La Comuna de París

La Comuna fue un corto proceso insurreccional en respuesta a delirios imperiales; una cruenta guerra; una población encerrada, sitiada y hambreada; un gobierno progresista que, como de costumbre, no colmó las necesidades de la gente y la amenaza represora del ejército estatal.

La revuelta y la proclamación de La Comuna, el 18 de marzo de 1871, se produjo tras la maduración de las pugnas interburguesas y un fecundo asociacionismo proletario. Hubo motines y tentativas insurreccionales, desde dos años antes, protagonizados por revolucionarios que habían extraído lecciones de las experiencias pasadas: 1792, 1830, 1848.

Para el proletariado internacional, La Comuna significó que la revolución era posible y, con ella, una sociedad sin clases, Estado ni propiedad privada.

Durante ese período, estallaron conflictos sociales en distintos rincones del mundo. En China, la rebelión y guerra Taïping, entre 1851 a 1864; en México la insurrección de Chalco de 1869; en Martinica, en 1870, los esclavos se rebelaron y quemaron oficinas e ingenios azucareros. Ese mismo año, en la Cabilia (Argelia) se produjo un levantamiento contra la ocupación francesa. Para aplastarlo se desplazaron 86.000 soldados y se necesitó nueve meses de batallas.

Desde tiempos inmemoriales, en Francia, el término Comuna concentra las rebeliones y luchas contra el Estado. Reapareció con fuerza durante la revuelta de 1792, hasta que fue aplastada por la Convención1, que llegó a prohibir, la propia palabra.

En 1870, en París, el grito «¡Comuna!» volvió a tronar. Sin embargo, durante 1871, se le llama Comuna tanto al proceso revolucionario como al gobierno progresista del París republicano. Dos realidades, absolutamente, contrapuestas.

Elisée Reclus en 1898 explicaba que «en todos los sitios la palabra ‘Comuna’ fue entendida en su sentido más amplio, relacionada con una nueva humanidad, formada por compañeros libres, iguales, que ignoraban las antiguas fronteras, con ayuda mutua y en paz de un lado a otro del mundo». Por su parte, el periódico Le Révolté, en 1882 afirmaba que «la Comuna fue gubernamental y burguesa» y se preguntaba «Cómo pueden las masas luchar por un orden de cosas que deja al pueblo en la miseria y respeta la propiedad burguesa y que, en plena revolución, permitió que hubiera en París patronos y obreros».

Para evitar equivocaciones, en este texto, se usará «Comuna», sin más o añadiendo el adjetivo revolucionaria, cuando se haga referencia al movimiento del proletariado insurrecto y «Gobierno de la Comuna», cuando se haga referencia a la reorganización del Estado, bajo la forma republicana de izquierda que a la postre fue igualmente aplastada por la derecha.

La participación de militantes socialistas, comunistas y anarquistas en el aparato del Estado otorgó al gobierno comunal una apariencia revolucionaria, extendiendo la confusión entre los explotados.

Antecedentes

En Francia, 1864, año de la fundación de la Asociación Internacional de los Trabajadores, fue un año de luchas. En 1868, las reuniones públicas volvieron a autorizarse en París y las huelgas se multiplicaron y se radicalizaron. Las autoridades realizaron varias concesiones y dos masacres: Ricamarie y Aubin, donde murieron más de treinta huelguistas.

En 1870, París es un hervidero, asambleas proletarias por todas partes, solidaridad, creación de asociaciones y clubes políticos, carteles, motines y dos tentativas insurreccionales.

En los llamados barrios rojos —Belleville, Montmartre, la Villette y Ménilmontant— se escuchan gritos de «¡Abajo el gobierno, revolución permanente!» y se vive una efervescencia social como nunca. En su obra, Los orígenes de la Comuna, Dalotel, Faure y Freiermuth afirman:

«A las diez, un viento de insurrección sopla sobre la capital: en los barrios del este se moviliza un grupo armado con barras de hierro; en varios lugares de París se intentan levantar barricadas, los 20.000 manifestantes de los bulevares devienen sediciosos y es atacada la armería Lefaucheux. Grupos de amotinados se muestran decididamente ofensivos a pesar de las cargas de caballería. Hay numerosas detenciones, pero el pueblo conserva el control de la calle».

El 19 de julio de 1870, tomando como pretexto ridículas razones diplomáticas, los jefes de Estado de Francia y Alemania, Napoleón III y Bismarck, se declaran la guerra.

La Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), fundada seis años antes, será una estructura que jugará un papel fundamental en los acontecimientos, aunque no siempre defendiendo los interés del proletariado mundial. Para empezar porque tenía una visión progresista y separaba el mundo entre «civilizado» y «bárbaro». Además, algunas de sus fracciones llegaron a hablar de la necesaria y legítima defensa de Alemania, frente a los deseos imperialistas de Francia, entendiendo, de alguna manera, la actitud del Estado alemán en el conflicto bélico. Tampoco se mostraron rupturistas con respecto a las elecciones y al gobierno de La Comuna, llamando a participar en ambas instancias. Estas limitaciones no impidieron que la AIT se afirmara como una expresión de la comunidad de lucha por la revolución, un avance en la organización coordinada del proletariado y un faro desde el que proclamar la guerra a la burguesía y la solidaridad entre proletarios.

La primera directriz del consejo general de la AIT sobre la guerra franco-prusiana afirmaba: «¡Trabajadores de todos los países uníos! Jamás olvidaremos que los obreros de todos los países son nuestros amigos y los déspotas de todos los países, nuestros enemigos».

En Francia muchos proletarios se oponen a la guerra y llaman a la huelga. Hay protestas en varias ciudades alemanas y disturbios en Lyon, Marsella, Toulouse y París donde se saquea la Bolsa y se grita ‘¡A las Armas! ¡Destitución del Emperador! ¡República!’. 40.000 soldados que tendrían que haber marchado al frente, reciben órdenes de proteger el Cuerpo Legislativo de la capital.

