Crisis, trabajo y heridas morales. Sobreviviendo en el alambre

En este artículo tratamos de desgranar cómo los consensos morales, que facilitaban que el sistema capitalista desplegara su poder sobre las vidas de las gentes, empieza a resquebrajarse con la crisis económica de 2008 y continúa su deterioro con la crisis sanitaria de 2020, que son dos caras de la misma moneda: la crisis sistémica del capitalismo. Estas crisis provocan el desempleo y la exclusión de miles de personas que legitimaban el modelo, que más o menos convencidas creían que la vía para sobrevivir era trabajar, participar en el sistema, ser disciplinados y asumir su posición subalterna. Pero ser relegados y expulsados genera malestar, lo que aquí llamamos «heridas morales», lo que está favoreciendo un clima de creciente tensión social. Esta situación de potencial explosión social puede ser aprovechada por el sector político más reaccionario y protofascista en su favor. Es nuestra obligación tratar de reconstruir espacios, discursos y prácticas para intentar que esto no ocurra, o mejor aún, tratar de reconvertirlo en una oportunidad de cambio social liberador del yugo del dinero y el trabajo, a pesar de la situación de debilidad que arrastra el antagonismo social.

El imparable camino hacia el colapso capitalista…

Es conocido que en 2008 el sistema capitalista mundial entró en una nueva fase de crisis cíclica. Entre 2007 y 2008 se produjo el «momento Minsky»1, la caída del sistema financiero en Estados Unidos y Europa con nefastas consecuencias a escala global. A partir de entonces la crisis financiera sacudió con fuerza el mundo occidental, con especial virulencia en los países del sur de Europa que habían basado su modelo productivo en la especulación urbanística, desencadenante de la quiebra.

Aquella crisis sistémica fue abordada por los Estados-Nación con la imposición de políticas de ajuste y recorte de gasto social que profundizaron las desigualdades sociales y extendieron el dolor entre las capas más desfavorecidas de las sociedades occidentales. Gentes que perdieron sus puestos de trabajo, veían cómo se reducían sus exiguos ahorros y disponían de menos recursos para la supervivencia familiar. Se impuso con crudeza la norma máxima del capitalismo: lo económico es más importante que lo humano, creando la penosa ficción de que estas dos esferas sociales son independientes, cuando somos las personas las que con nuestro trabajo creamos valor, siendo forzados/as a vender nuestro tiempo de vida para producir cosas o servicios que, muy posiblemente, serán intercambiados por dinero en algún mercado.

Es sabido que las consecuencias sociales de aquella crisis de 2008 dejaron una huella indeleble en la población, una fractura social que polarizó aún más nuestras desiguales sociedades capitalistas. Se profundizó la brecha entre aquellos que tenían (y tienen) recursos privados suficientes en su propiedad, frente a amplísimas capas sociales que vivían y viven al día tratando de vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, cada más exiguo y en condiciones cada vez más duras.

Un nuevo escalón descendente

Con las heridas sociales provocadas por la crisis de 2008 aún sin cerrar, llegó en marzo de 2020 la pandemia mundial provocada por el famoso coronavirus Sars-cov-2, causante del covid-19. La historia ya ha sido contada. Un virus proveniente de China con alta capacidad de contagio está causando la muerte de cientos de miles de personas en el mundo. Entonces, los estados empezaron a tomar medidas restrictivas al mismo tiempo que los hospitales y los cementerios comenzaban a llenarse exponencialmente de cuerpos. Las medidas para tratar de paliar las consecuencias podemos subdividirlas en tres grandes bloques. Por un lado, medidas sanitarias y de control de la población que iban desde la higiene preventiva, al confinamiento. En segundo lugar, medidas represivas contra la población que no cumpliera con las nuevas leyes de control decretadas bajo el paraguas de la excepcionalidad, desplegando a los diferentes cuerpos represivos, ejército incluido, para buscar su obligado cumplimiento. En tercer lugar, medidas políticas de incremento del gasto de dinero público para tratar de paliar las consecuencias sociales provocadas por la paralización de la economía y las restricciones.

El despliegue de estas medidas indica, al menos, tres cuestiones reveladoras. Por un lado, existe una dependencia exagerada del Estado-Nación como proveedor, sea de medicinas, mascarillas, vacunas o de recursos económicos. La crisis le ha dado la oportunidad de volver a intentar ser el protagonista omnímodo del control y organización de la vida social, tras unos años un tanto diluido por la preeminencia de la llamada «globalización». En esta situación, el estado español ha ganado peso simbólico y real articulando y desplegando leyes, policías y todo tipo de dispositivos punitivos necesarios para restringir la movilidad de la población, imponer normas de comportamiento y sancionar y reprimir conductas que contraríen su poder.

