Las
nuevas generaciones argentinas no conocen a Rodolfo Ortega Peña.
Salvo para los jóvenes especialmente interesados en conocer la
historia de los años 60 y 70, para la mayoría es un nombre
desconocido o en lo mejor de los casos, una víctima de la Triple-A,
un escritor citado o una plazoleta en la avenida 9 de Julio.
Es lógico que así sea, aunque ello evidencia la profunda ruptura
social con el propio proceso histórico. Este desconocimiento sobre
Ortega Peña se inscribe en un desconocimiento más amplio y
general. El ejercicio del olvido al que han sido condenados los
argentinos desde el 24 de marzo de 1976 hasta el presente y los
artilugios desarrollados para obliterar el pasado con el ejercicio
interesado de la desmemoria forman parte de] esfuerzo por ocultar
dos décadas intensas y profundas durante las que los jóvenes de
entonces (entre los que me incluyo) se plantearon con profundo
sentido solidario y colectivo ligar sus vidas con la búsqueda de un
mundo mejor, más justo e igualitario, aun a costa de los mayores
sacrificios.
A su vez, el olvido no es sólo derogación de la memoria. Tiende a
colocar en su lugar una mítica narración del pasado: el silencio
ha dado lugar a formas de normalización falsificadas, a través de
una unívoca interpretación oficial. Se sustituye la cultura social
-que actúa como conciencia crítica - deslizándose el sentido
conceptual del pasado a través de la opacidad del presente,
resignificando la temporalidad rica y múltiple del saber crítico
hasta llegar a la clausura de su significación: ninguna cuestión
que pudiese plantearse carece de respuesta dentro del propio sistema
articulado por la teoría de los dos demonios como eje de una suerte
de fundamentalismo democrático.
Rodolfo Ortega Peña pertenece a esa generación que hace cuatro décadas
-recogiendo los legados históricos- soñó la revolución cultural,
política, económica y social como un hecho posible y actuó
consecuentemente, con-vencida de la irrelevancia ingrávida de toda
otra tarea que no fuera promover aquel cambio -de acortar los
tiempos a una victoria que pensábamos inevitable por el decurso de
la historia -, abandonando en muchos casos la tranquila existencia
personal (sentida por unos como opacidad triste, y por otros, pese a
su éxito biográfico, como una situación de complicidad con un
sistema injusto): dispuestos a ofrendar su propia vida si ello
resultare una contingencia inevitable.
Estos proyectos revolucionarios de los años 60 y 70, no siempre se
expresaron mediante el ejercicio de la violencia, aunque todos por
igual sufrieron la violencia represiva del terrorismo de Estado. En
la mayoría de los casos, aquellos portadores de la ilusión se habían
acercado a la política huyendo de la inmovilidad del pensamiento,
para pasar a la acción -en todas sus variantes- abjurando tanto del
revolucionarismo de café de una izquierda tradicional con la que
pretendían romper y superar, como del burocratismo peronista
entrampado en los pliegos del poder proscriptivo.
Esta instancia política, fuertemente vital, no fue una mera
contingencia de un deslizarse crispante del tiempo social en que
estaba inmersos sus actores sino el intento de una relectura de la
historia argentina, en acto de con-tinuidad y cuestión al mismo
tiempo, en una instancia fundante de un devenir diferente. Al mismo
tiempo, traducía en el campo nacional el peso de las experiencias
universales y contenía en su multiplicidad dicursiva el plexo de
aquella herencia inmediata y mediata. Tenía un claro sentido
reparador y regeneracionista.
Ningún sector social ni estamento profesional o laboral quedó al
margen de esta interpelación convocante de los años 60 y 70.
Aquellas generaciones existieron sobradamente y fueron muchísimo más
que aisladas ínsulas. La opción revolucionaria recorrió
medularmente la sociedad hasta convencerse a sí misma de la
factibilidad de la victoria. Más: estas generaciones fracasa-ron en
su intento, y la mayor parte de quienes encamaron aquellos propósitos
transformadores fueron aniquilados por el terrorismo de Estado, en
sus formas para estatales antes del 24 de marzo de 1976, y luego por
la acción directa de las Fuerzas Armadas.
La revolución quedó como una utopía incumplida, como un sueño
desvanecido, transformado en un estallido de dolor y sangre.
