PREGUNTAS LIBERTARIAS ANTE EL ARREBATO ELECTORAL

Quizá uno de los principios que permanecen, si no inalterados sí al menos definitorios de la sensibilidad libertaria, sea la negación explícita de la representación (“No nos representan”), por tanto la reacción ante la pérdida de toda soberanía política individual y colectiva, y de su delegación en un juego perverso que establece la profesionalización del trabajo político. Una de las lecturas transversales que se puede encontrar a ese rechazo mediante medios políticos o conceptuales es la resistencia que se plantea en la lucha contra la ley de totalización de lo social. Esta ley, que actúa a través de la democracia representativa, busca la integración de todo lo que pueda ser heterogéneo convirtiéndolo en una expresión más dentro del juego constitucional. La democracia y su práctica electoral constituyen así el cemento que mantiene unidas a las sociedades obsesionadas por el riesgo de fractura y de disolución. Los anarquistas tradicionales señalaban los peligros de una dominación de la abstracción como lo es el desempeño de la representación (alienación de la soberanía individual y colectiva, división del trabajo político, generación de elites); ahora nos encontramos con que se han tenido en cuenta tales peligros pero quizá se buscan análisis específicos más que una crítica global. Se trata de reflexiones que producen la sensación de haberse realizado en una época que ha visto demasiada representación política y demasiada poca autodeterminación, y quizá sea el momento de indagar en esto último –cómo se alcanza, qué se experimenta. A pesar de la dispersión, lo que se busca, ya sea de manera tácita o explícita, es una sociedad -o mejor, una serie de formas de vivir en colectividad- en la cual a las personas no se las diga quiénes son, qué quieren y cómo vivirán; estando ellas en condiciones de decidir estas cosas por sí mismas.

¿Un momento histórico singular?

La nueva coyuntura que ha empezado o al menos se ha decantado con la afirmación electoral de Podemos y otros partidos o plataformas similares, canaliza un descontento y una voluntad de cambio de una galaxia de actitudes si no propiamente identificables como libertarias, al menos que comparten la ansiedad por derrumbar a un sistema político “democrático” ya superado por su propia deriva económica, política y moral. Resulta clara entonces la postura “dialogante” de algunas áreas anarquistas antaño mucho más “ortodoxas”: se reconoce el potencial de cambio del momento actual y se estima conveniente reconstruir un debate con “otros” no necesariamente libertarios para regenerar lazos de base sin hegemonías que permitan multiplicar las ocasiones de auto-organización ampliando los espacios de libertad. No obstante, se constata una cierta perplejidad ante la explicación de la coyuntura presente y la necesidad de apelar a ella como una ocasión histórica, planteando como recurso explicativo el paralelismo con respecto a la transición con un lenguaje propio de la grandilocuencia universitaria izquierdista. Quizá en este sentido se acepta con demasiada facilidad la agenda intelectual de los ideólogos de la hipótesis instituyente en tanto parece que todxs nos sentimos concernidxs por la crisis económica y por el hecho de que la gestión del capitalismo en el Estado español se enfrenta a una innegable deslegitimación social y a unos obstáculos objetivos en su faceta productiva, de lo cual dan fe el reciente recambio monárquico y el desequilibrio en los tradicionales repartos de los grupos parlamentarios.

Ahora bien, ¿estamos en un momento histórico singular? Más allá del hecho de que todos los momentos son históricos, lo que se pretende al afirmar la historicidad única del nuestro no es sino dar una sensación de apremio, de responsabilidad, que interpele a una actuación inmediata al interlocutor(a) pues el instante que vivimos es el más importante, de alguna forma mágica somos el centro de la historia, y es ahora o nunca. No se trata de interrogar en términos cuantitativos sobre el cuánto de histórico, o en relación a qué es más o menos histórico; más bien interesa imaginar una puerta que se cierra, una coyuntura imperativa que nos habla de los reflujos de los movimientos, de las instituciones del Estado “secuestradas” por la derecha neoliberal y el resto de la oposición que completa la izquierda del sistema. Y quien no lo ve así parece que se queda fuera de lo político por inmadurez o sectarismo. El resultado entonces es que los caminos se van cerrando en torno a la “lógica aplastante” de quienes ahora (o siempre) han visto la salida electoral como una herramienta de lucha. Pero asumir esto supone negar la posibilidad de un pensamiento en perspectiva, insistir en lo urgente (elecciones, frente electoral, asalto institucional) frente a lo esencial, en el posibilismo para el que nos obligaríamos a convertir en moneda política de curso legal aquellas redes o luchas en las que podamos haber intervenido y rescatarlas de cara a la supuesta urgencia del momento en aras de algún plataformismo.

