Palabras pronunciadas por Rosa Regás en el acto de recuerdo al compañero Salvador Alende

Casa de América

Acto de Homenaje 30 Aniversario de Salvador Allende 

"Cuando septiembre se llama Allende"
 
11 de septiembre de 2003

En primer lugar quiero agradecer a Victoria Benado, Magaly Chamorro y Oscar Soto de la Asociación Promemoria de Salvador Allende por haberme invitado a dar mi testimonio personal en el 30° aniversario de la muerte del presidente Salvador Allende. Para mí es gran honor formar parte de esta mesa y de este homenaje.

Asimismo deseo felicitar a la Directora de la Casa de América por acoger actos como el de hoy que dan su verdadero significado a la Casa que ella dirige. De la misma manera que la guerra civil española desveló la doblez de los llamados países aliados que acabaron reconociendo el régimen golpísta del dictador Franco, el golpe de Estado militar contra Salvador Allende, el presidente legítimamente elegido por el pueblo de Chile, vino a demostrar hasta qué punto estos mismos países pudieron formar y dirigir un torbellino soterrado de desestabilización, oculto bajo una pretendida protesta popular, para preparar, justificar y perpetrar una intervención armada y un golpe de Estado que pisotearon la democracia y la Constitución.

A Salvador Allende le hostigaron desde el principio de su mandato y apenas le dejaron poner los cimientos de su obra, y mucho antes de tener argumentos para la descalificación, le llenaron las horas y los días de caceroladas provocadoras y de inseguridad civil y financiera vestidas de protesta democrática, e inventaron y pusieron en práctica domésticas dificultades al normal desarrollo de la vida ciudadana y del país que apuntaban directamente al corazón del bienestar.

Aún sabiendo, como lo sabíamos todos, que los ataques no venían sólo de la traición de los suyos sino del apoyo de fuerzas mucho más poderosas, Salvador Allende resistió y defendió la Constitución y la democracia. Pero su tesón y su honestidad no eran un lenguaje que los enemigos pudieran comprender, ni los que nunca creyeron en ellas, ni los que escondidos tras Pinochet, siempre tuvieron y siguen teniendo a gala ser más demócratas que nadie. Así que entraron entonces los militares a sangre y fuego para deshacer un proyecto colectivo e imponer en el país el horror, la tortura, el engaño, la muerte y una dictadura asesina con el consentimiento de los poderes tácticos terrenales y celestiales.

Hoy han de ser juzgados los asesinos que tienen cara y nombre. No vale decir que ya todo ha pasado y que no hay que volver a los tristes episodios ya superados. La Historia sólo puede superarse si se la conoce y si la Justicia devuelve a su sitio los valores pisoteados en defensa de los cuales murieron hombres como Salvador Allende. No es venganza lo que se exige sino justicia, la verdadera justicia, una justicia ni manipulada ni maquillada por la que también hay que luchar en otros frentes.

Pero ¿tendríamos que culpar a los militares que hoy deberían sentarse en el banquillo de los acusados si los países democráticos del mundo hubieran aportado su ayuda a la democracia y no a la dictadura? Probablemente no.

Así pues, no es sólo a Pinochet y sus secuaces a los que hay que acusar, juzgar y castigar, sino también a los que vilmente armados se escondieron tras los uniformes traidores, los aviones y las bombas y les aportaron su poder y su fortuna, y a una comunidad internacional que no quiso defender la legalidad y que asistió imperturbable, cuando no colaboró, al asesinato de una democracia y del presidente de la nación que gozaba de ella y que condenó a los chilenos a décadas de terror, humillación y muerte, como lo había hecho treinta y cuatro años antes con la República española y su pueblo derrotado.

Y aunque no hay justicia en el mundo capaz de alcanzar un panorama de culpables tan vasto y desolador, tan poderoso, la condena debe permanecer intacta en nuestras conciencias aunque sólo sea para conservar la memoria de uno de los acontecimientos más ominosos de la Historia y para que no nos sometan la apatía y la indolencia que son siempre base y fundamento de la inmoralidad personal y política.

¿Cómo podemos creer en las pretendidas buenas intenciones de quienes hoy ponen todo su arsenal y todo su poder para, como dicen, devolver a pueblos como el afgano o el iraquí al camino de la democracia, si son los mismos que ayer asistieron indiferentes e incluso apoyaron a establecer pavorosas dictaduras de hombres que nada tienen que envidiar a Sadam Hussein, como Pinochet. Franco, o los militares argentinos a quienes nosotros, los españoles, acabamos de dar un solemne espaldarazo?

El camino del progreso es un camino largo, lento y difícil, y como el de la libertad requiere múltiples intentos antes de asentarse en nuestras costumbres y pasar a formar parte de nuestro comportamiento cívico, de nuestra exigencia política. Recordar pues la muerte de Salvador allende, uno de los hombres que lo intentaron, es colaborar a que reine en los ciudadanos la conciencia de que jamás hay pretexto para anular y derrocar la Constitución de un país, ni la democracia por la que se rige. Pero también es largo y lento el camino de las utopías que sin embargo llenan de sentido la vida de quienes luchan por ellas y van arreglando poco a poco el depauperado devenir del mundo. Salvador Allende quiso encontrar la vía democrática al socialismo, un objetivo justo calificado de error por inteligencias limitadas y de imposible por la reacción enmarcada en un liberalismo económico que enriquece al 20% de la población del mundo aunque mutile nuestra alma y nuestras ideas, y deja al resto sumidos en la miseria y sus secuelas, y por tantísimos ciudadanos víctimas de una educación y una información que de ese liberalismo procede. Sin embargo más utopía debió parecer la que defendieron tantos hombres y mujeres, tantas veces derrotados y crucificados a lo largo de la Historia, sin cuya lucha y sin cuya vida nunca habríamos tenido la conciencia y la certeza de que todos los seres humanos nacen libres y ¡guales en dignidad y derechos como proclama hoy, y desde hace no tanto tiempo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

No quiero detenerme en las virtudes humanas y políticas del hombre que protagonizó una de las grandes tragedias del siglo XX, porque no se trata sólo de él, sino también de los que como él tuvieron el coraje de luchar contra la ignominia, la doblez y el crimen de quienes los asesinaron. Pero su figura cubierta la cabeza con el casco que no había de protegerle de una muerte que nunca mereció, y su voz llamando al pueblo que lo había elegido y que no sabía aún el martirio a que sería sometido, a superar "aquel momento gris y amargo en que se impuso la traición", y augurándole una esperanza que "le abriría las grandes alamedas por donde pasara el hombre libre para construir una sociedad mejor", quedará para siempre en nuestros corazones, y si nos empeñamos también en nuestra memoria histórica que guardará en el más sólido de sus anaqueles el recuerdo imborrable de los hombres y mujeres que movidos por la decencia y el amor a sus ideas y a su país defendieron con su vida el mundo que habían querido construir.

Que nuestro homenaje a Salvador Allende aquí en la Casa de América de Madrid y el de tantos y tantos hombres y mujeres en el mundo entero que hoy, como si levantaran un estandarte, ayudan a rescatar del olvido el once de septiembre de 1973. una fecha que nadie nunca podrá monopolizar, sea un aliento más del viento de progreso que de todos modos y en contra de todos los pronósticos y apariencias sigue soplando en el mundo por muchos que sean los enemigos de la igualdad, de la libertad y de la justicia. Su muerte y la de decenas de miles de ciudadanos torturados y desaparecidos no ha sido en vano.

Descansa en paz con ellos, Compañero Presidente.

 

 

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