Mientras, los republicanos de izquierda sostienen (el dejà vu) primero ganar la guerra y luego hacer la revolución, el gobierno persigue y encarcela a proletarios en lucha. Varios militantes blanquistas (afines a Auguste Blanqui) pasan a la clandestinidad.

La tenacidad y defensa armada de la lucha, por parte de Blanqui (París, 1830, 1839; 1869) conformó la corriente blanquista. Este militante representa la continuidad (el hilo rojo de la historia) entre los revolucionarios del período 1789-1795; los de 1848 y los de 1871. En 1830, coincidió con Buonarroti (miembro de la Conspiración de los Iguales impulsada por Babeuf) en la Sociedad de los Amigos del Pueblo. Durante los meses iniciales de la andadura de la AIT, redacta «Instrucción para tomar las armas», un manual detallado sobre cómo llevar a cabo la revolución en París.

En 1871, tras innumerables enfrentamientos armados y dieciocho años de cárcel, Blanqui es el militante más carismático y con más experiencia.

Sitio de París, Guardia Nacional y derrota francesa

Durante el verano de 1870, Prusia vence en varias batallas y hace prisioneros a miles de combatientes franceses, entre los que se encuentra el propio jefe del Estado, Napoleón III. Ante los fracasos militares y la demanda de armas, por parte de una población acechada por los prusianos, se decide reflotar la vieja Guardia Nacional. Una especie de milicia popular, uniformada y jerarquizada, que llegará a tener algunos momentos de autonomía con respecto al Estado.

Jules Simon, un republicano de derecha entonces ministro, recordaba que «París entero se levantaba cada día pidiendo armas y amenazaba con tomarlas, si no se las daban».

En un momento que la población parisina era de 1.800.000 habitantes, se integraron a la Guardia Nacional 300.000 personas. Algunos eran militares retirados o comerciantes reaccionarios, pero la mayoría son proletarios. Ese enorme bastión para defender la ciudad era, a la vez, una amenaza para la burguesía.

El 4 septiembre de 1870, algunos de estos batallones, dirigidos por blanquistas asaltan la prisión, liberan a sus compañeros, toman el Palacio Borbón y derrotan el gobierno imperial. Sin embargo, los insurgentes se dejan engatusar por los diputados republicanos que proclaman un mandato de Defensa Nacional: «Habéis tomado las armas para derrocar al gobierno, dejad ahora a vuestros representantes gestionar la sociedad de un nuevo modo […]. Únicamente la forma republicana permite la armónica conciliación entre las justas aspiraciones de los trabajadores y el respeto de los derechos sagrados de la propiedad».

Hasta el propio Marx, lejos de París, no ayuda a clarividenciar el verdadero antagonismo de clase «Toda tentativa de derrocar al nuevo gobierno [republicano], cuando el enemigo [Prusia] está casi a las puertas de París, sería una locura desesperada». Meses más tarde, sin embargo, dirá: «En la próxima tentativa de revolución, la maquinaria burocrático y militar no tendrá que pasar de unas manos a otras, como ha sucedido hasta ahora, sino que habrá que destruirla».

Durante el invierno, la capital francesa estaba prácticamente rodeada por el ejército prusiano, sometiendo a los parisinos a un desgastador sitio. Ante el frío, el hambre, la miseria y la represión, el proletariado reacciona, incrementando las organizaciones y los comités desde donde articular la resistencia.

Lissagaray, en Historia de la Comuna de 1871, describía la dura situación: «El hambre azotaba más duro a cada hora. La carne de caballo se convertía en una delicadeza. Se devoraba a los perros, los gatos y las ratas. Las amas de casa, con un frío de -17ºC, o en el barro del deshielo, buscaban durante horas una miserable ración. Por pan, una masa negra que retorcía las entrañas. Los niños morían sobre los pechos agotados de sus madres».

Maurice Choury, periodista de L’Humanité, en su artículo «París entregado», explicaba: «La gente se nutre de tripas de caballo y de trozos de arroz. El gato desapareció. El 10 de noviembre en el mercado estaba a 5 francos la pieza, y el 8 de enero, a 12. Mientras los precios siguen inasequibles, la gente se aprovisiona de ratas en el mercado de roedores del Hôtel de Ville (30 a 35 céntimos la pieza el 9 de noviembre). ¡El día de Año Nuevo el cuervo llegaba hasta 2 francos con cincuenta!».

A pesar de tener la forma de República, la situación es explosiva. Frente a la subversión de los barrios «rojos» y el peligro proletario solo el ejército prusiano se presenta como el garante del orden establecido. Bakunin lo expresaba así: la burguesía francesa prefiere «una Francia deshonrada, empequeñecida, sometida momentáneamente, bajo la insolente voluntad de los prusianos, pero con esperanza certera de volver a levantarse, que una Francia aniquilada para siempre, como Estado, por la revolución social».

Quizá por eso los generales franceses ya no atacan a los prusianos y esconden municiones y material bélico, igual que los propietarios hacen con los víveres, esperando su revalorización.

El General Ambert se lamentaba: «En la actual situación interna y ante el abismo de la República, el único ejército del orden que existe con poder para proteger la sociedad –es vergonzoso, pero totalmente cierto– es el ejército alemán».

