¿INDEPENDENTISMO VERSUS REVOLUCIÓN?

¿Tiene sentido, en una sociedad capitalista globalizada, plantear, hoy, reivindicaciones de base nacional?

El proceso actualmente en marcha en Cataluña se ha ido alimentando durante muchos años no tanto de nostálgicas aspiraciones a una identidad política propia, sino del rechazo a las pequeñas, grandes e inmensas prepotencias del estado español, con sus especificidades autoritarias y borbónicas. El caldo de cultivo del independentismo de hoy hay que buscarlo, en efecto, no en la memoria de los agravios -reales o presuntos- derivados de la invasión de 1714, sino de los 40 años de franquismo y los 30 y pico de la transición. Períodos de represión y engaño. El foco de cualquier análisis debería por tanto centrarse más en la naturaleza de las motivaciones (casi siempre antiautoritarias y a menudo antiestatistas) que en la de un objetivo que no necesariamente -para mucha de la gente que lucha por el “derecho a decidir”- es la creación de un estado propio.

No hay que confundir el uso instrumental y táctico que una parte de la burguesía catalana hace de esta aspiración popular, con la interpretación que de la misma dan los sectores revolucionarios o que en todo caso aspiran a un cambio social radical.

En primer lugar hay que desmentir el mito de una burguesía catalana interesada en la creación de un estado propio: el gran capital de aquí nunca ha sido ni es independentista.

Y es lógico: ¿qué ganarían, las grandes fortunas que viven en los limbos de los mercados transnacionales y los paraísos fiscales, con el revoltijo que provocaría la aparición de una nueva entidad -atravesada por múltiples conflictos sociales, económicos y culturales-? Otra cosa son los sectores, representados por CiU y ERC, de pequeña y mediana burguesía, entre los que la defensa de intereses a veces se mezcla con un ideario y valores ajenos a consideraciones de clase (pienso en la importancia que tiene entre las pequeñas burguesías de todo el mundo el concepto de cultura).

Para valorar lo que está ocurriendo en Cataluña hay que emplear las mismas claves que se utilizan para el estudio de los movimientos sociales que han ido sustituyendo, desde los años 70, las propuestas integradoras y globales de los viejos partidos y organizaciones revolucionarias o socialdemócratas. De hecho, tanto a nivel sociológico, como teórico o de encaje en el contexto del capital globalizado, el ecologismo, el feminismo, el antimilitarismo etcétera podrían prestarse a las mismas críticas que suelen tener como blanco el independentismo: interclasistas, funcionales a los diseños de reproducción y control del capital, motores de modernización de los mercados. El feminismo, de origen burgués, surgió oportunamente con la necesidad de hacer salir a las mujeres de sus casas para llevarlas a las fábricas; el ecologismo es fagocitado por un capital que se tiñe de verde; el mismo antimilitarismo lleva a la profesionalización de los ejércitos, confiando así el control total de la fuerza a mercenarios utilizados cada vez más en función de policía internacional. Y sin embargo estos movimientos, en su complejidad, también son evidentes portadores de propuestas de subversión radical.

El independentismo catalán es un movimiento de masas caracterizado en buena parte por valores progresistas y antifascistas. Pero además incluye segmentos que apuestan por un discurso claramente vinculado a la práctica totalidad de los movimientos de inspiración anticapitalista. Es un elemento a tener en cuenta: las organizaciones independentistas anticapitalistas llevan a cabo una tarea nada despreciable de estructuración y propuesta en el magma de movimientos, asumiendo y propugnando propuestas que abarcan desde la nacionalización de la banca, a las teorías de decrecimiento, a las prácticas de solidaridad antiimperialista internacional, siempre defendiendo un enfoque de clases en lucha.

Un planteamiento que se puede sintetizar en los lemas de campañas como “independencia para cambiarlo todo” con sus movilizaciones callejeras y su presencia en el territorio y en la práctica totalidad de luchas sociales. Cuantitativamente inferiores a las principales movilizaciones del 15 M, las iniciativas que surgen del mundo independentista de izquierda se caracterizan por una radicalidad más pronunciada y abordan los temas del contrapoder, de las alternativas, de la organización. Tanto que pueden considerarse tal vez la única área política estructurada y dotada de una estrategia más o menos coherente en el conjunto de los movimientos sociales (excepto aquellos que tienen objetivos sectoriales bien definidos como la PAH).

