CONTRA EL DESARROLLISMO DESTRUCTOR

Con toda razón, pregunta Gotzon Aranburu (en Egin, «Más rigor»): «¿Quién decide en qué momento justo se convierte el desarrollo en destructor?» Podríamos disertar tanto como quisiéramos sobre este problema, pero no habremos avanzado nada, desde luego, mientras pretendamos darle una «respuesta técnico-científica, al margen de lo político»: es decir, es preciso denunciar que es imposible la consideración de los límites ambientales en esos términos, cuando a los ecólogos se les empieza a pedir que determinen tecnocrática y exactamente que dosis de radiación no son peligrosas, o qué dosis de pesticidas; se les pide que determinen exactamente niveles máximos tolerables de emisiones de dióxido de carbono; e incluso se les pide que indiquen densidades óptimas de población (al menos en los países pobres) para evitar que los pobres degraden el medio ambiente. Ese tipo de determinaciones son estrepitosamente ideológicas e interesadas en su aplicación, y valga como ejemplo la gran elasticidad de los variables «niveles de radioactividad tolerables» asignados en cada país, en función claramente de las circunstancias socio-políticas y de los intereses económicos que se presenten.

Hay que prevenirse, por tanto, contra eso, porque si no, después de removerlo todo, resulta que estaríamos haciendo lo mismo que el poder, el cual nos presenta el «Desarrollo» como si fuera un fenómeno natural, y trata de paliar los males gastándose miles y miles de millones. Por eso, el contexto en el que proponemos desarrollar la crítica a las grandes infraestructuras no es, desde luego, el del medioambientalismo dominante que analiza el tema del deterioro ecológico partiendo de la aceptación implícita del modelo económico y social e ideológico capitalista (de aceptación de la idea de «progreso», del «Desarrollo Sostenible» -que no es sino el reflejo ideológico de los intereses de una nueva burocracia ambiental emergente, que utiliza el problema medioambiental para reforzar su derecho a decir lo que hay que hacer en el mundo, en interés supuesto del medio ambiente-, de libre mercado, no crítica de la sociedad opulenta. etc.). Al contrario. Pensamos que es necesario preparar la lucha mediante la expresión de las razones universales que se encuentran en el conflicto de las grandes infraestructuras.

Se trata aquí de romper algunas de las ideas de las que dominan, sin pretender llegar a conclusiones: en torno al «Desarrollo» hay una cantidad de ideas recibidas, no sometidas a una crítica profunda, hasta el Desarrollo mismo se puede decir que es una idea, y gorda y pesada. La terminología no es neutra: hoy día hasta el poder se viste de «verde» y la contemporización medioambientalista se dedica a prevenir el desarrollo de toda crítica del fenómeno de la destrucción ecológica en dirección hacia la critica de la economía que lo engendra. Y es preciso manifestar que no se puede entender el problema del desarrollismo si no se analiza desde la perspectiva histórica de la cuestión social que atraviesa el capitalismo desde el siglo XVIII, es decir, estudiando la cuestión del desarrollismo destructor no en «abstracto», sino contextualizándolo en el marco histórico en el que se define.

