PUNTOS DE FUGA


A MODO DE EXPLICACIÓN

Este texto ha nacido accidentalmente. Hace ya un año, la gente del colectivo Berri-Otxoak de Barakaldo me pidió que diera una pequeña charla dentro de un ciclo de coloquios dedicado a la «Exclusión Social»; la charla debía incidir en la exclusión social desde el ángulo de la cultura. Para ello intenté poner en claro algunas ideas y con algunas notas hice un guión. El ciclo de coloquios de Berri-Otxoak quería denunciar la exclusión social y económica que sufren cada vez en mayor medida el cada vez mayor número de «pobres» en nuestra sociedad del bienestar, y exigir a los poderes públicos que atajen esa cruel situación. Mi enfoque fue precisamente el contrario: a pesar de tanta desigualdad, de tanta exclusión económica y social, no pasa nada porque el poder se encarga de que todos estemos bien incluidos culturalmente. Así, lejos de abogar porque la cultura de las instituciones llegue a los más desfavorecidos, llegué a una conclusión que fue punto de partida: liberarnos de esa zarpa de la «cultura» nos hará menos obedientes, menos pasivos y más creativos. Por ese camino llegué a conceptos e ideas que fue necesario poner en cuestión.

Meses más tarde, miembros de la Asamblea Anti-TAV me pidieron otra pequeña charla sobre cultura alternativa en el marco de sus jornadas de julio en Iurreta. Así que sobre la base de la charla anterior fui incluyendo nuevas cuestiones que me habían ido surgiendo desde entonces sobre el tema. La Caja de Pandora había sido abierta. Es más, nuevos interrogantes y nuevos caminos por los que me aventuré con la ayuda de variopintas lecturas -curiosamente casuales algunas- en algunos libros y en bastantes artículos de fanzines y revistas que mi recalentado cerebro iba hilando y estructurando.

Pero todo seguían siendo notas, ideas más o menos dispersas unidas con alfileres. Cuando Ekintza Zuzena me propuso convertir las charlas en un texto, por una parte me sedujo la idea pues tendría que hacerlo sólido, llenar los huecos, sistematizarlo; pero por otro, la pereza me vencía. Si cuando todo eran notas, las posibilidades, los caminos, las sugerencias, las intuiciones eran múltiples, si nada era demasiado categórico; al escribirlo, todas esas potencialidades se evaporaban y poco a poco iba quedando como algo rígido, cerrado, doctrinal, y hasta sonaba un poco, o bastante, forzado. Intenté que eso pasara en la menor medida posible.

El camino seguido explica también que el texto profundice poco; se desarrolle más en extensión que en profundidad. El texto se expande relacionando, uniendo, vinculando para presentar la necesaria visión de un paisaje desolado, y no demorándose en analizar una planta. Y a pesar de verlo así, desolado, no ser derrotista. Sería lo más fácil. Como se dice en esa especie de conclusión final, sólo hay que saber, querer y poder mirar más allá de las constricciones cotidianas, negar nuestra diaria colaboración, desarrollar una sensibilidad que nos permita percibir de qué posibilidades se nos está privando constantemente… ¡Ahí es nada!

Josu Montero


Como casi todas, «cultura» es una palabra perfectamente rota; rota a la perfección. El concepto que se esconde tras esa palabra no es en absoluto inocente. Oímos, sin embargo, hablar pomposamente de cultura como si de una categoría universal e inamovible se tratara. A unas circunstancias determinadas, a un determinado tipo de sociedad, de relaciones sociales, de relaciones de producción corresponde una cultura determinada. Es preciso, por tanto, colocar tras el sustantivo los apellidos que le correspondan, relativizarla; en este caso: cultura capitalista, cultura consumista, cultura mediatizada y mediática, cultura especular y espectacular.
Quien tiene el poder fabrica la realidad a su medida, y lo hace por medio de la cultura. Cultura viene a ser todo ese conjunto más o menos complejo de elementos cuya misión es legitimar esa sociedad; es la encargada de reproducirla, de perpetuarla.

RELOJ, DINERO Y TRABAJO

La cultura es necesaria para crear un consenso sobre el tipo de sociedad, presentándola como la única posible, la normal, la natural, la mejor; normalizando así una realidad que si fuéramos capaces de mirar con otros ojos, igual nos dábamos cuenta de que quizá no es tan normal. La cultura es el principal factor de consenso y cohesión social. Por eso, una sociedad basada en la legitimidad que el bienestar material le otorga, en momentos de crisis refuerza el control cultural sobre los ciudadanos. Así, las capas más desfavorecidas económicamente, las que podrían cuestionar una sociedad basada en el tener, ya que en ellas no tienen, apenas articulan contestación, cuestionamiento, protesta. Sobre aquellos excluidos económicamente, socialmente, el poder debe potenciar la inclusión cultural para que no se produzca una fractura en el sistema.