En realidad el momento histórico es otro: del mismo modo que en los anteriores estadios de formación del sistema el antagonismo izquierda-derecha estuvo representado por legitimistas y republicanos o por socialistas y fascistas, así también éste se halla ahora representado por keynesianos y monetaristas, por radicales del mercado e intervencionistas, y poco más. El antagonismo izquierda-derecha interior a la política, que antes parecía autónomo y primario en relación con la economía y que oscurecía el antagonismo entre las esferas de la “economía” y de la “política”, está ahora completamente “economizado”: ambas partes se orientan en términos de “política económica”. Saber cómo crear nuevos “puestos de trabajo” y fomentar el crecimiento, o saber si la coyuntura debe ser impulsada por la oferta o la demanda, mostrar un orgullo masoquista por la “nueva” explotación de la subjetividad que nos afecta directamente inflama ahora las mentes en la misma medida en que antes lo hacía la cuestión de saber si solo los contribuyentes o también los desposeídos tenían derecho a votar, si una guerra era justa o injusta. Parece obvio que los antiguos antagonismos político-ideológicos siguen presentes, pero sólo como envoltorios vacíos, gastados y descoloridos, por más que insistan en hablar de redes o de ciudadanía y se consideren en sintonía con el tiempo, con el mundo y con la modernidad realizada. Es cierto además que existen nuevas formas de dominación y que esas son las que deben inspirar las nuevas resistencias, pero precisamente por ello mismo sobran las urgencias y los mecanismos de expresión de esas resistencias que demás ya sabemos desgastados de antemano, como los procesos electorales tomados tal cual.

Que todo cambie para que todo siga igual se percibe de inmediato en el hecho de que los partidos de la izquierda parlamentaria y extraparlamentaria se empantanen con el objetivo de la competencia política electoral. Su organización sigue siendo, por más nuevos que se anuncien, jerárquica, vertical e incluso autoritaria debido a su búsqueda de obtener y ejercer después el poder gubernamental. También persisten en su vocación elitista por más que apelen a sus orígenes “desde la base”: el ideal de la militancia es propia del sentido ético de unos pocos solventes de capital económico y/o cultural, pero no de las masas, de ese ciudadano provisto a la vez que limitado por su sentido común y que lo único que puede ofrecer es la dinámica de la masa y la materia prima esenciales para la reconstrucción social.

Y no obstante también se percibe en la sensibilidad libertaria, en especial en el ámbito municipal, el deseo de suavizar no solo el boicot sino incluso la abstención, señalando que esta última puede otorgar cierta ventaja a las políticas represivas o al menos deja el terreno despejado para la ocupación del espacio señalado como propio por otras formaciones ya estén dotadas de buena voluntad o sin escrúpulos o ambas cosas a la vez. El error de este último diagnóstico reside en la premisa inicial de la que parte: la práctica política es un juego de suma cero, si no ocupas la calle (o el imaginario colectivo, o lo que sea) lo ocupa otro. Sin embargo esto se caracteriza por ser una visión pospolítica, bien anidada en el carácter electoralista y por tanto de la izquierda del sistema, que concibe a los actores políticos como un mercado de consumidores/electores de lo real dado (léase, de los aspectos económicos y sociales) cuando de hecho la política es justamente lo contrario: la invención sobre lo existente, el forcejeo sobre las determinaciones de lo real, y esa es ni más ni menos la reivindicación que se debería plantearse en el ámbito libertario. Ni una gestión de lo que existe, ni un posicionamiento en el juego establecido sino la apuesta por una reformulación de las leyes del juego. Y ese juego es lo humano en sentido amplio, la totalidad de las relaciones con los demás y la consideración de nostrxs mismxs. Aquí puede entenderse una apuesta libertaria por las luchas de liberación nacional, pero no obviamente por la construcción de Estados nacionales.

