La nueva normalidad

El siguiente texto de Eduardo Romero sobre la «Nueva normalidad», que ha sido editado igualmente por el diario digital Nortes y en papel en un librito de la Editorial Cambalache (2021)

«Lo digo y lo repito: usa mascarilla. […] Cuida de tu salud y estarás cuidando la de todos.»
Adrián Barbón, presidente de Asturias

«[…] no hay tal cosa como la sociedad. Hay individuos, hombres y mujeres, y hay familias. Y ningún gobierno puede hacer nada si no es a través de la gente, y la gente primero debe cuidar de sí misma. Es nuestro deber cuidar de nosotros mismos y después, también, cuidar de nuestros vecinos».
Margaret Thatcher

«El periodo de gracia se acabó, la Policía impondrá la distancia social».
Delia Losa, delegada del Gobierno en Asturias

I

Mi vecina la del tercero continúa desinfectando, una a una, las patas de su perro cada vez que vuelven del paseo y se disponen a entrar en casa. Una amiga, que trabaja de puta, ha vuelto a recibir llamadas. Acude al piso de contactos y chupa pollas, mete dedos en el culo y se deja penetrar. Todo ello con condón. A veces se ríe y piensa, con el dedo envuelto en látex, que parece una enfermera. Eso sí, sin EPIs y sin distancia social. Inocencio, ochenta y siete años, fue picador en la mina. Sabe bien lo que es quedarse sin oxígeno. Al fin y al cabo, lleva media vida silicótico. Ha vuelto a pisar la calle tras cien días confinado. De cinco a siete de la tarde sale de la residencia en la que vive. Aunque teme al bicho, necesita caminar. Hace menos de un año que se rompió la cadera. Tanta película de John Wayne tirado en la cama le ha dejado más torpe. Dice que le duele la pierna. Y dice, también, que la calle está más triste.

Hay quien tiene mucho miedo a que se pueda circular entre regiones. El martes llegó a Oviedo un tren procedente de Madrid. Qué miedo. Había muchos secretas en la estación. Por nuestra seguridad. Últimamente, se suceden los eventos que denuncian la violencia policial contra los negros. Al parecer, el racismo es culpa del supremacista Donald Trump y sus secuaces. Así lo decían muchas pancartas en España. También una en Oviedo. Ese día, la mujer con el peto de Amnistía Internacional pidió a toda la plaza que hincase la rodilla. Para hacernos la foto. Hoy El País habla del pelo afro y los derechos civiles en EEUU. De entre todas las personas que se bajaron del tren en Oviedo, dos eran negras. Los secretas sólo las identificaron a ellas. A una la agarraron del brazo y se la llevaron. A comisaría. Por negra y por no tener papeles. La obligaron a quitarse el sujetador y los cordones de los zapatos. Una policía la cacheó en busca de drogas. En el calabozo no existe la distancia social. De pronto, por negra y por no tener papeles, era sospechosa de tráfico de estupefacientes. Cien mil detenciones en un año. Doscientas setenta y cuatro al día. Ese ha sido el récord español de encierros en calabozo en aplicación de la Ley de Extranjería. Verdaderamente, Donald Trump es un fascista.

Las calles, después del silencio interrumpido por tanquetas militares, vuelven a estar infestadas de coches. No las vemos porque son microscópicas, pero las partículas contaminantes proliferan otra vez. Con cada respiración penetran, profundamente, en nuestros pulmones. Se estiman en treinta mil los fallecimientos prematuros cada año por contaminación del aire en el Estado español. Ahora que nos tragamos las estadísticas producidas just in time, resuena esta cifra, ¿verdad? Treinta mil.

Toda la población asturiana respira habitualmente aire contaminado. Responsabilidad individual. Ponte una mascarilla. Tractores rociando las caleyas con lejía. Ochocientas muertes en Asturias como consecuencia de la contaminación atmosférica. Veinte mil sanciones durante el estado de alarma. No recuerdo que el presidente asturiano o la delegada del Gobierno hayan dicho nada de las micropartículas. Quizás habría que multarles por ello. En el mundo mueren anualmente más de medio millón de niñxs por enfermedades respiratorias asociadas a la contaminación. La mayoría por neumonía. Usa mascarilla. Cuida tu salud y estarás cuidando la de todos. ¿Quiénes somos todos?