¿Cuántas situaciones podemos contar hoy, no sólo en España, sino en toda Europa, en las que se movilizan decenas de miles de personas en busca de alternativas globales al sistema? No de simple protesta o rechazo, sino de construcción de una alternativa radical y real. Por supuesto la paternidad (o maternidad) de esta situación no se puede atribuir en exclusiva a los ámbitos del independentismo radical, ni muchos menos. Pero es innegable que su presencia siempre ha sido viva y estimulante, sobre todo entre los sectores juveniles.

Por otra parte es cierto que las iniciativas de la CUP, del Proceso Constituyente, de la Izquierda Independentista, o de la Asamblea Ciudadana están plagadas de contradicciones, así como fútiles pueden parecer las realizaciones de las consultas (cabe recordar que en Cataluña también se llevó a cabo a finales del siglo pasado una primera consulta… para la abolición de la deuda externa) o trabajo de tontos útiles las manifestaciones de la Vía Catalana o de la V. Por desgracia muy pocas veces en la historia los movimientos de subversión de lo existente han seguido caminos rectos y balizados, sino que siempre se ha tratado de azarosas travesías por aguas desconocidas en las que a menudo es imposible marcar el rumbo de antemano. Las prácticas asamblearias, la rotura de un estado asfixiante como el español, la difundida voluntad de ruptura también con las instituciones europeas y las críticas de profundidad hacia el poder de los mercados son elementos que en el panorama actual no pueden despreciarse.

No es riguroso el argumento tan utilizado de la “cortina de humo” de la reivindicación catalana, cuyo efecto sería la ocultación política y mediática de los problemas y conflictos reales. Los hechos parecen más bien demostrar lo contrario, si los comparamos con los que se dan en España y en Europa. Además de la coincidencia entre decantación a la izquierda del voto y radicalización del proceso por la independencia, o la presencia -única actualmente en Europa- de una fuerza política declaradamente “antisistema” -e independentista– en el parlamento catalán, son muchos los elementos a considerar: la PAH nace y tiene su núcleo en Cataluña, las huelgas generales siempre tienen aquí su máximo seguimiento, aquí se rodeó el Parlamento, aquí el movimiento cooperativista y de economía solidaria crece, aquí están las iniciativas para la auditoría de la deuda, la ilegalización de los cultivos transgénicos, un movimiento municipalista rico y transversal, experiencias de pueblos en transición, de moneda social (experiencias limitadas pero que demuestran el deseo / voluntad de plantear, vía decrecimiento, consumo responsable u otros enfoques, el problema de la alternativa a la ley del mercado). Aquí son fuertes los movimientos antirracistas, de solidaridad con Palestina, el Sáhara, contra la guerra. Aquí hay iniciativas de escuelas libres, de comunicación alternativa. El movimiento feminista y en general los movimientos en defensa de derechos tienen una gran presencia social. Aquí se han defendido ocupaciones con enfrentamientos de cinco días en todo un barrio (Can Vies – Sants). En definitiva Cataluña es -de largo- el territorio que actualmente presenta una mayor efervescencia social y potencialidades de conflicto. Es cierto que la gran mayoría de estas luchas y experiencias nacen y se desarrollan al margen del debate nacional, pero en todas ellas (o casi) hay presencia de sectores que aportan esta sensibilidad y exigencia y -sobre todo- no es visible ningún mecanismo que permita sospechar que la cuestión nacional tenga un efecto inhibitorio sobre su desarrollo. De hecho los únicos argumentos que suelen aportar los defensores de la tesis de la “cortina de humo” son el juego de presencia / ausencias en los medios de comunicación de masas (que hablan del tema nacional y callan o ponen la sordina al social) o la peregrina constatación de que los millones de personas que se preocupan por la independencia no se movilizan para cosas más importantes. Respecto a lo infundado del primero basta echar un vistazo a lo que ocurre en nuestros países vecinos -Italia o Francia o Portugal-, donde no hacen falta ni nunca se han necesitado distracciones para invisibilizar, banalizar o criminalizar el conflicto social. En cuanto al segundo, es el tipo de comentario banal que se me ocurre cada vez que veo millones de personas participando en un clima de catarsis colectiva en las celebraciones futbolistas, pero que en este caso resulta algo prepotente: ¿a que no le diríamos a un homosexual que sale a la calle sólo por el gay pride o para defender el matrimonio homosexual que hay cosas más importantes que airear las opciones sexuales de cada uno, como la muerte por desnutrición de millones de niños? Dicho de otra forma: en cuestión de derechos no es procedente establecer graduaciones y que en la decisión de movilizarse o no influyen factores, en una sociedad espectacularizada como la nuestra, que en todo caso habría que valorar y nunca simplificar.