El 31 de octubre, grupos de mujeres enfurecidas y regimientos de guardias nacionales, llegados de los barrios rojos, asaltan el Ayuntamiento (Hotel de Ville). Para calmar los ánimos y reconducir la situación, el gobierno de Defensa Nacional convoca elecciones municipales y un plebiscito estatal para delimitar el apoyo o repudio a su mandato. Distintos militantes revolucionarios participan en el circo electoral, reforzando la ilusión de que los cambios vendrán por el camino de las urnas. Reforzado por la unidad de clase, el gobierno organiza salidas militares para romper el sitio prusiano, operaciones infructuosas y suicidas que se saldan con miles de muertos. Los supervivientes, cuando vuelven, manifiestan su hastío a la guerra, gritando «¡Viva la paz!».

Bakunin, desde lejos, lanza un consejo: «Antes de marchar contra el enemigo, hay que destruir el que está detrás. Hay que derribar a los prusianos del interior para poder marchar luego, con confianza, contra los prusianos del exterior».

Ni la proclamación de la República, ni las elecciones, ni el plebiscito, han acabado con la miseria. Se exige la gratuidad de los alquileres y se producen robos de leña y alimentos.

El 6 de enero de 1871, militantes de distintas agrupaciones cuelgan carteles rojos con el siguiente contenido:

AL PUEBLO DE PARÍS.

Los delegados de los 20 distritos de París.

¡Somos 500.000 combatientes y 200.000 prusianos nos cercan! ¿De quién es la responsabilidad sino de aquellos que nos gobiernan? No pensaron más que en negociar en vez de fundir cañones y fabricar armas.

Se negaron al levantamiento en masa. No han sabido ni administrar ni combatir, mientras tenían en su mano todos los recursos, la comida y los hombres; no han sabido entender que, en una ciudad sitiada, todo el que sostiene la lucha para salvar la patria tiene el mismo derecho a recibir de ella la subsistencia; no han sabido prever nada: allí donde podría haber abundancia, han dejado miseria; morimos de frío, ya casi de hambre: las mujeres sufren, los niños languidecen y sucumben. La dirección militar es más deplorable aun: salidas sin objetivo; luchas mortíferas sin resultados; fracasos repetidos que podían descorazonar a los más valientes. Dejar que el pueblo de París tome en sus manos su liberación. MOVILIZACIÓN GENERAL – RACIONAMIENTO GRATIS – ATAQUE EN MASA. ¡PASO AL PUEBLO! ¡PASO A LA COMUNA!

Paz y descomposición del ejército, 1871

El Gobierno ilegaliza a los batallones de la Guardia Nacional que no domina pero estos no entregan las armas. El 21 de enero, algunos de ellos asaltan una prisión y liberan a luchadores sociales. Al día siguiente, cientos de proletarios armados, entre los que se encuentra la militante Louise Michel portando una bandera negra, intentan tomar el Ayuntamiento. Un día más tarde, Bismarck aconseja al ministro de exteriores de Francia: «Provoque usted un motín mientras aún tiene un ejército para aplastarlo».

El 28 de enero se firma un primer armisticio y se ordena el desarme de la población, pero el proletariado no entrega las armas. El gobierno, a la vez que convoca elecciones nacionales para el 8 de febrero, cierra clubes y censura periódicos obreros. Nuevamente, militantes conocidos por su pasado revolucionario se pierden en el parlamentarismo.

Con el argumento de que con el alto el fuego ya no es necesaria la Guardia Nacional, las autoridades suprimen su sueldo. Sus integrantes, entonces, deciden federarse (pasando a ser conocidos como «federados») y crear un Comité Central. Durante las semanas siguientes, los milicianos más combativos tendrán fuertes pugnas con el Comité Central, al que juzgarán como demasiado moderado y complaciente con el gobierno.

A pesar del armisticio, la paz aun no está consolidada, por lo que el ejército francés mantiene a los soldados en sus posiciones. Parte de la tropa pasa sus días en las calles parisinas, de forma relajada y, hasta, confraternizando con los vecinos.

Los cañones, que antes disparaban a los prusianos, siguen apostados en sus lugares de combate. El gobierno tiene intención de llevarlos nuevamente a los cuarteles. Antes que eso suceda, distintos batallones de Guardias Nacionales, autónomos del Comité Central, asaltan prisiones y depósitos de armas. Treinta y ocho cañones, trescientos fusiles y tres millones de cartuchos son repartidos en los barrios rojos.

A fines de febrero, los proletarios llaman a los soldados a unirse a ellos o a abandonar la zona. Algunos marineros se les unen. En Belleville, los cuatro regimientos que estaban acantonados son obligados a marcharse, mientras los oficiales se esconden y se desplazan discretamente. Otros, son reconocidos, insultados y agredidos.

La armada nacional francesa, derrotada en la gran guerra, parece descompuesta. La diseminación de tropas por la ciudad, para defenderla de Prusia, provocó que uno de los principios fundamentales del ejército no se respetara: la concentración de los militares en los cuarteles para separarlos de la población. Los soldados acampan en las calles y los jardines públicos, ocupan barracones de madera en las plazas o reciben dinero que les permiten alojarse en casas de vecindad (conventillos). Una convivencia que favoreció la confraternidad con los proletarios.

El 9 de marzo, las contradicciones se desatan en el seno de la Guardia Nacional, diferentes batallones se amotinan, detienen a sus oficiales y los arrastran ante el Comité Central. Este, en su línea moderada, los libera.

El gobierno intenta mantener el orden trayendo refuerzos desde otras provincias pero carece de buenas condiciones y oficiales recios para acogerlos. Muchos de los soldados venidos de fuera caen enfermos o se contagian de la apatía general.