Zoonosis. Una sofisticada palabra. El paso de enfermedades infecciosas de otros animales a los seres humanos (o viceversa). El coronavirus es fruto de una zoonosis. Las granjas industriales son una de las causas principales de la proliferación de zoonosis. Gripe aviar, gripe porcina, entre otras. En España se mata cada año a cincuenta millones de cerdos. Casi la mitad en Catalunya. En España cuelgan de los balcones miles y miles de banderas rojigualdas. Ahora también hay gente que las lleva en la mascarilla. Como un escupitajo. Sin embargo, en lo que respecta a las granjas industriales, hay muchas zonas de España que quieren emular a Catalunya. Más allá de las banderas y de los escupitajos. El Gobierno de Castilla y León, por ejemplo, se propone agilizar algunos trámites. Eso de que una industria que consume agua como si fuera una ciudad, contamina acuíferos como si fuera una mina y emite gases como si tuviera una enorme chimenea tenga que pedir licencia ambiental es una burocracia innecesaria.

Antes del estado de alarma, había en el mundo unos setenta mil millones de animales encerrados en granjas industriales. Eso sí que es un confinamiento gigantesco. Animales hacinados, maltratados, estresados y atiborrados de antibióticos. Ahora, en la nueva normalidad, hay, millón arriba, millón abajo, los mismos. Ponte la mascarilla. Apelo a tu responsabilidad individual. Tampoco he escuchado a nuestro presidente hablando acerca de este asunto. En estos ecosistemas distópicos, la posibilidad de que un virus salte de un pollo o un cerdo a un ser humano se multiplica. Bosques y biodiversidad se destruyen a toda máquina para engordar a toda esta carne enlatada en jaulas. La fauna silvestre que sobrevive va quedando encajonada en rincones cada vez menos recónditos. Lo cierto es que ya no existen rincones recónditos. El contacto con otras especies y la mercantilización de los llamados animales salvajes dispara las posibilidades de zoonosis. Ébola, coronavirus, entre otras. Que los humanos urbanicemos cada vez más territorio tampoco ayuda. Las ciudades se extienden y matan o desplazan a muchas especies animales. Los humanos también somos animales. No vivimos en jaulas, pero cada vez más gente trabaja, vive y se desplaza en contextos de hacinamiento. Cuando la zoonosis se produce, el virus encuentra las condiciones para expandirse a sus anchas.

El matadero de Litera Meat en Binéfar se hizo tristemente famoso durante el confinamiento. Que abunden los brotes en mataderos parece una señal divina. Mi familia celebró el fin del estado de alarma con una parrillada. Nada de besos y abrazos. Alitas de pollo, costillas de cerdo y chorizos criollos. El matadero de Litera Meat se construyó con la idea de que en él se pudieran matar treinta mil cerdos al día. Eso da más de diez millones al año. Para exportar los cadáveres a China. En esta fábrica fría y húmeda, la brutalidad laboral que imperaba facilitó aún más la propagación de la enfermedad. Cientos de personas contagiadas. Casi todas migrantes. A día de hoy, la cadena de muerte de Litera Meat continúa a todo trapo. Más mascarillas, más jabón, y a seguir matando cerdos a toda velocidad. Y eso que los brotes en mataderos se han multiplicado en las últimas semanas. También entre los temporeros y temporeras. Diez horas con mascarilla trabajando a destajo dentro de un invernadero. Inditex dice «Black Lives Matter». Migrantes hacinadas en cadenas industriales. Migrantes hacinadas en pisos y chabolas. Migrantes en la calle durmiendo entre cartones.

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Recuérdalo: vamos a seguir contaminándote. A ti y a los tuyos. Así que usa mascarilla. Por las buenas o por las malas. Acostúmbrate. Te prometemos un siglo XXI lleno de emociones. Póntela. Quizás jamás te la puedas quitar.

