LATINOAMÉRICA: GOBIERNOS PROGRESISTAS Y LA ALIANZA CON LA INDUSTRIA DE LA TORTURA

La tortura en América Latina y el Caribe tiene una larga y fecunda historia. Sin entrar en detalles, podemos decir que llegó con los conquistadores europeos y se asentó en estos territorios de la mano de la Iglesia. De hecho, uno de los logros de la lucha independentista y liberal del siglo XIX fue deslegitimar la tortura, identificándola con el oscuro pasado colonial y católico.

Ocasionalmente, durante el siglo XIX y principios del XX, golpes militares y revueltas revolucionarias traían consigo la práctica de la tortura en el ámbito urbano (para indígenas, afro-descendientes y campesinos, la tortura nunca dejó de ser una herramienta usada en su contra). Después, la Segunda Guerra Mundial dejó como legado la profesionalización de la tortura; la experiencia adquirida allí por las fuerzas armadas, servicios de inteligencia y las academias de los vencedores y vencidos, fue sistematizada y rediseñada en función del conflicto bipolar entre el occidente capitalista y el oriente estatista (resumen maniqueo de las historias oficiales).
La tortura en América Latina fue el expediente para-jurídico preferido en la «lucha contra el comunismo y el anti-patriotismo» y el instrumento más usado para obtener información por parte de la inteligencia militar y civil, en las «guerras sucias» que desde fines de los años ’40 fueron sembrando América Latina y el Caribe de cadáveres insepultos, de desapariciones y de personas sufrientes psíquicas convalecientes de tortura. Por su uso masivo, sirvió para mantener a la población controlada bajo el terror. Asentó asimismo la sensación de impunidad con que las fuerzas armadas y los civiles sostenedores de las dictaduras se retiraron a vivir en nuestras apacibles «democracias transicionales (y neoliberales)» que comenzaron en los años ochenta y se extienden hasta hoy. Asentó esta sensación debido a que muchos de los líderes políticos que dirigieron los gobiernos transicionales, habiendo sufrido personalmente la tortura, abandonaron la exigencia de justicia y reparación en ese tema. Es decir, cedieron graciosamente a favor de la impunidad y del «aquí no ha pasado nada».

Por otra parte, la importante lucha que durante las dictaduras se hizo contra la práctica de la tortura, a favor de su penalización y el enjuiciamiento de torturadores y torturadoras, fue minusvalorada, subjerarquizada y postergada en pro de un cierre rápido de los temas de «derechos humanos», limitándose los gobiernos democráticos a buscar un poco de verdad y nada de justicia en los casos de muertes y desapariciones exclusivamente, desechando el investigar siquiera el tema de torturas.
La tortura, hasta hoy, no ha sido un tema que tenga peso en la revisión crítica de la historia contemporánea de América Latina y el Caribe. La escuela de la tortura en las fuerzas armadas y policiales de la región nunca fue investigada; la práctica de la tortura persiste hasta hoy en el ámbito de la represión a los movimientos y luchas sociales y más sostenidamente aún en la persecución de la delincuencia común.

Los gobiernos del amplio espectro de la nueva izquierda que hoy es mayoría en América Latina y el Caribe, reforzaron la relación con las fuerzas armadas bajo un acuerdo político que podemos resumir en algunas premisas fundamentales:

– Retiro programado de los militares más problemáticos por su involucramiento en las dictaduras
– Aceptación tácita del discurso de «excesos de algunos» refiriéndose a las prácticas institucionales de las FFAA y del Estado de violación sistemática de los derechos humanos, incluso pese a las peticiones de perdón estatales por el daño causado.
– Reforzamiento de la autonomía institucional de las FFAA bajo el concepto de «modernización y profesionalización», que ha implicado reducción de personal, aumento del gasto militar, renovación de armamentos y -bajo el tema «globalización» y «responsabilidad ética global»- participación en invasiones y saqueos de países intra y extra-regionales (Haití, Timor, Irak, ex Yugoslavia, etc.)
– Fortalecimiento de la industria militar y de seguridad, incluso con convenios intra-regionales de producción de armamentos y de soportes de armas. Incluye el apoyo al crecimiento de la industria mercenaria paramilitar disfrazada bajo el concepto de «empresas de seguridad».
– Militarización de las policías, siguiendo el ejemplo de Carabineros de Chile
– Policialización de las FFAA, siguiendo el ejemplo de Brasil, mediante invasiones militares a las favelas de Río de Janeiro.
– Destaque del tema «inseguridad» para reforzar y sostener políticas de criminalización de las luchas y los movimientos sociales.

Bajo estos acuerdos, subyace la negativa de los gobiernos transicionales a revisar la formación que reciben las fuerzas armadas y de orden, acordando tácitamente dar continuidad al histórico conocimiento que tienen militares y policías en el uso de la tortura como práctica policial y de inteligencia.

La izquierda gobernante, no sólo no ha desmentido este acuerdo histórico que nos permite hablar de una alianza entre la izquierda civil y el poder militar, sino que lo ha ampliado usando argumentos soberanistas y anti-imperialistas. La tortura se sigue practicando y ejerciendo, con el consentimiento público atemorizado por las campañas mediáticas que afectan al imaginario social de nuestra América Latina y el Caribe.

El traspaso del poder ejecutivo a la derecha (como en el Chile de Piñera y en el Buenos Aires de Macri), ha dejado en evidencia que ese compromiso sordo con la tortura de la izquierda gubernamental sólo sirvió para que la derecha en el poder la use con más descaro y menos pudor. La falta de compromiso de la izquierda con un componente civil y social en las políticas y administraciones de defensa y seguridad han significado, en la práctica, facilitar aventuras golpistas como en Honduras y Ecuador.
Un fuerte componente de la lucha antimilitarista es no ser cómplices ni complacientes con la práctica oficial ni para-oficial de la tortura, tampoco con los gobiernos que las amparan. El desarme y la desmilitarización social incluyen la abolición de la práctica y el conocimiento de la tortura.

Pelao Carvallo
Asunción, Paraguay. Octubre 2010

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