Llegaron los tiempos de derrota y muerte, que no sólo sesgaron la
vida de aquellos que estaban ani-mados por el fuego sagrado de sus
convicciones sino que hicieron añicos esos proyectos concretos,
personales y organizativos. Y aquellos programas, con el
tesoro" ideológico revoluciona - no y emocional que le dio su
encarnadura, quedaron allí perdidos, bajo un pesado manto de
silencio, carente de toda resonancia y haciendo incomprensible para
las generaciones futuras la densa textualidad de sus proyectos, la
capacidad cuestionadora y movilizadora de su palabra y el profundo
sentido político de su accionar. Tan incomprensible la acción como
su respuesta represiva. Escamoteo interesado, evitante de las
preguntas: ¿Qué estaba en juego esos años? ¿Qué y por qué se
peleaba?
Es decir, cuál fue el entramado de sueños, ideas, análisis teóricos,
compromisos vitales y prácticas germinadoras de un hombre nuevo
como constructor de un mundo diferente que fue el signo distintivo
de aquellos "olvidados y proscriptos" desde el silencio y
la descalificación.
Rodolfo Ortega Peña es una figura paradigmática de aquellos jóvenes
intelectuales de la generación del 60, que vivió el influjo
sartreano de la vida como compromiso existencial, desde sus primeros
pasos como estudiante hasta el cargo de diputado nacional que ejercía
a la hora de su muerte (con su unipersonal Bloque de Base,
conformado tras separarse del frente justicialista por el que había
sido elegido). El 31 de julio de 1974, cuando los sicarios de la
Triple-A comenzaron su cadena de muertes quitándole la vida a los
38 años de edad, sin duda, en su criminalidad, coincidían en el
reconocimiento del carácter paradigmático y la proyección de
aquel que comenzaba a trascender los propios planos de la militancia
para adquirir una dimensión nacional.
En distintas instancias de estos veinticuatro años transcurridos
desde aquel crimen he abordado el análisis de quien fue mi hermano
entrañable y compañe-ro en la militancia y en la actividad
cultural y profesional. Lo hice en su accidentado entierro, en el
homenaje a los diez años del crimen a los veinte años, al
inaugurarse la plazoleta que lleva su nombre, y en otras
oportunidades, de manera escrita, en algunas publicaciones.
Cada vez que debí evocar a Rodolfo públicamente, fui completando
mi visión de sus múltiples y riquísimos perfiles. De aquellos
trabajos rescato especialmente dos, que hoy reproduzco parcialmente.
En una extensa nota hace doce años, decía yo: "¿Desde dónde
aproximarnos al recuerdo de Rodolfo? Desde el rechazo de todo
encasillamiento, reconociendo que él, como todo ser humano, fue una
presencia abierta en sus significaciones, que su vida admite
plurales lecturas y que no es posible abarcarlo en su totalidad, ni
aquella es reproducible sintéticamente con un puñado de anécdotas
o juicios de valor.
Urgencia vital preparación Intelectual
"En 1962 en la revista Ficción, que dirigía Juan Goyanarte,
Ortega Peña publicó un largo análisis de la novela Sobre héroes
y tumbas. En esa nota, escrita poco antes de que tomáramos la
decisión política de elaborar y firmar conjuntamente todos
nuestros trabajos, analiza el tema de la muerte (aun era tiempo de
que nuestra generación la visualizara a través de las obras
literarias) y dice: Lavalle, Alejandra, Fernando, muertos. ¿Sus
muertes tienen algún sentido o carecen absolutamente de él? ¿Por
qué ir a Jujuy? ¿ Por qué morir en "El Mirador"? ¿Azar
de una partida que dispara? ¿Libre determinación en incendiar la
casa, su propia vida? La muerte, ¿tiene realmente un sentido que no
es posible delimitar en lo orgánico? Allí quedan los restos
lacerados de Lavalle. Malolientes. Ahí va su corazón con sus
hombres. ¿Llevaba Lavalle dentro, muy dentro, su muerte como
Alejandra o Fernando? ¿Fue creciendo esta muerte día a día con su
vida, hasta surgir ga-lopando desesperadamente? ¿ O, por el
contrario, la muerte se cruza en el camino inesperadamente? ¿Es
realmente un elemento irracional que no se puede reducir" Quizá
no estamos preparados para responder. Pero la existencia sigue su
curso: y allí va Martín, como nosotros, proyectando su vida,
abierto a lo inesperado.