«[…] una narrativa molecular que retrata la enfermedad en gran medida en términos de un conflicto entre el virus y la inmunidad, entre la evolución viral y la capacidad de la humanidad para producir vacunas y antivirales adecuados, entre el rojo natural de la glucoproteína y el blanco de la bata de laboratorio. Los paradigmas compiten entre sí -quizás por sus beneficios políticos, comerciales o institucionales-, resultando difícil articular otra narrativa. […] ¿Qué hay del contexto más amplio del virus?» (2009)

«Al hacer capitalista a la naturaleza se hace que el capitalismo sea algo natural. Las disparidades en la salud surgen de nuestros genes o de nuestras entrañas, no de los sistemas de aparteid» (2012)

«De hecho, siguiendo al geógrafo Jason Moore, la producción capitalista no tiene una epidemiología, sino que más bien es una epidemiología» (2015)

«Utilizar la crisis del coronavirus para probar los últimos métodos de control autocrático es un sello distintivo del capitalismo del desastre. En lo que respecta a la salud pública, prefiero atenerme a la confianza y la compasión, que son variables importantes en una epidemia.» (2020)

[Todas son citas de Rob Wallace, autor de Grandes granjas, grandes gripes. Agroindustria y enfermedades infecciosas (Capitán Swing, 2020)]

II

El coronavirus es un gran promotor del civismo. Ayer la policía intervino en Gijón en una casa en la que se juntaban veintiocho gitanos. Migrantes y gitanos. Gente que se toca todo el rato, que se abraza, que grita y mete ruido. El virus se contagia mucho más si gritas y te magreas. El civismo europeo, por el contrario, es de naturaleza silenciosa e individualista. Nada de apelotonarse o tocarse, nada de dar voces. Los cívicos agentes de las multinacionales firman desde su teléfono la destrucción de los humedales de toda una región. Se saludan con el codo mientras acaparan millones de hectáreas de una antigua colonia. Talan un bosque desde Londres, y plantan en él palma africana. Agujerean una montaña para abrir una mina. Deslocalizan en el Sur industrias distópicas que producen decenas de millones de cerdos y de pollos. Luego echan la culpa del origen del ébola y del coronavirus a los murciélagos y a los pangolines. Y miran con horror a esa gente que, venida de cualquier rincón del mundo, no sabe lo que es el civismo.

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Los milicos siempre han cuidado de nosotros. En Somalia, protegen desde hace años a los mercenarios que ametrallan piratas autóctonos. Garantizan de ese modo que en las cartas de nuestros restaurantes siga abundando la ventresca. En Oriente Medio y en el Golfo de Guinea, sus batallas contra terroristas y piratas, o contra piratas terroristas, aseguran el tránsito libre e ininterrumpido de petróleo. Tránsito libre e ininterrumpido quiere decir que el petróleo que antes estaba allí, en el subsuelo, ahora está aquí, en los depósitos de nuestros coches y de nuestras calefacciones. Como por arte de magia.

Lo cierto es que ahora, en la nueva normalidad, los milicos nos cuidan también sin necesidad de salir de casa. Desde que las pandemias han saltado la valla y son también cosa de España, no han parado de desinfectar calles, instalaciones, hospitales. También han protagonizado millones de ruedas de prensa. Lo de desinfectar calles algún día lo tendrán que explicar. Yo, por el momento, no encuentro evidencia científica, tan sólo evidencia propagandística. Y, ejem, las ruedas de prensa ya las describió César Rendueles: sermones cuartelarios desechados del guion de La escopeta nacional. «Por el momento no se contempla ningún despliegue de las Fuerzas Armadas para hacer cumplir las restricciones de movimiento», llegó a decirse en Madrid. Cuando se dé ese momento, si se da, esperemos que no confundan a la gente con piratas, esos subhumanos de tierras ignotas.

Últimamente, los milicos también se han convertido en rastreadores. Desde el cuartel Cabo Noval, en las cercanías de Oviedo, cuarenta y cinco militares se dedican a hacer llamadas telefónicas. Los periódicos publican reseñas épicas de estas misiones. Quienes dedicaban su jornada laboral -cuentan los periodistas- a hacer simulaciones de combate, ahora forman parte de un call center. Los publirreportajes no pagados narran la delicada, empática y cuidadosa tarea que acometen. También dejan caer «que la crisis sanitaria obliga a facilitar la tarea de rastreo y a no ocultar información». Esto quiere decir que, si te llaman del cuartel, tienes que contar tu vida y la de los tuyos a ese teniente que antes hacía simulaciones de combate, es decir, preparativos para matar en Afganistán, Irak, Somalia, Nigeria.

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Con el fin de dotar de medios a las tropas españolas, el gobierno ha aprobado recientemente un gasto de 2.100 millones de euros para construir 345 blindados. El mayor contrato de la historia del Ejército de Tierra, dice el flamante titular. Los 8×8 cuentan «con alta capacidad de protección, letalidad y movilidad operacional». Que tengan una alta capacidad de letalidad quiere decir que pueden matar mucho. Cada carro pesa el equivalente a quince coches. A estos armatostes, obviamente, también los mueve el petróleo. Entre las empresas beneficiarias del suculento contrato, se encuentra Indra, la gran multinacional española de la industria de las fronteras. También la estadounidense General Dynamics. Esta última tiene una fábrica en Trubia. En Asturias, el contrato ha sido una de las noticias del verano. Tú no sabes el mogollón de empleos que garantiza. Sindicatos e izquierdistas lo han celebrado a lo grande.

Por cierto, con el dinero de un blindado, si no me equivoco, se cubre el gasto sanitario de casi trescientas personas internadas en la UCI una media de treinta días. Así que el presupuesto del contrato -más alto que todo el gasto sanitario asturiano del año 2020- daría para doscientas mil personas en cuidados intensivos. Recientemente, el presidente de Asturias, Adrián Barbón, ha desglosado las compras extraordinarias realizadas este año con motivo de la pandemia: equipos de protección, respiradores, camas UCI. El esfuerzo alcanza el equivalente a tres blindados y medio. Así que aún quedarían trescientos cuarenta carros de combate. Mientras, estamos verdaderamente desesperadas porque hay algo más de cien plazas de UCI ocupadas por personas contagiadas.

Adrián Barbón, por cierto, ruega encarecidamente que nos quedemos en casa el mayor tiempo posible. El ministro de Sanidad insta también a la reducción de la movilidad. Mientras, el ministro del Interior, para dar ejemplo, ha programado vuelos de deportación a Mauritania, Marruecos, Colombia, República Dominicana. Y es que, por lo visto, las deportaciones son una actividad económica esencial. Que se lo digan a Air Europa, esa empresa que ha llenado los bolsillos de la familia Hidalgo con el sucio negocio de las expulsiones y ahora va a ser rescatada por el gobierno de España.

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En un instituto asturiano, las clases están a punto de empezar. Un día antes, se convoca a las familias a una reunión con un solo punto en el orden del día: el régimen de sanciones. Serán expulsados por un día quienes cometan una falta leve. Una falta leve es, entre otras, bajarse la mascarilla. Serán expulsados por una semana quienes cometan una falta grave. Una falta grave es, por ejemplo, chupar el boli de una compañera. Dando ideas a las familias objetoras, piensa una madre: niño, tú cuando llegues a clase chupa todos los bolis y seguro que te expulsan hasta junio.

Las clases comienzan. Mesas separadas por la distancia social estipulada. Nadie puede moverse de su sitio durante la clase. Prohibido tocarse. Los primeros días, en el recreo, lxs chavalxs se sientan en el patio, en filas, guardándose metro y medio de separación. Prohibido jugar. A las pocas semanas, se establecen cuadrículas dentro del patio. Cada grupo tiene que restringir su movimiento a la zona que le ha sido asignada. Se imprimen carnets individualizados. Foto, número de identificación escolar, nombre y apellidos, domicilio, curso, grupo. A un alumno le han pedido seis veces su pasaporte en una misma mañana. Si te identifican fuera de tu cuadrícula, estás expulsado. También está prohibido caminar por el pasillo sin la compañía de un profesor. Ni para ir al baño. Si lo haces y te pillan, también te mandan para casa.

