EL DESARROLLO DE LA INDUSTRIALIZACIÓN Y SUS RESISTENCIAS

Durante la segunda década del s. XIX se generaliza en la industria inglesa (Nottingham, Lancashire y Yorkshire) un movimiento insurreccional de trabajadores contra la introducción de las nuevas máquinas de tejer mecánicas que representaban no sólo una eliminación masiva de mano de obra masculina y femenina adulta, sino una reducción de los ingresos familiares, en la medida que las nuevas máquinas podían ser utilizadas por mano de obra infantil con menor salario. Es decir, la introducción de los nuevos telares a vapor tenía un impacto negativo inmediato sobre las condiciones de vida de la población asalariada que se cifraba en: depauperación y paro, destrucción de conocimientos y habilidades humanas que eran transferidas a la máquina, mayor control de los patronos sobre el proceso de producción y, en fin, la destrucción de una determinada forma de comunidad obrera. Es decir, los rasgos principales de la expropiación humana por medio de la tecnología que, desde entonces, se ha ido extendiendo con el desarrollo tecnológico a lo largo de estos dos últimos siglos.

Entre los trabajadores, amenazados directamente en sus formas materiales de existencia, surge una rebelión generalizada que toma como objetivo las máquinas -la destrucción de las máquinas, en tanto causa inmediata de su miseria.

Lo que en un principio no parecía sino una rebelión más de las que tenían lugar desde varias décadas atrás, con la implantación de las primeras máquinas de vapor, muy pronto adquirió unas dimensiones inusitadas, involucrando a miles de hombres y mujeres en la quema de fábricas y la destrucción de maquinaria. La monarquía inglesa desplegó un ejército de varias decenas de miles de soldados y aplicó con profusión la pena de muerte a los trabajadores acusados de rebeldía. A pesar de todo, el movimiento se extendió a lo largo de varios años con distinta extensión e intensidad. Pues hay que tener en cuenta que el movimiento luddita fue un movimiento anónimo. El término que da nombre al movimiento (Ludd, Ned Ludd, general Ludd, etc.) era más bien una especie de pseudónimo o firma de uso colectivo, pues no hay pruebas concluyentes que existiera alguien que liderase el movimiento con ese nombre. Por otra parte, los actos de destrucción de las máquinas tenían lugar de forma colectiva o clandestina, de manera que eran atribuidas a esa imaginaria figura de Ned Ludd o Capitán Swing (equivalente de la figura mítica de Ludd en las rebeliones campesinas).

Como quiera que sea, el movimiento luddita, como primera gran revuelta de la humanidad proletarizada de la era capitalista, no fue comprendido en toda su profunda significación ni por los historiadores, ni tampoco por los teóricos revolucionarios. De hecho, los ludditas fueron despreciados como milenaristas opuestos al Progreso, divinidad de la burguesía ascendente que impregna no sólo la ideología dominante, sino también las «ideologías revolucionarias» hasta nuestros días. Las dos grandes corrientes inspiradoras del movimiento obrero y del proyecto de emancipación surgidas con el capitalismo expansivo (marxismo y anarquismo), incorporan en ellas la victoria de la burguesía materializada en el industrialismo y la universalización de la ideología del Progreso. El propio Marx, como tantos otros inspiradores del proyecto de emancipación pagaron el tributo de su tiempo, interiorizando en sus reflexiones y formulaciones esa ideología del Progreso, ya fuera bajo la forma del positivismo o del idealismo. Se puede decir, pues, que esa incomprensión del luddismo por parte del movimiento obrero, fruto de la aceptación de la noción burguesa del Progreso, no es sino una manera de hacerse patente la dominación formal, ideológica, del proletariado por el Capital.

Así, los ludditas, etiquetados como románticos y extravagantes, no sólo fueron comprensiblemente olvidados por la historiografía académica, sino también por las diferentes corrientes del movimiento obrero. El movimiento obrero se hizo «progresista» y, en líneas generales, liquidó la memoria histórica luddita para adoptar el punto de vista dominante de la neutralidad de la tecnología. Arrancar a la burguesía los medios de producción para ponerlos al servicio de la clase trabajadora, pues las máquinas no son malas en sí mismas, sino que dependen del uso que se haga de ellas. Reformista o revolucionario, el movimiento obrero participó de este, digamos, fundamental prejuicio ideológico a lo largo del siglo XX.
La profundización en la crítica a la «neutralidad de la tecnología» y al reduccionismo que comporta considerar las máquinas como meros artefactos o medios físicos de producción, ha abierto nuevas vías de comprensión del fenómeno tecnológico y, en consecuencia, de la respuesta luddita. La visión cosificada de las máquinas sobre la que se basa la «neutralidad de la tecnología» oculta la dimensión social, política, cultural, civilizacional, en fin, que la máquina o artefacto representa. La máquina materializa una relación social y, por ello, la maquinaria, la tecnología, constituye un sistema cuya lógica interna es inseparable de la sociedad en la que se instaura.