Adolphe Thiers, el presidente surgido de las elecciones de febrero, es un experto en aplastar revueltas proletarias. Una vez más, la democracia permitió elegir, mediante las urnas, a un antiguo represor que pronto se convertirá en un genocida. Thiers es todo un estratega y tiene un plan. Ordena la retirada a Versalles de los regimientos menos contaminados. Desarma a los destacamentos sospechosos y encarcela a militares demasiado complacientes con el populacho. Poco a poco, se va reorganizando la moral y disciplina militar. Hasta los monárquicos y nostálgicos del Antiguo Régimen se alinean detrás de la fracción del presidente que, aunque republicana, parece la única capaz de acabar con los rojos “partageux” (que comparten). Thiers es consciente que para sellar la paz social, primero debe consolidar la paz con Alemania.2

La insurrección de marzo

La burguesía, reagrupada por Thiers, ha retomado la confianza en sí misma y tiene, en ese momento, una visión más clara que el proletariado. Rearmado en Versalles, el 10 de marzo, el gobierno exige a la población el pago de alquileres y los pagarés de comercio. Medidas que se reciben como una provocación porque miles de obreros se encuentran sin trabajo, incapaces de pagar la vivienda y gran parte de los pequeños comerciantes han quebrado y no tienen cómo afrontar los pagarés. Las personas que empeñaron sus pocas pertenencias, con la esperanza de recuperarlas tras la guerra, toman consciencia que las han perdido para siempre. La indignación se expande por París.

El 13 de marzo, el ejército, en su plan de repliegue hacia Versalles y disponiendo de caballos para su transporte, inicia la retirada de los cañones de Montmartre. Cientos de proletarias encolerizadas paralizan el operativo. Mujeres, niños y federados confraternizan con los soldados que custodian los cañones y les explican que las piezas de artillería deben quedarse allí. El Comité Central, sin embargo, opina que es normal que el ejército las retire. Crece la desconfianza con el órgano central de los federados.

Thiers aprende que el operativo tendrá que estar mejor organizado y ser más sorpresivo. Lo aplaza durante unos días. Antes de llevarlo a cabo manda detener a Auguste Blanqui, que es encerrado en los calabozos de Versalles. Además, le pide al jefe de policía que redacte una lista con los militantes más destacados y ordena que se los detenga la misma noche que se vayan a recuperar los cañones.

Thiers recuerda que «Jamás la tropa tiene que tener vacilaciones contra un motín; los soldados nunca deben dejar que se aproxime una columna de amotinados, aunque sea de mujeres y niños; la duda de la infantería en hacer fuego puede comprometerla y desarmarla. Se debe dar aviso, a 200 pasos para que se detengan, si no obedecen, una vez ejecutadas intimidaciones, hay que abrir fuego directamente. Las mujeres y los niños son la vanguardia del enemigo y deben ser tratados como tales». Dos meses más tarde, durante la Semana Sangrienta, mandará a fusilar a numerosas mujeres y algunos niños.

El 18 de marzo, en plena noche, las tropas versallescas irrumpen en Montmartre y y se apoderan de los cañones. Los Guardias Nacionales que tratan de impedirlo son ejecutados. Los soldados que parecían confraternizar con los federados son hechos prisioneros. La victoria fue rápida pero la espera a la llegada de los caballos, se hace demasiada lenta. Los disparos despiertan a los vecinos. A medida que va amaneciendo hombres, mujeres y niños se mezclan entre la tropa y rodean los cañones. Desbordados, algunos oficiales dan la orden de abrir fuego. Los militares desobedecen las órdenes y, en algún caso, giran sus armas contra sus jefes. Los oficiales Thomas y Lecomte son fusilados.

Tres meses más tarde, el internacionalista, Eugène Pottier, reivindicará esta praxis, conocida como derrotismo revolucionario, aconsejable en cualquier guerra interburguesa.

«Los reyes nos embriagan con vanidades,
¡Paz entre nosotros, guerra a los tiranos!
Apliquemos la huelga a los ejércitos,
¡Culatas al aire y rompamos filas!
Si se obstinan esos caníbales,
en hacer de nosotros unos héroes,
sabrán pronto que nuestras balas
son para nuestros propios generales».

¡El día de la insurrección ha llegado! Se levantan barricadas y se proclama La Comuna. Los militantes armados se sitúan frente a los soldados pero apenas se producen disparos, hay confraternización, toma de puntos estratégicos y encierro de policías.

El Comité Central de los federados intenta apagar el fuego, proponiendo un acuerdo honroso con Thiers. Los batallones rojos no le hacen caso, bajan de los suburbios. Y con ellos, la muchedumbre proletaria.

Uno de los militantes de izquierda, miembro del gobierno de La Comuna, y con fama de radical, Gaston Da Costa, en sus memorias, lamentaría la irrupción de las trabajadoras sexuales en la insurrección:

«Sin embargo, a las esposas, a las madres les siguió, en esa variopinta multitud que escoltó hasta las colinas a los prisioneros del Château-Rouge, la horrible legión de chicas ‘sumisas’ e ‘insumisas’ [prostitutas registradas y no registradas] provenientes de los hoteles, cafés y burdeles […]. Del brazo de los soldados, acompañadas de un enjambre de chulos, la triste espuma de la prostitución emergió sobre la oleada revolucionaria, emborrachándose en todas las barras y vociferando con zarrapastroso júbilo […]. Sumadles algunas pobres de necesidad, desmoralizadas por los terribles estragos de la miseria que, en la esquina de la calle Houdon, despedazan la carne, todavía caliente, del caballo del oficial muerto hace unos instantes. Todas se extenderán por Montmartre, paseando su embriaguez y su rencorosa locura».

Ese mismo político describiría la autonomía del movimiento, con respecto al gobierno de la Comuna y al principal organismo militar comunal, el Comité Central de los federados. «Durante toda la mañana, los barrios se habían organizado bajo el único impulso de los Comités de Vigilancia, de los jefes decididos de batallones o de miembros del Comité Central actuando sin previo acuerdo y por iniciativa propia».

