Autonomía y liberación

Repensando la emancipación en la era de las dominaciones impersonales.

Pensar la emancipación supone dos cosas: por un lado, analizar los poderes que nos oprimen y la manera en la que éstos ejercen su control sobre nuestras vidas; por otro, pensar el modo en el que deberíamos organizar nuestras vidas para no tener que seguir sometiéndonos ante ellos. Porque la emancipación, tal y como nos indica la etimología del término, es un proceso que supone la salida de una tutela (ex-mancipare) y, correlativamente, el acceso a la libertad, a la autonomía.

Pensar la emancipación es pensar los dos términos del proceso: las nuevas formas de dominación y, conjuntamente, aquellas de la libertad.

Lo que les propongo para hoy es que nos concentremos en el segundo momento de la reflexión, en las formas de libertad. ¿Por qué? Por una parte, porque tengo la impresión de que hasta ahora el primer momento, el análisis de la dominación, ha cautivado más la atención del pensamiento crítico que el segundo, abandonado de este modo a los ideólogos del liberalismo. Por otra parte, porque estoy convencido de que el punto muerto histórico en el que nos encontramos, y nuestra impotencia para salir de él, se encuentran íntimamente ligados a esta ausencia de reflexión crítica sobre la libertad. Por último, porque todo indica que en los últimos decenios el significado de la libertad ha cambiado enormemente, diría más, se ha oscurecido. Es lo menos que sugiere «el caso Snowden» y las pocas reacciones que ha provocado en comparación con las suscitadas en Francia durante los años setenta por el relativamente sencillo proyecto de cruce de archivos «Safari».

Mi objetivo será, por tanto, repensar las formas que toma la búsqueda de libertad en nuestra época, siendo mi tesis que ésta se encuentra dividida entre el fantasma de la liberación y el deseo de autonomía, entre el deseo de liberarse de ciertas restricciones y el de hacernos nosotros mismos cargo de ellas. Mas para comprender el sentido de estas aspiraciones opuestas será necesario empezar por la historia de la dominación y de sus formas específicamente modernas.

Las formas de dominación modernas, específicamente anónimas

Parto de la idea de que las formas de dominación modernas se caracterizan por ser «impersonales» o «sistémicas», a diferencia de las formas tradicionales de dominación, que ligaban a los individuos a título personal. Ésta es una idea relativamente clásica que podemos encontrar en Marx, en sus reflexiones sobre el fetichismo de la mercancía (que hace que las relaciones sociales tomen la forma de relaciones entre cosas) y sobre la alienación (en el sentido en el que los humanos son dominados por las fuerzas impersonales fruto de la coagulación de su actividad). También la encontramos en Max Weber, para el que la forma de dominación típicamente moderna, la dominación burocrática, se define como impersonal en el sentido en que se ejerce «sin importar la persona». Atraviesa, por tanto, todos los análisis de la reificación, de Lukacs a Marcuse pasando por Adorno.

No es mi intención desarrollar aquí esta idea que ya he explicitado en otros lugares, tanto en un artículo sobre la reificación1 como en La fábrica de los últimos hombres, un libro que reactualiza los diagnósticos históricos de los primeros sociólogos alemanes2. Querría tan solo recordar que los siguientes conceptos: dominación impersonal, fetichismo, reificación, alienación; nos permiten pensar las formas de dominación que caracterizan a la Edad Moderna, en estrecha relación con la creciente división del trabajo social y la escala cada vez más vasta en la que se organizan nuestras actividades. Todo lo anterior se manifiesta bajo la forma de restricciones sistémicas (la competencia en el mercado) y de las organizaciones (empresas privadas, administraciones públicas, instituciones internacionales) sobre las que tanto los individuos como los pueblos poco pueden hacer y ante las cuales se han tornado completamente dependientes en la vida cotidiana: lazos de dependencia material que hacen su dominación permanente.

Por supuesto, decir que las formas específicamente modernas de dominación son anónimas no significa afirmar que no haya personas detrás de ellas (para ponerlas en marcha y obtener beneficios), ni que todas las formas de dominación personales hayan sido erradicadas a día de hoy.

Repensar la emancipación en el tiempo de las dominaciones anónimas

Si aceptamos este diagnóstico del mundo moderno, entonces pensar la emancipación hoy supone preguntarse cómo liberarse de las formas impersonales de dominación. Es decir, implica repensar la emancipación en la medida en que el establecimiento de las mediaciones que definen dichas formas de dominación se han vivido como una cierta forma de emancipación, e incluso se han presentado como el gran movimiento histórico de advenimiento de la libertad de los modernos, gracias al cual los individuos se habrían liberado de los aspectos más penosos del trabajo físico y de la vida colectiva. En efecto, la creación de un mercado de bienes y de trabajo, ligado a la división del trabajo social y al desarrollo técnico, permitió y favoreció el debilitamiento de las restricciones gremiales, comunitarias y familiares sobre el individuo (ver los famosos análisis de Simmel sobre los efectos liberadores, para el individuo, de la mercantilización generaliza­da3). De igual modo, la aparición de las estructuras burocráticas del Estado moderno permitió nivelar las condiciones y limitar la arbitrariedad señorial, viviéndose por tanto como una cierta forma de libertad, aquella ligada al «Estado de derecho», a la universalidad de la ley.

En pocas palabras, los vectores modernos de libertad dejaron el campo abierto a las nuevas formas de dominación. Sería tentador ver aquí una fatalidad «dialéctica» que haría que, de manera inexorable, los instrumentos de emancipación se transformaran en herramientas de opresión. Es decir, una secuencia de las que Rorty denomina sequence of hammer-into-chains4. Pero eso sería presuponer una univocidad en el concepto de libertad cuando ya hemos dicho que éste ha tomado diferentes formas a lo largo de la historia: pensemos en la famosa oposición de Constant entre la libertad de los Modernos y la libertad de los Antiguos. También sería aceptar acríticamente el gran relato del advenimiento de la libertad de los Modernos. No será ese, por tanto, el camino que seguiré. Más bien optaré por una interrogación histórica sobre la evolución del significado de la libertad y por un cuestionamiento político sobre el valor respectivo de las diferentes formas que ésta ha tomado.

El hecho de que el concepto de libertad implícito en las dos etapas de esta secuencia «dialéctica» no puedan coincidir, ya que los poderes a abatir se habrían transformado, nos proporciona una pista. En la primera fase nos liberamos de las restricciones y los límites impuestos por la naturaleza y la integración en las formas de socialización primarias (familia, pueblo, vecindad). Esta liberación pasa por un aumento de la coordinación social ligado a, por un lado, el progreso técnico (que estimula la división del trabajo) y, por otro, al debilitamiento de las formas de organización comunitarias. Durante la segunda fase en liza, los poderes opresores no son ya los de la naturaleza o la comunidad, sino justamente los resultantes del aumento de la escala a la que se organizan las actividades: éstos son los que se conocen como formas de socialización secundarias (Estado, mercado, organizaciones), que vehiculan las formas impersonales de dominación.

De lo anterior se derivan dos visiones diferentes de la libertad: en el primer caso, ésta consiste para el individuo en liberarse de los límites y necesidades impuestas por la naturaleza y las formas de vida comunitarias; siendo así, todo lo que permita superar u orillar dichas restricciones favorecería la libertad como ausencia de límites, como liberación. En el segundo caso, la libertad supondría, por el contrario, volver a tomar las riendas de nuestra vida y actividades en vez de dejarlas en manos de instituciones o mediaciones que nos superan y finalmente nos imponen sus exigencias. Por tanto, el objetivo es hacernos cargo de ellas para poder determinar su contenido y sus límites: se trata de la libertad como autonomía, como autodeterminación. En un caso hay liberación de una carga, satisfacción de una necesidad; en el otro, en cambio, alguien toma las riendas o se encarga de alguna cosa, asume hacerse cargo de la cosa en cuestión. Sabemos que el concepto de cargo se encuentra en el corazón del proyecto de autonomía y autogestión desde la República romana hasta las comunidades zapatistas de hoy en día.

La limitada noción moderna de emancipación no tiene en cuenta lo que es individual y no colectivo (para mí, una noción exigente de la libertad no tiene más remedio que amalgamar las dos dimensiones), y sólo considera aquello puesto en marcha por el fantasma de la liberación, que ha dejado el campo abierto a las formas impersonales de dominación. Para acabar con esta situación hace falta volver a poner en valor la libertad como autonomía (individual y colectiva). De aquí en adelante mi intención será ofrecer un esbozo de genealogía para ambos conceptos en aras de precisar qué significa mi crítica del fantasma de la liberación en nombre del ideal de autonomía.

El fantasma de la liberación

Tomo prestado el concepto de liberación del contexto religioso y su noción de salvación como superación radical de los males ligados a la condición humana en la tierra.

Abramos la Biblia: en el origen, la humanidad vivía lejos de toda inquietud en el Jardín del Edén, no conocía el mal ni el sufrimiento, ni el trabajo ni la necesidad política de organizarse junto a los demás. Pero violó la ley divina (es decir, cometió el pecado original). Dios la expulsó del Paraíso (lo que se conoce como la Caída) y la sometió a tres maldiciones que, en lo fundamental, caracterizarían su nueva condición de paria en la tierra: el trabajo físico («ganarás el pan con el sudor de tu frente»), el sufrimiento ligado a la vida y, especialmente, al alumbramiento («parirás con dolor») y la muerte («polvo eres y en polvo te convertirás»). A las anteriores habría que añadir una cuarta maldición implícita: la lucha, el poder, la violencia; en pocas palabras, la política («tendrás que organizarte con los otros»). Va implícita en la medida en que, incluso si no viene formulada explícitamente como las anteriores, caracteriza perfectamente la vida en la tierra por oposición a la situación edénica o paradisíaca. En ésta, la humanidad aparece liberada de tan pesado fardo gracias a la benevolente teocracia divina y en la medida en que, para los cristianos, la obligación de someterse al poder político, aunque sea violento («al César lo que es del César»), es uno de los castigos divinos asociados a la Caída.

La vida en la Tierra está maldita, los cristianos sueñan con una superación radical de la condición terrestre, con un retorno al paraíso perdido. Pero, con excepción de algunas corrientes milenaristas que sueñan con realizar el paraíso en la Tierra, con fusionar las dos ciudades (celeste y terrestre), los dos reinos (Dios y César); esta superación se sitúa «más allá» de la vida terrestre. Allí seremos liberados del mal y de todas las fuentes de aflicción: el trabajo, la política, el dolor y la muerte. La verdadera vida, la verdadera libertad, comenzará únicamente después de la muerte, una vez liberados de los límites que como seres vivientes nos impone la naturaleza.

Liberarse de la dureza del trabajo, abolir el sufrimiento físico, acabar con la muerte y no tener ya necesidad de «hacer con los otros», y por tanto de todos los conflictos que implica afrontar y superar: estos cuatro fantasmas continúan atormentando a nuestras sociedades y a nuestra idea de la libertad. Si lo pensamos con detenimiento, veremos que todos ellos forman parte de la creencia en el Progreso constitutiva de la modernidad: lo que buscamos en el progreso es que nos libere del trabajo, del dolor, e incluso de las dificultades de la vida colectiva (el fantasma de un «gobierno de los sabios», de una «máquina de gobernar» que tomara las decisiones de forma automática y cibernética, del «individualismo apolítico» que pretende no necesitar a los demás, etc.) Sea como fuere, es precisamente lo anterior lo que nos impele a seguir alimentando el progreso tecnocientífico. Es, sin duda, esta idea concreta de libertad la que encontramos detrás de la empresa tecnocientífica: superar los límites de la condición humana o, como decía Francis Bacon (1561-1626), «Con la ciencia estamos a punto de eliminar el pecado original». La mecánica y la robótica trabajarán para liberarnos de todo trabajo manual y esfuerzo físico. La medicina y la biotecnología prometen abolir el sufrimiento y acabar con la muerte. Y, gracias a la cibernética y a internet, podremos de igual modo liberarnos de los otros y de las dificultades del hacer conjunto. Todo esto queda perfectamente resumido en la versión 2.0 del programa tecnocrático y cientifista, el transhumanismo, cuyos ideólogos anuncian «la muerte de la muerte» y la abolición de la «condición inhumana»5.

Todos estos fantasmas bíblicos no son sólo patrimonio de Occidente. De hecho, han embrujado también a otras muchas culturas, de formas evidentemente diversas. Los encontramos, por ejemplo, en el mesianismo de los indios amazónicos tupi-guaraníes, entre los cuales todavía después de siglos hay tribus que viven para buscar la «Tierra-sin-mal» en la que no se conocen «ni el hambre, ni la enfermedad, ni la muerte»6. También están en el budismo, que promete liberar a sus fieles de los males ligados al ciclo infinito de las reencarnaciones, el deseo y la agitación mundana, y prescribe la dependencia que genera formar parte del mundo: como el cristianismo, es una religión que más bien desvía de la política, ya que la verdadera libertad sería toda «interior». El rechazo a formar parte del mundo se traduce de igual modo, en el caso del jansenismo7 (otra «religión de salvación-liberación»), en la negativa a todo arraigo social: los monjes jansenistas tenían la obligación de viajar de pueblo en pueblo sin poder jamás instalarse, quedando así liberados de todo apego hacia el mundo8. Otro sitio donde encontramos esta idea de que la «verdadera libertad» es sinónimo de no formar parte de nada es en la apología posmoderna del nomadismo sin ataduras y de la vida más alla de lo terrenal, eso sí, con tecnología en vena. Es innegable que la informática y la espiritualidad new age hacen buenas migas.

Teniendo en cuenta su fuerza y su relación con la ideología del progreso, ¿sorprende acaso encontrarse a estos fantasmas de la liberación en el núcleo del proyecto socialista? Si tenemos en cuenta sus antecedentes cristianos, no es extraño que la pluma de Louise Michel llamara a una «liberación generalizada» de las miserias de la vida y, confiando en «el progreso sin fin y sin límites», atribuyera a la sociedad socialista venidera un cierto aire de ciencia ficción (por ejemplo, cuando imaginaba «hermosas ciudades» submarinas o, reminiscencia bíblica de la Jerusalén celeste, «en los cielos»)9. De manera similar, el modo en que Marx y Engels conciben la libertad, pese a que hablen de ella en términos laicos, evoca ciertos aspectos del fantasma de la liberación. Así, en su noción de comunismo es posible encontrar la idea de una superación de la conflictividad y la política: hablar de «sociedad sin clases» es reflejo de la idea de una sociedad sin conflictos en la que la «administración de las cosas» podría sustituir al «gobierno de los hombres»10. Además, y especialmente importante, los autores alemanes vinculan el establecimiento del «reino de la libertad» al progreso de las fuerzas productivas, de la industria y del comercio; progreso que de hecho sería su condición sine qua non. Tal y como afirma Marx en La ideología alemana, enfrentándose al idealismo de algunos jóvenes hegelianos que prestaban poca atención a las restricciones materiales:

«Sin la máquina a vapor es imposible abolir la esclavitud […]; no es posible, en general, liberar a los hombres si éstos no son capaces de procurarse alimentos y bebida, alojamiento y vestido de calidad y en cantidad suficiente. Acto histórico, y no mental, la “liberación” es función de condiciones históricas, del nivel de la industria, del comercio…»11

O dicho de otro modo, es necesario liberarse en primer lugar de las necesidades materiales para poder liberarse de la opresión social. La libertad se concibe, por tanto, como la superación del «reino de la necesidad»: únicamente cuando haya de todo en abundancia se podrá considerar que están maduras las condiciones para superar todas las formas de dominación. Es decir, la liberación a través de la abundancia. Es más, esta superación de la necesidad se prevé que coincidirá con la superación de la historia.

Esta idea de la libertad como abolición de la necesidad se encuentra también en el pensamiento de Marcuse, donde produce unas tensiones tremendas. Y es que Marcuse es uno de los marxistas que vio más claramente que el desarrollo tecnológico refuerza la dominación anónima en el seno de la sociedad industrial avanzada al asegurar la integración totalitaria de todos los elementos sociales y hacerlos dependientes de un buen funcionamiento del sistema. Pero, en la medida en la que conserva la idea de que la libertad consiste en la superación de la necesidad, no logra extraer todas las consecuencias políticas de su análisis de la tecnología moderna. Espera incluso que la situación se invierta a través de la automatización, vector de emancipación total, sin explicar más de lo que lo hizo Marx cómo las formas impersonales de dominación que acompañan a la tecnología se disolverían al pasar éstas a manos comunistas12.

Sería sin duda falso afirmar que la noción socialista de la libertad se reduce a estos elementos que apuntan hacia la idea de liberación. Es también posible encontrar en todos los autores hasta ahora mencionados una llamada muy clara a la autonomía entendida cómo seres humanos que se hacen directamente cargo de los medios de producción y, más generalmente, de su propio destino («la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos»). Pero, en tensión con el deseo de autonomía, aparece también el sueño de la abolición de los límites constitutivos de la condición humana. Y ese sueño cientifista ha tenido un peso determinante en la orientación política del socialismo, llegando a convertirlo en un productivismo industrial incompatible con la libertad individual y colectiva (ya que supone una centralización y un reforzamiento del poder, como demuestran todas las experiencias comunistas del s. XX). Pese a todo, esta visión de la libertad como liberación sigue teniendo hoy en día una fuerza tremenda en el imaginario socialista, y es hasta asumida con una buena dosis de humor por los jóvenes socialistas alemanes en unos de sus carteles donde aparece un perro flotando en el aire acompañado del lema: «con el comunismo, hasta los perros podrán volar».

El ideal de autonomía

Detrás de la autonomía que vengo oponiendo a la liberación no se debe ver el concepto kantiano de autonomía (moral), sino sobre todo la Selbständigkeit, la capacidad de hacerse cargo, individual o colectivamente, en lugar de depender de organizaciones exteriores que, inevitablemente, terminan por hacerse con el control de la gestión de nuestras vidas. Es la autonomía como autogestión, subrayando que ésta última supone un mínimo de independencia material, de control directo sobre las condiciones de vida y de trabajo.

El mejor modo de mostrar la relación entre esta idea de autonomía y la libertad es volver a Marx y Weber. Marx demostró que en la génesis del capitalismo se encuentra la «separación de los trabajadores de sus medios de producción»13: sólo a partir de que la población se vio privada de los medios materiales para garantizar su supervivencia pudo el capitalismo reducirla a la servidumbre salarial. Sin duda, desde entonces la estrategia de dominar a través de la expropiación no ha dejado de repetirse. Y he ahí por qué Weber pudo generalizar la idea de Marx subrayando hasta qué punto el reforzamiento de la dominación en la Edad Moderna pasa, en todas las áreas, por la pérdida de control sobre los medios concretos de vida y trabajo. Por todas partes vemos como la desposesión se convierte en requisito de una dominación en aumento: poco a poco los individuos son desposeídos, hoy en día por las grandes organizaciones centralizadas, de los medios que les garantizaban una «relativa autonomía». Este movimiento es evidente en todos lados, por ejemplo, en el ámbito de la guerra (la autonomía de los caballeros o de los hoplitas estaba ligada al hecho de que eran dueños de sus armas y podían oponerse a su líder) o en el de la ciencia (el investigador de hoy en día ya no es propietario de sus medios de producción y, como el obrero en la fábrica, ve su trabajo cada vez más controlado)14.

A la vista de lo anterior es más sencillo entender que sea posible considerar la independencia material, en tanto que condición de la autonomía en nuestras actividades y nuestras vidas, como una parte esencial de la libertad. Este ideal se encuentra en la base de la tradición republicana y su apego a la pequeña propiedad, a las prácticas de autoproducción (por oposición a la apología liberal del comercio) y a las milicias populares (en oposición a los ejércitos permanentes que libran a los ciudadanos de tener que desempeñar el ejercicio de la violencia)15. Es también el fundamento de la idea, hegemónica durante mucho tiempo, de que el salariado es incompatible con ser libre: la encontramos en la revolución inglesa de 1641-1649, especialmente entre los Diggers con su condena del hecho de «trabajar para otro, ya sea a cambio de un salario o mediante el pago de un alquiler»16 y, en un momento posterior, entre los movimientos anarquistas y socialistas del s. XIX que aspiraban a «la abolición del salariado». Esta idea era compartida hasta tal punto que, una vez en el poder, la burguesía pudo recuperarla y utilizarla contra las clases populares para privar a los sirvientes y los asalariados de los derechos políticos constitutivos de una libertad plena (ver la noción de «ciudadano pasivo»).

La importancia política de la cuestión de la independencia material se hace evidente si constatamos, pese a dos milenios que los separan, la asombrosa convergencia existente entre los puntos de vista romano y norteamericano (no menos sorprendente, por otro lado, que la afinidad entre el jansenismo y el nomadismo postmoderno). Varios siglos antes de Jesucristo, la primera distinción jurídica romana clasificaba las cosas en dos grandes categorías. Por un lado, estarían las res mancipi, que no podían ser transmitidas sin pasar por una ceremonia pública ante testigos (la mancipation) o magistrados: los terrenos y las viviendas situadas en Italia, sin importar si eran solares o edificios; los esclavos y algunos animales domésticos, aquellos que «podían portar el yugo sobre el cuello o la espalda» (es decir, los animales de tiro); las servidumbres sobre los terrenos itálicos (derecho de vía, de paso o de acueducto). Por otro lado estarían los res nec mancipi, que podían legarse sin formalidad alguna: otros animales como el ganado, las aves de corral, los animales de compañía, las bestias salvajes (osos, leones) o de origen extranjero (camellos, elefantes); el oro y el dinero; las tierras y viviendas situadas fuera de Roma; todas las cosas inmateriales (los derechos) salvo las servidumbres que ya mencioné. ¿Qué sentido tiene este inventario a lo Prévert? Evidentemente el siguiente: el paterfamilias, pese al enorme poder que le otorgaba el derecho romano, no podía ceder sin que mediara formalidad los bienes que garantizaban la libertad de sus descendientes; es decir, su autonomía material (tierras y bestias de tiro) y su acceso pleno a la ciudadanía (propiedades itálicas)17.

Más de 2000 años después, durante la Guerra de secesión en los USA, la idea de que fuera suficiente conceder una libertad jurídica formal a los esclavos fue criticada por una cantidad considerable de abolicionistas: si dicha libertad no venía acompañada de unas bases materiales suficientes, es decir, de los medios necesarios para que cubrieran sus necesidades, éstos se verían obligados a venderse a sus antiguos propietarios y la libertad prometida no sería más que una añagaza. En su opinión, 40 acres y una mula bastarían: tierra y una bestia de carga para el trabajo, como entre los romanos. En los primeros momentos a algunos esclavos se les concedió, pero después no tuvieron más opción que comprárselo a sus antiguos propietarios. Fue así como a los negros formalmente libres no les quedó más remedio que elegir entre soportar un nuevo siglo de explotación agraria y segregación racial en los Estados del Sur o la migración hacia el Norte, donde los industriales les esperaban con los brazos abiertos para explotarlos en sus fábricas…

Hoy día este ideal de una autonomía basada en la independencia material, con lo que implica a nivel de crítica del salariado y de revalorización de la autoproducción, ha perdido mucha fuerza, al menos en comparación con los años 70 y el modo que tuvo entonces de impulsar la revuelta contra el capitalismo, el salariado y los partidos. De aquello la mayoría de la gente no conserva más que un recuerdo borroso en lo relativo a la relación con los padres: para liberarse de la tutela parental es necesario independizarse de ellos a nivel material (en nuestro caso, financiero). Pero casi nadie parece darse cuenta de nuestra dependencia material total de la sociedad industrial en su conjunto, suerte de big mother que nos mantiene bajo una tutela parental muy similar. Ni tampoco que la manera en la pensamos que estamos «emancipándonos» de nuestros padres, normalmente participando en el salariado, era considerada hasta hace poco una forma insoportable de servidumbre.

Conclusión: Snowden y Nôtre-Dame des Landes

El imaginario de la autonomía, pese a la fuerza que tuvo en la época moderna, ha sido finalmente sustituido por el de la liberación, pero esta vez en una formulación laica: la liberación a través de la abundancia y la tecnociencia. Esta evolución se debe al avance del productivismo industrial y de la división del trabajo: estos dos procesos disuadieron a la gente de hacerse ellos mismos cargo de las cosas que necesitaban y los convenció, con el enorme apoyo de la propaganda (especialmente la publicidad), de que lo mejor era que otras instancias, supuestamente más profesionales y «expertas», se hicieran cargo de hacer la mayor cantidad posible de cosas (pensemos en los bienes de consumo habituales en la educación de nuestros hijos). El resultado final del proceso ha sido una dependencia total con respecto al sistema capitalista que, en gran medida, explica nuestra impotencia a la hora de cambiar las cosas en un momento en el que, sin embargo, sabemos que dar la vuelta a este sistema es una cuestión de vida o muerte para la humanidad. Para dar aunque sea un sólo paso en esta dirección creo que es imprescindible resucitar el imaginario de la autonomía y no volver a dejarse engañar por las promesas de liberación: enfrentarse, siendo precavidos incluso en esta oposición, a aquello que investigadores, ingenieros, políticos y publicistas nos ofrecen hoy ad nauseam, ya que las formas anónimas de dominación se constituyen siguiendo su estela. A modo de conclusión me gustaría mostrar la pertinencia de la distinción que propongo analizando dos tipos de discursos cuyas paradojas se iluminan a la luz de la hipótesis que vengo exponiendo: el discurso sobre la revolución informática y el relativo a la crisis climática.

La diferencia entre la búsqueda de autonomía y el deseo de liberación se hace evidente en un muy extendido lugar común sobre las nuevas tecnologías informáticas: la paradójica pero indisociable unión entre libertad y control. Nos ofende la cantidad creciente de «posibilidades de vigilancia» que ofrecen las nuevas tecnologías, tecnologías que, por otro lado, consideramos como esencialmente «emancipatorias». Por decirlo siguiendo a la revista Multitudes: «Hoy en día el nivel más elevado de libertad se convierte en la condición paradójica del control más insidiosamente efectivo»18. Porque, en efecto, es imposible informatizar el conjunto de las actividades sociales sin generar automáticamente un mar de información; y sería inocente creer que los poderosos y los gobiernos se abstendrán de utilizar dicha información para afianzar su dominación. En cualquier caso, todo esto es ya bien sabido, es precisamente lo que nos enseñó el caso Snowden.

Si se puede decir que nos encontramos ante una paradoja es porque dicha doxa juega con dos ideas diferentes de libertad: la idea clásica de libertad, incompatible con el control; y otra idea de libertad que, lejos de oponerse al control, lo haría en cambio posible. Pero, ¿qué libertad es esta? Las «críticas» en cuestión nunca llegan a precisarlo, haciendo suyo acríticamente el punto de vista hegemónico que considera que las tecnologías amplían los espacios de libertad, a pesar de ser éstas las que tornan caducas las libertades civiles básicas (fundamentalmente ligadas a la idea de vida privada). Pero, si nos paramos a pensar un momento, veremos que lo que se esconde detrás de lo anterior es el fantasma de la liberación: lo que las tecnologías permiten y prometen es superar todo un conjunto de micro-restricciones en la vida cotidiana ahorrándonos ciertos esfuerzos y, en concreto, haciendo posible acceder a todo sin salir de casa; de igual modo hacen posible dilatar el ámbito de lo posible rechazando las limitaciones «naturales» ligadas a la condición humana, especialmente aquellas que hacen de nosotros cuerpos inscritos en un espacio-tiempo limitado con una identidad definida.

Pasemos en último lugar a la cuestión de la crisis ecológica: frente a esta comienza a aparecer un discurso que, de manera cada vez más explícita, aboga por una restricción inevitable de las libertades (de consumo, de desplazamiento en avión, etc.), llegando en ocasiones al punto de proponer el establecimiento de una «dictadura verde». Lo que llama la atención, en cambio, es que cuando se desciende al terreno donde se desarrollan las luchas ecologistas (los «campos de acción climática», las luchas contra los megaproyectos depredadores como Nôtre-Dame des Landes), una cosa se hace evidente: los militantes no piden una limitación de las libertades, sino que llaman a recuperar la libertad que el sistema estatista y capitalista nos ha robado a través de la tecnología y el consumo. Y esa libertad no tiene nada que ver con zafarse de las necesidades y los límites ligados a la vida en la tierra: construir un habitat, producir lo necesario para la subsistencia, cuidar de nuestra salud, organizarse con los demás para hacerse cargo de lo anterior, etc. Al contrario, se trata de asumir esta carga individual y colectivamente: no volver a delegar en organizaciones (empresas, administración, partidos) que acaban por imponernos sus intereses, sino hacernos cargo directamente. A nadie debe sorprender, por tanto, que el término que hayamos elegido para designar esta libertad a reconquistar sea el de autonomía, autonomía tanto en el plano de la vida material como en de la organización política.

Aurélien Berlan

Traducción Adrián Almazán

NOTAS

1. Ver «Rationalisation et réification chez Max Weber», en La réification. Histoire et actualité d’un concept critique, dirigido por Vincent Chanson, Alexis Cukier y Frédéric Monteferrand, La Dispute, 2014, p. 119-145.

2. Ver La fabrique des derniers hommes. Retour sur le présent avec Weber, Simmel et Tönnies, La Découverte, colección «Théorie critique», Paris, 2012.

3. Ver Georg Simmel, Philosophie de l’argent, trad. S. Cornille & Ph. Ivernel, PUF, Paris, 1987.

4. Expresión de Richard Rorty a propósito de Marx y de Foucault en: «Habermas, Derrida, and the functions of Philosophy», Revue internationale de philosophie, 194/195, p. 453.

5. Ver Ollivier Dyens, La condition inhumaine. Essai sur l’effroi technologique, Flammarion, Paris, 2008 y Laurent Alexandre, La mort de la mort, JC Lattès, 2011.

6. Sobre esta cuestión, ver Mircea Eliade, La nostalgie des origines. Méthodologie et histoire des religions, Gallimard, Paris, 1971, p. 203-209.

7. Jansenismo, del sánscrito Jina, «vencedor de sí», es una de las religiones más antiguas, originaria de la India.

8. A propósito de las «religiones de salvación-liberación» tales como el budismo o el jansenismo, ver Max Weber, Hindouisme et bouddhisme, trad. I. Kalinowski y L. Lardinois, Flammarion, Paris, 2003, especialmente p. 335: «Las reglas jaina clásicas imponían a los monjes el deber de errar sin tregua de lugar en lugar, con el fin de protegerlos de toda implicación en las relaciones y lazos personales o locales»

9. Ver Louise Michel, Prise de possession (1890), Jean-Paul Rocher, Paris, 1999, especialmente las p. 26-27 y 61-66.

10. Ver Engels, Socialisme utopique et socialisme scientifique. Dicha fórmula la toma prestada de Saint-Simon.

11. Karl Marx, L’idéologie allemande, citado según la recopilación Philosophie de M. Rubel, Gallimard (Folio), 1982, p. 310.

12. Herbert Marcuse, L’homme unidimensionnel. Essai sur l’idéologie de la société industrielle avancée (1964), trad. M. Wittig, Minuit, Paris, 1968, especialmente p. 151-152 y p. 167 y siguientes.

13. Karl Marx, El capital, Libro 1, capítulo sobre la acumulación primitiva.

14. Max Weber, Oeuvres politiques, p. 324-325.

15. Ver John-Greville-Agard Poccock, Le moment machiavélien, PUF. También Simmel sobre los nobles escoceses, en Philosophie de l’argent

16. Gerrard Winstanley, L’Etendard déployé des vrais niveleurs (1649), trad. B. Fau, Allia, Paris, 2007, p. 39.

17. A ese respecto, ver Jean-François Brégi, Droit Romain. Les biens et la propiété, Ellipses, Paris, 2009, p. 53-55. La interpretación de esta clasificación no está libre de controversias. Brégi, después de señalar que los res mancipi son «los bienes de mayor valor económico en el contexto de una explotación agropastoral» (p. 54), dice que en lo que a él respecta se inclina por otra interpretación: los res mancipi serían aquellos directamente sujetos al poder del jefe de la tribu en la medida en la que tienen una importancia colectiva, particularmente militar. Para otros, dichos bienes compondrían la propiedad quiritaria, reservada en exclusiva a los ciudadanos romanos (ver Michèle Duclos, Rome et le droit, Libraire générale française, 1996, p. 70).

18. Revista Multitudes, nº 40, Invierno 210, éd. Amsterdam, p. 51. Esta cita es evidentemente la reformulación de una frase de Éric Sacin, Surveillance Globale. Enquête sur les nouvelles formes de contrôle, Climats, Paris, 2009, p. 119: «El nivel más elevado de libertad es la condición paradójica y contemporánea del nivel más elevado de vigilancia».

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