En segundo lugar, la dicotomía vida o capital se ha hecho más evidente que nunca con esta pandemia. La vida digna no es posible en un régimen capitalista, es una cuestión irresoluble, el turbocapitalismo que padecemos necesita parasitar el trabajo humano y la naturaleza para garantizar su reproducción y las ganancias de los vencedores de este juego. Y si es necesario que los migrantes sigan yendo a trabajar a los campos, que lo hagan aunque se contagien, al igual que las cajeras o el personal sanitario.

El tercero es que una parte de la vida real es inexistente a ojos de la administración burocrática. Todo lo que no haya sido burocratizado, regulado, legislado o decretado no existe para el estado.

La invisibilidad de los invisibles

La abrumadora mayoría de la gente está obligada a vender su tiempo a cambio de dinero para poder sobrevivir. El trabajo que se valoriza en el mercado es el productivo (necesario para el mercado) realizado (o mejor, identificado) con los hombres. Esta relación cimenta el poder patriarcal y autoritario que relega al trabajo reproductivo (necesario para la vida) al hogar, siendo la mujer históricamente obligada por el poder de los hombres a hacer esas tareas que son desvalorizadas socialmente y que, además, no tienen valor en el mercado (excepto cuando se pagan los cuidados con dinero, como a las trabajadoras domésticas).

Los estados y organismos internacionales solo pueden hacer su política sobre aquello que reconocen. Para entes formales no existe la informalidad, no puede ser regulada ni retribuida. Dicho de otra manera, las personas que sobrevivían en los márgenes del trabajo formal capitalista se han vuelto definitivamente invisibles para el sistema, no hay forma de remunerar o proteger el trabajo informal o el «buscarse la vida» en las calles, no hay prestaciones ni reconocimiento para lo inexistente, lo invisible. Sin embargo, aunque no se le reconozca, aunque no se vea, existen los intercambios recíprocos, el autoabastecimiento, la reciprocidad y el trabajo informal. Quizás invisible para el estado pero vital para miles de personas que fueron, son y serán apartadas del modelo porque no leson útiles, rentables o, incluso, por convicción de no participar en él. Sin embargo, todas estas personas invisibles, solo lo son para la «mano izquierda» del estado, siendo igual de controladas (o más) que el resto de la población por la «mano derecha».

La producción diferenciada del espacio

Cada territorio es el producto de un proceso sociohistórico particular que deja huella social y cultural en las gentes y en el espacio. Según el geógrafo crítico Neil Smith, el capital «produce» el espacio según sus intereses, creando desarrollos desiguales. Esto es, parasitando un territorio en su beneficio hasta agotarlo para marcharse a otro siguiendo la misma lógica de apropiación y explotación en su beneficio. El sistema capitalista explota y modela los territorios según sus egoístas necesidades. Pero el capitalismo no solo modifica el espacio en su beneficio durante los años que esté explotando un territorio (y todo lo que en el habite) sino que al mismo tiempo trata de parasitar y transformar con su influencia las formas de vivir y de entender la vida de las poblaciones existentes.

El modelo de explotación impone un modelo de vida que poco a poco va reduciendo las opciones de escapar a su (i)lógica razón de ser, porque tiende a ser totalitario y dominar todas las esferas de la vida. El modelo promueve, fortalece y asiente relaciones de poder descompensadas, en las que una parte minoritaria de la población tiene mucha más capacidad para ejercer poder económico, político y social en su beneficio, en detrimento del interés de la mayor parte de la población.

Con el paso de los años van calando las formas de dominación en el territorio, lo que va consolidando formas de entender las relaciones laborales y sociales que van conformando, a su vez, las formas de vivir y de entender el mundo de las personas que habitan esos territorios, reforzándose algunas conductas y cosmovisiones grupales mientras que otras van quedando relegadas.

Tras años de dominación cultural y económica las poblaciones van aceptando forzadamente, con más o menos resistencias, vivir bajo el modelo capitalista de explotación, aceptar la vida asalariada, etc., para ello las clases dominadas, principalmente las clases populares y ese ente amorfo que se ha dado en llamar «clases medias», tienden a legitimar con su comportamiento este orden totalitario. Este consentimiento siempre va a estar barnizado de valores morales, que van a tender a ser los mismos que durante décadas ha ido imponiendo la clase dominante en un territorio concreto. En definitiva, el ejercicio del poder económico y político por parte de la élite va a ir construyendo un modelo de estar y de vivir en cada territorio que la gran mayoría de la población va a ir aceptando, por necesidad u obligación.

