“Nuestras madres, incansables luchadoras que dieron la vida por sus
hijos, no pudieron vencer a la muerte, pero eran tan obstinadas que sí
pudieron vencer al olvido. Y volvieron. Volvieron con el mar, como si
hubieran querido dar cuenta, una vez más, de esa tenacidad que las
caracterizó en vida. La presencia de sus restos da testimonio de que no
se puede hacer desaparecer lo evidente. Volvieron con ese amor
incondicional que sólo las madres tienen por sus hijos, para seguir
luchando por ellos, por nosotros.” Los hijos de Azucena Villaflor de De
Vincenti, Esther Ballestrino de Careaga y María Ponce de Bianco eligieron
estas palabras para compartir el hallazgo de los cuerpos de sus madres,
fundadoras de Madres de Plaza de Mayo. Estas mujeres, que hace 28 años se
organizaron para pedir justicia, aportaron ahora una prueba irrefutable
para la investigación de los crímenes del terrorismo de Estado: la
primera evidencia científica completa de “los vuelos de la muerte”.
Los primeros indicios que condujeron al Equipo Argentino de Antropología
Forense (EAAF) a identificar los restos de las fundadoras de las Madres
aparecieron entre los resquicios que dejó la burocracia de la última
dictadura. Una huella dactiloscópica hallada entre los papeles de un
archivo de la Policía Bonaerense, perteneciente al laboratorio de
necropapiloscopía, y un viejo expediente judicial de la ciudad de Dolores
reclamado por la Cámara Federal porteña en las causas por la búsqueda
de la Verdad condujeron al sitio donde podía estar enterrada una de las
mujeres secuestradas el 8 de diciembre de 1977 en la iglesia Santa Cruz.
El lugar señalado era el cementerio de General Lavalle. El EAAF exhumó
allí siete cuerpos que habían sido enterrados como NN después de haber
sido encontrados en las costas de San Bernardo y Santa Teresita entre
diciembre de 1977 y enero de 1978.
Durante la dictadura ya había circulado el rumor de que habían aparecido
cuerpos en la playa que podrían ser de las Madres de Plaza de Mayo
secuestradas. Otras Madres intentaron llegar hasta allá, pero no las
dejaron.
La información era conocida por el gobierno de Estados Unidos. En un
documento desclasificado por el Departamento de Estado, el embajador Raúl
Castro informó que se había enterado por una fuente confidencial del
hallazgo de siete cadáveres en la costa atlántica y que éstos podrían
pertenecer a las Madres de Plaza de Mayo.
Entre abril y mayo de este año se corroboró, a través de análisis de
ADN, que tres de esos cadáveres eran los de Esther Ballestrino de Careaga,
María Ponce de Bianco y Azucena Villaflor de De Vincenti. Los otros
cuatro cuerpos también pertenecerían al grupo de familiares de
desaparecidos secuestrados entre el 8 y 10 de diciembre de 1977, pero aún
falta la ratificación de los estudios genéticos.
El análisis antropológico forense determinó que la causa de la mayoría
de las fracturas que las Madres tenían en sus huesos largos eran
similares “a las que son habituales observar como producto de una caída
de un cuerpo desde cierta altura y su impacto contra un elemento sólido”.
Los médicos de la policía que realizaron la primera autopsia habían
llegado a la misma conclusión. “Es una documentación científica de un
‘traslado’ aéreo. Esperemos que con esto se acaben las
controversias”, señaló ayer en una conferencia de prensa Carlos
Somigliana, del EAAF. También resaltó que “sin la tarea de los
sobrevivientes, que fueron los primeros en narrar lo que había ocurrido,
esto no hubiera sido posible”.
Hasta ahora, el EAAF había conseguido identificar a unas pocas víctimas
de vuelos de la muerte, pero sin poder certificar el lugar en el que habían
estado secuestradas. La mayoría del trabajo relacionado con la recuperación
de los cuerpos de desaparecidos se vincula con víctimas que fueron
directamente enterradas como NN en fosas comunes o individuales de
distintos cementerios del país. Esta es la primera vez que se reconstruye
el circuito represivo completo de quienes fueron arrojados al mar desde
los aviones de las Fuerzas Armadas: Esther Ballestrino de Careaga y María
Ponce de Bianco fueron secuestradas en la puerta de la iglesia Santa Cruz,
y Azucena Villaflor en la esquina de su casa, en Sarandí, a partir de una
tarea de inteligencia e infiltración en los organismos de derechos
humanos realizada por el represor Alfredo Astiz; estuvieron detenidas en
la Escuela de Mecánica de la Armada, fueron arrojadas al mar y enterradas
como NN General Lavalle. Sus cuerpos serán ahora entregados a sus
familiares. Su identificación se convertirá en una prueba absoluta de
los crímenes que ellas mismas denunciaron hace 28 años.