En los tiempos de la revolución francesa se producen ya una serie de acciones y movimientos que proclaman la negación del derecho a la propiedad privada, la necesidad de la igualdad social absoluta, la posibilidad del comunismo igualitario en base a la organización colectiva del trabajo, en contra del individualismo general en que se basaban todas las otras propuestas, en contacto con el campo y sus problemas, y basado en lo económico en un reparto equitativo que sería, más bien, de la penuria que de la abundancia, porque en lo económico, se conformaban con un pasar con lo imprescindible para la subsistencia, que quedaría garantizada, olvidando los optimismos visionarios de la prosperidad general. Así, la «cuestión social», que luego, sobre todo a partir de la década de 1830, sería un centro de atención que llega hasta nuestros días, quedaba planteada en estos tres grandes principios desde finales del siglo XVIII: l) «Quitar al que tiene demasiado, para dar al que no tiene nada» (porque) «reconocemos claramente que lo que le falta a la mayoría existe en lo demasiado, en lo superfluo de la minoría», y «nada está más probado que nuestra máxima: que no se consigue tener demasiado más que haciendo que otros no tengan bastante»); 2) «El fin de la Sociedad es la felicidad común»; 3) «Los frutos son de todos, la tierra no es de nadie». Se plantea que «las instituciones sociales ni siquiera pueden tener otro objetivo que el de establecer la igualdad de hecho entre los hombres»: «Hay una verdad eterna, a la que todos tienen que rendir el homenaje voluntario que le es debido, si se quiere evitar el homenaje forzado que se querría tal vez rendirle demasiado tarde; es que la igualdad de derecho es un don de la naturaleza y no un regalo de la sociedad: eso son los derechos del hombre; y diré además que no puede existir en moral una contradicción más absurda y más peligrosa que la igualdad de derecho, sin la igualdad de hecho. Pues si tengo el derecho, la privación del hecho es una injusticia y una injusticia que subleva. Lejos de nosotros todas estas distinciones metafísicas, estos productos seductores y falaces de la vanidad y del egoísmo. Las instituciones sociales no pueden y no deben tener otro objetivo que el de mantener de hecho esta igualdad de derecho, garantizando al débil contra el más fuerte y sometiendo la industria de los unos a la utilidad de todos» (Babeuf, 1796).

Según esta línea de argumentación, el desarrollismo capitalista, así como el socialista de planificación estatal, ha formado históricamente un método eficiente para prevenir y abortar la posible emancipación social.

El desarrollismo ha sido y sigue siendo una guerra de la economía, dirigida contra la amenaza de movimientos sociales que lleguen a plantear sin rodeos la posibilidad de la emancipación social. Es pues una estrategia de sometimiento a la economía y se da así un relevo a la dominación. ¿Se requieren largos razonamientos, por ejemplo, para sentir toda la importancia del último párrafo «sometiendo la industria de los unos a la utilidad de todos»? Dice Gotzon Aranburu que el argumento del desarrollismo destructor «me recuerda a los tiempos en que los ingleses rompían las máquinas porque les quitaban trabajo». Pues efectivamente, es así. ¿De qué nos sirve el desarrollo del capitalismo si nuestra situación social y personal, en la medida en que se produce ese desarrollo, se va agravando? ¿podemos creemos el cuento de que el ferrocarril constituyó un caso excepcional, de esfuerzo y compromiso de los gobiernos en «mejorar las condiciones del pueblo y de promover activamente su participación en el proceso de desarrollo»? O bien debemos recordar las palabras del viejo Nicolás Picandia en «Las Carabinas de Gastibeltsa»: «Lo que me separó de Bakunin y de los otros anarquistas fue la máquina. Estábamos completamente de acuerdo en contra del Estado, pero yo añadía la máquina. El maldito ferrocarril, las modernas fábricas, todo eso no me gusta nada. Corremos el peligro de matar la fantasía, los sueños, la libertad; de transformar al individuo en un tornillo (…) ELLOS han hecho un agujerito en nuestras montañas y han conseguido que pase su asquerosa máquina de humo. Y por ese agujero, ELLOS nos lo robarán todo, estoy seguro». A diferencia de los comunistas ortodoxos del siglo XX, el problema no era cómo desarrollar el capitalismo sino cómo seguir una vía autónoma. De aquí se concluye que hemos de aprender de la recusación del progreso y el rechazo de la imagen lineal de la historia, que también encontramos en las corrientes indigenistas, en ruptura con esa imagen de una historia universal impuesta por los europeos a todos los países «atrasados» y que fue recogida por el marxismo -en su versión stalinista, sobre todo- dando origen a actitudes contemporizadoras con el desarrollismo capitalista.

Por otra parte, si el capitalista introducía máquinas en el proceso de producción, no lo hacía por «libre iniciativa individual», sino porque se encontraba obligado a ello por la competencia de otros capitalistas, en primer lugar, y por la resistencia de los trabajadores de su industria a la intensificación de su trabajo. No se trata de «progreso» ni de historias.