El proletariado actúa sin permiso y con la clara intensión de extender e imponer la revolución. Mientras que el movimiento insurreccional planteaba la cuestión urgente de extensión de la revolución, el democrático Comité Central, que aun tiene crédito, promete elecciones para dirimir quien gobernaría La Comuna.

Ante el avance proletario y al verse desbordados, los jerarcas del ejército ordenan a toda la tropa abandonar París y refugiarse en Versalles. Pocos son los que, en ese momento, ven la necesidad de desarrollar el derrotismo revolucionario ganando a la multitud de soldados indecisos y yendo hasta los jardines del gran palacio a combatir al gobierno y las tropas más reaccionarias.

Duval, Eudes, Brunel y otros blanquistas pertenecientes al Comité Central proponen tomar medidas urgentes y marchar sobre Versalles pero pierden la votación. Como en el Pleno de la CNT del 21 de julio de 1936 en Barcelona, las posiciones más radicales pertenecen a una minoría que se acopla a la decisión titubeante de la mayoría. Seguramente el error fue decidir el futuro del movimiento dentro del Comité en lugar de apoyarse en militantes como Jean Allemande o Louise Michel, y tantos otros, que se mostraron más decididos y que llegaron a desplazarse a los alrededores del palacio a repartir volantes entre los soldados.

Tiempo después, Vinoy, el jefe de las tropas del ejército, confirmaba la equivocación de su enemigo: «El Comité Central cometió un error grande e irreparable al no aprovechar su ventaja para marchar inmediatamente sobre Versalles».

Los insurrectos se entretienen en festejos. Siglos de opresión parecen estar desvaneciéndose. Al día siguiente, uno de ellos, Jules Favre, advertirá:

«El gobierno abandonó París con el único fin de conservar al ejército. Pero que lo sepan los amotinados, si la Asamblea Nacional está en Versalles, es con el ánimo de regresar para combatir el amotinamiento y combatirlo resueltamente».

El tibio gobierno de La Comuna

«Quienes hacen revoluciones a medias no hacen más que cavar sus propias tumbas». Frase del jacobino Louis Antoine de Saint-Just en 1793, tomando las lecciones de la Revolución Francesa.

Durante la Comuna de París, el aislamiento del ejército priva al proletariado la posibilidad de desarrollar la propaganda, en las tropas indecisas, y de apuntar a los oficiales, que ahora se encuentran a cubierto.

La separación entre el palacio de los emperadores y la capital francesa, ayudará a transformar la lucha revolución-contrarrevolución en «la defensa de París, la ciudad libre».

¿Quién es ahora el enemigo? ¿Thiers y su camarilla de Versalles? ¿Bismarck y sus tropas que, de algún modo, siguen cercando París? ¿O hay que buscarlo también en la misma ciudad? Donde burgueses, demócratas, republicanos, reaccionarios, defensores de la propiedad privada y del sistema capitalista en general (más o menos escondidos) mueven hilos para reconducir la situación.

Bajo la consigna de «Salvar París» la lucha es desviada del enfrentamiento clase contra clase, aislándola de otros movimientos insurreccionales contagiados por la atronadora multitud parisina: Lyon, Marsella, Narbonne, Toulouse, St. Etienne, Creusot, Cabilia, Martinica…

«¿Qué es un demócrata, por favor? He aquí una palabra confusa, banal, sin un significado preciso, una palabra elástica ¿Que opinión no encajaría con esa palabra? Los astutos se complacen en lo abstracto que tanto les conviene; odian los puntos sobre las íes. Por eso proscriben los términos proletarios y burgueses. Estos tienen significado claro y preciso; dicen categóricamente las cosas. Es lo que molesta».

Carta de Blanqui a Maillard.

Mientras se discute como gestionar la “victoria del pueblo” se olvida reforzar el monte Valérien y su fuerte militar, desde donde se puede controlar gran parte de la ciudad. Durante la madrugada del 21 de marzo, la tropas de Thiers se apoderan de ese lugar estratégico.

Tanto el Gobierno de la Comuna como su brazo armado —el Comité Central de la Guardia Nacional—, pretendiendo evitar represiones y batallas, tranquiliza a prusianos y versalleses, asegurando que al tratarse de un movimiento municipal, no será extensible y respetará a las autoridades nacionales, mientras estas les permitan llevar a cabo algunas reformas.

«La revolución acometida en París por el Comité Central, teniendo un carácter esencialmente municipal, no es bajo ningún concepto agresiva contra el ejército alemán […]. Reconoce tanto a la Asamblea como al gobierno de Thiers, con la doble condición, sin embargo, de que el programa de las reivindicaciones parisinas se acepte y que no se atente contra la República».

Siguiendo la política no rupturista, el gobierno comunal también se opone a la propuesta de apoderarse del Tesoro Nacional del Banco de Francia, así como a la ocupación de los periódicos burgueses. Ordena a la muchedumbre, el abandono de las instalaciones, argumentando el respeto a la libertad de prensa.

Frederich Engels, poco antes y desde lejos, advertía: la táctica «defensiva es la muerte de toda insurrección armada».

El municipalismo, el gestionismo y el parlamentarismo que promovieron los mandamases del Gobierno de la Comuna fueron algunas de las claves de la derrota de la Comuna revolucionaria. Thiers, tiempo después y haciendo referencia al Ayuntamiento donde también se reunía el Comité Central, diría: «Sin la ayuda que me prestaron todos los alcaldes y algunos diputados de París, que entretuvieron durante diez días a las gentes del Hôtel de Ville, estábamos perdidos».