“Ante la aparición de los restos de nuestras madres: juicio y castigo a
todos los culpables”, señaló ayer, al abrir la conferencia de prensa
en el auditorio de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires (Utpba),
Ana María Careaga. Los familiares de las tres mujeres exigieron que
“quienes cometieron esos crímenes paguen por lo que hicieron”. Y
reclamaron saber toda la verdad: quiénes fueron todos los represores que
actuaron en la ESMA en esos años, quiénes piloteaban los aviones, quiénes
eran los médicos y enfermeros que colocaban las inyecciones a los
detenidos y quiénes los arrojaban al mar.
“No ha habido héroes anónimos”
“Sólo pido una cosa, los que sobrevivís a esta época no olvidéis. No
olvidéis ni a los buenos ni a los malos. Reunid con paciencia testimonios
sobre los que han caído por sí y por vosotros. Un día, el hoy
pertenecerá al pasado y se hablará de una gran época y de los héroes
anónimos que han hecho historia. Quisiera que todo el mundo supiese que
no ha habido héroes anónimos. Eran personas con su nombre, su rostro,
sus anhelos y sus esperanzas, y el dolor del último de los últimos no ha
sido menor que el del primero cuyo nombre perdura.” Ana María Careaga
citó al escritor y periodista checoslovaco asesinado por los nazis Julius
Fucik antes de comenzar a contar la historia de su madre y sus compañeras.
Esther Ballestrino de Careaga nació en Uruguay, se crió en Paraguay y se
refugió en la Argentina luego de militar en el Partido Revolucionario
Febrerista, movimiento de orientación socialista y antiimperialista. Su
familia la definió como “una militante de tiempo completo”, tarea que
no abandonó en su exilio en Buenos Aires, donde se casó con Raymundo
Careaga y tuvo tres hijas. Después del golpe de Estado del 24 de marzo de
1976, Esther solicitó y obtuvo la condición de refugiada del Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Los vínculos
que el Plan Cóndor había formado entre los represores argentinos y los
que estaban a las órdenes del paraguayo Alfredo Stroessner habían
intensificado la persecución a los paraguayos en la Argentina. Su casa
fue allanada varias veces, pero el 13 de septiembre de 1976 los militares
le dieron el primer golpe definitivo: fue secuestrado su yerno, Manuel
Carlos Cuevas, marido de su hija Mabel. El 13 de junio de 1977 se llevaron
a Ana María, su hija menor, que estaba embarazada de tres meses. Esther
se vinculó con otras mujeres que buscaban a sus hijos y que luego se
convertirían en las Madres de Plaza de Mayo.
Después de cuatro meses en el centro clandestino de detención Club Atlético,
Ana María recuperó su libertad. Esther se ocupó de sacar del país a
sus hijas menores y luego volvió a la Plaza. Las otras Madres le
preguntaron qué hacía allí, le dijeron que descansara. “Esto recién
empieza, nos falta encontrar a los demás, todos son mis hijos”, dicen
que dijo Esther. Poco después fue secuestrada con sus compañeras en la
iglesia Santa Cruz.
Azucena Villaflor fue el motor de las Madres, su guía y su líder. Ejerció
esa función naturalmente y hasta hoy su rol es indiscutido y respetado
por todas las mujeres que formaron parte de ese movimiento de derechos
humanos. De ella fue la idea de juntarse en la Plaza de Mayo, estrategia
que empezó a tomar cuerpo en la sala de espera del vicariato castrense,
donde ella y una larga fila de familiares de desaparecidos esperaban
noticias que nunca recibieron. Algunos testimonios la recuerdan haciendo
la misma propuesta en el Ministerio de Interior. Azucena buscaba a Néstor,
su hijo, que había sido secuestrado el 30 de noviembre de 1976 junto a su
novia en una barriada de Villa Domínico.
“Tenemos que hacer algo, juntas podemos hacer algo, pero separadas no
vamos a lograr nada. Y lo tenemos que hacer en esta plaza, acá sucedieron
las cosas más importantes del país”, recuerdan otras Madres que dijo
Azucena en el primer encuentro en Plaza de Mayo, el 30 de abril de 1977.
La fundadora de las Madres había hecho sólo la escuela primaria. A los
quince años comenzó a trabajar en Siam como telefonista y renunció diez
años después, cuando se casó con Pedro De Vincenti. Azucena no estaba
el 8 de diciembre de 1977 en la Santa Cruz. Fue secuestrada dos días
después en la esquina de su casa. De acuerdo con el testimonio de un
testigo ocasional, se resistió a sus captores con empujones y gritos,
pero no pudo impedir que la subieran a un coche.
Luis Bianco describió a su madre, María Ponce de Bianco, como “una
negra india tucumana de ley”. “Ella me enseñó a no temer a los
mendigos, a la gente diferente, siempre decía: ‘Andá con dignidad y
mirada limpia’”, recordó. Mary había estado afiliada al Partido
Comunista, pero la posición política que adoptó el PC durante la
dictadura la llevó a la ruptura. Alicia Bianco mamó de su madre su
carisma y empuje. Militó en Montoneros y en el ERP, y desapareció el 30
de abril de 1976, a los 23 años. Después del secuestro de su hija, Mary
cerró el negocio familiar –una colchonería– y se dedicó tiempo
completo a buscarla.
Ayer, en el día de la confirmación de su muerte, la vida de las tres
mujeres estuvo más presente que nunca. Las Madres que las conocieron, las
que presenciaron el operativo de la Santa Cruz, emocionaron a todos los
presentes en el auditorio con sus recuerdos. “La desaparición de
Esther, Mary y Azucena no fue fortuita. La Marina decidió quiénes tenían
que desaparecer para acabar con las Madres. Pero no fue así. Ese germen
de resistencia habría de ser imparable, y de eso da cuenta la presencia
aquí de las Madres con sus perdurables y dignos pañuelos blancos. Las
razones de esa lucha siguen vigentes y las Madres la continúan
activamente”, señalaron los hijos de las tres fundadoras en la
conferencia de prensa. Nélida de Chidichimo, testigo del operativo en la
iglesia, describió entre lágrimas: “Fue como el día que se llevaron a
mi hijo. Ellos creyeron que el jueves siguiente no íbamos a estar en la
Plaza, pero estuvimos y estamos. Ya llevamos 30 años”.
OPINION
Grupo de Tareas de la ESMA en acción |
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Por
Luis Bruschtein |
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“No
se puede hacer desaparecer lo evidente”
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Estaban
en la iglesia de la Santa Cruz, el hombre joven les dio un beso en
la mejilla y de repente irrumpieron hombres armados hasta los
dientes. Dijeron que se trataba de un operativo antidroga. “¿Cómo
antidroga y se la llevan a la hermana (la monja francesa Alice Domon)
que no fuma, ni toma, ni nada?”, preguntó una de las madres entre
los tironeos.
Las madres se reunían en la iglesia de los padres pasionarios, en
el barrio de San Cristóbal, para ultimar una solicitada que llevarían
al diario La Nación. Habían recolectado unas 800 firmas y el
dinero que necesitaban. Otros grupos estaban reunidos en casas
particulares y en otras iglesias. No recuerdan con exactitud si
primero fueron los gritos o los frenos de los Falcon verde en la
puerta, las órdenes furiosas de los hombres armados y de civil.
Fueron empujones, tomas de yudo, gritos de las madres y familiares,
el ruido metálico de las armas, fusiles, pistolas y ametralladoras
amartillándose, que resonaban en el atrio. El grupo detectó a los
que debía secuestrar y empezó a arrastrarlos hacia la puerta.
Algunos tironeaban de ellos para impedirlo, enfureciendo a los
secuestradores que gritaban, enardecidos, y amenazaban con sus
armas. Los forcejeos y el griterío continuaron en el exterior, por
la vereda de entrada a la iglesia. “Es un operativo antidroga”,
gritó el jefe. Y entonces el estampido de las puertas de los Falcon
cerrándose, el rugido de los motores y el chirrido de las llantas.
Después silencio, algunos llantos.
Fue el 8 de diciembre de 1977. Ayer, en el local de la Unión de
Trabajadores de Prensa de Buenos Aires (Utpba), las Madres de Plaza
de Mayo María del Rosario Cerruti, Aída Sartí y Nélida de Chidíchimo
reconstruyeron el operativo. Entre el 8 y el 10 de diciembre, hubo
otros operativos donde fueron secuestrados más familiares de
desaparecidos. El 10, cuando se publicó la solicitada que habían
preparado, fue secuestrada en la calle, en el Dock Sud, cerca de su
domicilio, Azucena Villaflor de Vincenti, la madre que había
impulsado la organización de las madres. La nómina de secuestrados
durante esos días se completa con Angela Auad, Remo Berardo, Raquel
Bulit, Horacio Elbert, Julio Fondovila, Gabriel Horane, Patricia
Oviedo y Leonie Duquet, la otra monja francesa.
El hombre joven que señaló a sus víctimas con un beso en la
mejilla era Alfredo Astiz, que se había infiltrado en el grupo con
el seudónimo de Gustavo Niño. Jorge Acosta era el jefe del grupo
de tareas, en el que también participaban Antonio Pernías y Héctor
Febres, entre otros oficiales de la Armada, de Prefectura y de la
Policía Federal.
Los cuerpos de las madres que fueron identificados por el Equipo
Argentino de Antropología Forense mostraban señales de haber
fallecido cuando impactaron contra el agua tras ser arrojados con
vida desde los aviones. Previamente las habían atontado con una
inyección de pentotal.
Es sintomático que Astiz, uno de los principales responsables del
operativo, haya sido tomado como paradigma de valentía por un
amplio sector de sus camaradas. Incluso hace pocas semanas, la
esposa de un militar en actividad defendió estos “actos patrióticos”
en una carta a La Nación. Sobrevivientes relataron que cuando el
grupo de secuestrados llegó a la ESMA, Astiz era el más preocupado
para que “trasladaran” a las madres y las monjas porque temía
que lo identificaran si alguna sobrevivía |
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