Es así como, recientemente, algunos historiadores e investigadores han rescatado a los ludditas del olvido para otorgarles una nueva significación histórica, esta vez, sin los prejuicios heredados de la ideología del Progreso. No se ha inventado nada, ni se han producido grandes descubrimientos historiográficos -aunque recientes estudios han ayudado a conocer más profundamente el movimiento luddita- sino de abordar el luddismo bajo una nueva perspectiva, de acuerdo con el desarrollo actual de la crítica de la sociedad industrial y la ideología del Progreso. Se produce, pues, un cambio de paradigma, una nueva manera de enfocar la cuestión de la tecnología. No se trata tanto de nuevos descubrimientos, como de la forma en que se organizan los nuevos conocimientos, de manera que sean aceptables por la sociedad presente. Así, a la luz de los estragos de la sociedad industrial y de las supercherías y aberraciones perpetradas en nombre de la ideología del progreso, la actitud luddita cobra un nuevo significado, tanto en lo que se refiere a la consideración de sus experiencias en el pasado, como a su actualidad.

De hecho, esta nueva comprensión del luddismo nos presenta el movimiento luddita como expresión de una racionalidad distinta a la razón técnica que responde contundentemente a lo que aquellos hombres y mujeres del s. XIX experimentaban como una expropiación de los principios de comunidad y de conocimientos productivos por parte de las máquinas. Los ludditas se rebelaron contra una forma de sociedad (capitalista) que tiene en las máquinas (el sistema tecnológico) su piedra angular. Se resistieron a la expropiación que suponía de sus formas de comunidad, mediante su sustitución por la nueva comunidad de la industria. Destruían las máquinas porque eran (son) la materialización práctica de la comunidad del capital, contrapuesta a la comunidad de mujeres y hombres libres. Bajo esta perspectiva, los ludditas dejan de aparecer como las masas enloquecidas e incapaces de entender el sentido de la Historia, para presentarse, precisamente, como una forma de conciencia de la Historia beligerante contra la Historia dominada por el capital y sus implicaciones prácticas, reales, sobre sus vidas.

La derrota de los ludditas durante la Primera Revolución Industrial representó el triunfo de la burguesía en la doble vertiente del modo de vida vinculado al desarrollo industrial y a la ideología del progreso que es asumida como una especie de verdad natural. Durante la Segunda Revolución Industrial, caracterizada por la expansión de la tecnología electrónica y la automatización de los procesos, el desarrollo tecnológico se ve como una consecuencia lógica y natural del despliegue del saber humano aplicado a la producción de mercancías y al «bienestar» concebido como la promesa de una disposición ilimitada de objetos de consumo. Puesto que el movimiento obrero había hecho suyo el paradigma burgués del progreso durante la Primera Revolución Industrial y había experimentado el fracaso de la recuperación de la tecnología bajo la consigna de la apropiación de los medios de producción, ya fuera por la vía reformista o revolucionaria, durante la Segunda Revolución Industrial la cuestión de la tecnología, de la integración de la nueva tecnología en los centros de trabajo, o pasa completamente desapercibida o, como fue el caso en algunos países del norte de Europa, se intenta «negociar» su implantación. Es decir, no se abordan sino en sus consecuencias más superficiales las implicaciones que la tecnología tiene para la gente, traducidas en contrapartidas o mejoras económicas y laborales. La tecnología se reduce, así, en la estrategia sindical a sus dimensiones meramente objetivas y «neutrales», lo que lleva a su traducción en términos de mercado, dinerarios, de acuerdo con la práctica reivindicativa sindical de «tecnología a cambio de mejoras salariales y/o de las condiciones laborales». La memoria del luddismo había quedado definitivamente relegada, una vez que los trabajadores aceptaban las condiciones de vida ofrecidas por el Capital, como único horizonte de sus existencias.