Ortega a los 26 años reflexionaba antropológicamente sobre el
sentido de la muerte, que es lo mismo que decir que analizaba el
sentido de la vida. Y lo hacía desde su propia proyección vital
totalmente comprometida, que llevaría -doce años después de esas
meditaciones- a que convergieran las balas sobre su cabeza y a que
hoy, transcurridos otros doce años, yo rescate este texto y lo
repiense no sobre Lavalle sino sobre Rodolfo mismo. Ya que, quienes
lo conocimos, sabemos bien con qué urgencia vivió, prodigando su
inteligencia tan fuera del nivel común y su cultura de límites
incomprobables, con tal vertiginosidad como si llevara "dentro,
muy dentro su muerte" y ésta fuera "creciendo día a día
con su vida".
"Pareciera -la historia está llena de ejemplos variados- que
hay seres que viven presentidamente su muerte joven y que para
ellos, los tiempos de ser y hacer, son como una carrera contra el
reloj sin resuello ni descanso. Y Orte-ga Peña no escapaba a esta
característica.
"Recibido de abogado a los 20 años, haciendo al mismo tiempo
la carrera de Filosofía, estudiando luego Ciencias Económicas;
polemizando con Julián Marías sobre la ontología de Unamuno; con
Carlos Cossío sobre la teoría ontológica del derecho; con Tulio
Halperín Donghi sobre la significación del Facundo: con Marechal y
Sabato sobre la estructura de la novela; con Córdova Iturburu sobre
las pinturas rupestres de Cerro Colorado; pocos casos debe haber en
nuestro país de un intelectual con tanta capacidad y actividad
interdisciplinaria. Al mismo tiempo, con tan poco interés en
dedicar su vida prioritaria-mente a cualquiera de esas disciplinas,
pese a haber sido hasta el fin, un ávido y obsesivo lector de todas
ellas, en castellano, inglés, francés, alemán, italiano, portugués,
latín y griego.
"Urgencia por saber, para hacer: es decir el conocimiento como
arma transformadora. Es que para Rodolfo no había actividad científica
abstracta, había sólo una práctica teórica, absolutamente
enraizada con las tareas de la liberación nacional y social. De él
sí que, siguiendo Gramsci, puede decirse era un intelectual orgánico
ligado al destino de la clase obrera y del pueblo. Porque toda su
actividad estaba puesta al servicio del desarrollo político, del
avance en la lucha de las clases postergadas: a las que se había
integrado por una firme convicción, saltando por encima de su
origen social, tratando de darles lo mejor de sí mismo.
"Pero esta urgencia vital no devenía en un sentimiento trágico
de la misma. Todo lo contrario, sólo desde el optimismo
esperanzador se puede actuar de ese modo. Por otra parte, Ortega Peña
era la contraimagen de la solemnidad, un chico grande con una
calidez y una ternura que muchas veces con infantil vergüenza por
mostrarse desnudo en sus sentimientos, pretendía sepultar con su
aplastante racionalidad, esa que se convertía en un arma implacable
sólo con los enemigos de los intereses colectivos.
"De esta manera su vida cotidiana no aparecía escindida entre
la alegría de los hechos menores y una solemne y grave actitud ante
las grandes perspectivas de su existencia, las que integraba en un
continuo sin contradictorias percepciones".
Su humanismo ético y revolucionario
Nace cuatro años, cuando se inauguró por disposición del Concejo
Deliberante de la ciudad de Buenos Aires la plazoleta Rodolfo Ortega
Peña en la Avda. 9 de Julio, allí donde le mataron, volví a
precisar los rasgos de Rodolfo. Decía entonces:
¿Cuál es el legado de Ortega Peña, su valor paradigmático, lo
históricamente rescatable? Cuáles son los grandes trazos de su
personalidad, aquellos que aspiramos a que queden indelebles en el
tiempo. Porque la historia con sabiduría olvida la crónica política
concreta para abstraer y esencializar los valores ejemplarizantes,
dejando aquella, para los es-tudiosos e investigadores.
"¿Es posible ya, señalar, los valores perdurables de una
figura como Rodolfo Ortega Peña que laboró con igual fervor, la
política como la historia, el periodismo como el ejercicio de la
abogacía aplicada en función social? ¿Es posible hacerlo pese a
la complejidad de su postura ideológico-política, de este hombre
visceralmente peronista, pero intelectualmente un obstinado
gramsciano, que heredó la pasión argentina de su abuelo David Peña
y como aquél, tributario del sueño alberdiano de construir una
gran nación sobre bases jurídicas y económicas sólidas?