(No sé por qué me da que este instituto no está en el centro de la ciudad. Más bien me huele que es uno de esos en los que abundan los hijos e hijas de familias incívicas y gritonas).

Cuando llueve, el recreo se hace en el aula. Simplemente, se para la lección y se descansa en el pupitre. Los chavales sacan sus móviles y comienzan a enviarse guasaps. Y montan grupos de tres para disputar batallas en videojuegos contra equipos de desconocidos.

A un alumno se le ha olvidado el boli en casa. Un amigo le presta uno. Como hay alcohol y gel de manos por doquier, el chaval baña el boli en desinfectante. La profesora les pilla. Compartir material es una falta grave. Una semana expulsados a casa. Mientras todo el mundo mira cómo salen del aula, una niña trafica gominolas, por debajo del pupitre, con su amiga.

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Cuarteles que quieren ser hospitales y escuelas que quieren ser cuarteles. Como canta Albert Pla, todas las cosas del mundo de pronto eligieron cambiarse de sitio. Al tiempo que este fenómeno -en el fondo no tan novedoso- se acelera, Rob Wallace afirma: «debemos dejar de robar la tierra y de provocar la emigración masiva, sólo así podremos evitar que los patógenos emerjan.» Sin embargo, no parece que el capitalismo desbocado vaya a detener el expolio, ni siquiera en aplicación de su propia razón instrumental. Es por ello que los pueblos campesinos e indígenas recrean una y otra vez experiencias de resistencia frente a las multinacionales extractivistas. Sabotean oleoductos, arrancan monocultivos, recuperan tierras, promueven la biodiversidad. Frente a la incesante revolución del capital, tan sólo pretenden que las cosas -las montañas, los ríos, los bosques, los desiertos, los glaciares- regresen a su lugar.

III

«Las instituciones están tan atravesadas por el disciplinamiento que son incompatibles con los cuidados»
Paz Francés Lecumberri

Un hombre vive desde hace años en una comunidad terapeútica. Entre sus temores se cuentan el ébola, una invasión extraterrestre y los microchips espías. De unos meses para acá, grita por los pasillos: «¿Visteis? ¡Ya os lo decía yo!»

Mi amiga, la que trabajaba de puta, acabó dejando el piso de contactos. Llegada la segunda ola, por allí no pasaba ni dios. Encontró entonces un curro de unas pocas horas. La cosa iba de limpiar un piso tres veces por semana. Al menos le serviría para ir tirando, pensaba. Pero lo cierto es que le duró dos días. Los que tardó el presidente de la comunidad en montarle un pollo a la propietaria del piso. ¿Es que no te has enterado? Hemos prohibido que personas ajenas al edificio entren aquí mientras dure la epidemia. Mi amiga, sin papeles, ha preferido largarse antes que meterse en un lío.

Inocencio, tras un semestre augurando que el bicho le iba a alcanzar, empezó a sentir fatiga. El revuelo en su residencia ya se había montado días antes, a primeros de octubre, cuando anunciaron el brote y comenzaron las pruebas. «Faen una operación en la nariz que te hace estornudar más que dios». A Ino pronto se lo llevó una ambulancia. No tenía fiebre, pero sus pulmones, llenos de cicatrices tras décadas respirando polvo en la mina, necesitaban un extra de oxígeno. Pasó diez días hospitalizado. A sus ochenta y siete años le han dado el alta y está de vuelta en casa. Ahora ya sabe que algunos residentes han muerto. No todos por el virus. Un viejo murió deshidratado. El anciano, demenciado, no pedía agua y, en medio de aquel jaleo, a nadie se le ocurrió darle de beber.