La identidad

El “catalanismo” es acusado a menudo y alternativamente de ser falsamente inclusivo y de ser identitario. Es una contradicción comprensible, ya que ambos elementos están presentes en una demanda transversal como ésta. Una co-presencia que por otro lado hay que matizar.

“Es catalán quien vive y trabaja en Cataluña” puede considerarse una fórmula oportunista, empleada por sectores que saben que un planteamiento basado en la pureza de sangre y étnica no tendría ningún futuro en un país donde más de la mitad de la población es inmigrante o hija de inmigraciones recientes. Sin embargo, más allá de motivaciones ocultas de improbable demostración, tenemos una realidad que -de nuevo- comparada con el entorno europeo, revela una voluntad mayoritaria de no discriminación o segregación por razones de origen. Hay muchas razones que pueden explicarlo, queda el hecho de que el catalanismo es inclusivo, muy distinto de los nacionalismos imperialistas -como el italiano o el alemán-, colonialistas -como el español, el inglés o el francés-, xenófobos -como el turco, el griego o el padano-. Es una de las razones por las que entre los sectores independentistas clásicos y para escándalo de algunos se hayan tomado a menudo como referencia teórica las teorías de descolonización de Franz Fanon y como modelo las luchas de liberación nacional de muchas ex colonias.

Está de moda, cuando se habla de naciones, poner en entredicho el concepto de identidad. Un concepto basado en la idea de patria forjada en el romanticismo y usada ampliamente por las burguesías nacionales. Pero la cuestión catalana, hoy, rebasa estos parámetros. La identidad catalana es una identidad mestiza -como todas-, y agredida constantemente por el ataque uniformador de los mercados. Pero su existencia es innegable, mientras se siga admitiendo la existencia de cierta diversidad entre culturas, países, historias. Y habrá que seguir admitiéndola, porque sin identidades no hay diversidad. Base de la pervivencia de todos los ecosistemas.

La identidad catalana es fruto de una multitud de movimientos migratorios, del cruce de culturas diversas, de religiones. Y también una identidad -para las clases dominadas- hecha de luchas, resistencias y victorias. Es un grave error, en mi opinión, pensar que el hecho de tener como referentes tradiciones como la castañada o los castells haga olvidar -en una especie de nirvana interclasista- las barricadas de la semana trágica, del 36, de los mil episodios de guerra social que han vivido estas tierras. Es un grave error pensar que la voluntad de mantener viva la propia lengua haga pasar a un segundo plano la lucha contra el capitalista que también la habla. La vida de las personas y de los colectivos no es marcada por un único conflicto, ni por una única realidad o una única opresión. Hay formas de dominio -y por tanto de resistencia y de vida- anteriores al nacimiento del sistema capitalista que, por mucho que lo intente, tampoco ha logrado penetrar en todos los aspectos de la vida social y humana.

Es cierto que el hipotético escenario de un nuevo estado catalán plantearía una serie de riesgos (qué pasaría con las minorías, como se gestionaría la diversidad interna, como se definirían las relaciones de fuerza entre clases, qué tipo de conexiones se establecerían entre sectores sociales diferentes por procedencia o religión, etc.), ahora bien en el caso catalán la peculiaridad apasionante es que hay un debate -yo diría que mayoritario dentro del mundo independentista- sobre el cómo debería ser el nuevo país. En todos los ámbitos: político, económico, social. Un debate sobre la totalidad de los aspectos de la vida y la organización social, que en otros lugares no suele pasar de la dimensión puramente teórica e ideológica y que en cambio aquí y ahora tiene toda la legitimidad de un interrogante racional, lógico.

Si bien es cierto que la ola independentista actual se nutre del malestar económico de amplios sectores de población que la atribuyen en buena parte (a veces con razón y a veces no) al desequilibrio fiscal que sufre Cataluña en el marco del estado, también es innegable la amplitud de un sentimiento difuso de especificidad, cuya base es la identificación con la lengua. Aquí también, a pesar del uso que CiU ha hecho históricamente del tema, es obvio que la “cosa” (el catalán) no es ningún invento de la burguesía, así como no lo es la voluntad colectiva de asegurar su pervivencia. La defensa de la lengua de los antepasados y de las tradiciones y de la cultura asociadas no son, por supuesto, un factor revolucionario. Pero tampoco, en las sociedades modernas, tienen las connotaciones conservadoras o reaccionarias que podían tener (ligadas en general a la religión y al mantenimiento del statu quo) en otros periodos históricos. En una fase de homologación cultural -bajo las leyes del mercado- de buena parte de planeta, la lucha por el mantenimiento de la diversidad se convierte también en lucha anticapitalista.