El 26 de marzo se producen elecciones para elegir el gobierno comunal. A pesar de que el circo electoral siempre se desarrolla contra la revolución, llama la atención que ni siquiera entonces, tras haber tenido enorme participación en disturbios y clubes, las mujeres pudieran votar. El pintor y periodista Éloi Valat (en Le Monde Diplomatique, julio 2019) explica que las mujeres a pesar de no tener ningún asiento en la asamblea municipal «se manifiestan, organizan sus comités de distrito y de vigilancia, redactan discursos y manifiestos, conducen ambulancias y hacen de cantineras en los batallones federados y pronto participarán en las barricadas de la Semana Sangrienta». El 12 de abril, abrirán tres registros: Acción armada, Puestos de Socorro a los heridos y Cocinas ambulantes.

En sus clubes, abiertos en las iglesias, se debate la defensa de la revolución, la educación de los niñas, la paridad de los salarios, la unión libre, el fin de la explotación y la cobardía de los hombres que no luchan. El reaccionario escritor Paul Fontoulieu, dos años después de los hechos, describió el fervoroso ambiente que se vivía en los clubes políticos dirigidos por mujeres:

«En el Club Éloi [habló] Valentine, una mujer pública que el 22 de mayo le saltó los sesos a su chulo porque este no quería ir a las barricadas. La ciudadana Morel, que había sido condenada cinco veces, dijo: ‘Pido por último que se arroje al Sena a todas las monjas; hay algunas en los hospitales que dan veneno a los federados heridos. Una escritora revolucionaria, que había sido condenada en Viena por el delito de ofensa de buenas costumbres y de lo que presumía con orgullo, aseguró: “Solo seremos felices cuando ya no tengamos patrones, ni ricos ni curas” […]. Una tal Gabrielle, hija de prostituta, comentó: “hay que fusilar a los curas, son ellos quienes no nos dejan vivir como queremos”».

En pleno fervor revolucionario, el Gobierno de la Comuna se limitará a hacer acciones simbólicas como tirar la columna napoleónica Vendôme o destruir un hotel propiedad de Thiers. También decretará reformas que hoy algunos celebran por significar «el primer gobierno socialista de la historia». Reformas como se pudieron dar en la España republicana o la Rusia bolchevique que, aunque fueron progresistas y con «logros y avances sociales» estuvieron lejos de ser revolucionarias para la emancipación y comunidad humana y, de hecho, las principales rupturas fueron sistemáticamente reprimidas por dichos gobiernos.

La reformas de 1871 siguieron la estela de una República social, estableciendo la separación entre Iglesia y Estado, dejándose de impartir clases de religión en los colegios. Los cargos públicos fueron sometidos a elección popular con revocación de mandato y los funcionarios pasaron a recibir un sueldo similar al de los obreros; la ciudad se dividió en barrios que cooperaban con la organización central; se abolió el trabajo nocturno de los panaderos; las viudas y huérfanos de la Guardia Nacional fueron recompensados con pensiones, se estudió la posibilidad de controlar el precio de los arrendamientos de viviendas y se decretó la anulación de los alquileres de los tres últimos meses para toda la población.

La tibieza gubernamental indignó a los proletarios que reclamaban la abolición pura y simple de los alquileres o, inclusive, el reparto equitativo de casas.

«En vez de instalar al pueblo definitivamente en las viviendas de los ricos y de los burgueses, se le hace la humillante concesión, acompañada de consideraciones más humillantes aún, de tres meses de alquiler, y en el futuro se le expone a las garras de los buitres que sabrán muy bien cómo recuperarlos. Se le deja en la cloaca» Texto firmado por «Un viejo hebertista».

El militante J. Allemane también se quejaba: «Se expropian unas pocas viviendas vacías, pero se tiene cuidado de no ordenar la destrucción de inmuebles infectos en los que se debilitan y mueren miles de proletarios, mientras que en los barrios ricos centenares de espléndidas casas permanecen deshabitadas».

A pesar de estar frenado por el gobierno comunalista y amenazado por las tropas que rodean la ciudad, el proletariado vive un período histórico en el que se sabe protagonista y transformador.

«De aquel París prostituido del Segundo Imperio no quedaba ni rastro –aseguraba Marx-. París ya no era el lugar de encuentro de terratenientes ingleses, absentistas irlandeses, antiguos esclavistas y rastacueros norteamericanos, expropietarios rusos de siervos y boyardos de Valaquia. Ya no había cadáveres en la morgue, ni asaltos nocturnos, y apenas uno que otro robo».

Rearme marcial

En abril, Thiers ya tiene preparado su ejército. Los oficiales o regimientos que expresan dudas contra la represión del París rojo son apartados o enviados a combatir la insurrección de la Cabilia. Las tropas están llenas de gendarmes y chivatos que salvanguardan la lealtad castrense.

Con el dinero del Banco de Francia (respetado por los comuneros) Thiers compra armas y pertrechos militares. De Bismarck obtiene la liberación de miles de prisioneros y la autorización de aumentar hasta los 130.000 el contingente de hombres destinados a retomar París.

Ante la lucha antieclasiástica, la expulsión de curas y la ocupación de iglesias, para organizar clubes proletarios, el gobierno de La Comuna exige que se respeten los centros religiosos y «que la población pueda ir libremente». Justo cuando los gobernantes se proponían legislar sobre la cuestión de la «separación de la Iglesia del Estado» se oyeron los primeros cañonazos versalleses que destrozaron muros y barricadas. El bombardeo es sistemático, peor que el de los prusianos.

En respuesta, tres columnas federadas marchan hacia Versalles, pero los obuses que les disparan desde el monte Valerien, las detienen. Ante la dispersión, el ejército las rodea. «Rendíos y salvaréis vuestras vidas» promete el general Pellé. Los federados se rinden y son apresados, siendo, algunos de ellos fusilados.

El escritor Émile Zola festeja la batalla ganada por Thiers y escribe: «Ah, cómo hemos deseado ese asalto de las tropas de Versalles que deben liberar París». Por su parte, Elisée Reclus, desde el otro lado de la barricada, años después, lamentará la «grotesca y nula organización militar de los primeros días de la Comuna».