Un breve paréntesis para un par de reflexiones al vuelo. No solo «los que no tienen» son los que pueden poner en cuestión un sistema basado en el tener. También, y quizá en mayor medida, podrían hacerlo «los que tienen de sobra», al comprobar precisamente que ese tener no les hace seres más felices. Y esto sucede así porque nuestra sociedad no se sustenta en el tener, sino en el alcanzar, en el conseguir; el crecimiento ilimitado e irreflexivo, con lo que eso supone de eterna abolición del presente en función de un futuro que nunca llegará. Me temo que en el ámbito psicológico los efectos de este mecanismo son más demoledores que en el económico o en el ecológico. En la misma medida que en los últimos siglos el reloj se ha entronizado como objeto individual y público esencial, el tiempo se ha esfumado, ha desaparecido, se ha derrumbado. García Calvo habla de la naturaleza esencialmente reaccionaria del tiempo. J. E. Cirlot afirmó que en los últimos siglos de historia el hombre ha ido cambiando a ritmo acelerado espacio y tiempo por objetos. Con ello el hombre se va convirtiendo también en objeto. El reloj, el dinero, el trabajo, santísima trinidad a la que luego regresaremos.

PUEBLO, INDIVIDUO Y MASA

Como decíamos, el poder ha de incluir culturalmente a los excluidos económicamente. Evidentemente no les incluye, digamos, en una cultura de élite, sino en una de segundo orden, de tercera clase. La palabra «popular» ha sufrido un desplazamiento semántico significativo e interesado. Hace ya un buen montón de décadas, «popular» significaba hecho por el pueblo -desborda los límites de este texto entrar a valorar qué quería decir esto-; hoy, por «popular» o «pop» se entiende más bien hecho para el consumo del pueblo. El pueblo no es hoy creador de cultura, es sujeto pasivo, consumidor, espectador, usuario, porque se ha impuesto la cultura del consumo; todo nos llega ya hecho, fabricado, listo para consumir. El capitalismo ha conseguido hacernos libres, libres para votar y para elegir entre un amplio abanico de mercancías. Y es en este sentido que el pueblo ha dejado prácticamente de existir; el poder nos ha convertido o en individuo o en masa. De esta usurpación que el poder ha perpetrado sobre lo «popular», transformándolo en «masivo», y de sus efectos, habla Antonio Méndez Rubio en su reciente y muy recomendable libro «Encrucijadas. Elementos de crítica de la cultura»: «Del lado de la recepción, la integración que procura lo masivo busca un borrado de diferencias económicas y de poder, de la amenaza que implica la propia existencia de la underlying population, a partir de la igualdad formal del consumo».
Así las cosas, ¿merece la pena luchar por una integración cultural mayor, de mayor nivel, o más bien por salirnos, en la medida de lo posible, de un sistema que nos oprime y nos consume? El empeño, creo, quizá utópico, debería centrarse en aflojar las ataduras de esa inclusión cultural; pero desde luego, por lo que no deberíamos trabajar es por apuntalar el sistema. Más allá del humanismo y de los principios ilustrados, y dada la situación en la que nos hallamos, es necesaria una reflexión audaz sobre los beneficios de la cultura y sobre sus servidumbres -y no pienso sólo en las más inmediatas y evidentes. Reflexionar, por ejemplo, sobre la naturaleza de las campañas de promoción del libro y la lectura.

Evidentemente pobreza y bajo nivel cultural van de la mano. No merece la pena dar muchas vueltas sobre qué es primero si el huevo o la gallina. Podemos comprobar en nuestras ciudades cómo en los barrios más deprimidos se hallan las escuelas con mayores índices de fracaso escolar y de niños y jóvenes «problemáticos». No podemos olvidar que éste es uno de los engranajes que permite al estado poner en marcha y legitimar su necesaria maquinaria represora, su violencia fundamental. La marginación y la delincuencia; una parcela cultural que parece no interesarle al gran público.

AGONÍA DE LA CULTURA OBRERA

En Euskadi estamos viviendo unos cambios culturales profundos, que se corresponden por otra parte con un fenómeno mundial que Ramón Fernández Durán analizó detenidamente en su libro «La explosión del desorden». Hasta hace unos cuantos años, predominaba aquí la cultura obrera. El individuo interesaba al sistema en tanto que productor; su medio vital y simbólico era la fábrica. Hemos asistido al fin de ese modelo. Hoy, el individuo, en la sociedad del supuesto bienestar, interesa en tanto que consumidor. El centro ya no es la producción, eso se ha desplazado geográficamente hacia otros países donde se puede producir de forma más barata y por lo tanto generar más beneficio. Países generalmente poco democráticos cuyos trabajadores no gozan de los privilegios que disfrutan los trabajadores en la democracia; tantos derechos han llegado a tener que lo más eficaz ha sido hacerlos desaparecer, no los derechos, sino la mismísima figura del obrero. En algo así consiste la famosa globalización.

