REFLEXIONES EN TORNO A LA LUCHA EN DEFENSA DEL TERRITORIO Y UNA POSIBLE ALIANZA CONTRA LA SOCIEDAD INDUSTRIAL

Durante estas Jornadas en defensa del territorio hemos podido hablar de muchas cosas, se han mantenido debates interesantes y hemos explorado vías hacia una crítica radical del mundo en que vivimos, poniendo en tela de juicio los valores más sólidos del régimen de dominación actual: el crecimiento económico y el desarrollo del aparato de producción.

De todo lo escuchado y hablado durante estas jornadas quería compartir algunas reflexiones de fondo que fueron tomando forma a lo largo de las exposiciones y debates. Mi ánimo es promover una continuidad de estas discusiones y contribuir con ello al intento de elaborar una crítica radical a la altura de los retos que nos plantea la sociedad industrial contemporánea.

Lo primero que me parece necesario abordar es la constatación de un punto de partida desalentador: en la situación actual de debacle social, hay un evidente cierre de filas en torno a las ideas de progreso y desarrollo económico (se habla incluso de «reindustrialización»). Las luchas en defensa de un supuesto Estado del bienestar y en contra de los recortes, así como la aparición de nuevos partidos y grupúsculos izquierdistas, nos hablan de ese repliegue hacia un espacio político de contestación, que en realidad no aspira a otra cosa sino a convertirse en el caldo de cultivo del que surgirán los nuevos gestores del desastre.

En las sociedades industriales más avanzadas, las realidades del Estado y la Técnica han llegado a someter cualquier tipo de sociedad que pudiese responder a los efectos de su proceso de modernización. Podrían prescindir muy bien de los partidos y la democracia, pero su mismo aparato de propaganda se lo impide, por lo que finalmente se multiplican las opciones y alternativas estériles que dan una sensación de elección dentro de la vida administrada. Las ONG y grupos ecologistas, asociaciones cívicas, etc., no son más que la correa de transmisión de reivindicaciones parciales que tratan de atajar algunos de los efectos del desarrollo tecnológico e industrial, sin llegar a poner en duda nunca las causas que están en la raíz (por eso no pueden ser radicales).

La crítica anti-industrial sitúa como realidades a combatir tanto una línea de muy alta tensión como el trabajo asalariado, un tren de alta velocidad como el mismo hecho de la movilidad motorizada, las minas a cielo abierto como el uso de las redes sociales. Su vocación de cuestionar globalmente cada uno de los desarrollos industriales (que siempre acaban asentándose en algún lugar) es aquello que la puede diferenciar de otras críticas como la ecologista-ambientalista, la nacionalista-localista, o la decrecentista-cooperativa. Es, por tanto, una enmienda a la totalidad de la vida bajo el régimen industrial, tanto por lo que destruye en su desarrollo como por aquello que sí da a manos llenas. Por eso su crítica no puede ser parcial ni tratar de realizar malabarismos con el lenguaje para defender al mismo tiempo la paralización de una mina a cielo abierto y la defensa de los puestos de trabajo de los profesores de la enseñanza primaria.

La tesis central de esta crítica es que los dos siglos de desarrollo industrial y tecnológico, con la consolidación de los Estados como aparato imprescindible de regulación y represión, ha sido en su conjunto un camino de sumisión, y que las pocas conquistas de los movimientos emancipatorios durante este tiempo no han logrado detener el desarrollo de las nuevas condiciones de opresión en todo el planeta.

Por ello es una crítica minoritaria que, a pesar de los esfuerzos por difundir sus ideas, no encuentra correlato en grandes movimientos y a menudo queda estancada en las luchas locales contra alguna infraestructura desarrollista o en las pugnas ideológicas del entorno radical.

El hecho de la aparición de varias publicaciones que recogen el testigo de esta crítica (participaron Argelaga, Raíces y Cul de Sac), y el interés que han podido suscitar, como se ha demostrado durante estas Jornadas, es una oportunidad para retomar la reflexión en este momento de reflujo de las movilizaciones, y de refuerzo de la tendencia a encuadrarse en movimientos políticos que abogan por la participación en las instituciones del mundo industrial para reformarlas en lugar de abolirlas.
Dejo aquí unas cuantas reflexiones en torno a puntos de debate que de alguna forma estuvieron presentes durante las Jornadas.

Golpear donde duele. ¿Qué tipo de defensa y en nombre de qué?