Trabajo, reconocimiento y moralidad en un territorio del sur de Europa

El filósofo alemán Axel Honneth desarrolló un corpus teórico llamado «teoría del reconocimiento» que básicamente explica por qué la gente no se rebela contra un orden objetivamente injusto y desigual. Como consecuencia de años de dominación, las poblaciones tienden a dar valor moral positivo a estos modos de vivir y trabajar, aunque generen desigualdad y precariedad. ¿Cómo se puede considerar como moral o justo un régimen que fomenta la dependencia, el control y la precariedad vital? Este es el gran éxito del modelo, convertir a los perdedores en cómplices necesarios de su propia explotación y posición subsumida al capital. Sin ninguna duda, esta conformación de conciencias en el estado español es, en gran medida, una de las consecuencias de los casi 40 años de dictadura fascista. Al tomar el poder, impusieron un régimen de terror y venganza que también actuaba como dispositivo social con pretensiones totalitarias. Es decir, el gran objetivo fascista era tratar de controlar todos los aspectos de la vida imponiendo su modelo de ser y de estar, sus códigos de conducta y morales. De este modo, impuso mediante el uso de la violencia y la represión, su cosmovisión nacional-católica sumisa. Hasta el punto de que podemos afirmar que uno de los mayores éxitos del fascismo franquista fue la creación de un nuevo hombre cobarde, sin aspiraciones, que fue doblegado y que se limitó a guardar silencio e imponerlo a toda la familia con el objetivo principal de sobrevivir y tratar de olvidar. Este prototipo de hombre que terminó, con su silencio avergonzado, por colaborar en la legitimación moral del mismo régimen que les humilló, torturó y mató, es un prototipo que un filósofo murciano dio en llamar «homo patiens». Ese abuelo o familiar que, o bien guardaba silencio traumatizado de su pasada derrota, o bien aconsejaba «no meterse en política», una figura desgraciadamente muy extendida en el sur del país.

Parémonos un momento y recapitulemos. Como consecuencia de las dos crisis sucesivas de 2008 y 2020 una parte importante de la población, constituida sobre todo por las clases populares, ha sido excluida de la vida social o ha sido expulsada del mundo laboral. En un mundo en el que el capitalismo ha impuesto el trabajo asalariado como el medio principal para conseguir recursos para sobrevivir. Por otro lado, las clases populares que habitan los márgenes del trabajo asalariado, esos que sobreviven como pueden en las calles y barrios, en la economía informal o las actividades «ilegales», se han quedado aún más al margen ante las dificultades extras para sobrevivir por las restricciones derivadas de la pandemia y su invisibilidad.

De esta manera existe un gran contingente de personas que asumieron, más o menos forzadas y de forma más o menos acrítica, el modelo de vida que se les impuso y que sienten que se les trata como a deshechos, como población superflua. Esto les hace sentir «heridas moralmente» y desvalorizadas socialmente porque no comprenden por qué han sido expulsadas, mientras al mismo tiempo tratan de mantener viva la ficción de poder ser reintegradas, de ser necesarias, cuando son mercancías prescindibles para el sistema tanto como fuerza de trabajo, como en su rol de consumidores por tres motivos. El primero es el ingente ejército de reserva que en forma de desempleados/as espera una oportunidad de ser empleados/as, aunque sea precariamente. Esto los convierte en sustituibles y en innecesarios. En segundo lugar, porque su capacidad adquisitiva es escasa y los gastos suelen ser primarios, dirigidos a la supervivencia, por lo que no son grupos que gasten mucho dinero y, por tanto, tienen menos interés para la maquinaria de producción-consumo. En tercer lugar, porque la irracionalidad del crecimiento expansionista y depredador del capitalismo está consiguiendo que para la reproducción del sistema no sea necesario que se consuman todas las mercancías (que son producidas en exceso), de ahí que no suponga un drama que algunas mercancías se retiren sin más, por ejemplo, los alimentos recién caducados que se tiran por millones de toneladas cada día en el mundo.2

La oportunidad y los oportunistas

En este escenario, las sucesivas crisis están fortaleciendo incipientes rupturas de los consensos morales que sostenían las relaciones de poder en los territorios. La tensión social, el cansancio y la tristeza que se han asentado en la población durante el último año de pandemia, parecen estar creando un clima social de descreimiento hacia las estructuras de gobierno y de desconfianza ante las relaciones sociolaborales. La capacidad de resistencia de las gentes está muy mermada, siendo sobrepasada para miles de personas que conforman los grupos sociales que viven en situaciones de vulnerabilidad y exclusión social: desempleados de larga duración, gente que se busca la vida desplegando estrategias de supervivencia, personas migrantes, dependientes, jubilados/as con pensiones insuficientes… a las que se están uniendo gentes que en otros tiempos vivían más o menos insertadas en el sistema, nos referimos a aquellos oficios que están siendo golpeados por el parón de la economía, tales como autónomos, hosteleros, pequeños negocios…

De este cóctel de tensión social y ciclo de expulsión se está conformando una población más polarizada y cada vez más tensa e irascible. La gente comienza a inquietarse y a tener miedo y empiezan a buscar culpables, desde los migrantes a una gran conspiración promovida por un contubernio mundial elitista que quiere controlar (¿más?) a la población.

