La imagen de la fotografía es siempre la de un hombre con la inteligencia
despierta, una inteligencia cazadora, acechante de nuevas realidades y
situaciones, para absorberlas, digerirlas y domarlas con una respuesta que
le diera la capacidad de transformarlas. La calva reluciente y prematura,
los anteojos de armazón gruesa y una barba candado, saco y corbata de
abogado y a veces un cigarrillo que le quema los dedos. Es la imagen de
Rodolfo Ortega Peña, sus últimas fotografías, abogado, diputado, 38 años.
Hace 30 años, la Triple A del ministro José López Rega lo fusiló con
ocho balazos en la cabeza, uno en el brazo y varios más en el cuerpo.
Para muchos será injustamente recordado por esa imagen que quedó en los
archivos y por haber sido la primera víctima de la Alianza Anticomunista
Argentina (AAA) que comenzaba a operar abiertamente un mes después de la
muerte de Perón. La ráfaga de ametralladora que lo abatió en Carlos
Pellegrini y Arenales, a las cuatro de la tarde del 31 de julio de 1974,
imponía su propia lógica también para el recuerdo. Y abría la puerta a
la espiral de crímenes y atentados que empujaba indefectiblemente hacia el
golpe militar del 24 de marzo de 1976.
Injustamente para el recuerdo porque esa forma de morir no estaba en su
elección de vida, aunque todas sus elecciones en esa época podían llevar
a ese final. Ortega Peña, el diputado del bloque unipersonal De Base, había
sido amenazado varias veces, estaba en una lista que había hecho pública
la Triple A, que a partir de ese primer asesinato se fue cumpliendo
inexorablemente. La muerte de Perón había desequilibrado el juego político,
había creado un vacío que sería ocupado ahora por una atropellada de los
peores grupos enquistados en el esquema de poder que dejaba. Y para los que
Ortega Peña era un blanco estratégico, por eso lo eligieron para empezar
la lista.
Sin integrar en forma orgánica ninguna de las organizaciones armadas o no
del peronismo revolucionario e incluso de la izquierda, Ortega Peña era
respetado por todas. En muchos casos, había sido defensor de algunos de sus
dirigentes, con todas había polemizado, había planteado acuerdos y
diferencias en un momento en el que esa actitud despertaba la irritación de
organizaciones más acostumbradas a que el compromiso ideológico tuviera su
correlato en una adscripción vertical y menos discutidora.
La historia de su vida es coherente con esa imagen que quedó en los
archivos, el hombre de mirada lúcida que reflejaba una inteligencia
innovadora con la capacidad de ver más allá de los discursos instalados
incluso en la izquierda. En los años ‘60 había sido asesor legal de los
sindicatos más poderosos, entre ellos la UOM, había hecho una reivindicación
de los caudillos montoneros en la historia y en 1964 había publicado Felipe
Vallese, proceso al sistema, una durísima denuncia por el asesinato del
militante peronista a manos de la policía.
No era un bagaje tradicional para el pensamiento de una izquierda que más
bien era refractaria al peronismo y al revisionismo histórico en los que,
así combinados, creía ver reflejos amenazantes de fascismo. Una época en
la que esa visión de la izquierda determinaba que los primeros grupos del
peronismo revolucionario encontraran más afinidad con las corrientes
nacionalistas. Sin embargo, la nueva visión del peronismo y de la historia
serían vertientes importantes del pensamiento de la nueva izquierda que
crecería desde el ‘66 en adelante y en especial durante los años ‘70.
El actual secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, que fue
socio profesional y amigo de Ortega Peña lo recuerda en sus épocas de
estudiante: “Recibido de abogado a los 20 años, haciendo al mismo tiempo
la carrera de filosofía, estudiando luego ciencias económicas; polemizando
con Julián Marías sobre la ontología de Unamuno; con Carlos Cossio sobre
la teoría ontológica del derecho, con Tulio Halperín Donghi sobre la
significación del Facundo; con Marechal y Sabato sobre la estructura de la
novela; con Córdova Iturburu sobre las pinturas rupestres de Cerro
Colorado, pocos casos debe haber en nuestro país de un intelectual con
tanta capacidad y actividad interdisciplinaria. Al mismo tiempo con tan poco
interés en dedicar su vida prioritariamente a cualquiera de esas
disciplinas, pese a haber sido hasta el fin un ávido y obsesivo lector de
todas ellas, en castellano, inglés, francés, alemán, italiano, portugués,
latín y griego”.
Todos los trabajos periodísticos y ensayos llevan la firma de los dos
socios, desde prólogos a escritos de John William Cooke, hasta Facundo y la
Montonera o La Baring Brothers y la historia política argentina donde
denunciaban a Bernardino Rivadavia, el primer presidente, icono de la
historiografía liberal. Duhalde lo ha definido como “peronista visceral y
gramsciano convencido” en una mezcla que bajo la apariencia de complejidad
esconde la verdadera sencillez frente a la dificultad que tienen los dogmas
para adaptarse a una realidad concreta.
Es probable que esa decisión de poner la inteligencia al servicio de un
proceso de transformación de la realidad, y no al revés, donde los dogmas
se esfuerzan por adaptar la realidad a sus vericuetos y terminan siendo
puros pero inofensivos, haya sido uno de sus aportes más importantes y el
que lo trasciende con más fuerza. En una situación como la actual de
profundos cambios en el mundo y en el país, que ponen a prueba los esquemas
tradicionales, esa actitud de Ortega Peña aparece como exigencia y como
ejemplo vigente.
Con la llegada de la dictadura tras el golpe de 1966, Ortega Peña se
convirtió en un activo defensor de presos políticos, colaboró en la
organización de las comisiones de familiares de presos y denunció las
violaciones a los derechos humanos poniendo en riesgo su propia vida. Desde
el punto de vista profesional ensayó todos los caminos de una práctica
social de la abogacía. Abrió punta en temas que comenzaban a tomar
relevancia como la defensa de los derechos humanos y entendió con gran
agudeza la proyección política del escenario jurídico. Y al mismo tiempo
intervenía en la polémica y la discusión política a través de sus
escritos periodísticos y finalmente en las páginas de la revista
Militancia que dirigía.
Al asumir como diputado nacional juró con la consigna de las organizaciones
revolucionarias: “La sangre derramada jamás será negociada” y se separó
del bloque justicialista para conformar un bloque unipersonal. Tras la
muerte de Perón y el recrudecimiento de las amenazas, un grupo de amigos le
planteó la posibilidad de que renunciara y viajara al exterior. Ortega Peña
se negó y rechazó también que le pusieran custodia. El 31 de julio,
cuando descendía de un taxi, tras almorzar con su mujer, Helena Villagra,
tres hombres que lo seguían en un Fairlane verde lo acribillaron a balazos.
Fue velado en la Federación Gráfica Bonaerense y miles de personas acompañaron
el féretro hasta la Chacarita, donde fueron reprimidos por la policía. El
crimen había sido certero, la democracia se achicaba, el Parlamento no tenía
espacio para la voz de Ortega Peña.