A Inocencio le han cambiado de habitación. Está en cuarentena. Tiene prohibido salir. Su ventana da a un patio estrecho. Echa de menos unas vistas. También echa de menos el periódico, para entretenerse un rato. Lo ha pedido, pero le han dicho que no está permitido. También están prohibidas las visitas, aunque aún dan de paso esos maravillosos tápers que le prepara su sobrina. Inocencio ve por la tele el parte, películas del oeste, series de policías… «Nunca fui de iglesia, cuando echen misa, doy al botón del mando y cambio de parroquia». Habrá que ver cómo camina, con su prótesis de cadera, cuando le dejen salir al pasillo. «Afatígome mucho y la pata duelme más que antes. Tanto tiempo equí metío, toi bajo de moral», afirma desde su encierro.

Entre todos estos ancianos, quizá habrá quienes piensen: «mejor vivir menos pero vivir mejor».

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De unos meses para acá, todos los días se diagnostican patologías graves con terribles retrasos. «No estoy preparado para decirle a gente de cuarenta y tantos que tiene un tumor en la cabeza o en el estómago y le quedan pocos meses de vida», afirma un médico de urgencias.

Una mujer de sesenta años ingresa en el hospital con un edema agudo de pulmón. La causa es una disfunción de una de las válvulas del corazón. Normalmente, la operación se programa en los siguientes diez o quince días. Esta vez se fechó siete meses después. La mujer sufre una complicación. Ingresa muy grave en el hospital. Un médico trata de reanimarla durante tres horas. La paciente acaba muriendo. Cuando, sudoroso y agotado, el médico sale a dar la fatal noticia a la familia, le espetan: «eres un asesino». Él, cabizbajo, se va por el pasillo diciéndose: «yo no la he matado, pero nuestro sistema de salud, sí. Esta mujer podría haber vivido veinte o treinta años más. Su familia tiene razón».

En este hospital, un grupo de médicos y médicas ha decidido que los seres queridos de los pacientes que se están muriendo tendrán la oportunidad de acompañarles en sus últimos momentos. Se lo han comunicado a su jefa y la han retado a que, si lo considera oportuno, les denuncie. A veces, sobre todo cuando el paciente moribundo es un anciano, preparan el box para un familiar que nunca llega.

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Detectan una variante diabólica que nos va a extinguir como especie. Muere por coronavirus un hombre que negaba el virus, y su padre, y su madre, y también todos sus hijos. Se descubre un tratamiento en la universidad tal y tal que cura el coronavirus en veinticinco segundos. La vacuna inglesa tiene una efectividad del noventa y dos por ciento. La rusa, del noventa y cinco. Pronto aparecerá una vacuna con una efectividad del ciento cincuenta por ciento.

Pincha aquí y comprobarás, mediante un simulador, en cuántos minutos se contagia el virus por aerosoles en una estancia de veintiséis metros cuadrados. Pincha este otro enlace para calcularlo en función del grado de apertura de las ventanas y de ciento veintitrés tipos de mascarillas.

Se descubre una mascarilla que extermina el virus antes incluso de que te la pongas.

Cuando ciertas epidemias no afectaban a Occidente, no hacían falta sofisticados modelos de medición de riesgos para internautas ociosos.

No hacía falta, en fin, tanto teatro.

Camino por una caleya. Aquí, en medio del monte, una señora se me acerca a medio metro para increparme por no llevar mascarilla. Más adelante, una pareja no me dice nada, pero se aprieta contra un muro como si se cruzara con la misma muerte. Veo un corredor que se acerca. Cuando llega a la altura de la pareja, ésta no hace los mismos aspavientos para apartarse. Al fin y al cabo, correr sin mascarilla está permitido. Es lo prohibido lo que es contagioso. Es lo prohibido lo que mete miedo.

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En 2020, han muerto en el mundo unos dos millones de personas que han dado positivo en una prueba de coronavirus.

Según la OMS, en 2018 fallecieron por malaria cuatrocientas treinta mil personas, todas en los países del Sur. El setenta por ciento eran menores de cinco años.

Las muertes relacionadas con el VIH alcanzan el millón anualmente -cuarenta millones en los últimos cuarenta años-; también se producen en el Sur global en la inmensa mayoría de los casos. En África –el continente en el que está más extendida la epidemia– mujeres, niños y niñas son las principales afectadas.