Militarización de federados

La burguesía progresista, como en otros momentos de la historia y con el pretexto de la eficacia, insiste en el desarme proletario y la militarización. Asegura que para hacer frente a los ataques de Thiers se necesita centralización, disciplina, jerarquía y tribunales. Muchos progresistas, aduladores del Gobierno de La Comuna, hablan del avance que fue la sustitución de policía y ejército por una Guardia Nacional integradas por obreros. No obstante, olvidan que ese mismo gobierno, decretó la vuelta de galones, medallas, diferencias de sueldos, censo de la población, servicio militar obligatorio, corte marcial, sanciones a desertores, calabozos y ejecuciones. Pidiendo, al mismo, tiempo, que los ciudadanos sean chivatos y denuncien a los innumerables proletarios armados. «Entregar inmediatamente a la Comisión Ejecutiva las informaciones necesarias para que ésta pueda disolver, o mantener, los diversos cuerpos francos que se han creado al margen de la Guardia Nacional».

A pesar de que las autoridades insisten en que la defensa de París quede en manos de sus profesionales, numerosas mujeres manifiestan estar dispuestas a defender con armas y barricadas la ciudad y la revolución.

Manifiesto del Comité Central de la Unión de Mujeres para la Defensa de París y el Cuidado de los Heridos.

En nombre de la Revolución social que aclamamos; en nombre de la reivindicación de los derechos del trabajo, de la igualad y de la justicia […]. Las mujeres de París demostrarán a Francia y al mundo que ellas también sabrán en este momento de supremo peligro –en las barricadas, sobre las fortificaciones de París, si la reacción fuerza las puertas– entregar como sus hermanos su sangre y su vida en la defensa y el triunfo de la Comuna, es decir, del Pueblo! ¡Entonces, victoriosos, capaces de unirse y ponerse de acuerdo sobre sus intereses comunes; trabajadores y trabajadoras, todos solidarios, en un último esfuerzo aniquilarán para siempre cualquier vestigio de explotación y de explotadores! ¡Viva la república social y universal! ¡Viva el trabajo! ¡Viva la Comuna! París, 6 de mayo de 1871.

La indignación es tal que un grupo de blanquistas (entre ellos, Eudes y Rigault) y generales federados (como Rossel) planean una acción para derrotar al Gobierno de la Comuna. A pesar de estar animados, por el recrudecimiento de luchas en otras ciudades, no llegan a ejecutar el plan debido a la falta de apoyo y la descoordinación de las fuerzas revolucionarias.

Paz entre burgueses, guerra entre clases

El 10 de mayo, se firma el definitivo tratado de paz entre Francia y Prusia. Las fuerzas comandadas por Thiers festejan la vuelta de sus prisioneros más leales: oficiales, fusileros e infantería de marina, cuadros perfectos en la tarea de encuadrar la tropa. También celebra que los regimientos del ejército que reprimían las revueltas en las provincias han acabado su tarea y se encuentran disponibles. En apenas cinco semanas, el presidente pasó de tener 25.000 soldados a 170.000. Era casi imposible resistir a semejante ejército; además, de haberlo derrotado, Bismarck hubiera actuado contra los vencedores. Los procesos revolucionarios si no se extienden están condenados a morir.

El 19 de mayo, mientras el gobierno de la Comuna, discute el «grave» problema de la intervención del Estado en la literatura y el teatro, los atemorizados guardias nacionales que vigilan las fortificaciones del suroeste, desertan ante el avance de las tropas versallescas. Para sorpresa de los habitantes de la ciudad, Bismarck abre el cerco del noreste y deja entrar al ejército de Versalles.

«Quisiera recordaros que en la época de la Comuna de 1871, la comandancia alemana vino en ayuda de las tropas francesas para reprimir conjuntamente el levantamiento. Os ruego nos apoyen de la misma manera». Petición del alcalde de Düsseldorf, a las autoridades francesas, en 1923, para que estas autorizaran al ejército alemán penetrar en el Ruhr y reprimir unas revueltas. Ver Historia de la Alemania contemporánea (1962) de G. Badia quien sostiene que en el acuerdo de armisticio firmado el 11/11/1918, la burguesía internacional dejó a las autoridades alemanas armas como morteros, camiones y ametralladoras para la represión de posibles insurrecciones.

Se levantan barricadas por todo París, para resistir al ejército represor. Tras dos días de escaramuzas, el ejército entra por el Point-du-Jour, perpetrando las primeras masacres. A las tropas de Thiers los acompañan gendarmes que, una vez conquistado el terreno, allanan y arrestan, con listas preparadas con antelación. Proporcionan víctimas a los pelotones de fusilamiento o a los itinerantes tribunales de excepción.

En los barrios rojos, Belleville, Ménilmontant y la Villette, la resistencia es épica.

Al finalizar la semana sangrienta (21 al 28 de mayo) más de veinte mil proletarios han sido asesinados. Algunas fuentes hablan de muchos más. Las cifras de presos es similar, un millar de ellos, morirán encerrados en las cárceles provisionales (patios, pontones, depósitos…) 13.700 serán condenados a distintas penas, algunas de hasta nueve años. 3.859 tendrán que cumplir condenas en Nueva Caledonia.

La mayoría de los escritores franceses famosos celebraron la represión: «Considero que se debería haber condenado a galeras a toda la Comuna y forzar a esos sangrientos imbéciles a limpiar las ruinas de París, encadenados por el cuello», Gustave Flaubert.

«Por fin se acabó. Espero que la represión sea de tal magnitud que nada se mueva más. En lo que a mí concierne, desearía que la represión fuera radical» Leconte de Lisle.