Otro de los elementos que contribuyen a estas posiciones tibias con el rechazo al parlamentarismo procede del lamento de dejar las instituciones en manos de un enemigo político y de clase. Es una afirmación que en principio soslaya que las instituciones del Estado capitalista son las instituciones del enemigo. E incluso los movimientos sociales que aspiran de algún modo (sobre todo electoralista, pero no solo) a formar parte de dichas instituciones seleccionan y reducen la complejidad de las demandas sociales, las encauzan en un territorio inerme en el que pueden ser resueltas todas las confrontaciones sin causar un problema de legitimación a tales instituciones. Cabe insistir que es imposible derrotar al enemigo con sus propias instituciones, y constituye por tanto un error no recordar las lecciones que la historia de las derrotas revolucionarias nos ha enseñado. El poder y sus instituciones tienen sus propias dinámicas, su propio modelo territorial que no puede ser calcado sin más por nuestras formas de organización y, aunque tengamos representantes electxs en ellas, no podemos ni cambiarlas ni revertirlas y difícilmente subvertirlas.

¿Hace falta un nuevo lenguaje?

Una novedad simbólica que genera muchos despistes es el intento actual, a través de un neolenguaje, de plantear una reconstrucción institucional con dispositivos nuevos. Es un proceso metonímico que consiste en desplazar unos significantes que se consideran anquilosados por otros mucho más sugerentes. Allí donde se hablaba de “partido” o “sindicato”, ahora se habla de “redes”; donde aparecía el término de “clase” unida a “intereses colectivos” ahora se apela a la “identidad múltiple”, “ciudadanía” o los más versados a la “multitud”. En realidad se trata de recomponer el vínculo que unía antes a la “clase obrera” mediante otro que uniese a los “ciudadanos” o a la “multitud”, y mediante una forma que en última instancia es el Estado. La voluntad de reconstituir dicho vínculo a través del Estado se manifiesta en el nacionalismo españolista y europeísta latente en todas estas ideologías ciudadanistas: se sustituye el capital abstracto y sin rostro por figuras nacional-familiares (España, Europa). Pero el Estado sólo puede proponer símbolos y sucedáneos a esos vínculos y tan sólo puede agitar sus símbolos en el sentido que le dicta la lógica capitalista a la que pertenece. Proponer al “ciudadano en red”, “lo procomún” o a la “multitud” como vínculo manifiesta la existencia de un vacío, o mejor dicho, que incumbe ahora al capitalismo, y únicamente a él, la tarea de integrar a esos millones de personas que se encuentran privadas de la comunidad. La democracia que persigue dicha integración (representativa, formal, constitucional) no es más que la completa sumisión a la lógica sin sujeto del dinero.

Uno de los elementos que ha caracterizado el presente de esta progresía renovada ha sido sin lugar a dudas la “hipótesis instituyente”, formulándose ésta con retóricas académicas de los movimientos sociales según la mayor o menor vinculación con la realidad de movilización según los territorios y en curiosa sincronía con el calendario electoral. Si para algunos de sus promotores la fase instituyente sólo es superar la enfermedad infantil del asamblearismo y su eterna incapacidad pragmática, o para otros es el necesario complemento a la acción de unos movimientos que siguen pensándose centrales, para los patrocinadores primigenios de la hipótesis se trata de articular los cimientos institucionales que surgen en el seno de las prácticas de la multitud. En realidad, tras este concepto de multitud lo que se subyace es una especie de cajón de sastre, de evacuación de términos arqueológicos obreristas y como sustituto del concepto de clase: una suerte de conglomerado de insatisfacción o marginalidad que viene a corroborar un principio ideológico básico: los espacios de lucha no son ya las fábricas, la calle, el barrio, la metrópolis…, sino los medios de comunicación. Su correlato político es la ciudadanía y entre ambos conforman una mutación política característica de esta coyuntura: el desplazamiento reivindicativo hacia los intereses de los sectores sociales cuya apuesta vital se formuló en los años de la bonanza económica –con los que la nueva generación de lucha post-15M coincide en su representación sociológica–, abundándose en temas como la ineficiencia y corrupción de la tecnoburocracia –sea esta la administradora del engranaje económico o político–, a quien se señala como directo culpable por mala gestión. Un discurso tan temeroso sólo ha de formular políticas realistas de control desde el propio aparato regenerado para que todo vuelva a ser lo que algunos quisieron soñar que fue y, además, recoge buenos frutos en los comicios una vez que se dirige a ese anhelado “centro radical” del supuesto sentido común. El axioma del “menos es más” con el que se daban los primeros pasos hacia un empequeñecimiento militante de las necesidades, en consonancia con las posibilidades planetarias y concordante con quienes menos tienen, es a todas luces menos vendible que la idea de crisis como estafa; que sí, hay dinero para todo lo que soñamos tener, pero que se lo quedan los corruptos.