Aquí la fábrica ya no es el trabajo. Las fábricas han desaparecido prácticamente del paisaje. Hoy, el medio vital y simbólico, el espacio del hombre se ha desplazado al Gran Centro Comercial, gran totem del consumismo. La monumentalidad épica de las fábricas es hoy usurpada por los macrocentros comerciales –o por el Guggenheim, otro gran centro comercial-cultural. Podemos ir más lejos, todo se andará, y afirmar que el espacio simbólico del hombre es hoy la realidad virtual de la pantalla siempre encendida del televisor, o del ordenador. La gente ya no se reúne en una plaza, en los bares; la gente se encuentra en el Hiper, al que acude a pasar sus tardes de sábado. Confluencia de vida social y consumo, con aire y luz artificial. Espacios antes ocupados por las fábricas en los que hoy se levantan Grandes Centros Comerciales. La cultura, el ocio, es cuestión de consumo; la cultura es una industria, una de las más rentables. Hablando de su película «Charles, mort ou vive», el director suizo Alain Tanner afirma: «Adeline sueña con que Ginebra se convierta en una ciudad de fábricas porque, dice, “me horroriza esta ciudad de parques, de instituciones internacionales, en la que no hay fábricas, no hay obreros, esta ciudad en la que no se puede de ninguna forma pisar el césped˝. La eliminación de los signos del trabajo unida a un control social rígido. Las esperanzas políticas de la juventud europea fueron sustituidas por el consumo masivo de hamburguesas y también por los viajes organizados (la sustitución de las dos librerías francesas Maspero por dos agencias de viajes simboliza este fenómeno)».
Se ha producido por tanto un desplazamiento de la cultura obrera a la cultura del consumo. Los valores positivos de esa cultura obrera están desapareciendo: valores como la solidaridad; la confianza en la propia fuerza al verse respaldado por muchos otros en las mismas circunstancias; la capacidad de plantear y luchar por reivindicaciones y derechos; una cierta cultura de la calle, espacio donde la gente se encontraba… Que desaparezcan esos valores es un peligro que se traduce en hechos como el retroceso de los movimientos vecinales o la pujanza de las Empresas de Trabajo Temporal (ETT) y la escasa contestación que generan -la figura del obrero solidario se ha hecho desaparecer en favor de la del indefenso jornalero urbano.

DE LA POLÍTICA A LA PUBLICIDAD

En nuestras ciudades se vacían las calles y las plazas y se llenan los Centros Comerciales. El ocio se une directamente al consumo. Y esto es frustrante para quien no tiene capacidad económica, aunque incluso ese hueco está cubierto por las «populares» tiendas de todo a cien. ¿Qué hacer? ¿Reivindicar nuestro derecho a consumir o abogar por otro modelo?
Hay un libro cuyo título resume esto a la perfección: «De la guerra de clases a la guerra de frases. De la política a la publicidad». Actualmente, la política -la lucha por un mundo mejor- ha desaparecido ya que por lo visto el mejor mundo «razonablemente» posible es éste. Existe un auténtico consenso, prácticamente todos los políticos están de acuerdo en lo esencial con el modelo vigente; es sólo cuestión de ir arreglando sus disfunciones, retoque, leves matices… y de mucha retórica. La política se ha convertido en un saber técnico, de profesionales. A los pocos que no están de acuerdo se les demoniza como enemigos de la sociedad. En eso debe consistir el famoso fin de las ideologías.

Hoy la lucha tiene lugar entre productos, para que consumamos; los slogans publicitarios y televisivos llenan nuestra vida. La publicidad crea la realidad. La rentabilidad económica es lo único importante y todo va encaminado a que el individuo sea generador de ella. José Saramago ha escrito que «lo único que mueve y diseña el destino del hombre actualmente es el dinero».

El dinero es el detentador de todas las prerrogativas que hasta Nietzsche correspondían a Dios: es omnipresente, omnipotente, no es tangible ni corpóreo pero puede encarnar y habitar entre nosotros cuando la fe flojea, se aparece a los que creen en él y condena a los descreídos. Lo que no se vende o se transmite masmediáticamente es como si no existiera -la conocida teoría de la desaparición de lo real, de P. Virilio- y lo malo es que lo que se vende deja de existir. Y hoy, para vender, se hace espectáculo hasta de los sentimientos.

TELEMANDO Y DEMOCRACIA O INFORMAR Y UNIFORMAR

Vamos a pasar de puntillas, porque desbordarían el marco de este texto, sobre, quizá, los dos pilares básicos de este estado de cosas.

El primero es, claro, la educación. Un sistema educativo que arrincona desde el principio la creatividad, la curiosidad, el deseo, y fomenta la competitividad, la obediencia, la aceptación acrítica. Todo ello encaminado a formar a los individuos en el control y en la productividad; largo camino hacia el mercado de esclavos, perdón, quería decir de trabajo, regido a pesar de los disfraces por un sistema de premios y castigos. Los padres que quieren que sus hijos se salgan de esa norma lo tienen bastante complicado, ya que nuestro sistema educativo es obligatorio -otro de los logros del pensamiento ilustrado-; las positivas experiencias de unas cuantas escuelas libres desperdigadas por aquí y por allá se ahogan ante los obstáculos del poder. La realidad y la función de la universidad es tan evidente que no merece la pena entrar en ella; sólo apuntaremos la cada vez mayor e interesada hiperespecialización como uno de los factores que más influye en el estado de las cosas. Cuanto más puntual sea nuestro conocimiento más indefensos estaremos. Conocemos los cómos y sus aplicaciones pero desconocemos el qué, el para qué, el por qué. Nuestro conocimiento acaba siendo instrumental, somos simples engranajes de una gran maquinaria que hemos aprendido a no ver.