Cuando hablamos de «defensa del territorio», quedó claro que al aludir al territorio nos referimos no sólo al entorno natural o paisajístico o a un concepto restringido de «medio ambiente», sino a las comunidades humanas que constituyen ese territorio y a sus prácticas sociales, sus culturas y sus formas de organización. También queda claro que su «defensa» es necesaria por los ataques de un modelo desarrollista que entiende el territorio como mercancía y recurso estratégico que explotar utilizando todos los medios a su alcance: reforzando su monopolio de la violencia, extendiendo cada vez más su lógica destructiva de la ganancia inmediata. Pero es vital saber en nombre de qué defendemos el territorio. No es lo mismo defenderlo en nombre de una supuesta soberanía nacional enfrentada a un Estado-nación central, que hacerlo por los «riesgos para la salud», o hacerlo en nombre de la libertad y del equilibrio imprescindible para poder desarrollar comunidades enfrentadas a un orden opresivo.
Cuando tratamos de detener la construcción de alguna infraestructura basando nuestros argumentos en los efectos para el organismo humano o en la destrucción paisajística (que son, en cualquier caso, evidentes), estamos circunscribiendo nuestro rechazo a los efectos del desarrollo y no a sus causas últimas. Es decir, si se participa en la paralización de la construcción de un complejo hotelero con campos de golf, deberíamos hacerlo con un objetivo estratégico ambicioso: la eliminación de la industria turística en su totalidad, por ser contraria a cualquier comunidad con cierto grado de autonomía y libertad, y por envenenar con sus productos y su despilfarro energético nuestro medio de vida. Si nos centramos en las obras de ese complejo hotelero en concreto y aducimos argumentos paisajísticos o agravios por las expropiaciones de algunos propietarios, conduciremos el debate a un punto muerto desde donde nunca se podrá llegar a cuestionar lo que está en la raíz del problema: la llegada masiva de turistas a través de los aeropuertos internacionales y la dependencia endémica de grandes regiones de este modelo de circulación del capital internacional. Al cambiar el punto de vista podríamos concluir que no es tan urgente ponernos delante de la excavadora que va a comenzar a cavar el agujero para los cimientos del hotel, como generar las condiciones necesarias para que el flujo del tránsito aeroportuario se vea interrumpido con asiduidad durante periodos de tiempo lo suficientemente largos. Parar la máquina excavadora sería como cubrirnos la cara con los brazos para recibir el golpe de nuestro adversario; colapsar el tránsito de un aeropuerto sería como fintar y lanzarle varios directos al estómago.

Victorias que son fracasos… y viceversa

Se defendió, durante alguno de los debates del último día, la necesidad de utilizar todas las tácticas al alcance de la mano para detener cualquier proyecto desarrollista. Tengo mis dudas al respecto. Hay victorias que son rotundos fracasos y viceversa. La paralización cautelar de las obras de una carretera o de la remodelación urbanística de un Centro Histórico por razones de ordenamiento urbano o protección patrimonial son victorias que anticipan la derrota que está a la vuelta de la esquina. Primero, porque acaba por legitimar las mismas instancias de representación del Estado que en otro momento revocarán la decisión, cuando la oposición se haya disuelto. Segundo, porque una retirada táctica de un proyecto por parte de los intereses que lo alentaban, o su paralización por cauces legales y judiciales, deja a menudo una sensación de derrota en quienes se oponen a una forma de opresión por razones que van a la raíz del problema y, al final, contenta a aquellos que quieren mantener vigente el orden de cosas sin sufrir algunas de sus molestas consecuencias, es decir favorece al nimby (no in my back yard, o no en mi parcela). Tercero, impide experimentar formas de organización y tácticas que apunten hacia objetivos estratégicos más ambiciosos, y la cuestión queda resuelta como si hubiese sido un pleito entre propietarios.

Por otro lado, una derrota que se muestre intransigente con cualquier tipo de negociación y que haya apuntado al corazón de los intereses que impulsan el desarrollismo, servirá como experiencia y, en cualquier caso, habrá reforzado la dignidad de quienes se mantuvieron firmes en sus convicciones. La tarea sería entonces recordar aquellas derrotas, difundir sus enseñanzas, aprender de sus límites y reivindicarlas como parte de una lucha en defensa de la libertad que va más allá de la resistencia a cualquier proyecto en particular. No obstante, hay que señalar que muchas derrotas no son más que derrotas, y que contando con la enorme desigualdad de fuerzas en liza deberíamos guardar siempre un principio de precaución.