Sin embargo, la introducción de la tecnología en la Segunda Revolución Industrial no estuvo ausente de resistencias y prácticas de sabotaje, sobre todo, en los años setenta. En cierto modo, podrían considerarse muchas de las huelgas y movilizaciones autónomas de los trabajadores como manifestaciones de la resistencia de las precedentes formas de vida de los trabajadores contra las nuevas condiciones de vida y trabajo impuestas a caballo de la nueva tecnología de automatización, aunque sin la explícita radicalidad del cuestionamiento tecnológico que inspiraba a los ludditas. En cierto modo, esos movimientos todavía estaban imbuidos del principio de la neutralidad tecnológica que estaban en la base de consignas como la autogestión y el poder obrero.

Paralelamente a la proliferación científico-industrial y sus estragos, y más concretamente, el desarrollo de la bomba atómica, dio lugar en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial a una reflexión en torno a la técnica que no trascendió más allá del marco de la conciencia ética de algunos científicos y filósofos. No sería, sino hasta entrados los años sesenta cuando el surgimiento de la contracultura y el movimiento ecologista se vuelvan a poner en cuestión la tecnología y la sociedad industrial.

Las limitaciones de la acción obrera dentro de lo que podríamos denominar el paradigma capitalista de la tecnología se hicieron evidentes en la alternativa de la autogestión o, más concretamente, en la inviabilidad de la autogestión. Las experiencias de ocupaciones de fábricas confrontaron a los trabajadores industriales con una realidad que entrañaba una complejidad mucho mayor de la que suponía la mera apropiación o desplazamiento de la propiedad de los medios de producción. Y esas limitaciones remiten directamente al sistema técnico como «algo más» que la simple maquinaria, entendida como artefacto neutro, entraña una lógica de funcionamiento que atraviesa todas las instancias de las relaciones sociales bajo la forma del imperativo de eficiencia y el desarrollo expansivo (Progreso).

Y es en virtud de esa interpenetración del sistema tecnológico y la economía de mercado que no existe posibilidad alguna de recuperación de la tecnología para la gente, ni siquiera bajo la forma del intento voluntarista de reconducción del desarrollo tecnológico hacia la utilidad social, tal como se dio en Lucas Aeroespace en los años 70. En esta empresa aeronáutica británica tuvo lugar la experiencia más avanzada en cuanto al planteamiento de la tecnología dentro de las coordenadas de la autogestión obrera. Se formó un Comité Combinado en el que participaban todos los estratos de los trabajadores con el fin de decidir qué producir y cómo hacerlo. El Comité pretendía reconvertir la empresa, fundamentalmente fabricante de material de guerra, en fabricante de productos de «utilidad social». La participación horizontal no se extendía solamente a la fase de producción, sino que también abarcaba la fase de diseño de los nuevos productos, en donde se daba asimismo una participación colectiva. Independientemente de la inviabilidad de un proyecto así en el marco de la economía de mercado, Lucas Aeroespace tuvo el mérito de poner la cuestión de la tecnología en el primer plano de las relaciones sociales de producción, como nunca se había hecho durante la Segunda Revolución Industrial.

Como quiera que sea, la izquierda europea, en general, siguió «ignorando» la tecnología o dándole una dimensión economicista, y aún sigue en esa línea, cuando no muestra un entusiasmo acrítico por las posibilidades de las nuevas tecnologías en las luchas sociales del presente. Por su parte, el ecologismo se ha venido revelando como la vertiente social, ciudadana, del sindicalismo y del mismo modo que éste se constituye en un aparato de gestión de la maquinaria productiva capitalista, el ecologismo se orienta hacia la gestión del desastre ecológico invocando la sostenibilidad sobre la base de la economía de mercado.

Sin embargo, en el mundo anglosajón existe una tradición intelectual y práctica, no por minoritaria menos significativa, en la que la cuestión de la tecnología ha sido un eje de intervención fundamental. Activistas de un ecologismo radical y neoluddita unos, críticos y desertores de la sociedad industrial otros; incluso desde el feminismo radical, anticapitalista, se ha abierto una vía crítica de la sociedad patriarcal vinculada con el sistema tecnológico, en otros casos es la tecnología como trauma y clave del desequilibrio fundamental que comporta la desnaturalización de nuestras vidas, el caso es que la evidencia de los límites del industrialismo y de la lógica del progreso, así como la comprobación del desastre ecológico como elemento estructural y funcional del sistema tecnológico, rescata a los ludditas como los lúcidos precursores de una crítica de la sociedad capitalista emergente que, perdida o menospreciada en la tradición política de la izquierda, exige una urgente actualización para superar el actual estancamiento intelectual de la crítica, pero también para enfrentar -y detener- este progresivo deslizamiento hacia el abismo.

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