Junto con el sistema educativo, otro pilar básico de la estructura cultural vigente es la industria de la comunicación. Macrogrupos que controlan y producen la información, la cultura y la ideología -o la falta de ella. La industria audiovisual se halla a cabeza de este sector. Televisión, video, telefonía, ordenadores, publicidad, periódicos, revistas, libros, cine… La participación en este sector de los grandes capitales financieros y los grandes intereses que están en juego dada su importancia estratégica provocan que se confundan los conceptos de industria cultural, grupo de comunicación y poder. De cuarto poder, los medios de comunicación se han convertido en el poder esencial, ya que como afirmábamos antes la pantalla -y la realidad virtual que muestra- se ha erigido en el espacio simbólico del hombre. La gente se encuentra cada vez menos en plazas y bares y cada vez más de forma autista en torno al televisor, o en internet.

La pluralidad de la oferta es un gran engaño, una máscara; cuando no obedece a los intereses del poder deja de existir. Lo comprobamos leyendo la cartelera de los cines: unas cuantas superproducciones norteamericanas copan los cines -a mayor presupuesto menor creatividad es una ley que parece cumplirse siempre- y las películas que merecen la pena ser vistas nunca llegarán a las pantallas de una ciudad como la nuestra. Haciendo zapping con el telemando -¡la auténtica esencia de la democracia!- comprobamos también la uniformidad y la zafiedad del 95% de los productos que nos ofrecen los mil canales a los que tenemos acceso. Los informativos -uniformativos sería más adecuado llamarlos- son por su trascendencia punto y aparte. Una televisión como la española tiene corresponsales en unas diez ciudades, casi todas del primer mundo, claro; el resto de la información proviene de las agencias, el mayor sistema de desinformación y propaganda del Sistema Único: un único mensaje difundido por miles de altavoces que deja bien claro quienes son los buenos y quienes los malos.

El mundo editorial tampoco da pruebas de una mayor heterogeneidad. Siete editoriales copan el 80% del mercado de libros en el estado español, y la propia dinámica del mercado del libro lleva al arrinconamiento de las editoriales pequeñas que no cuenten con un fuerte respaldo de otros sectores; lo mismo cabe decir de las pequeñas librerías a favor de las grandes superficies impersonales donde únicamente rigen criterios mercantilistas.

REPRESENTACIÓN Y ESPECTÁCULO

El pensamiento es cada vez más de sentido único, el que marcan ellos. La cultura se parece cada vez más a un mercado global donde unos pocos venden y unos muchos nos consumimos ante los infinitos envoltorios del mismo mensaje.

Volvamos a la televisión, medio clave por su enorme influencia en el modo de vida y en el cambio de las mentalidades. Hay quien ha afirmado que sin la televisión, un sistema como la moderna democracia sería impensable. Existe en la mitología griega un ser monstruoso -monstruoso no quiere decir feo, los monstruos son frecuentemente seres «hermosos», fascinantes, atrayentes-, la Medusa. La Medusa ejercía una atracción vertiginosa sobre los hombres. Si estos no la miraban no había peligro, pero si no pudiendo resistir su fascinación la contemplaban… Quien la miraba quedaba petrificado; la Medusa atrapaba y congelaba en su mirada todas las miradas. Hermosa metáfora de ese hechizo y de esa insensibilización que la televisión va produciendo en nosotros. La televisión nos lo muestra casi todo -eso sí, debidamente montado y ordenado por el poder-, nos bombardea con su información, y el telespectador -el antaño denominado «pueblo»- sustituye la acción por la información; el criterio propio es una meta heroica, lo que va generando una sociedad más obediente y pasiva.

La televisión nos vende la representación de la realidad como si fuera la realidad misma; va creciendo así la experiencia mediatizada en detrimento de la experiencia directa, de la participación. La televisión convierte la realidad en espectáculo; espectacularización de la vida a través de su representación. Esa gran teatralización mediática a la que asistimos el pasado verano en torno al asunto Miguel Ángel Blanco, demuestra bien a las claras el poder de la televisión como generador de la realidad así como su capacidad para convertirse en democrático altar del sacrificio. Utilizando el SIDA como metáfora, alguien ha escrito que la televisión es a la imaginación y a la creatividad, y por lo tanto a la crítica, lo que el virus al ADN. Lo que está meridianamente claro a la vista de hechos como el reseñado u otros reality shows, y echando un vistazo a nuestro alrededor, es que la vida afectiva del hombre se encauza cada vez más de un modo virtual a través de la pantalla.

Gonzalo Abril, profesor de Ciencias de la Información, ha escrito recientemente: «la era de la información es la era de la producción industrial de estados mentales que abarca también el control de las sensibilidades y los afectos. Esto empezó con la publicidad, que en el mundo actual ha invadido totalmente el campo de la información».