"Estoy convencido de que sí es posible. Sin ánimo de hablar
ex-cátedra, apunto aquí algunos rasgos a mi juicio definitorios:
fue antes que nada un humanista, en el más puro sentido ontológico
del término. Sus estudios de filosofía, su búsqueda del saber de
los saberes, no era otra cosa que la búsqueda del hombre, de todos
los hombres. Su primer compromiso era entonces con el destino del
ser humano como tal.
"De este compromiso fundante, nacieron sus quehaceres: la política
como servicio a los demás, asumida con el rigor de quien para
ejercerla, no consideró suficiente su formación jurídica y filosófica,
sino que estudió con igual dedicación las ciencias económicas. Su
casi infinita cultura, fue también parte de su aprendizaje para la
acción política. Porque sin estas herramientas jamás Rodolfo se
hubiera considerado en condiciones de acceder a algo que consideraba
absolutamente serio y responsable: la práctica política.
"De aquélla deriva también su irrenunciable compromiso con
los derechos humanos, que lo llevó desde el inicio de su profesión
al ejercicio de la defensa de los pre-sos políticos, aun y en
muchos casos, de quienes estaban en sus antípodas ideológicas y
políticas.
Un compromiso racionalmente asumido que le hizo transitar el camino
de la muerte, porque éste fue lo que más incomodó a quienes
planearon el crimen.
"Necesariamente, también allí, radica su inclaudicable
postura a favor de las causas populares, saltando sobre el prefijado
destino familiar que le hubiera permitido fácilmente ser un
brillante abogado de minorías privi-legiadas.
"Otro rasgo esencial -y que en estas épocas aparece mucho más
destacable - es la honestidad de este hombre que murió pobre, sin más
patrimonio que su biblioteca, no por falta de oportunidad de quien
asesoró a encumbrados di-rigentes sindicales y que pasó por el
Congreso de la Nación, rechazando las ofertas altamente
beneficiosas en lo económico con que le tentaron para acallar su
voz disidente.
"Es que Rodolfo Ortega Peña fue esencialmente un hombre ético,
de una profunda eticidad, que lo llevó a soñar con un Hombre Nuevo
capaz de construir revolucionariamente un mundo mejor. Revolucionar,
como enseña el Diccionario del uso del español de María Moliner,
es imprimir un giro diferente a un tiempo determinado o preconizar
un cambio radical de las cosas. Y Ortega Peña desde su ética
absoluta, jamás se resignó a aceptar el mundo en que le tocó
vivir como algo con lo que debía conformarse. Siempre creyó que la
humanidad, y en el caso, los argentinos, nos merecíamos un mundo
mejor, mucho más justo e igualitario y luchó apasionadamente para
que despuntara el alba.
"Pero no nos confundamos, Ortega Peña, no se planteó para sí,
tomar el cielo por asalto, y por el contrario, fue un ferviente
partidiario de la lucha de posiciones, en el marco de las
instituciones republicanas. Por ello este hom-bre que no pertenecía
a organización alguna, aceptó ser diputado de la Nación
conformando un bloque unipersonal, para luchar por una democracia
auténtica, fiel al mandato recibido. Y porque creía en los valores
de la democracia participativa no usó su banca para convertirla en
tribuna del petardismo sino que trabajó con ahínco en mejorar las
leyes tanto en las comisiones como en el recinto, dando memorables
aportes a los debates y convirtiéndose en un fiscal insobornable.
Paralelamente llevó su banca a la calle y allí donde hubo una
necesidad o una injusticia, lo encontró presente".
24 años después
Hoy, al cumplirse un nuevo aniversario del crimen, quisiera agregar,
un hecho sustancial, implícito en todo lo antes dicho.
Poco a poco, y por la fuerza de los acontecimientos, el campo
popular y revolucionario estaba encontrando la figura capaz de
unirlo y liderarlo, en aquel hombre que hizo del antisectarismo y de
la unidad, un estilo de vida.
Junto a Agustín Tosco, Rodolfo Ortega Peña, aparecía en el
escenario político argentino con la capacidad para convertirse en
la amalgama que superara las dicotomías y las obstinaciones, y de
conducir en el campo de las instituciones republicanas, ese gran
movimiento transformador que agitaba la Argentina.
No fue casual entonces que su prematura muerte inaugurara la etapa
sangrienta del último terrorismo de Estado padecido en el país.
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