En este sentido, las masas heridas moralmente, excluidas y expulsadas van a tratar de protegerse y defenderse para sobrevivir. Tras décadas de vivir consintiendo y/o apoyando el modelo de dominación capitalista, se antoja casi imposible que sean capaces de imaginar, siquiera pensar, otro orden social y vital diferente. Ante esto, corremos un verdadero riesgo de que opten por hacer caso a los cantos de sirena de la serpiente fascista que les silba al oído soluciones simples a problemas complejos (culpar a los migrantes, a las mujeres, a los «violentos», a lo comunitario…), con el objetivo de intentar volver a un pasado idealizado y no tan lejano en el que se vivía la ficción de tener todo bajo control, un mundo en paz (de los cementerios), a pesar de la desigualdad y la pobreza.

Pero no todo está, aún, perdido. Esta explosiva situación podría ser canalizada como una oportunidad de cambio si existiese o fuésemos capaces de crear tejido social alternativo que comprenda que no hay futuro común dentro del marco del trabajo asalariado. Ser capaces de (re)crear esas estructuras y/o de construir un relato anticapitalista autónomo coherente, o al menos una comunidad de resistencia. Es una oportunidad para tratar de politizar a las clases populares, a las personas excluidas, a las que habitan los márgenes. Aquí tendría sentido el activismo social, luchar por construir un relato que señale a la luna (el capitalismo, el dinero, el trabajo) y no el dedo (los migrantes, la supuesta crisis o la precariedad). De esta forma, estaríamos tratando de fortalecer una alternativa al crecimiento de la reacción neofascista de la ultraderecha patria y de los defensores de la desigualdad y la vida triste. Pero también estaríamos metiendo el dedo en la llaga que produce el capital.

Pero nos encontramos en una situación de debilidad, lo que supone un grave problema. El campo del antagonismo social se parece más a un desierto que a un vergel. Partimos de una clara situación de desmovilización y desmantelamiento autónomo tras años de derrota y la posterior deriva proestatalista y de democracia representativa, que fue en lo que finalmente derivó aquel movimiento espontáneo de cabreo que tomó la calle un lejano 15 de mayo de 2011. ¿Llegamos demasiado tarde para tratar de (re)construir estructuras, redes y organizaciones lo más autónomas posibles que traten de ser un escudo protector social? No nos quedemos mirando cómo todo se derrumba, tratemos de construir nuevas estructuras autónomas y potenciar las existentes. Cuidémonos y dejémonos cuidar.

Gari

NOTAS:

1. Hyman Minsky fue un economista considerado neokeynesiano que teorizó sobre las crisis cíclicas del capitalismo. Para Minsky el sistema financiero capitalista engendraba en las fases expansionistas las condiciones de una nueva crisis. Resumidamente las fases de este proceso son las siguientes: en un primer momento existe contención financiera y control del préstamo, los bancos conceden préstamos seguros y se devuelven; esta dinámica anima a prestatarios y prestamistas a arriesgarse cada vez un poco más para conseguir más rentabilidad; la siguiente fase es la de «economía eufórica», donde la mayor parte de los agentes que intervienen en las finanzas asumen riesgos elevados en cada vez más proyectos (lo que Minsky llamó «prestatarios Ponzi» en referencia a un estafa piramidal) lo que extiende el crédito a población antes considerada no apta pero que ahora se implica en el proceso o burbuja. Una vez que estos últimos comienzan a no poder pagar y los proyectos riesgosos a no ejecutarse, se crea el pánico, la venta de activos desvalorizados y el desplome de la banca. Reiniciándose el ciclo tras un periodo de reestructuración y contención financiera que suele saldarse con el pago con dinero público de los desmanes de los bancos privados, volviendo a la primera etapa y así sucesivamente.

2. Es más, Marx demostró que la destrucción de mercancías hace contener la devaluación de los precios. Para profundizar en esta argumentación sería necesario explicar la teoría del valor que desarrolló Marx, lo que complejizaría aún más el texto y nos llevaría a lugares lejanos.

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