RENDIMIENTO Y HEDONISMO

Recientemente, José Manuel Romero, analizando en la revista «Iralka» la fabricación del sometimiento y la explotación, abordaba cuatro mecanismos del poder encaminados a ese fin: la desregulación del mercado laboral, los efectos «confusión» y «miedo» de la información en los mass-media y, el que más me llamó la atención, el modelo de «vida buena» que los medios -la televisión primordialmente- fomentan y difunden. Escribía J. M. Romero: «¿Qué actitud ante la vida asumen y nos ofrecen como válida, como óptima? Es evidente, un hedonismo fácil que desconoce cualquier tipo de desgarro vital… “Pásatelo bien” es su imperativo categórico… Tal modelo de vida mantiene a los individuos en una flagrante minoría de edad, los instala en una adolescencia permanente, en una inmadurez cómodamente irresponsable despreocupada de las cuestiones dolientes, de los problemas que nos acucian. Eso agobia, y lo importante es no agobiarse… Su efecto es el mantenimiento de los individuos en un estado de convencionalidad radical, de fusión compulsiva con los valores cohesionadores de lo social. Se mantiene a los individuos en un nivel convencional en el contexto de una sociedad desigualitaria impregnada de una ideología del rendimiento de la que el hedonismo fácil no es más que su reverso y su complemento. Se socavan, así, los procesos de constitución de subjetividades distanciadas de lo convencional; lo cual en un contexto en el que éste coincide con el disciplinamiento y un hedonismo obsesivo, es máximamente interesante para un poder que busca mantener a los individuos en una posición política y social pasiva. Un poder que quiere individuos-objetos previsibles cuyas necesidades no sobrepasen la oferta cotidiana de las grandes superficies». Creemos que el interés disculpa la longitud de la cita. Rendimiento, cosificación del ser humano y grandes superficies comerciales, elementos recurrentes en nuestro texto.

CONTRACULTURA PRET-A-PORTER Y MERCANTILIZACIÓN DEL DESEO

Frente a la cultura entendida como instrumento de consenso acrítico, de inclusión social, se encuentra otra concepción de la cultura que la entiende precisamente como instrumento para luchar contra el estado de cosas, contra el modelo de sociedad vigente; se ha denominado contracultura, anticultura, cultura alternativa, underground… Históricamente siempre han existido movimientos que se han enfrentado al modelo social vigente no a través de la política sino de la cultura. Muchas veces han sido precursores de movimientos políticos. La historia la escriben los vencedores, así que de estos movimientos apenas ha quedado constancia; en otras épocas, imaginamos, eran condenados por heréticos. Sólo hay memoria cumplida de ellos desde tiempos ya próximos: romanticismo, dadá, surrealismo, situacionismo, generación beat, movimiento hippy, rock, punk…

De todas formas el sistema capitalista ha dado con la manera de quitarse de encima estas actitudes de contestación: absolverlas, integrarla, convertirlas en productos vendibles. El capitalismo, ha escrito Hakim Bey, es un vampiro que chupa nuestra sangre, nuestra energía, nuestra creatividad, que es además lo que le da la vida porque el capitalismo vive de la mercantilización de nuestra imaginación, a la que convierte en entretenimiento, en espectáculo, y luego deja el cadáver convertido en un zombi -hermosa metáfora la del muerto viviente para entender la naturaleza de la cultura y del arte actual.

La asombrosa cantante de la Velvet Underground, la alemana Christa Paffgen -Nico- puso ya el dedo en la llaga cuando en plena explosión hippy definió el hippismo como una especie de mercado negro que le recordaba al de su adolescencia en el vencido Berlín de la postguerra. Hoy la llamada cultura alternativa es en gran medida una marca de fábrica. El poder absorbe, asume el concepto anulando los contenidos y vaciándola de significado. Los suplementos dominicales y revistas publicitarias de multinacionales usurpan la estética y la marca del fanzine.

Tras la segunda guerra mundial, el sistema se apercibió de la importancia de un sector hasta entonces prácticamente excluido: la juventud. Creó entonces eso de la cultura juvenil y con ella la importancia y la necesidad de ser siempre joven. Bob Dylan comenzó intentando ser forever young y terminó cantándole al Papa más reaccionario de las últimas décadas. El estallido de la cultura juvenil coincidió, casualmente, claro, con el aumento del poder adquisitivo de la juventud y con la consecuente necesidad por parte de ésta de emanciparse y ser rebelde. Lo que está claro es que este sector se convirtió poco a poco en el principal cliente comprador. Los símbolos de su rebeldía comenzaron a alimentar el mercado.

Al fagocitar todas esas formas de protesta, el sistema las embalsama, las diseca, anula los contenidos preservando intocada la forma, la fachada, la apariencia, el envoltorio; la rebeldía como pose lista para empaquetar y vender en el Corte Inglés. Hace unos meses Marta Sanz escribía en la revista «Ni hablar» al respecto de la cultura pop: «Nos despojan de nuestros signos, por repetición y descontextualización, nos neutralizan vaciando de sentido nuestras referencias, nuestras simbologías, nuestros instrumentos para decir, para comunicar, para actuar».
REVOLUCIÓN SUBVENCIONADA

Lo mismo sucede hoy en el arte. Tanto en el teatro como en literatura, pintura o cine. Los contenidos cuestionadores del actual modus vivendi son envueltos con papel de regalo y rematados por los lacitos del sistema. Las obras que ponen en cuestión el actual régimen de mercado son puestas en circulación por éste, al que, como decíamos más arriba, acaban alimentando y legitimando; a cambio éste engulle el contenido y al final de la cadena de producción cultural escupe la forma monda y lironda convertida en grandes exposiciones retrospectivas en los grandes museos del estado, de movimientos a los que se ha hecho desaparecer como por arte de birlibirloque su auténtica naturaleza emancipatoria, como el surrealismo o tantos otros; o convertida en montajes millonarios a cargo de las grandes compañías estatales de obras de Brecht o de Weis o de… por sólo poner unos ejemplos. La catalogación histórica, la «crítica», la Cultura matan al arte.

Bien parece que hoy las obras «revolucionarias» quieren ser subvencionadas por el capitalismo. Los artistas, recientemente, en Arco 97, piden al gobierno que potencie el mercado del arte. Esto es hoy la norma; lo raro, lo excepcional, son poetas como Carlos Oroza, cuyos libros no encontraréis en ninguna librería, que plantea: «¿El estado debe alimentar al poeta o el poeta debe destruir al estado?». Es en este contexto que la vanguardia artística real ha planteado una huelga de arte para los dos primeros años del siglo XXI, como llamada de atención y de reflexión sobre la función que el arte -raptado por el poder- está cumpliendo en el fortalecimiento del sistema y en la ruina del ser humano.

ROCK AND ROLL ZOMBI O EL ROCK DEL PODER
Es significativo que aquellas actitudes antisociales y contraculturales que surgieron hace 30 años como lema de libertad y subversión: sexo, droga y rock and roll, sean hoy boyantes industrias que reportan sus espléndidos beneficios a quienes las manejan. Quizá el rock and roll sea hoy la imagen más significativa del zombi, el muerto viviente.

Mensajes pretendidamente subversivos empaquetados y listos para consumir tras una millonaria cadena de marketing. Grandes estrellas idolatradas -o estrellas de mediana magnitud, e incluso domésticas- y sus compañías: el negocio del siglo, el más hipócrita. Un panorama en el que las bandas más antisistema graban para multinacionales que se dedican también a la energía nuclear o a fabricar y exportar armas; y en el que la independencia -lo indi- es una moda promocional más. YaJim Morrison escribió: «Hoy el arte adorna los muros de nuestra prisión para mantenernos conformes, divertidos, indiferentes». Sobre el poder del rock y sobre el rock del poder -la utilización tan efectiva y maquiavélica que éste puede hacer de aquél- son muy significativas las palabras con que Elena López da fin a su libro «Del txistu al telecaster. Crónica del rock vasco»: «Se dice que, cuando los Beatles actuaron por primera vez en la televisión norteamericana, el número de delitos descendió prácticamente a cero en todo el país durante los minutos que duró la emisión. Si el rock sirve para eso, saludemos que aún hoy siga existiendo». Evidentemente por aquí no estamos nada de acuerdo con la conclusión de la autora; a buen seguro las mentes pensantes del control estatal tomaron buena nota de aquella ecuación: rock, televisión, pasividad (de los «delincuentes»).

AGUJEROS NEGROS EN EL UNIVERSO DEL MERCADO O PONERSE APARTE
Llegados a este punto, me hago últimamente una reflexión. Hoy, en esta ilusión de libertad se puede decir cualquier cosa. Los mensajes, los contenidos no son hoy lo subversivo porque pueden ser vaciados y vendidos por el mercado -la ecología es otro buen ejemplo de esta práctica. Quizá hoy, la contestación, la lucha esté en otros sitios. No en el contenido sino en la forma y en el canal. El director suizo Alain Tanner ha escrito: «Todo procede del mismo discurso publicitario. Vivimos, sin saberlo, en un verdadero sistema de censura, pero una censura que nos sonríe ampliamente: es el liberalismo. En realidad, se puede decir todo en cuanto al contenido, lo que nos da la ilusión de libertad. La censura, evidentemente económica, se ejerce sobre las formas. La trampa está ahí. Los contenidos no importan demasiado, no se juega nada a ese nivel, en la medida en que hay un consenso general en nuestra sociedad según el cual todo el mundo está más o menos de acuerdo sobre todo. Sin embargo, lo que puede todavía hacer moverse (un poquito… quizá…) las cosas en materia artística, es el trabajo de las formas. El interés ya sólo puede estar en la forma del discurso, más que en el discurso en sí. Y es aquí precisamente donde está cortado el paso, o se ejerce una presión hacia los márgenes. Yo siempre estuve un poco en los márgenes, pero ahora el problema es que estos márgenes se encogen cada vez más».

