LA ESCUELA ES EL FIN

A continuación publicamos una adaptación de la entrevista sobre la escuela realizada a Pedro García Olivo por el grupo chileno Columna Negra en diciembre de 2013. Por razones de espacio y adecuación a nuestro contexto hemos reducido algunas preguntas y suprimido alguna parte del texto, pero se puede acceder a la entrevista original:

¿Cómo podrían vislumbrarse posibilidades de radicalización que permitan el paso de las demandas estatalizantes en torno a la educación, hacia experiencias críticas?

En relación con este punto, me temo pesimista. No veo la menor posibilidad de convergencia entre las reivindicaciones que apuntan a una “reparación” de la máquina política (de la que forma parte la Escuela) y las luchas que pretenden su desmontaje. Y tampoco vislumbro una vía, un medio, una herramienta válida, para incidir sobre las primeras y, de algún modo, llevarlas al terreno de las segundas. Y os hablo, ahora, desde la experiencia, más que desde una derivación teórica.

El 15 M español mostró a las claras que, entre los descontentos masivos capaces de hablar, en el límite, un lenguaje socialdemócrata radicalizado (demandas de educación pública universal, laica, gratuita y de calidad, por ejemplo) y la oposición, muy minoritaria, de los colectivos que cuestionan las estructuras en bloque (rechazo de la Escuela, de toda “administración” de la Educación, pero también del Estado mismo y del orden del Capital), no hay posibilidad de alianza honesta, de colaboración verdadera.

Siempre habrá individuos que quieran jugar todavía al “entrismo”, a la “infiltración”, al “quintacolumnismo”; y nos dirán que permanecen ahí, en las plazas y en las calles lo mismo que en las escuelas y en las universidades, entre las gentes sistematizadas, a fin de cuentas pro-Capitalismo (aunque anhelen un Capitalismo de Rostro Humano, que diría Galbraith), con el objetivo secreto de “reconducirlas”, de “canalizarlas”, de “conscienciarlas” en último término. Quizás Graco Babeuf fue el primero, en el torbellino de la Revolución Francesa, que advirtió la mentira interior de quienes se escudan en esa “razón táctica”, y el modo en que terminan integrándose en el aparato del Estado. Yo suelo reprocharles su bochornoso pedagogismo, el papel de ultra-educadores que se arrogan sin pudor: ¿quiénes son ellos para llevar la luz a los demás?, ¿desde qué pedestal, o tarima, hablan?, ¿en qué se diferencia su gesto del que instituyó el Despotismo Ilustrado y, más tarde, el dogmatismo estalinista? Todos los puentes que se quisieron establecer, todos los diálogos, todos los intercambios y todas las cooperaciones proyectadas, se desmoronaron, andando el tiempo; se esfumaron como un sueño. Solo quedó una agitación vana, perfectamente integrada, y una recua de oportunistas (que iniciaban o progresaban en sus carreras políticas personales) liderando movimientos eclécticos, confusos ideológicamente, entre liberal-reformistas y socialdemócratas, en una suerte de populismo de la reivindicación. Ese ha sido el destino de la “Marea Verde” en España, que arrastró a los estudiantes en defensa de los intereses de sus profesores, en un elocuente ejemplo de lucha efectivamente “mareada”, de “mareo” institucional de la lucha.

