Palabras pronunciadas por Rosa Regás en el acto de
recuerdo al compañero Salvador Alende
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Casa de América |
En
primer lugar quiero agradecer a Victoria Benado,
Magaly Chamorro y Oscar Soto de la Asociación
Promemoria de Salvador Allende por haberme invitado a dar mi testimonio personal
en el 30°
aniversario de la muerte del presidente Salvador Allende. Para mí es gran honor
formar parte de esta mesa y de este homenaje. Asimismo
deseo felicitar a la Directora de la Casa de América por acoger actos como el
de hoy que dan su verdadero significado a la Casa que ella dirige. De la misma
manera que la guerra civil española desveló la doblez de los llamados países
aliados que acabaron reconociendo el régimen golpísta
del dictador Franco, el golpe de Estado militar contra Salvador Allende,
el presidente legítimamente elegido por el pueblo de Chile, vino a demostrar
hasta qué punto estos mismos países pudieron formar y dirigir un torbellino
soterrado de desestabilización, oculto bajo una
pretendida protesta popular, para preparar, justificar y perpetrar una
intervención armada y un golpe de Estado que pisotearon la democracia y la
Constitución. A
Salvador Allende le hostigaron desde el principio de su mandato y apenas le
dejaron poner los cimientos de su obra, y mucho antes de tener argumentos para
la descalificación, le llenaron las horas y los días de caceroladas
provocadoras y de inseguridad civil y financiera vestidas de protesta democrática,
e inventaron y pusieron en práctica domésticas dificultades al normal
desarrollo de la vida ciudadana y del país que apuntaban directamente al corazón
del bienestar. Aún
sabiendo, como lo sabíamos todos, que los ataques no venían sólo de la traición
de los suyos sino del apoyo de fuerzas mucho más poderosas, Salvador Allende
resistió y defendió la Constitución y la democracia. Pero su tesón y su
honestidad no eran un lenguaje que los enemigos pudieran comprender, ni los que
nunca creyeron en ellas, ni los que escondidos tras Pinochet, siempre tuvieron y
siguen teniendo a gala ser más demócratas que nadie. Así que entraron
entonces los militares a sangre y fuego para deshacer un proyecto colectivo e
imponer en el país el horror, la tortura, el engaño, la muerte y una dictadura
asesina con el consentimiento de los poderes tácticos terrenales y celestiales. Hoy han de ser juzgados los asesinos que tienen cara
y nombre. No vale decir que ya todo ha pasado y que no hay que volver a los
tristes episodios ya superados. La Historia sólo puede superarse si se la
conoce y si la Justicia devuelve a su sitio los valores pisoteados en defensa de
los cuales murieron hombres como Salvador Allende. No es venganza lo que se
exige sino justicia, la verdadera justicia, una justicia ni manipulada ni
maquillada por la que también hay que luchar en otros frentes. Pero ¿tendríamos que culpar a los militares que hoy
deberían sentarse en el banquillo de los acusados si los países democráticos
del mundo hubieran aportado su ayuda a la democracia y no a la dictadura?
Probablemente no. Así pues, no es sólo a Pinochet y sus secuaces a
los que hay que acusar, juzgar y castigar, sino también a los que vilmente
armados se escondieron tras los uniformes traidores, los aviones y las bombas y
les aportaron su poder y su fortuna, y a una comunidad internacional que no
quiso defender la legalidad y que asistió imperturbable, cuando no colaboró,
al asesinato de una democracia y del presidente de la nación que gozaba de ella
y que condenó a los chilenos a décadas de terror, humillación y muerte, como
lo había hecho treinta y cuatro años antes con la República española y su
pueblo derrotado. Y
aunque no hay justicia en el mundo capaz de alcanzar un panorama de culpables
tan vasto y desolador, tan poderoso, la condena debe permanecer intacta en
nuestras conciencias aunque sólo sea para conservar la memoria de uno de los
acontecimientos más ominosos de la Historia y para que no nos sometan la apatía
y la indolencia que son siempre base y fundamento de la inmoralidad personal y
política. ¿Cómo podemos creer en las pretendidas buenas
intenciones de quienes hoy ponen todo su arsenal y todo su poder para, como
dicen, devolver a pueblos como el afgano o el iraquí al camino de la
democracia, si son los mismos que ayer asistieron indiferentes e incluso
apoyaron a establecer pavorosas dictaduras de hombres que nada tienen que
envidiar a Sadam Hussein, como Pinochet. Franco, o los militares argentinos a
quienes nosotros, los españoles, acabamos de dar un solemne espaldarazo? El camino del progreso es un camino largo, lento y
difícil, y como el de la libertad requiere múltiples intentos antes de
asentarse en nuestras costumbres y pasar a formar parte de nuestro
comportamiento cívico, de nuestra exigencia política. Recordar pues la muerte
de Salvador allende, uno de los hombres que lo intentaron, es colaborar a que
reine en los ciudadanos la conciencia de que jamás hay pretexto para anular y
derrocar la Constitución de un país, ni la democracia por la que se rige. Pero
también es largo y lento el camino de las utopías que sin embargo llenan de
sentido la vida de quienes luchan por ellas y van arreglando poco a poco el
depauperado devenir del mundo. Salvador Allende quiso encontrar la vía democrática
al socialismo, un objetivo justo calificado de error por inteligencias limitadas
y de imposible por la reacción enmarcada en un liberalismo económico que
enriquece al 20%
de la población del mundo aunque mutile nuestra alma y nuestras ideas, y deja
al resto sumidos en la miseria y sus secuelas, y por tantísimos ciudadanos víctimas
de una educación y una información que de ese liberalismo procede. Sin embargo
más utopía debió parecer la que defendieron tantos hombres y mujeres, tantas
veces derrotados y crucificados a lo largo de la Historia, sin cuya lucha y sin
cuya vida nunca habríamos tenido la conciencia y la certeza de que todos los
seres humanos nacen libres y ¡guales en dignidad y derechos como proclama hoy,
y desde hace no tanto tiempo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No quiero detenerme en las virtudes humanas y políticas
del hombre que protagonizó una de las grandes tragedias del siglo
XX, porque no se trata sólo de él, sino también
de los que como él tuvieron el coraje de luchar contra la ignominia, la doblez
y el crimen de quienes los asesinaron. Pero su figura cubierta la cabeza con el
casco que no había de protegerle de una muerte que nunca mereció, y su voz
llamando al pueblo que lo había elegido y que no sabía aún el martirio a que
sería sometido, a superar "aquel momento gris y amargo en que se impuso la
traición", y augurándole una esperanza que "le abriría las grandes
alamedas por donde pasara el hombre libre para construir una sociedad
mejor", quedará para siempre en nuestros corazones, y si nos empeñamos
también en nuestra memoria histórica que guardará en el más sólido de sus
anaqueles el recuerdo imborrable de los hombres y mujeres que movidos por la
decencia y el amor a sus ideas y a su país defendieron con su vida el mundo que
habían querido construir. Que
nuestro homenaje a Salvador Allende aquí en la Casa de América de Madrid y el
de tantos y tantos hombres y mujeres en el mundo entero que hoy, como si
levantaran un estandarte, ayudan a rescatar del olvido el once de septiembre de
1973. una fecha que nadie nunca podrá monopolizar,
sea un aliento más del viento de progreso que de todos modos y en contra de
todos los pronósticos y apariencias sigue soplando en el mundo por muchos que
sean los enemigos de la igualdad, de la libertad y de la justicia. Su muerte y
la de decenas de miles de ciudadanos torturados y desaparecidos no ha sido en
vano. Descansa en paz con ellos, Compañero Presidente.
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