Crear canales de cultura no mediatizados por el poder, vehículos que dirijamos nosotros. Colocarse aparte de su sistema de producción y venta, fuera de la maquinaria que convierte la creatividad y la crítica en una mercancía. Hoy es necesaria la crítica no tanto de los contenidos como de los canales. Es necesario salirnos de sus carreteras y mercados. Lo importante no es la mercancía -cultural- en sí, sino el sistema de producción en el que surge y se inserta. Abrir pequeños agujeros negros en el universo del mercado. No someterse a ese consenso de la oferta y la demanda; interferir, boicotear esos mecanismos de consenso, de integración.

Francesc Calvo Ortega, en su crítica al libro de Santiago López Petit «Horror vacui», afirma: «un cuerpo que se niega a doblegarse y que al no someterse interfiere el mecanismo consensual. Pero desocupar el orden es ante todo desocupar la estructura de la espera, de esa espera interminable que nos sujeta y nos impide vivir. Abrir la grieta desde la cual poder vivir, ponerse aparte. Multiplicar espacios donde es posible habitar sin estar demasiado sujetos. Seguramente no fuera del sistema, pero desde donde sí podemos atacarlo. En vez de vivir el paro como una condena general, atreverse a intentar aprovecharlo para impulsar la propia creatividad. Experimentarlo como una nueva forma de vivir, porque experimentar es querer vivir».

LA ESPERA INTERMINABLE Y EL PARO COMO PUNTO DE FUGA

Habíamos hablado antes del trabajo y del reloj; F. Calvo nos habla aquí de la estructura de la espera interminable y del paro. Se atropellan las sugerencias y quiero incidir en este punto esencial. He hablado más arriba de los valores positivos de la moribunda cultura obrera, cuya pérdida supone un peligro; pero la cultura obrera también ha generado valores negativos. El más nefasto de todos, si bien no es invento suyo: la sacralización del trabajo y la articulación de la persona y de la sociedad en torno al valor trabajo. Valor éste aún muy vigente entre la izquierda. Considero que es necesario construirnos otros cimientos que no sea el trabajo, y evidentemente tampoco el consumo.

En una época en la que el paro no va a desaparecer -y no tiene por qué ser malo que no lo haga-, y se ha revelado como algo estructural en un sistema de economía de mercado, seguir valorándonos social e individualmente en función del trabajo, tiene consecuencias psicológicas y sociales frustrantes. Aprovechemos la coyuntura, como plantea F. Calvo, a nuestro favor. Desesperarnos y ofrecer un riñón por un empleo es seguir el juego y hacer lo que el sistema espera de nosotros.
En una larga entrevista recientemente publicada en la revista «El Europeo», el economista José Manuel Naredo daba un repaso histórico al concepto de trabajo. Sin ir más lejos, el término trabajo proviene de «Tripalium», un instrumento de tortura en la antigua Roma. Trabajo y esclavitud han sido históricamente conceptos paralelos. Y podría afirmarse que el progreso no ha sido un camino de liberación del ser humano, sino un proceso de esclavitud -salarial- paulatina.

El trabajo machaca la creatividad en el ser humano, sus impulsos creativos, y lo hace la cultura del consumo; la creatividad, en el mejor de los casos, queda para el tiempo de ocio -concepto también proveniente de la cultura obrera, que no es ni más ni menos que la otra cara de la misma moneda, la del trabajo y la productividad, la del tiempo cronometrado y usurpado, la del tiempo cadena que nos ata en corto.

Es preciso aprovechar esta tierra de nadie como un punto de fuga del sistema, y no como fuente de frustración y herramienta de apuntalamiento del propio sistema a través de nuestra desesperación. Reinventar cómo vivir y, en la medida de lo posible, hacerlo fuera, a la intemperie.

LA BOLSA O LA VIDA, O EL TRABAJO: NUESTRA MAS OPRESIVA REALIDAD
Mientras escribo estas líneas leo en el fanzine madrileño «Amano» una entrevista con Eugenio Castro y José Manuel Rojo, del Grupo Surrealista de Madrid; en ella afirman: «Una de las tareas revolucionarias primordiales consiste en hacer tomar conciencia moral y política de la importancia que tiene el tiempo libre de aquellos que están parados. Si se tomara una conciencia del gozo del tiempo libre del parado y eso se trasmitiera a los que trabajan temporalmente, ahí podría pensarse en una posibilidad, dando un salto cualitativo, como sería el invitar a muchos trabajadores a abandonar sus trabajos. El simple abandono masivo de las fábricas supondría una quiebra fundamental para el sistema capitalista. Un hecho perturbador para la economía mundial. Supresión del esclavismo salarial. El tiempo es hoy una camisa de fuerza tal que ha sustituido a la idea de patria, orden, familia. Destruir ese concepto de tiempo sería importantísimo para alcanzar una consideración erótica del tiempo».