La falsa distinción entre «afectados» y «militantes»

Se aludió en varias ocasiones a las diferencias de criterios que a menudo surgen entre los llamados «afectados» por las agresiones desarrollistas y aquellos «militantes» que las enmarcan dentro de un conjunto de ideas antagonistas con el orden impuesto. Tengo muchas dudas sobre la pertinencia de esa distinción. En realidad, pensándolo bien, creo que es más perjudicial que beneficiosa. Dentro del modelo global de industrialización todos somos «afectados» por el desarrollo de un mundo artificial, burocratizado y violento (es decir, del funcionamiento normal del capitalismo industrial), en continuo desequilibrio y cuyo progreso tecnológico nos lleva de cabeza al encierro aséptico y al desastre colectivo. No hay que dudar entonces de la legitimidad para oponerse al mundo industrial, aunque los cables no pasen por encima de nuestra casa o el trazado de la alta velocidad no afecte a nuestro pueblo.
Por otro lado, las grandes infraestructuras, en el mundo hiperurbanizado en que vivimos, a menudo transcurren por partes del territorio donde precisamente lo que falta son habitantes y comunidades, por lo que la figura del «afectado» no tiene más legitimidad que otras para ejercer una oposición activa. Quizá incluso la tenga menos, ya que, a parte de los propios intereses vulnerados, es necesaria una determinada idea de sociedad y un posicionamiento claro ante aquellos que defienden un orden opresivo tanto por lo que destruye como por lo que ofrece. El «militante» si no se considera «afectado» corre el riesgo de convertirse en ideólogo, y en lugar de afrontar un combate comenzar un largo camino en busca de prosélitos para una causa que muy pocos comparten.

La idea de «comunidad» restringida al ámbito geográfico

También se debatieron las formas de reconstrucción de una «comunidad» que podría enfrentarse al desarrollo industrial desde un territorio afectado por alguno de sus proyectos. Es vital habitar espacios que propicien cierta autonomía y donde poder ejercer formas de resistencia activa, pero no hay por qué caer en la reducción de la comunidad al ámbito geográfico. No debemos olvidar el carácter global y totalizante del desarrollo industrial, por lo que los reductos aislados y resistentes deberían también habitar un espacio común que vaya más allá de la geografía, y que abra la posibilidad de pertenencia a una comunidad abierta de intereses globales. Es decir, creo que un internacionalismo contrario al desarrollo industrial sería la perspectiva más razonable en la lucha contra lo que nos oprime; y sería también el primer frente en la defensa de los territorios que, a nivel local, deberían encontrar sus equilibrios y sus aspectos a reconstruir dependiendo de variantes particulares.

La «comunidad» no se genera únicamente por cercanía o por compartir posiciones similares respecto a un conflicto de oposición, sino que también requiere de una idea compartida de sociedad, del mundo o del universo; una definición en positivo de lo que la vida humana es, de sus necesidades y la forma de satisfacerlas, de sus símbolos y sus representaciones, y de la reproducción y recreación de la vida. Esa función, en otros momentos de la historia, la ha cumplido la religión, pero hoy no somos religiosos, igual que tampoco somos artesanos pre-industriales ni anabaptistas ni ludditas. Somos hijos de nuestro tiempo, y si emprendemos el combate por la vida y la libertad habrá de ser a partir de aquí y ahora, contando con todo lo que ya sabemos y no podemos olvidar, pero confiando en nuestra capacidad para crear formas sociales de conflicto y equilibrio que no repitan viejos errores.

Por una alianza contra la sociedad industrial

Por todo lo dicho, me parece que podríamos discutir la pertinencia de proponer una «alianza contra la sociedad industrial», que podría partir de la discusión de estos puntos y otros que se considere necesario abordar, y de las experiencias concretas que han podido dar forma -aunque sea efímera- a esa comunidad antidesarrollista. Comunidad que hoy tiene algunos puntos de referencia en unas cuantas publicaciones y en conflictos de resistencia muy concretos que necesitan encontrar esa pertenencia global a un conjunto de prácticas e ideas, más allá de la coyuntura de una lucha defensiva y de la elaboración teórica, ambas necesarias en una batalla tan desigual.

Probablemente sea una idea incipiente todavía, quizá esté muy lastrada por la abstracción, y no acertemos a ver un camino concreto para la práctica. Pero no hay que desesperar, el «cómo» vendrá a nuestro encuentro siempre que permanezcamos en esa búsqueda de algo que no existe aún en este mundo, y cuya posibilidad misma es destruida por el desarrollo industrial.

Al menos cabrá plantar cara al cierre de filas de aquellos que defiende el progreso y el desarrollo económico como única salida al atolladero en que se encuentra la sociedad industrial, y escenifican sus pugnas por el poder político a modo de una guerra de trincheras entre dos o tres bandos que, en realidad, oculta una misma apuesta por el encierro. Esa será una de las batallas más importantes que tendremos que librar contra el desarrollo tecnológico en los próximos años. Nuestras fuerzas son escasas y están dispersas, por lo que una «alianza», sin tener que hablar ya de ninguna forma de organización concreta, parece imprescindible.

Juanma Agulles

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