La OMS considera que nueve de cada diez personas respiran aire contaminado y cerca de siete millones al año mueren por la exposición a las partículas finas contenidas en el mismo. Hay estudios que elevan la mortalidad hasta los nueve millones anuales. Más de una cuarta parte de las muertes de menores de cinco años se deben a la contaminación ambiental.

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En diciembre de 2020, Canadá había comprado ya seis vacunas por habitante. EEUU y Gran Bretaña, más de cuatro. La Unión Europea, casi dos y media por persona. Las compras no se han detenido desde entonces, así que estas cifras han seguido engordando. Primero Salvador Illa y después Carolina Darias, al frente del Ministerio de Sanidad español, han cerrado filas con el discurso de la UE respecto a las patentes. Se trata de garantizar los obscenos beneficios de esos buitres carroñeros -pobres buitres- que son las multinacionales farmacéuticas. Por lo visto, se pueden defender las patentes y, al mismo tiempo, cultivar una imagen amable, conciliadora, educada, de un civismo inmaculado. Illa ofrecía, a falta de vacunas, dosis de palabrería: «Nadie quiere dejar atrás a nadie. Es un ejercicio de justicia y de solidaridad.» Al tiempo que el entonces ministro prometía que el setenta por ciento de la población española estaría vacunada este verano, COVAX, el programa de la OMS al que apelaba Illa, se ponía como objetivo para esa fecha -habrá que verlo- la vacunación del tres por ciento de la población de los países más pobres. «Seguimos oyendo hablar de países de altos ingresos que expresan su apoyo a COVAX en público, pero que en privado firman contratos que lo socavan, ofreciendo precios más altos y reduciendo el número de dosis que puede comprar COVAX», señalaba el director de la OMS. Esta institución se ha visto obligada a hablar de un «fracaso moral catastrófico».

Mientras, Israel, el país más rápido en vacunar a su población, marca también tendencia, a costa de los palestinos, respecto a lo que significa el apartheid de las vacunas.

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Al parecer, el exceso de muertes provocado por la sindemia1 en España -se dice que unas ochenta mil personas hasta el momento, un veinte por ciento más que un año normal-, ha supuesto que la esperanza de vida se reduzca en dieciocho meses. En España, ésta se situaba en 2018 en ochenta y tres años y medio, así que habrá bajado a ochenta y dos. Es, en todo caso, una media: no es lo mismo vivir y morir en el barrio de Salamanca de Madrid que en cualquier campamento de chabolas. No es lo mismo ser propietario absentista que trabajar de temporera dentro de un invernadero.

En Somalia, la esperanza de vida antes del coronavirus era de cincuenta y siete años. La hambruna de 2011-2012 provocó, según Naciones Unidas, 258.000 muertes; la mitad eran menores de cinco años. En amplias zonas del país murieron el diez por ciento -el diez por ciento- de las niñas y niños en esa franja de edad. Flipas cómo baja la esperanza de vida en un país cuando mueren miles y miles de criaturas. Y no te imaginas la cantidad de veces que, al tiempo que hay una hambruna, continúan las exportaciones de alimentos del país en el que se sufre.

Cosas de la industria alimentaria.

En Nigeria, la esperanza de vida es de cincuenta y cuatro años. En la región petroleada del Delta del Níger, sin embargo, no llega a los cincuenta. Verter petróleo durante más de medio siglo en los ríos, en los manglares, en los acuíferos, reduce la esperanza de vida un porrón de veces más que el coronavirus. No durante un año o dos, sino generación tras generación.

Cosas de la vieja normalidad.

NOTA:
1. Concepto creado por Merril Singer a finales del siglo XX y que se ha traído a colación en diversos artículos para poner el acento en la concurrencia del coronavirus con otras enfermedades no transmisibles, pero sí muy condicionadas por la pobreza, las deficiencias de los sistemas de salud, las condiciones generales de vida (alimentación, vivienda, niveles de contaminación del entorno, etc.)

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