Es más, para entender la opresión que supone el desarrollo del capitalismo, hay unos versos de Cicerón (106 a. C.) donde saludaba a los nuevos molinos de agua porque permitían que se quedaría toda la gente sin trabajar, sobre todo las mujeres que con los molinos de piedra tenían que machacar el grano, etc., pues se podían quedar a dormir hasta más tarde. Pero curiosamente, con el libro de Adam Smith, que establece las bases de la política económica capitalista (1776), donde aparece el trabajo en serie de la fábrica de alfileres, dice que en una misma cantidad de horas se consigue mucho mayor producto. Entonces ya no es que con eso se ahorra cantidad de trabajo y la gente se dedica a la holganza, sino que la cuestión es producir muchos más alfileres. Hay un cambio de tónica general: el trabajo, el crecimiento como un objeto deseable. Antes del siglo XVIII a nadie se le ocurría presentar que el ideal de la humanidad fuese el crecer constantemente. Eso no tenía ni pies ni cabeza. Eso era una aberración. Antes no existía esa idea, que está unida además a la penosidad del trabajo. En el estudio de los calendarios laborales en la historia occidental, se ve que el número de fiestas culminaba en cerca de 200 días al año en la Europa Medieval.

Cuando surgió esa idea de producción, se estableció ya esa noción de crecimiento que luego ha sido extendida por todos, mistificando el asunto: se pensaba que la madre tierra acrecentaba ciertos frutos y que con la ciencia podía favorecerse ese proceso, cuando en realidad la civilización industrial no se apoya precisamente en la producción agrícola, sino simplemente en la extracción de los materiales de la corteza terrestre: si se quema el petróleo o el carbón, entonces no hay producción, hay extracción y deterioro. El termino de producción sirve para encubrir lo que hace la primera civilización en la historia que no está anclada en la producción, se inventa el término para ocultar que no hay producción, sino simplemente destrucción de los recursos naturales y con ello deterioro del territorio. La cuestión es que el sistema trata de revestir como algo racional la civilización industrial, que es algo completamente irracional como totalidad.

Es un procedimiento habitual del sistema lanzar como consignas unos términos imperativos que impiden cualquier reflexión. Es lo que se había conseguido con el término producción para encubrir toda la destrucción que entrañaba, no solo ecológica sino social. El capitalismo inventó el concepto de producción para ocultar toda la destrucción que entrañaba. Luego, cuando ya empezaba a dudarse de eso, se saca otro término más ambiguo, el desarrollo. Y por último, se le pone el apellido de «sostenible» para seguir apuntalando la misma fe en el crecimiento, originario de una noción de la producción que precisamente había surgido para eclipsar la destrucción y la adquisición de riqueza por una minoría (Naredo, en Euskaldunon Egunkaria).

El carácter competitivo del modo de producción capitalista explica su tendencia espontánea (no reflexionada) al desarrollismo: experimenta una constante necesidad de incrementos de productividad y crecimiento cuantitativo, pues ahí se encuentra la clave de la competitividad y del beneficio. En este sentido, sólo puede sobrevivir creciendo, y esta tendencia desarrollista, que ha ido empujando a la concentración de propiedades, al agrandamiento de plantas industriales y al gigantismo en general, está legitimada ideológicamente en la veneración del concepto de «Progreso». Sin embargo, ésta no es todavía más que la forma básica del desarrollo capitalismo, a la que se sobrepone en su fase actual la planificación global y centralizada de planes y programas desarrollistas de carácter estratégico, por parte de instituciones internacionales (FMI, Banco Mundial, Maastricht). Uno podría pensar como si esto y los «planes estratégicos de desarrollo» vinieran arrastrados como una mala consecuencia del interés económico. Pues no sólo es eso. Hay unos buenos motivos para pensar que de lo que se trata, en definitiva, es de la dominación mundial. La situación actual representa la culminación de un proceso histórico de dominación mundial que se gestó hace V siglos sobre la base de un modelo de desarrollo profundamente desigual y en la destrucción de la gran mayoría de los pueblos, exterminando culturas y lenguas. La destrucción cultural derivada de la uniformizadora que lleva aparejado el desarrollismo es de tal calibre que en la década de los 90 la humanidad está perdiendo una lengua por semana. ¿Por qué fue tan lejos Estados Unidos- que acuñó el término «Desarrollo» tras la II Guerra Mundial en el caso de Nicaragua, Laos, Vietnam, Granada, Indochina, El Salvador, Guatemala, Panamá…? La versión usada para asustar a la gente en el país más «desarrollado» del mundo es la imagen de Ho Chi Minh sentado en una canoa y desembarcando en California, y cosas por el estilo; pero los verdaderos diseñadores de la política norteamericana comprenden perfectamente que la verdadera amenaza es un «buen ejemplo», advierten sobre el peligro que puede acarrear «una manzana podrida dentro de un barril». De esta manera, la más mínima partícula puede ser una amenaza y debe ser eliminada.

