por los más débiles. Estas naciones en desarrollo
necesitan inversiones y si rechazan alguna corren el peligro de ser
canceladas como destino de los capitales productivos, quedando
reducidas a coto de caza de la especulación financiera. Es obvio que
en la desigual relación de fuerzas, los gobiernos más débiles, no
importa su perfil ideológico, tienden a ceder a ese chantaje del
capital. De modo que para equiparar poderes, la movilización popular
es indispensable, pero en ningún caso puede ser sustitutiva.
Es decir, la fuerza social tiene que actuar con la flexibilidad
necesaria para que los estados y gobiernos nacionales puedan, a su
vez, encontrar las vías de negociación que defiendan al máximo los
intereses nacionales en el marco de las propias realidades. Negociación
es el antípoda de las consignas absolutas, porque supone márgenes de
concesión a la otra parte. Cuando el objetivo es “no a las
papeleras”, ¿queda algún margen posible de negociación? Dada la
naturaleza del gobierno uruguayo, una coalición de fuerzas
progresistas, y la relación cooperativa que la Argentina tiene con el
vecino, por historia propia y por las obligadas derivadas de la
integración en el Mercosur, ¿el objetivo popular debería ser
impedir toda negociación posible entre los dos países? ¿O acaso los
vecinos de la ribera entrerriana piensan representar al Estado
nacional como contraparte en la mesa de negociación?
El “no” absoluto implica la lógica de amigo-enemigo y la lucha,
justa y legítima, se convierte en la batalla para aniquilar al
enemigo. Sin la complementación necesaria entre la fuerza social y la
representación institucional, entre la asamblea en la ruta y la
diplomacia política, lo primero que se advierte es que se debilita al
gobierno argentino en lugar de fortalecerlo. ¿Puede Kirchner pedir
una tregua al Uruguay si los propios connacionales no escuchan ninguna
solicitud en el mismo sentido? El asambleísmo es virtuoso, hasta que
deja de serlo. La preservación de su virtud no es la abstención, por
supuesto, sino la ética de la responsabilidad, cualidad propia de las
ciudadanías que rechazan los dogmas de cualquier tipo, los
sectarismos de capilla, para emplear la convicción como un
instrumento de la tolerancia.