Así lo entienden por otro lado amplios sectores sociales -y toda la llamada izquierda independentista- para los que España es sólo uno, aunque el más encarnizado, enemigo de la pervivencia del idioma. A pesar de 40 años de represión franquista y de flujos migratorios que no tienen comparación con ningún otro territorio de nuestro entorno, el catalán ha sobrevivido en buena salud -uno de los poquísimos ejemplos para lenguas sin estado en Europa Occidental y en el mundo- gracias al empeño de las clases populares (en buena parte hijas de la inmigración) en mantenerlo. Es evidente que un estado propio no es ninguna garantía, en nuestro mundo globalizado, de protección de una lengua menor (el caso de Irlanda lo demuestra, como el de Israel demuestra su contrario), pero es evidente que desligarse de un estado que no acaba nunca de digerir la realidad plurilingüística y nacional es, para los defensores de la lengua, un elemento no suficiente pero si necesario.

En definitiva

El proceso secesionista catalán, acelerado en los últimos dos o tres años, viene de lejos y, a pesar de sus limitaciones, ambigüedades y manipulaciones, pone en el centro del debate público temas que parecen olvidados en otros lugares. La forma Estado, atacada desde arriba por los mercados, se pone aquí en entredicho (a través de la propuesta de rotura de España y de la arquitectura europea y la introducción de fórmulas como “Europa de las regiones, de las naciones, de los pueblos”); se formula abiertamente la necesidad de un cambio copernicano en la organización política de un país (democracia directa vs democracia representativa); se multiplican las propuestas de alternativas prácticas al capitalismo y de oposición a la prepotencia de los mercados.

No parece poco respecto al pobre abanico de respuestas que se están produciendo en la Europa de la “crisis”.

Después del 9N.

El anunciado referéndum que tenía que marcar un antes y un después en la marcha catalana hacia la independencia se transformó, el pasado 9N, en un evento contradictorio. Asistimos, por un lado, a una nueva demostración de autoorganización social, con los 40.000 voluntarios, los dos millones y cuatrocientos mil votantes a pesar de las prohibiciones y de las múltiples dificultades (ataques cibernéticos incluidos) y la voluntad, declinada de cien maneras distintas, de cambio político radical y de desobediencia.

Por el otro, vimos como -una vez más- el empuje popular se detenía en seco para dejar en manos de “nuestras” instituciones, encarnadas en el presidente Mas, la gestión de la post-consulta (que las mismas instituciones habían aceptado despojar de todo carácter vinculante, reduciéndola a una simple expresión de protesta o autoafirmación). La rueda de prensa que Mas dio la misma noche merecería un lugar destacado en la historia de la manipulación, al reservar en exclusiva a partidos, instituciones (y a si mismo) el papel de decisión y dirección política del movimiento.

Ante la inhibición de las bases sociales que han protagonizado el reclamo independentistas de los últimos años, en gran parte articuladas alrededor de la ANC, ha iniciado una carrera, con toques de vaudeville, cuya meta tiene forma electoral. En el tira y afloja de propuestas de elecciones plebiscitarias, listas únicas, listas de país, con la irrupción de un nuevo competidor español -Podemos- al mesianismo de Mas, también los sectores antagonistas parecen incapaces de escapar de la fascinación erótica por las urnas y oscilan entre la propuesta de candidaturas alternativas y el tradicional desdeñoso abstencionismo sin más elaboración estratégica.
Lo cierto es que esta inhibición no afecta sólo al mundo del independentismo catalán, sino que se manifiesta con más contundencia si cabe en el conjunto de movimientos sociales, con la tendencia a encauzar todas las fuerzas y aspiraciones de cambio en las apuestas electorales municipales, autonómicas y estatales, apuntando a una regeneración del marco institucional capitalista.

En este escenario y a pesar de la ausencia de propuestas creativas “desde abajo” capaces de vertebrar una respuesta popular eficaz y directa a las últimas andanadas contra los derechos sociales, la posible rotura del marco estatal, impulsada por el movimiento independentista sigue -a mi entender- teniendo un potencial superior, respeto a las iniciativas surgidas en ámbito estatal, de cambio político-institucional radical (dos ejemplos entre muchos: la mayoría de los independentistas catalanes trabaja para un país libre de monarquía y ejército, algo que ni siquiera parece estar en la agenda de Podemos). Queda por ver si, cansadas por fin de tanta indicación equivocada de caminos, vías, rutas y encajes, la sociedad catalana será capaz de encontrar el atajo de una salida autónoma al actual impasse, vía desobediencia civil y construcción de nuevas formas de organización colectiva. No sería la primera vez en su historia.

Rolando d’Alessandro

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