Es decir, fuera como fuere en el pasado, actualmente no hay justificación social para el desarrollo del capitalismo, ha perdido su autoridad moral y ha llegado ya a chocar con los límites ecológicos, poniendo en cuestión la viabilidad del planeta y de todos los seres vivientes que en él habitan. En los últimos tiempos venimos presenciando una intensificación sin precedentes de los procesos de ampliación de los mercados y de globalización económica, impulsados por las instituciones económicas y financieras internacionales, y que benefician principalmente a las grandes empresas transnacionales. Han significado una distribución cada vez en menos manos, y un nivel de desempleo sin precedentes, todo ello acompañado de una marginación social a todos los niveles; a lo que hay que sumar la destrucción ecológica que no ha hecho sino agravarse paralelamente al crecimiento económico, adquiriendo en el último periodo unas dimensiones difíciles de soslayar.

Se avecinan tiempos duros, que lo serán aún más si no actuamos y no promovemos una reflexión crítica sobre las consecuencias que se van a derivar de la implantación de un nuevo modelo desarrollista que se nos quiere imponer a toda costa. La terrible amenaza que supone la crisis económica mundial del capitalismo no consiste sólo en los daños inherentes a la misma (paro, miseria, hambre) que se añaden a los frutos podridos del fracaso del desarrollo como sistema de satisfacción de las necesidades de la gente; la terrible amenaza consiste además y sobre todo en las «salidas» que los capitalistas intentan buscar para la crisis de su sistema. Porque esas «salidas» suponen todas aumento de la explotación y del sufrimiento. Es decir, ¿como se sale de la crisis? Por supuesto, no replanteando el sistema que nos ha conducido a ella, sino acelerando el proceso de crecimiento, que es un proceso de destrucción del planeta que habitamos.

Es coincide con un fuerte avance de las políticas neoliberales, que se expresa tanto en la llegada a los gobiernos por parte de partidos de la derecha clásica como en la asunción, por parte de los partidos tradicionales de izquierda, de postulados económicos del neoliberalismo. Esta política significa que, frente a la crisis económica del capitalismo, los centros de poder diseñan soluciones neoliberales, y la solución neoliberal por excelencia es impulsar el crecimiento económico por encima de cualquier otra consideración, aún cuando se sabe que ello provocará daños irreparables al entorno ecológico y va a generar tremendas convulsiones económicas, políticas, sociales y culturales.

Por ejemplo, los planes de grandes infraestructuras de transporte y de incremento de la movilidad motorizada son una muestra eminente de bestialidad e insensatez, dado que en los últimos veinte años se ha ido imponiendo la evidencia de que el transporte constituye el verdadero «núcleo duro» de la crisis ecológica. Esta estrategia desarrollista viene formulada por el Gobierno Vasco de la siguiente manera en el Libro Blanco de la Autopista Maltzga-Urbina: «No se trata sólo de afrontar un problema de comunicación»; «la excepcionalidad del proyecto es, paradógicamente, algo que, de entrada, pudiera dificultar la comprensión de su necesidad»; «El problema de las infraestructuras trasciende la cuestión estricta de los transportes. Con ser ésta, sin duda, una cuestión muy importante, sólo es un aspecto de una cuestión más general y decisiva»; «El fortalecimiento y compleción de las infraestructuras en el País Vasco, no es sólo una necesidad funcional para satisfacer las necesidades actuales y futuras de los flujos de transporte, sino también, y sobre todo, una necesidad estratégica…»

Se ha pretendido a veces que un crimen cometido en común funda una sociedad, y que hemos interiorizado una serie de creencias, mitos y valores que nos han transmitido. Es lo que se llama opresión interiorizada. Lo que está fuera de duda es que toda «honorable sociedad», toda mafia impone su ley del silencio mojando en sus actos a un máximo de gente. Las mafias del progreso no proceden de otra forma, buscan implicamos de cualquier manera, tenernos agarrados por una pequeña ventaja que haría de nosotros sus cómplices. De manera que se quiere también llevar a cabo esta otra parte del proceso: ¿De qué vale luchar contra las autopistas si cada uno ha comprado su auto? ¿Y no sólo se lo ha comprado, sino que lo va a renovar cuando se lo manden el año que viene? Valga como ejemplo un anuncio de la EDF (Electricité De France), según el cual todos tendríamos interés en la existencia de centrales nucleares, puesto que se nos ocurre a veces asar un pollo o escuchar música de Bach. Se trata de reducimos al silencio, el crimen nos aprovecha, está claro: nuestras manos deben remachar nuestras propias cadenas… Toda la propaganda en favor del TGV se basa también en mostrar como lo que perjudica a todos aprovecha aún y todo a cada uno personalmente: del perjuicio general sale el provecho particular. Cada uno está metido en el ajo, puesto que a cada uno, por su cuenta, le interesa poder atravesar el Estado francés en algunas horas, siquiera dos o tres veces al año. Y a este razonamiento, cuando les interesa le dan oportunamente la vuelta, para decir: lo que perjudica a algunos aprovecha aún y todo a todos, de ese mal particular sale un bien general. Esta versión sirve cada vez que surge un movimiento de oposición por parte de la población afectada por un trazado. Al parecer, esa actitud resultaría de un egoísmo inconcebible, en una sociedad tan unánimemente volcada a los intereses de la humanidad.

Si la tensión desarrollista y competitiva continúa, sea cual sea la cosmética que sean capaces de aplicarle los dirigentes del momento, en pocas décadas el deterioro será incomparablemente superior al actual. Por eso, pensamos que la lucha contra las grandes infraestructuras debe orientarse hacia un cambio profundo del modelo económico y social, porque con el capitalismo la perpetuación del problema del deterioro ecológico y de la injusticia social está asegurada.

Así que no estamos solamente en desacuerdo con el proyecto del TAV; lo estamos, en definitiva. con todo el modelo económico y social capitalista y desarrollista en su conjunto, como con sus valores. El desarrollismo, dentro del esquema capitalista -también se ha dado en algunos pensamientos de izquierda y en experiencias practicas derivadas de aquellos, donde el comunismo debía asentarse en el desarrollo sin límites de las fuerzas productivas, como en la URSS-, responde a la lógica de producir más y más, con la justificación de que si se produce más, habrá más para todos, cuando en realidad lo que hay que hacer es repartir inmediatamente la riqueza existente. Por eso somos anticapitalistas y antidesarrollistas. A lo que hay que ir es a la aniquilación de ese concepto de Desarrollo, porque es criticable en su conjunto: conduce necesariamente a imaginar sólo un modelo único de evolución histórica, debiendo imponerse más pronto o más tarde a todos los pueblos -en «vías de desarrollo»- ese modelo y «pensamiento único».

A fin de cuentas, aunque sólo fuera para defender espacios naturales, tenemos que articular necesariamente un discurso anticapitalista y antidesarrollista, sin pretender llegar con ello a conclusiones.

Mikel Alvarez
Miembro de la Asamblea contra el TAV
(Donostia)

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