En otro orden de cosas, quizá sea el análisis libertario el que antes que otro ha planteado la crítica de la estatalización de las condiciones individuales, o mejor dicho, de la fusión entre la condición estatal, la vida colectiva y la vida personal. Nunca como ahora los individuos han visto tanto el mundo y sus propias condiciones y acciones a través de los ojos del Estado o han sucumbido a las condiciones y la agenda del estatalismo, de los discursos y construcciones fantasmagóricas de éste. No se trata de la denuncia de un sistema totalitario bajo un modelo brutal y disciplinario, el del terror y la violencia inmediatamente perceptibles (a veces es solo eso y se queda en mera represión), sino el de un proceso subrepticio que no se satisface con adoptar estas formas de coerción sino ampliarlas con la multiplicación de dispositivos tutelares y aseguradores, de encuadramiento, control y organización de la vida misma. La sensibilidad libertaria percibe así que con una configuración semejante el Estado se transforma, de forma paradójica, en el garante de todas las libertades a través de la red jurídica y garantista. Nótese que es un término que hay que utilizar en plural, para designar las libertades como si fueran garantías para el “Estado de derecho” y que se opone a una concepción de la libertad en singular en cuanto resistencia, capacidad de expansión y autonomía –una libertad concebida como fuente de valores y puesta a prueba de ellos mismos.

En última instancia, hay que reconocer que hoy el movimiento libertario ya no es el único depositario, el único defensor de ciertos principios anti-jerárquicos, de ciertas prácticas no autoritarias, de formas de organización horizontal, o de la profunda desconfianza hacia todo dispositivo de poder. Estos elementos se hallan más bien diseminados fuera del movimiento anarquista y son reinterpretados por colectivos que no se identifican con la etiqueta anarquista y que en ocasiones incluso rechazan abiertamente ser interpretados según los criterios de esta identidad. A falta de un identificador más apropiado tal diseminación explica, al menos parcialmente, la notable variedad interna que caracteriza hoy un movimiento fragmentado en múltiples “corrientes”. Lo que adivinamos a través de tal dispersión es que en el momento presente luchar contra el Estado es luchar contra los poderes en plural: el poder que se ejerce en el ámbito de la familia heteropatriarcal, en el mundo laboral, pero también educativo, a través de una práctica médica o la imposición de un modelo de ocio y de consumo, etcétera. Y ello consiste también en cambiar las cosas desde “abajo” y en la base, en las prácticas locales, diversas y situadas, allí donde el poder adquiere parte de sus atributos y se hace familiar, laboral, médico, educativo… Dicho de otra forma, en cambiar las cosas en lo que nos constituye hoy como sujetos (ciudadanos, trabajadores, consumidores, pacientes, educadores y educandos) y que, por el hecho mismo de constituirnos, se escapa a nuestra percepción.

¿La izquierda en el capital es la izquierda del capital?

Ante todo cabe constatar que las nuevas formas de dominación surgidas en nuestra sociedad son las que inspiran las actuales resistencias y les dan su forma. Dicho de otra manera, los movimientos antagonistas ni se inventan a sí mismos ni tampoco crean aquello a lo que se oponen y contra lo cual se constituyen; tan sólo inventan las formas de oponerse a estas realidades renovando con ello el repertorio de las acciones colectivas de la protesta y la movilización. Hasta hace algunas décadas, las resistencias se activaban y se armaban a partir de las condiciones de explotación que pesaban sobre los trabajadores. Hoy, estas condiciones continúan alimentando importantes luchas; sin embargo, la dominación, que se encuentra mucho más diversificada que en tiempos pasados, ha proliferado fuera del campo del trabajo productivo, debilitando así de forma considerable la fuerza del movimiento obrero. El trabajo ha triunfado sin duda sobre el resto de las maneras de existir, al mismo tiempo que los trabajadores se han vuelto superfluos. Por ello no resulta sorprendente que la toma de conciencia política se origine cada vez más en la experiencia del control ejercido sobre nuestra vida cotidiana y en la percepción de que es nuestra existencia entera la que se encuentra mercantilizada. Es a partir de esta experiencia y de esta percepción que surgen las nuevas subjetividades antagonistas y radicales de nuestro tiempo.

A lo anterior hay que añadir que se debe entender por una parte que la contradicción estructural no es solo la de una configuración política, en el sentido de que nos dirigimos contra una formulación específica genéricamente denominada (neo)liberal, sino que es el sistema de producción de la economía capitalista como tal y sin adjetivos. En efecto, el modo estatal y político de afirmación del sistema capitalista, anterior a esta formulación neoliberal, a través de la regulación salarial fordista-keynesiana (intencionadamente conocido como Estado del bienestar o incluso Estado social de derecho) ha sido confundido con la lógica estructural del sistema y con su perfeccionamiento. El aparato estatal había asumido las funciones de regulación de la producción y distribución totalizada y las decisiones al respecto tenían que pasar de un modo u otro por el “proceso político” y por la esfera correspondiente. Pero eso no significa que el Estado sea autónomo con respecto a los circuitos de producción y reproducción ampliada, ni mucho menos que sea algo exterior a estas relaciones. Así ocurre que la definición última de la “política” como distinción amigo-enemigo reducido a la lucha contra el Estado, es sólo la exteriorización de una contradicción estructural que late en lo íntimo del propio sujeto determinado por la mercancía.

Por otra parte, el antagonismo libertario no puede residir tan sólo en el cuestionamiento de la crisis del capitalismo. Dicho de otra forma, denunciar la crisis no basta: el capitalismo es crisis y en situación de crisis puede sobrevivir, de ahí la necesidad de asumir que la crisis no significa su agonía y que el Capital no morirá de muerte natural o por un mágico convencimiento de la mayoría. Ahora mismo, el interés del capital es la reconstrucción del circuito de acumulación sobre una nueva base que abandona el anterior régimen keynesiano-corporativista de integración de la clase obrera y regulación estatal, destruyendo el limitado funcionalismo del Estado del bienestar y descomponiendo el poder de negociación de la clase trabajadora. Esta mutación en las relaciones de dominación no se puede comprender exclusivamente en sus manifestaciones superficiales como mero cambio sociológico, o utilizar la mala referencia de los ciclos que se explican a sí mismos. Dicha transformación además es relevante no solo a nivel analítico sino en el plano de la acción política, puesto que quizá con ello hay que señalar lo inútil de las reivindicaciones que ya no se corresponden con la realidad de la dominación actual del capital. Un buen ejemplo de ello son las negociaciones dentro de la legislación dominante aceptadas como condición previa de toda reivindicación o la deriva representativa que adquiere toda formulación política colectiva, o por último la defensa de lo público sin caer en la cuenta de que esto mismo es poseído y gestionado por el Estado.

Esta transformación también ha afectado a uno de los ejes fundamentales de las relaciones sociales capitalistas que no es otro que la relación capital-trabajo. Insistir en esta mediación no implica que el proceso material de producción sea necesariamente más importante que otros ámbitos de la vida social. Más bien es aceptar que el proceso de producción en el capitalismo no es un puro proceso técnico, sino que se encuentra inextricablemente relacionado a, y moldeado por, las relaciones sociales básicas de esa sociedad. Dicha sociedad, por tanto, no puede ser comprendida únicamente en referencia al mercado y a la propiedad privada. El capitalismo entonces se caracteriza en términos de un modo social abstracto de dominación asociado a la peculiar naturaleza del trabajo en esta sociedad, y lo que hace tan peculiar a ese tejido de la estructura social subyacente, es que está constituido por el trabajo, por la cualidad históricamente específica del trabajo en el capitalismo. De aquí que las relaciones sociales específicas y características del capitalismo existan sólo por medio del trabajo. Pues bien, trabajar, hoy, se vincula menos a la necesidad económica de producir mercancías que a la necesidad política de producir productores y consumidores, de salvar por cualquier medio el orden del trabajo. Producirse a sí mismo, se está volviendo la ocupación dominante de una sociedad en la que la producción se ha vuelto sin objeto. De ahí que la perspectiva a adoptar no sea solo la de los excesos del capital en sus expresiones más crueles, sino la crítica de esta forma específica e histórica de trabajo que adopta en el modo de producción capitalista. La amenaza de una desmovilización general es el fantasma que atormenta el actual sistema de producción y de ahí que se plantee como una voluntad necesaria el hecho de organizarse por encima y en contra del trabajo, desertar colectivamente del régimen de la movilización establecida por el orden laboral y cuestionar la ética y la subjetividad generada por dicha movilización.

Dado que además el capital es una relación social la experiencia de su relación concreta se proyecta sobre todas las expresiones materiales de la vida social, con especial relevancia en sus formas políticas de representación, asistimos a la subsiguiente crisis de la democracia. Hay que tener en cuenta, más allá del esquematismo de la derrota y la victoria, la transformación subjetiva y objetiva que se genera en el propio conflicto y que definen tendencias de ruptura pero también de encaje con las formas del capital. En este punto se ha definido la necesidad de una reflexión autocrítica que tenga como referencia las recientes movilizaciones y expresiones de antagonismo y conflictividad social, a través de sus condiciones prácticas, materiales e históricas en que se lleva a cabo la producción de subjetividad que las protagoniza y que introducen tensiones de ruptura. Esto nos lleva a considerar el repertorio de la acción política y sus formas, que precisan de una ubicación precisa en correspondencia con la adecuación a las coyunturas, el análisis de fuerzas y su propia transformación en cuanto dispositivos políticos. Cabe cuestionar entonces la insistencia en subrayar las renovadas formas de lucha y organización, así como el nuevo activismo de colectivos que antes no aparecían, como una irrupción histórica única. Un ejemplo de esta renovación ha consistido en la virtualización de las fuerzas movilizadas identificadas con redes sociales cibernéticas; o el fenómeno de las mareas ciudadanas que de tan novedoso ocultaba que han sido en gran medida la marca blanca de los temibles sindicatos mayoritarios, por no hablar de los círculos ya desactivados en su capacidad de acción desde el principio. Por el contrario, habría quizá que deducir si su carácter inicial es meramente conservador y reivindicativo de las conquistas obtenidas en el pasado y vinculadas a un criterio sumiso de “lo público”, término que por lo común no se identifica con su verdadero sinónimo, “estatal”. Un conservadurismo que se traduce en movilizaciones de masas ritualizadas, de contestación formalizada y sumisas al orden dominante de carácter democrático y que siguen en el horizonte del capital y sus formas políticas basadas en la democracia representativa. He ahí la innovación: optar por una forma de protesta mimética a los movimientos sociales, redundar en su vocabulario, pero desactivar el cuestionamiento radical del capitalismo y quedarse en la crítica de una de sus formas, la neoliberal. Los foros sociales y las manifestaciones han establecido los puentes de diálogo con el poder. Su lenguaje confluye en un panegírico del orden: con las fórmulas verbales adecuadas el plomo de la nimiedad –votar, enviar mensajes, navegar por la red, amontonarse- se transmuta en lucidez histórica y heroísmo ciudadano.

Otra de las cuestiones a poner en tela de juicio es la acepción acrítica de la hegemonía y del universalismo por parte de estas innovaciones de la izquierda del capital. En efecto, el concepto de hegemonía se ha simplificado al asumir la distinción entre base-superestructura como una cuestión esencial más que metafórica, y restringir la superestructura política a la esfera ideológico-cultural o a la “sociedad civil” (a su vez malinterpretada como en contraposición a lo estatal) lo cual permite dar por válido que un cambio ideológico en la sociedad civil que se expresa a través del voto y logre el manejo de la administración suponga una variación absoluta de la hegemonía y por tanto una revolución.

En cuanto a la adhesión al universalismo, se basa en la creencia en la fundamentación segura de la verdad. Es decir, la afirmación según la cual la verdad, y también los valores, pueden asentarse sobre unas bases de las que no se pueda dudar porque tienen una validez absoluta. El discurso de la modernidad, por ejemplo, aplicado a los derechos ciudadanos, es totalizante y se presenta como válido para todos los seres humanos y en todos los tiempos. Ésa es la razón por la que las grandes narrativas de la izquierda progresista siempre se expresan en términos de valores y de proyectos de tipo universal, ofreciendo explicaciones que tienen un fundamento último incuestionable y que por tanto está naturalizado. Saben además que cualquier universalidad que pretenda ser hegemónica, y tal es el anhelo de la izquierda en el capital, debe incorporar al menos dos componentes específicos: el contenido popular “auténtico” y la “deformación” que del mismo producen las relaciones de dominación y explotación. Sin duda, la nueva progresía encauza bien el espectáculo del deseo ciudadano por un retorno a lo comunitario y a la solidaridad social que contrarreste la desbocada competición y explotación de los planes implacables de la globalización, y por tanto, presentados como inamovibles en el horizonte del presente. Aquí cabe recordar que los retornos no existen en la Historia: la exhortación a volver al pasado del Estado del bienestar no expresa más que una de las formas de conciencia de su tiempo y por lo común llena de pánico. Pero además, para que una ideología se imponga resulta decisiva la deformación debida a la tensión entre los temas y motivos de los “ciudadanos oprimidos” y los de la “casta opresora”. Pues bien, aquí hay que contradecir el criterio anquilosado de los politólogos pues las ideas dominantes no son nunca directamente las ideas de la clase dominante. Basta con incorporar una serie de motivos y aspiraciones de los oprimidos (la verdad está con los que sufren y con los humillados, el cargo corrompe…) para re-articularlos de modo que sean compatibles con las relaciones de poder existentes: si se obliga a la ciudadanía a ocupar simbólicamente el lugar del poder a través del acto electoral se logra la falsificación de la línea de división y con ello el antagonismo entre opresor/oprimido estaría completamente simbolizado. No sería imposible/real, sino tan sólo un rasgo estructural de diferenciación: el oprimido alcanza de lleno su soberanía a través del voto lo cual no le permite identificarse en su negatividad, en su antagonismo puesto que se quedaría solo en el lado negativo y destructivo de la ecuación.

Además, el tiempo ha ido decantando las propuestas, descarriladas y falaces, hacia un terreno cada vez más populista. Los nuevos ideólogos apuestan realmente por la socialdemocracia, lo cual significa que en realidad no quieren enfrentarse a nada; no aspiran a cambiar el mundo sino a participar en su gestión. Con ellos otra gestión capitalista es posible. En realidad nos decían que una vía más asistencial hacia el totalitarismo era posible, para lo cual otra burocracia era necesaria, una que mediara entre la clase dominante y la ciudadanía. Se ignora así aquello sobre lo que los libertarios vienen advirtiendo desde hace siglo y medio: la integración de las luchas sociales en las estructuras del Estado —lo que se reclama como democracia participativa— no es sino garantía de la desintegración de las mismas. Más que nunca, la izquierda en el capital es la izquierda del capital.

Lo que esta tolerante práctica excluye es, precisamente, el gesto de la politización. Pero lo que aquí queremos decir es que ese desplazamiento de la línea de división, esa falsificación es precisamente el motivo de la lucha política, lo que nos condena a movernos para interrumpir el mecanismo de esta hegemonía. Y esta subversión de los juegos progresistas constituye el núcleo mismo de la política, del acontecimiento verdaderamente político. Frente a la conocida definición de la política como “arte de lo posible”, la verdadera política es exactamente lo contrario: es el arte de lo imposible, es cambiar los parámetros de lo que se considera “posible” en la constelación existente en el momento. La apuesta estriba pues en no reivindicar nada (cambio del sistema electoral, constitución, etc.), pues la verdadera apuesta no está en las demandas explícitas sino a cambiar las reglas del juego político. Dicho de otro modo, se trata de negar el modelo de la negociación contable de los votos y las propuestas, y del compromiso estratégico. Frente a ello, la apuesta es mantener un antagonismo que nunca se agota, desear solxs y pedir siempre lo imposible.

Mario Domínguez
Diciembre 2014

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