Desde el centro del Sistema se está jugando también esa carta del “acercamiento”, ahora como “aproximación” a los disconformes radicales; y se han diseñado nuevos dispositivos y un nuevo lenguaje para procurar atraerlos a la institucionalidad. Congresos, Talleres, “Espacios Abiertos”, Encuentros,…, concebidos desde las Universidades y otros organismos culturales, tienden a “invitar” cada vez más a los exponentes de la crítica anti-sistema, manejando conceptos como el de “periferias”, “procomún”, “tránsitos”, “paradojas”, etc., con la esperanza, por desgracia bien fundada, de seducir y capturar a los más ambiciosos, a los más turbios. Vuelvo a hablar desde la experiencia: se me invitó, por la Universidad de Valencia, a participar en un engendro llamado “Periferias 13”, un “Open Space” que se publicitaba muy “progre”, muy “de izquierdas”, muy “crítico”. El título de la mesa de trabajo era revelador: “Desde el fracaso de la Educación”… Accedí, y no solo por curiosidad: quise desplegar una provocación “quínica”. Tal y como me esperaba, un buen número de artistas, intelectuales, educadores y estudiantes “libertarios”, declarados anti-sistema, estaban allí, convocados por la Universidad. Profesores “indignados”, con mala consciencia de instalación, de integración, en el fondo, situados a la izquierda de la izquierda, pero aposentados en el aparato cultural oficial, se encontraron y departieron con personas hostiles a la Administración, a la Institucionalidad, al Estado. Y el resultado fue amargo: se produjo el encuentro de un “líquido” (aquellos intelectuales viscosos, que quieren alejarse del centro del poder pero sin salir de él, que se nombran “periferia” y tal vez lo sean de verdad, pues giran en torno a un eje) con un “sólido” (anticapitalistas reacios a toda oficialidad, a toda estructura de poder, a toda lógica de mercado o de gobierno), y la repelencia fue inmediata. El sólido notó cómo el líquido lo rodeaba, tal si quisiera disolverlo, pegajoso, innoble, casi lúbrico. Y el líquido sintió el impacto de una masa endurecida, sin poros, impenetrable, ante la que se sentía impotente y desvalorizado. Se abrió, en efecto, todo el abanico de posturas ante el problema educativo, todo el abanico de los implicados, desde los defensores “progres” de la Escuela Pública hasta los exponentes de la anti-pedagogía y la desescolarización, pasado por los partidarios de las Escuelas Libres y de la “educación en casa”. Y, al final, ese abanico se cerró, con todas las “tiras” en su sitio, con cada participante atrincherado en su práctica, y un malestar evidente, casi insoportable, en la sala.

Ni la crítica radical puede atraer a los protagonistas de lo que he llamado “conflictividad conservadora”, ni la periferia del poder logra seducir a los enemigos insobornables de las instituciones.

Pero es verdad que una parte del movimiento libertario se está dejando diluir en demandas y prácticas de carácter reformista, en lógicas socialdemócratas de protesta; y amenaza con desembocar, de hecho, en una suerte de liberalismo social radical. Para escapar del aislamiento y del gueto, se han abrazado a todo lo que se queja, a todo lo que se mueve, a todo lo que protesta. Y han perdido, en la transacción, sus filos críticos; se han ablandado definitivamente. Diría que obran como si no existiese, ciertamente, una “gestión política de la desobediencia”, un diseño institucional de la sublevación contra la propia institución, un orden del “ilegalismo útil”, de la “transgresión inducida”. No hace falta recordar a Foucault para subrayar esa evidencia: el Sistema se reproduce hoy mejor “movilizando” a la población, suscitando y gobernando descontentos, invitando a la reivindicación y a la protesta, en una suerte de verdadera “economía política de la desobediencia”. El hombre dócil contemporáneo no es pasivo: es activo, solo que protesta del modo “dictado”, que lucha siguiendo instrucciones, que obedece más que nunca al desobedecer de manera pautada. En este sentido he hablado, para el 15 M y otros simulacros de lucha, de “indignación profiláctica”, de “momentos traviesos de la organización”…

Junto a esta lógica política, una lógica económica subterránea contribuye también a deslavar el movimiento libertario, desnaturalizándolo e incorporándolo a lo instituido: el avance del mercado en los medios antagonistas, la expansión de una óptica comercial, que enreda en el cálculo, en la búsqueda de beneficios, en la dinámica empresarial… Este peligro acecha a no pocas editoriales y distribuidoras, lo mismo que a un sinnúmero de “escuelas libres”, “escuelas convivenciales” o “escuelitas”, modalidad sectaria de escuela privada, no gratuita, con educadores retribuidos…

Demasiados compañeros ácratas se debaten hoy en medio de esta tenaza de la conflictividad conservadora y de la organización comercial, reacios ya a dar la espalda sin más al Mercado y al Poder, al Capital y al Estado, al Oro y al Látigo; y, de un modo consciente, contemporizan, “negocian”, transan, colaboran. Yo corro en sentido opuesto: al Mercado y al Estado tampoco les doy sin más la espalda; les doy, exactamente, el culo y procuro soltar un pedo en su rostro. Por eso os hablaba de provocación “quínica”…

En esta tesitura, me parece muy importante desarrollar y profundizar la crítica del Estado del Bienestar, de la ideología “ciudadanista”, de los discursos reformistas en los que la socialdemocracia y el liberalismo social se cruzan y confunden. En lo que me atañe personalmente, considero importante no estar ya al lado de los que luchan por una reforma ética del mercado, por una moralización de la política, por una profundización de la democracia representativa, por cambios en la Constitución, por la restauración de los venenosos servicios públicos, etc. Si me los encuentro en alguna parte, pues muchos se consideran “libertarios”, les digo lo que una vez Jesús le dijo a María: “¿Qué tengo yo que ver contigo?”. O algo todavía más duro, en términos ya nada bíblicos, extraídos de “La Carta Extraviada”: “Si hay caminos, desde el tuyo el mío no se ve. Hasta nunca”.

Sé que he llevado la respuesta a un plano más general, que trasciende de la problemática educativa, pero me ha parecido que podía constituir casi el marco para mis posteriores respuestas. Un hiato insalvable, un abismo, separa la lógica del discurso que “solicita” escuelas públicas, educación reglada de calidad, etc., y el espíritu de la crítica anti-pedagógica, que apunta a una denostación absoluta de toda forma de escuela, a una desescolarización del pensamiento como premisa de la desescolarización de la sociedad. Entre ambos polos no es posible el menor consenso, pues se parte de presupuestos radicalmente enfrentados; estamos ante el líquido que se encuentra con el sólido, ante la conflictividad conservadora que no puede admitir la insumisión, ante los muy “sistematizados” reformadores-humanizadores del Capitalismo que en última instancia no pueden comprender la voluntad de destrucción de lo dado. Las luchas por una escuela pública de calidad son, en rigor, luchas de Estado, movilizaciones orquestadas por el poder para remozarse, para modernizarse, para gestionar la inquietud de la población, agitarla incluso, de manera que reclame lo que el demofascismo contemporáneo está deseando dar: Escuelas Reformadas, Educación Pública de inspiración libertaria, Pedagogías blancas en las que la coerción se invisibiliza y el estudiante parece llevar las riendas del engendro,… Lo dejo aquí, porque espero volver más adelante sobre este asunto…

¿ Qué prácticas de sabotaje pueden surgir a partir de una pedagogía crítica, o incluso una antipedagogía, que no termine siendo recuperada por el entramado educativo estatal-capitalista?

Frente al Reformismo Pedagógico, la anti-pedagogía se revuelve en un doble plano. Al interior de la Escuela, y contra la renovación progresista de los métodos, propone, desde luego, la práctica del sabotaje, de la no-colaboración, de la destrucción incluso. Esta práctica, que incumbe en primer lugar al estudiante, en tanto “víctima” del dispositivo, pero en la que también pueden incidir los profesores que hayan caído en las redes de la institución y deseen huir de ahí a medio plazo (por lo que aún pueden aspirar a concebir un “recorrido” subversivo, desestabilizador), presenta una índole inequívocamente “ludista”, y comparte con el movimiento de los destructores de máquinas su criterio de legitimidad y sus límites efectivos. Que desde el ludismo, sin más, no se pueda cambiar el mundo, no se pueda concebir una alternativa a lo dado, etc., es una crítica vieja, procedente de las estructuras burocráticas de los partidos y de los sindicatos, que oculta lo fundamental: el ludismo nunca pretendió erigirse en una metodología para la re-invención de la sociedad, como ciertamente tampoco lograron los partidos y sindicatos (que sí proclamaban pretenderlo), sino que se presentaba a sí mismo como un signo de rechazo, como un No mayúsculo, como una manifestación simbólica de la máxima desafección hacia el orden tecnológico-productivista del Capitalismo. Así lo han entendido, en nuestros días, autores como Maffesoli o Baudrillard, interesados también en señalar a dónde han llevado aquellas otras prácticas (políticas, sindicales) que descalificaban el ludismo como expresión “irracional”, “infantil”, “no-reflexiva”: nos han llevado al demofascismo, al reformismo corporativo más trivial, al cinismo socialdemócrata, a la coerción burocrática del comunismo,…

Como emblema de esta práctica del sabotaje en las aulas, que no pretende cambiar la educación reglada, sino manifestar el odio a toda forma de escuela, he citado a menudo a Heliogábalo, el “anarquista coronado” que soñó Artaud. Se trata de un ejercicio lúdico-poético del desmantelamiento, una práctica quizás esquizo-artística, que no puede fundamentarse racionalmente. Tiene más que ver con la lucidez de la locura que con la locura de nuestra Razón; y remite al ámbito del juego, de lo gratuito, de lo simbólico. Perseveré en ella mientras me propuse, en mis primeros años de docencia, la “conquista de la expulsión”; y la entiendo como un activismo temporal, con fecha de caducidad, que se desarrolla en un “mientras tanto”, en el seno de un “recorrido” que, para el caso de profesorado anti-capitalista, debería desembocar en el abandono del aparato educativo. Al interior de la Escuela, la anti-pedagogía ha hablado, pues, de ludismo y de un recorrido subversivo que precede a una retirada, a un “colgar los hábitos”.

Al exterior de la Escuela, la anti-pedagogía propone el reforzamiento de todas las instancias de educación comunitaria y de auto-educación que se desarrollan al margen del Estado, desde la no-oficialidad: ateneos, centros sociales, bibliotecas alternativas, colectivos libertarios, etc. Se trataría de reforzar ese adversario tradicional de la Escuela, que a veces se nombra “la calle”, contra el que los aparatos educativos oficiales se baten desde siempre, pretendiendo, sin éxito, monopolizar la producción y circulación del saber. Decía Querrien que la escuela es una “anti-calle”; y es verdad que, siendo la educación un proceso etéreo que ocurre todos los días y en todos los lugares (la educación “sucede”), sin faltar jamás a la cita de cualquier interacción social, de cualquier intercambio simbólico, la “escolarización” ha pretendido pesquisarlo, administrarlo, encerrarlo entre los muros cartesianos de las aulas. Contra esa pretensión, la anti-pedagogía promueve el ensanchamiento y la profundización de la retícula cultural no-estatal, la vigorización de todos los ámbitos en los que la educación se da de hecho, en los que el saber se suscita o se transmite. Muestra por ello una enorme simpatía hacia determinadas esferas, que comparten ese carácter no-estatal: la educación comunitaria indígena, la educación tradicional de los entornos rural-marginales, la educación de los pueblos nómadas (como los gitanos), la auto-educación, la educación alternativa no-institucional, etc.

Esta educación efectiva que “ocurre” fuera del ámbito institucional no es, desde luego, una educación en sí misma “liberadora”, pues se haya constituida por cierta ambivalencia sustancial, y arrastra la mácula de la sociedad en cuyo seno se desenvuelve; pero, precisamente por su naturaleza menos “pesquisable”, menos “administrable”, dirigible, controlable, sí es el espacio en el que cabe luchar para alentar propósitos “liberadores”. Por eso sostengo que no existe una “pedagogía libertaria”, pues lo libertario es el objetivo, la aspiración, hacia la que se orienta la anti-pedagogía.

Educación y escolarización

Me gusta distinguir entre “educación” y “escolarización”. Como os decía antes, la educación “pasa”, “sucede”, “ocurre”, “acontece”… En cualquiera de sus acepciones (como transmisión del saber, como difusión de la cultura, como moralización de las costumbres, como socialización de la población, como proceso de subjetivización,…), la educación se da siempre y en todas partes. En este sentido, ni siquiera admite deconstrucción… Otra cosa es la “escolarización”, entendida como estrategia de reclutamiento de la educación (para los fines de la máquina política y económica), de administración de la misma. La Escuela ejerce, pues, una verdadera “policía” de la educación, lo que no significa que la educación, en sí misma, sea “pura”, “inocente”, “liberadora”…

“No existe documento de cultura que no lo sea a la vez de barbarie”, anotó W. Benjamin, refiriéndose a las sociedades de clase. Y estoy de acuerdo: en nuestras sociedades, por ello, también la educación arrastra la mácula del dominio, del poder, de la subordinación forzada, de la escisión en la población. Y no puede escapar por completo al despotismo del mercado, a la tiranía del valor de cambio. Por decirlo en términos de Foucault, la educación es uno de los ámbitos en los que el poder se ejerce; se halla atravesada, de lado a lado, por relaciones de poder y de dominación.

Pero, en este punto es conveniente introducir un matiz, que debemos asimismo al “último” Foucault: existe una diferencia estructural entre las “relaciones de poder”, que se dan en todos los momentos de la sociabilidad humana (famila, pareja, círculos de amistad, etc.) y las “relaciones de dominación”, que caracterizan a las instituciones, a los aparatos del Estado. En el terreno de las “relaciones de poder” cabe siempre una reversibilidad, un margen de defensa, una posibilidad de resistencia, que están excluidas en el ámbito de las “relaciones de dominación”. Se dan relaciones de poder entre dos amantes, entre un padre y un hijo, entre dos amigos,…; y se producen relaciones de dominación en nuestras cárceles, en nuestros cuarteles, en nuestras fábricas, en nuestras escuelas,… Una relación de poder se establece siempre en el vínculo maestro-discípulo, y una relación de dominación caracteriza a la interacción profesor-alumno. Mientras el discípulo puede “resistirse”, hacerse valer, abandonar incluso a su maestro; el alumno está absolutamente a merced del profesor. Donde la relación se cosifica, se institucionaliza, se oficializa, se suelda al Estado, como en el caso de la Escuela, sobrevienen las relaciones de dominación. Pero en aquellas otras esferas educativas no-estatales, en aquellos otros escenarios donde la educación acontece al margen de las instituciones, afloran simples relaciones de poder, que son reversibles, aminorables, confrontables…

En sus últimos escritos, Foucault escapa al idealismo negativo que casi sugería en sus obras clásicas (el poder es universal, absoluto, invencible; nada se puede hacer contra la dominación; estamos “sujetos” desde casi siempre y para siempre), y que tanto le criticara Baudrillard, para sostener que, justamente por la naturaleza “abierta” de las relaciones de poder, cabe aún desplegar una “lucha ético-política” por su atenuación, reversibilidad, desaparición. En mis recientes trabajos, sostengo que esa perspectiva del último Foucault, retomada por los críticos de la biopolítica, puede verse como una actualización de la ética libertaria (late en la antropología de Bakunin, en la heterotopía de Kropotkin, en el individualismo sublevado de Stirner,…) y apunta hacia una divisa que palpitaba también en los quínicos de la Antigüedad: la auto-construcción ético-estética del sujeto para la lucha. Creo que allí donde la educación escapa del control institucional, allí donde no se arrodilla ante el Estado y el Mercado, en todas esas redes a las que me refería antes (centros sociales, asociaciones culturales, bibliotecas libertarias, ateneos, etc.), es posible aquella “lucha ético-política” por la debilitación de la relaciones de poder, cabe estar atentos ante los rebrotes de la imposición y combatirlos, registrar las relaciones de subordinación y neutralizarlas. Escenario de una lucha ético-política por la atenuación o suspensión de las relaciones de poder, ese ámbito educativo informal, no-reglado, es también, en mi opinión, una herramienta imprescindible para la auto-construcción del sujeto en resistencia.

El relato occidental de la Emancipación se quedó, en efecto, sin “sujeto” (ni los trabajadores, ni los estudiantes, ni los marginados, ni los pueblos del Sur, ni…, estiman ya que les compete una Causa tan sublime); y raya en la infamia pretender “construirlo” desde fuera, como una fuente luminosa de Verdad, como un Demiurgo, un Super-pedagogo “conscienciador”, una Vanguardia. Ante este vacío, cabe aún apostar por la auto-construcción del sujeto para la lucha; y a ello puede ayudar una retícula cultural informal que se presente como mera herramienta para la auto-educación, auto-formación, del individuo y/o de la comunidad.
No cabe dar “recetas” o “instrucciones de montaje” para esa red, para el modo de contrarrestar las relaciones de poder (y no de dominación) que aflorarán en su seno. Pero algo sabe de ello la tradición libertaria: evitar estructuras verticales, distribuir de manera equitativa las posibilidades de intervención, excluir privilegios o exenciones, mantener a raya los personalismos avasalladores, no dejarse inficionar por los tentáculos del mercado,… Creo, también, que tenemos mucho que aprender, a este respecto, de determinados pueblos indígenas, de sus asambleas, de su constitución (a)política, de su educación comunitaria, de su conformación de la vida cotidiana. Tanto para América como para África, disponemos ya de valiosos estudios (pienso en la obra de Clastres, de Jaulin, de S. Mbah, de Molina Cruz, etc.) Y resultan también muy interesantes las pautas de socialización de los pueblos nómadas, como atestigua el cine de Gatlif o la prosa de Félix Grande, por ejemplo.

La escuela parece encargarse de reproducir el discurso univocista, que permite la occidentalización de toda forma de vida en desmedro de la diferencia, y a favor de la docilidad y mimetismo de toda comunidad que resiste ante la captura acelerada por parte del capitalismo hegemónico. Nos interesaría que desarrollaras un poco la manera en que, en el marco de lo que has señalado como demofascismo, las escuelas tienden a integrar minorías étnicas, sirviendo como aparatos de captura de saberes subalternos. La cosa es, según tu perspectiva, ¿la escuela solo neutraliza y destruye estos saberes, o además tendería a recombinarlos en función de hacerlos productivos? ¿De qué manera podríamos entender este proceso?

El fenómeno que me señaláis lo interpreto como una manifestación más del proceso general de disolución de la Diferencia en mera Diversidad. Por este proceso, que constituye, en efecto, uno de los rasgos definidores del demofascismo, la diferencia cultural no es meramente abolida, clausurada, extirpada, sino “recuperada” bajo una facia menos peligrosa. En términos de Bauman, se trataría de una estrategia “fágica”, asimiladora.

La cultura dominante, sirviéndose de la Escuela, y en el contexto de la ideología y las prácticas “multiculturales” (o “interculturales”), realiza una lectura interesada, de nuevo “policial”, de la cultura otra, desplegando a su propósito lo que Foucault llamó un “orden del discurso”, basado siempre en un trabajo doble de exclusión y de inclusión. Este proceso es en gran medida inconsciente, pero no enteramente inconsciente.

Quiero decir que, por un lado, deviene como consecuencia de una impotencia característicamente occidental, de un déficit congénito de nuestra cultura, que se halla incapacitada constitutivamente para aprehender la diferencia. Los conceptos que históricamente han construido la mentalidad occidental, desde su origen greco-romano y con su tamiz cristiano, reelaborados por la Ilustración, abocan, por su definición universalista, abstracta, trascendentalista, por el juego de idealismos y teleologismos que los constituyen, a una incomprensión radical de la alteridad concreta, de la otredad empírica. Por decirlo llanamente: no vemos al otro, porque nos vemos a nosotros mismos en todas partes. Dussel habló, a este respecto, y para la fecha-hito de 1492, de “el encubrimiento del otro”. Pero, al mismo tiempo que no podemos comprender el nódulo de la diferencia cultural, tenemos un interés inmenso en velar, en ocultar y/o tergiversar, aquellos aspectos explícitos, elocuentes, que el otro porta y se nos antojan amenazantes para nuestras convicciones, para nuestras seguridades. Siempre recuerdo, en este punto, un bonito ensayo de J. Larrosa: “¿Para qué nos sirven los extranjeros?”.

Os pongo un ejemplo: hemos reconocido que los indígenas mesoamericanos son reacios a la propiedad privada y a la democracia representativa, porque era imposible no percibirlo. Pero no quisimos ver que eran también hostiles a la Escuela y que tenían su propia modalidad educativa comunitaria. “Ocultamos” la educación comunitaria indígena y “decretamos” que no tenían educación. Como no tenían educación, había que llevarles la Escuela, que, de paso, destruye los usos educativos tradicionales. Resultaba amenazante, peligroso, para una sensibilidad occidental, asumir que, durante siglos, comunidades enteras hayan socializado a la población, difundido el saber, moralizado las costumbres, transmitido la cultura, etc., sin consentir que sus niños fuesen encerrados ni un minuto al día, ahorrándoles la tortura de las aulas. La simple posibilidad de una educación sin Escuela nos dejaba sin argumentos para seguir justificando el enclaustramiento doloroso de la infancia y de la juventud. Así que “escondimos” la educación comunitaria indígena y tergiversamos todo el conjunto de mitos, leyendas, rituales,…, que no pueden entenderse en abstracción de su función educativa. La Diferencia cultural se convierte de esta forma en Diversidad (distintas versiones de Lo Mismo), conservando un conjunto de signos “particulares”, una variedad en los aspectos, en las presentaciones, notas llamativas en lo empírico, pero sancionando la aniquilación de sus fundamentos, de su núcleo, de sus rasgos definitorios, constituyentes, idiosincrásicos. Y esta Diversidad, en la que ya no habita el peligro, inofensiva, “neutralizada”, será la que asome por las aulas, la que se cuele en los currículos, la que se proclame “respetar”. De paso, y como sugerís, será refuncionalizada y rentabilizada: valor cultural, valor ideológico y valor económico. Ingresa así en la “industria cultural”, y vive la vida de los objetos de consumo. Como todo objeto de consumo, lo recordaba Girardin, nos asalta también con una serie de postulados, de significaciones, de sublenguajes y metalenguajes, de discursos adheridos, connotativos, que lo erigen en “vector de demagogia”. Los objetos que consumimos no paran de hablarnos; y lo que nos cuentan es la ideología del Sistema, su principio de realidad. Y es de esta forma como incorporamos la diferencia cultural, degradándola en tanto diversidad, siempre viendo el modo de que nos justifique, siempre como expediente de racionalización (auto-legitimación). Hemos desplegado esta operación ante la diferencia indígena, ante la idiosincrasia gitana, ante la especificidad rural-marginal, ante el Islam por supuesto,… Cabe colectar indicios de que una estrategia tal está gravitando también sobre la singularidad de la contestación libertaria.

La experiencia de la escuela zapatista

El zapatismo institucional solo podía justificar, con seriedad, la escolarización de sus bases esgrimiendo dos argumentos: que los mismos indígenas la demandaban y por razones tácticas. El primer argumento es sólido, pues remite a una carencia o a una sensación de carencia, a una “necesidad”. Pero se trata de una necesidad “inducida”: en la medida en que la comunidad indígena ha sido asaltada por el Estado y por las relaciones económicas capitalistas, dejando de ser plenamente independiente en lo político y autárquica en lo económico, los indígenas sienten que necesitan saber, por ejemplo, castellano y matemáticas, para evitar humillaciones, fraudes en sus intercambios, explotaciones, engaños… Si la comunidad ya ha sido infectada por el virus de la globalización capitalista, muchos verán en la Escuela también una herramienta para facilitar su emigración, su marcha, con unas garantías mínimas, a las ciudades o al extranjero. La demanda de Escuela es, entonces, un signo de la decadencia de la organización comunitaria, una señal de su postración ante el Capital y el Estado. Chiapas zapatista se estaba convirtiendo en algo no demasiado distinto de un Estado, que no dejaba de estar en otro Estado, y las relaciones económicas de signo capitalista habían deteriorado ya enormemente las tradicionales formas indígenas de ayuda mutua y cooperación…

El segundo argumento es de orden táctico: la experiencia zapatista estaba fracasando en el orden material, pues no lograba el desarrollo a que aspiraba, a pesar de la ayuda internacional, del turismo revolucionario, de la industria occidental de la solidaridad en suma. Cada vez era mayor el número de indígenas zapatistas que abandonaban la causa de la autonomía y regresaban al redil del Mal Gobierno, que les aseguraba unos niveles de vida superiores. Lo comprobé personalmente… En este contexto, una Escuela fuertemente adoctrinadora ?se pensó? podía servir de contrarresto, podía ralentizar el éxodo. Para los métodos, se partió del progresismo pedagógico, del reformismo libertario, en la línea de las Escuelas Libres, de las pedagogías no-directivas… Y, en lo relativo a los temarios, no se disimuló demasiado el propósito proselitista, con una inflación escandalosa de contenidos auto-justificativos, casi como en un recordatorio de las viejas escuelas estalinistas. Se trataba, por razones tácticas, estratégicas, de reforzar la ideología zapatista, de difundir los principios del movimiento, de afianzar la Causa.

El precio que se pagó por ello ha sido enorme: el sacrificio de la educación comunitaria tradicional; la aparición de jerarquías de hecho (el “promotor” de educación pronto asumía un rol privilegiado en la comunidad, parcialmente exento de determinadas tareas físicas por el tiempo que dedicaba a preparar las clases; era, además, el único cargo no-rotativo, no siempre “elegido”, que no necesitaba ganarse la estima de la comunidad); la agravación de la intoxicación cultural (pues la Escuela es, en sí, la cifra de la cultura occidental); el dolor de los niños, no habituados al “encierro” y a la “imposición” (aunque se dulcifique con juegos y se esconda tras las asambleas),…

Yo estimo que la Escuela es un elaborado anti-indígena, una amenaza terrible para la idiosincrasia de los pueblos que la aceptan por motivos tácticos o como señal de decadencia. Creo que una comunidad se defiende mejor a sí misma si arraiga en sus propias modalidades educativas, si estudia el modo de adecuarlas a los nuevos contextos, de reorientarlas bajo la presión de ciertas “necesidades”. No me parece “imposible” que los niños aprendan, por ejemplo, las matemáticas occidentales, si es lo que desean, desde los parámetros informales de la educación comunitaria, pues son muchos y muy variados sus procedimientos. No hay necesidad de “escuela” para ello, ni de un edificio específico, ni de “monitores” o “facilitadores”, ni de métodos artificiosos, ni de recaer en una suerte de gregarismo infantil bajo coacción,…

Autoconstrucción

Entiendo las dudas que puede suscitar un rechazo absoluto, incondicional, de toda forma de Escuela, con independencia del contexto en el que se desenvuelve, del conflicto en el que se inserta, de lo que Gramsci llamaría la “relación de fuerzas”. Pero yo no soy un “estratega”, y no puedo concebir la escuela como un mero “medio”, justificado o no por la excelencia del “fin” que se propende. Para mí la escuela es siempre el “fin”, en el doble sentido de la palabra: propósito que se persigue y término, muerte, acabamiento de lo que había en su lugar. Aunque, circunstancialmente, pueda verse como “conveniente”, o hasta “necesaria”, de cara al logro de una buena causa, lo que llamaríamos “costes humanitarios” o “daños colaterales” de la escolarización son siempre de tal magnitud que ningún bien puede compensarlos.
Pertenece a la vieja razón política, que inspiró tanto Auschwitz como Siberia y que se ha remozado en Guantánamo, estimar que la belleza y dignidad de los fines puede justificar la depravación de los medios. Y por eso se puede hablar hoy de “Guerras Humanitarias”, de “Tropas de Paz”, etc. Pero, ante la crisis de ese paradigma, nos enfrentamos a una situación en la que ya no hay fines, en la que el medio es el fin, en la que solo tenemos medios. Y los medios deben ser evaluados en sí mismos, desde la perspectiva de aquella “lucha ético-política” a la que me he referido antes, una lucha por la atenuación o supresión de la relación de poder.

Desde que la Utopía perdió su inocencia, como acuñó Sloterdijk, desde que nos quedamos sin sujeto de la transformación (porque tampoco el indígena es el sujeto que anhelamos, como él mismo nos recuerda: “nosotros no somos un universal, nosotros no somos la esperanza de nadie”, dijo, en el Congreso de Filosofía Joven de Granada, un indígena colombiano), desde que en nosotros el Sistema se hizo carne “y somos, cada uno, el Sistema non-stop”, la posibilidad misma de la crítica, fundamento de la lucha, depende de una labor personal de descodificación, de des-programación, un arrancarse el Sistema como jirones de la propia piel, que he nombrado “auto-construcción” y que nos impediría tolerar una labor de fragua metódica del carácter como la que se desarrolla en toda escuela, da igual que se predique para la forja del Hombre Nuevo o para la conservación de un saludable Hombre Viejo. Ha llegado la hora de no consentir más “hacedores de hombres”, hora de des-hacernos y de re-crearnos, porque lo que somos, a día de hoy, es horrible.

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