Abandono del empleo no en demanda de mayor salario, ni siquiera de una reducción del tiempo de trabajo, sino para acabar con él, con el tiempo. Recuerdo una película argentina, «La fiaca», en la que alguien sin más ni más se niega una buena mañana a ir al trabajo. Y recuerdo «El derecho a la pereza», del yerno de Marx, Paul Lafargue. Y leo también en estos días «Zona temporalmente autónoma», del norteamericano Hakim Bey, y en él: «Espero que seamos lo bastante adultos para conocer la diferencia entre vida y acumulación de un montón de jodidos trastos. Aún así, debemos recordarnos constantemente (ya que nuestra cultura no lo hará por nosotros) que este monstruo llamado trabajo sigue siendo el objetivo preciso y exacto de nuestra ira rebelde, la “realidad” más opresiva a que nos enfrentamos (y debemos también aprender a reconocer el Trabajo cuando está disfrazado como “ocio”).

Echamos espumarajos de indignación por la “opresión” y las “leyes injustas” cuando de hecho estas abstracciones tienen escaso impacto en nuestra vida diaria, mientras que lo que realmente nos hace desgraciados pasa inadvertido, relegado a la “ocupación” o a la “distracción”, o incluso a la propia naturaleza de la realidad: (¡bueno, no puedo vivir sin un trabajo!)».

Tengo desde hace no sé cuánto y recogidos de no sé donde -si alguien lo sabe le agradecería la información- unos jugosos aforismos sobre el maldito trabajo, creo que vienen a cuento:

• No sólo te piden trabajo, sino amar y respetar eso que llaman trabajo.

• Fuera de lo que haces, que generalmente no es tu hacer, tiene que haber algún quehacer que es tu hacer.

• Si tu trabajo no es tu trabajo, todas las relaciones de trabajo, tan traídas y llevadas, tampoco son tuyas.

• Te llaman útil porque te utilizan.

• El trabajo, que era un castigo bíblico, y en esto la Biblia tenía razón, lo transformaron en bendición del cielo. Jesús no trabajó en su vida, pero su putativo padre José se transformó en patrón de los obreros.

• Sólo es trabajo lo que me ayuda a conquistar la pereza o el dolce far niente al que todo hombre, normalmente constituido, aspira.

• Poner en duda el concepto de trabajo social puesto a punto por Marx, y no porque el concepto sea falso, sino porque es muy fácilmente utilizable, manipulable. Tiene que demostrarnos en qué es social un trabajo, después lo aceptaremos o no.

• La sociedad del despojo general. ¿A quién roban? Nos roban a todos, a unos el tiempo, a otros el esfuerzo, a otros la vida, a otros el espacio… Sólo roban y roban. Nuestra sociedad está basada en el despojo general, y por eso defienden con tanto ahínco la propiedad privada.

• No llamarse huelguistas: estar en huelga es bastante. El castellano posee otro término más justo y humano: holgón. El holgón huelga con toda naturalidad, pero huelga gozosamente, regaladamente, es así un huelguista placentero y sonriente. Huelguistas no, holgones, y los holgones no sólo huelgan sino que holgazanean, son haraganes y galbanosos, son más guapos que los huelguistas y mucho más gozones.

ACABAR CON LA OBEDIENCIA COTIDIANA

Nosotros mismos estamos mucho más incluidos en los modelos culturales institucionales de lo que nos creemos. Básicamente, la nuestra es una cultura subsidiaria de la institucional en tanto que en demasiadas ocasiones queda en la mera protesta, en el oponerse, pero sin crear casi nunca en la práctica ni siquiera esbozos de una posible alternativa que debe comenzar además en un ámbito que muchas veces tenemos olvidado, el personal. El creador del Living Theatre, Julian Beck, escribió: «Vivir creando vida, cada cual como artista, poniendo arte en la vida y no lo contrario, que es el viejo estilo, sino vivir creativamente. Eso es lo que tenemos que hacer, eso es la revolución». Y Hakin Bey, vía situacionismo: «Como si el artista no fuese un tipo especial de persona, sino cada persona un tipo especial de artista». Y remacha: «Hay que dar una bofetada a la norma social del aburrimiento alienado y mediatizado.
Encontrarse cara a cara es ya la revolución»

Y Joachim Hirsch en «El Viejo Topo»: «La estructura capitalista de dominio no sólo ha devenido tendencialmente totalitaria, sino que también se ha hecho sumamente vulnerable técnica y políticamente. Hoy serían más bien la negativa masiva, el cese de una colaboración enteramente cotidiana, una conciencia práctica de dejar de tolerar todo, lo que haría descarrilar rápidamente sus ruedas. Y en un proceso de este tipo podrían aparecer también nuevas formas políticas y estructuras institucionales democráticas. En este sentido, es probable que una revolución anticapitalista nunca haya sido tan fácil como hoy, y simultáneamente es probable que los hombres nunca hayan sido tan incapaces de mirar más allá de sus constricciones cotidianas, y de desarrollar una sensibilidad que les permita percibir de qué posibilidades se les está privando continuamente y reconocer la real indignidad en la que se les fuerza vivir. Una revolución real ha de ser por tanto no sólo social y política, sino sobre todo una revolución cultural».

Josu Montero

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