Inclusive Émile Zola que en plena semana sangrienta llamó a «que se cumpla la obra de purificación», el 30 de mayo, escribió: «El baño de sangre que el pueblo de París acaba de sufrir podría ser una horrible necesidad para calmar algunas de sus fiebres. Le verán ahora crecer en sabiduría y esplendor».

Gracias a la solidaridad y redes clandestinas, miles de insurrectos pudieron esquivar la represión. Fueron a parar a Suiza, Inglaterra y muchos otros lugares como América, donde propagaron la praxis revolucionaria. En especial en los países donde había militantes de la Internacional, recibieron una acogida fraternal, techo y contactos para encontrar trabajo.

Cientos de los que pretendian escapar fueron arrestados por soldados prusianos algunos de los cuales, disfrazados con uniformes de la Cruz Roja, les tendieron una trampa. Solo unos pocos desobedecieron y fueron solidarios con los fugados.

En París, los últimos federados fusilados mueren frente al muro del cementerio de Pèrre Lachaise. Lévêque, miembro del Comité Central, está entre ellos. Un coronel del ejército de Versalles, lo reconoce y muestra su satisfacción, no exenta de indignación: «¡Era un albañil y quería gobernar Francia!».

Rodri Robledal

NOTAS:

1. Asamblea electa de carácter constituyente que concentró los poderes ejecutivos y legislativo y persiguió las tendencias protocomunistas de los Enragées y los precursores de la Conspiración de los Iguales, que luchaban contra la desigualdad social y la propiedad privada.

2. Si en este texto se personaliza a la fracción burguesa más fuerte y lúcida del momento con la figura de Thiers es para aligerar su redacción y no para exculpar a la clase dominante o al Estado, destacando a un temido represor o a un palacio como el de Versalles.

BIBLIOGRAFÍA:

  • Da Costa, Gaston: La Commune vécue. Revue d’Histoire Moderne et Contemporaine. París, 1903.

  • Fontoulieu, Paul: Les églises de Paris sous la Révolution. Ed. Édouard Dentu, París, 1873.

  • Michel, Marx, Bakunin, etcétera: La Comuna de París de 1871. Ed. Klinamen. Madrid, 2002.

  • Michel, Louise: La Comuna de París. Historia y recuerdos. Ed. La Malatesta, Madrid, 2013.

  • Lisagaray, Prosper-Olivier: Historia de la comuna de París. Ed. Estefa, Barcelona, 1971.

  • Proletarios Internacionalistas. La Comuna de París. Revolución y contrarrevolución (1870-1871). Lazo Ediciones. Rosario-Bilbao, 2017.

  • Tardi, Jacques; Vautrin, Jean: El grito del pueblo (Cómic Integral). Ed. Norma, Barcelona, 2004.

  • Valat, Éloi: «La insurrección de las mujeres», Le Monde Diplomatique. Julio, 2019.

El gobierno de la Comuna transformaba todos los asaltos de los communards en reformas que desfiguraban y liquidaban las verdaderas rupturas del proletariado, destruyendo todo lo que no era integrable en el marco burgués, codificándolo para hacerlo digerible por el capital. Sólo la efímera duración de la Comuna evitó que las contradicciones entre el gobierno de la Comuna y el proletariado explotaran y se contrapusieran en toda su crudeza […].

Se nos quiere hacer creer que en París se abolió el Estado o la relación social capitalista. A parte de que el capitalismo y su Estado es mundial y por lo tanto su destrucción sólo es posible evidentemente a nivel mundial, el problema fundamental de esta falsificación es que se nos oculta la lucha de clases desarrollada en el suelo de París durante la Comuna. El mismo Bakunin e incluso Marx llegaron a afirmar que era «la forma política por fin encontrada». Valoración comprensible, teniendo los cadáveres aún calientes de los communards y viéndose arrastrados a positivizar la Comuna frente a toda la campaña internacional de desprestigio de la burguesía contra la «chusma criminal de París». Dicho esto, cómo no vamos a valorar la potencialidad de nuestra comunidad de lucha que en su pleno desarrollo hizo tambalear los prejuicios, las costumbres y las concepciones dominantes de la sociedad burguesa. Una vez más comprobamos que lo que en plena paz social se muestra como una ley natural que parece ser inamovible, en los periodos de convulsión social se resquebraja en un abrir y cerrar de ojos, mostrándose como lo que son: reflejos y reproducciones de esta sociedad de muerte.

En Francia, y especialmente en París, la ideología proudhonista que tenía una terrible influencia entre amplios sectores del proletariado, no permitía a la mujer otra elección que ser prostituta o dedicarse al cuidado del hogar hasta la explosión de las contradicciones de clase de 1870-1871. Los clubes, los comités y las demás organizaciones se nutrieron de mujeres. Mujeres y hombres fueron asumiendo juntos su papel en la lucha, reconociéndose como proletarios, fusionándose como un solo ser, combatiendo por igual al enemigo de clase. Las tareas que necesitó el enfrentamiento fueron asumidas con independencia del género. Los hombres empezaron a asumir aspectos en la vida cotidiana que el establishment otorgaba siempre a ellas, como el de llevar a sus bebés en brazos a lugares públicos. Las edades tampoco importaban. Acostumbrados a una sociedad en la que los viejos y los más pequeños son apartados, los primeros aportaron la experiencia de las luchas anteriores, en discusiones, organización y lucha callejera, mientras los niños ayudaban a construir barricadas. Sin embargo, sin la destrucción de los fundamentos del capital (valor, mercancía, intercambio, trabajo asalariado, Estado, clases) todas esas transformaciones son totalmente incompletas y efímeras, prestas a desaparecer ante la menor reestructuración del capital.

Últimos fragmentos de La Comuna de París de Proletarios Internacionalistas

[related_posts_by_tax posts_per_page="4"]

You May Also Like

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *