EN BARCELONA LA PARTICIPACIÓN DA EL CANTE

Sabemos que cuando una palabra es capturada por el poder, es difícil que vuelva a tener sencillez y claridad. Nunca más podremos hablar de «solidaridad» sin que el fantasma de las ONG ensucie un concepto que fue revolucionario. La misma tergiversación se da cuando las instituciones utilizan el término «participación ciudadana».

Este texto es un análisis/reflexión a partir del dossier de materiales «A Barcelona la participació canta!», que elaboramos en Barcelona entre 2006 y 2007. El dossier fue fruto de un largo proceso de trabajo colectivo en el cual se implicaron diferentes personas, la mayoría personas que durante años habíamos luchado contra actuaciones municipales en barrios como Poble Nou, Santa Caterina, el Raval, Bon Pastor, la Barceloneta y muchos otros territorios metropolitanos.

La «Ley de Participación Ciudadana», aprobada en 2002, establece la obligación legal de que determinadas actuaciones urbanísticas no puedan aprobarse sin un «proceso participativo», que la administración está obligada a realizar. Sin embargo, tanto los técnicos encargados de la realización de este proceso como muchos de los habitantes de las áreas afectadas saben bien que la administración está dispuesta a ceder sólo en aspectos muy marginales del proyecto que va a aprobarse. Así que el proceso participativo acaba siendo poco más que una escenificación, burocratizada e hipócrita, que consigue implicar sólo a una parte muy pequeña de la población afectada, ofreciendo no alternativas reales sino matices de decisiones ya tomadas.

Mediante estos procesos, la administración no sólo consigue legitimar unos planes impuestos desde arriba revistiéndolos de un consenso social aparente, sino también debilitar las redes sociales del barrio y las relaciones entre los diversos grupos de convivencia en el ámbito local. Esto resulta especialmente peligroso en los casos de oposición vecinal más resistente y arraigada en el tejido social del barrio, en que incluso las redes sociales en las que se vehiculan las resistencias resultan afectadas.

La administración muestra publicitariamente estos procesos, tanto hacia el barrio afectado como hacia el exterior, como una garantía de democracia y de gestión «de izquierda» de la ciudad. En realidad, el modelo Barcelona se sustenta en la inclusión del capital privado en los proyectos públicos, en un proceso que genera empresas específicas, con capital mixto (público y de grandes empresas con intereses immobiliarios y especulativos). Este sistema produce un modelo urbano que aúna el capital público y privado hasta hacerlos difícilmente distinguibles[[Se constituyen sociedades gestoras de los grandes proyectos urbanísitcos como por ejemplo FOCIVESA (en el Raval), pública al 57%, en que el resto es de BBVA, La Caixa, Caixa de Catalunya, SABA y Telefónica. Estas sociedades disfrutan de las ventajas de las instituciones públicas (compra de suelo, expropiaciones) y de las empresas privadas.]].

Ante esta situación, evidente en muchos de los barrios en que nosotros vivimos o nos implicamos políticamente, surgió la necesidad de desenmascarar el engaño institucional, creando materiales que pudiéramos compartir a través de un trabajo colectivo basado en la transmisión mutua de experiencias, para que las iniciativas populares no caigan siempre en las mismas trampas.

Un modelo devora a una ciudad

Para entender por qué el término «participación ciudadana» entra en los discursos municipales, habría que tener en cuenta qué supuso la percepción local del «Modelo Barcelona» a partir del 2000. Bajo la brillante apariencia de éxito imparable de una operación urbanística y económica -iniciada en los 90- que supuso transformar una ciudad desindustrializada -con una importante periferia obrera y un centro urbano degradado- en un escaparate-producto de consumo, empieza a evidenciarse un descontento social que cuaja en asociaciones y colectivos en diversos barrios, donde este proceso de transformación constante se percibe como una amenaza; las transformaciones urbanísticas sacrifican las relaciones comunitarias y las necesidades más próximas en nombre de un progreso urbano que a menudo no disfrutarán esos habitantes, expulsados por expropiaciones, mobbing immobiliario o simplemente por la imposibilidad de acceder a una vivienda tras décadas de reivindicaciones por mejoras en su entorno.

Los grupos, asociaciones y procesos de lucha vecinal a partir de esa época son variados, conformados por diversos sectores; grupos heterogéneos y de muy distinto signo político. Es importante el surgimiento en 2002 de la Plataforma Veïnal contra l’Especulació, que agrupa a una serie de colectivos, asociaciones vecinales y otras de afectados por diversos planes urbanísticos. Se pone sobre la mesa el descontento ante la creciente dificultad de acceso a la vivienda, el enfoque empresarial de las actuaciones municipales, la transformación del centro en un parque temático de ocio nocturno, la represión policial…

Entre 2002 y 2003 la ciudad se encontraba en plena transformación urbanística anterior a la celebración del macro-evento-farsa «Forum de las Culturas». Con la excusa del Forum, el alcalde Joan Clos aprovechó para realizar una monumental gentrificación del barrio industrial de Poblenou, que intentó convertir en un «distrito tecnológico» bajo el nombre de «22@». Se trataba de una recalificación masiva de 200 hectáreas de terrenos industriales para la construcción de oficinas, hoteles, edificios «estrella» (como la Torre Agbar de Jean Nouvel) y pisos de «alto standing». Al mismo tiempo, en el sector oriental del centro histórico, la recalificación radical del antiguo mercado de Santa Caterina y de las zonas de alrededor supuso la aparición de una enorme zona vacía, un «gueto» de escombros y marginación en pleno casc antic, que recibió el nombre de «Forat de la Vergonya», agujero de la vergüenza. La demolición progresiva de los barrios antiguos de Barcelona avanzaba con la misma rapidez de la erosión de la sierra de Collserola, generando una situación colectiva de emergencia tanto en los extremos del área metropolitana como en el centro de la ciudad.

En muchas de las áreas afectadas, después de una fase ligeramente conflictiva, los planes del Ayuntamiento acabaron recibiendo el apoyo de las Asociaciones de Vecinos oficiales. Los procesos de aprobación de los planes estaban basados en la elección previa, por parte de las instituciones, de aquellas asociaciones o entidades a los que se reconocía legitimidad (a menudo dependientes de subvenciones), lo cual generó una exclusión sistemática de todos los grupos vecinales que no entraban en ese juego. Así que, al cabo de pocos años, en muchos barrios de Barcelona se creó una polarización: entre la Asociación de Vecinos de Poblenou y la Coordinadora contra el 22@; entre la Asociación de Vecinos del Raval y la Coordinadora contra la especulación del Raval; entre la Asociación de Vecinos de Bon Pastor y la Asociación Avis del Barri, por nombrar algunos casos.

Nos gusta la paella en la calle (la participación real)

En ese momento, en el barrio de Santa Caterina, un barrio del casco antiguo, de memoria obrera y degradado desde hacía décadas por la falta de inversión pública (tengamos en cuenta que la degradación urbana previa es un paso necesario para las intervenciones gentrificadoras), empezaba una experiencia que sí podemos llamar con todas las letras «participación». Un solar abierto por los derribos de antiguos edificios que debían dar paso a nuevos lofts de diseño, en el que estaba prevista la instalación de un parking, fue tomado por un grupo de vecinos para construir colectivamente una plaza, empezando una experiencia horizontal y autogestionaria que resistió fortalecida a la represión constante: por ejemplo, tras una carga policial salvaje contra una plantada reivindicativa, el Ayuntamiento rodeó la plaza con un muro de varios metros de altura. Ese muro fue destruido en una manifestación multitudinaria, y el colectivo del Forat resistió a peticiones de varios años de cárcel tras la manifestación.

La plaza del Forat de la Vergonya se convirtió en un espacio central del barrio. Poco a poco se fueron realizando huertos colectivos, una zona de juegos infantiles, una fuente, un escenario para las actividades… Se realizaron jornadas de debate, fiestas populares, películas, exposiciones… Todo se planeaba y decidía en la asamblea semanal, en un proceso totalmente autogestionario, y la plaza fue un símbolo colectivo (trascendiendo el ámbito del barrio) de lo que supone una experiencia participativa real.

También hemos visto en otros barrios cómo el horizonte colectivo del barrio y la ciudad daba un signo a los procesos participativos de barrio completamente diverso al de las instituciones. Frente a la elección de aquellos representantes adecuados para negociar correctamente, se intenta implicar a cuanta más gente sea posible, sin rehuir conflictos sociales o personales. A diferencia de las comisiones de seguimiento (que, como su nombre indica, «siguen» un proceso que no está en sus manos), las luchas populares se organizan en asambleas que sí tienen un poder real de decisión sobre el transcurso de las movilizaciones y las actividades. Se reclama un poder real de decisión acerca de cómo se quiere vivir, rechazando el chantaje constante que fuerza a aceptar los planes urbanísticos ya definidos como única forma de solucionar problemas existentes.

La búsqueda de espacios de encuentro entre vecinos es en general constante: centros sociales, locales de asociaciones, pero, sobre todo, se potencia la calle y las plazas como espacio social; se organizan paellas y comidas populares, juegos infantiles, debates, charlas… Todo esto tiene una especial significación en un contexto político en que el urbanismo de plazas duras y cesión del espacio público a los intereses privados (terrazas) y la entrada en vigor de la Ordenanza del Civismo, acompañada de un discurso político cada vez más represivo con la vida social, llevan (de la mano de otros factores) a una ciudad cada vez más individualizada y a la pérdida de la vida en comunidad de los barrios.

Los tiempos del debate son absolutamente diversos. Para que un proceso de decisión colectiva sea real, debe tener sus propios tiempos y no unos marcados por la consecución de objetivos inmediatos, y menos aún si éstos están dictaminados por un poder externo. Es necesario, cuando se busca que las decisiones sean horizontales y consensuadas, seguir unos procesos que se adapten al ritmo de una comunidad en continua transformación. A menudo se hace necesario tomar un tiempo de reflexión, volver atrás para insistir en aspectos que no se han reforzado lo suficiente, o cambiar de metodología e incluso replantear los objetivos.

Los procesos horizontales siguen los tiempos cotidianos de las personas, y también sus espacios; se intercambia información y se comparten ideas en la plaza, en el mercado, en los bares de siempre. Son procesos a escala humana que se nutren de las redes sociales existentes e intentan reforzarlas (sabiéndose amenazados por unos poderes políticos que no sólo impulsan en general un modelo de ciudad que acentúa la individualización, sino que también debilitan esas comunidades durante el conflicto urbanístico concreto; es frecuente, por ejemplo, que en los procesos de expropiación las condiciones sean ofrecidas individualmente a cada vecino pidiéndole que no le diga nada a los demás).
Otra característica de estos procesos, a menudo, es la valorización de saberes populares que se reconocen y potencian. Ese hecho está íntimamente ligado a la convivencia de personas de diferentes generaciones, diferentes procedencias, hábitos y formas de vida.

Sobrevivir a los procesos participativos

Vistos los resultados que los procesos participativos municipales habían dejado en los diferentes barrios, se hizo evidente para el colectivo, al elaborar el dossier de materiales, la necesidad de concretar los aspectos más técnicos acerca de estos procesos participativos institucionales en una parte que pudiera servir de guía para colectivos que se encuentran con el inicio de un proceso participativo. Se le dio el título de «manual de autodefensa contra los procesos participativos de la administración (o cómo sobrevivir a uno y no estrellarse en el intento)».

El intento fue dotarnos de información para la defensa ante unos procesos participativos que no cumplen ninguna de las características que publicitan y ofrecer herramientas técnicas acerca del proceso que pudieran ser utilizadas en las luchas. Sin embargo, sabemos que, aunque hipotéticamente en un proceso participativo institucional se cumplieran las condiciones adecuadas (información adecuada, procesos de discusión, mediadores neutrales, técnicos que actuaran de forma independiente, etc.) eso no supondría un proceso de participación real tal y como nosotros lo entendemos. Para que las personas hagan el barrio y la ciudad a su medida y según sus necesidades, autogestionando su vida en todos los ámbitos, será necesario un sistema político y económico radicalmente diverso.

Al hilo de todo esto…

A partir de la elaboración de este dossier y de la experiencia personal en colectivos de diversos barrios, nos han surgido reflexiones y preguntas que nos parece interesante compartir. La primera radica sobre el mismo término «participación», que acostumbramos a encontrar acompañada del adjetivo «ciudadana». Qué supone acercarse a desentrañar ese término, en un contexto en el que queda claro que la población no es la ciudadanía? Surge evidentemente la duda de si abandonar el término «participación”, dejarlo en la esfera de los brillantes folletos municipales y hablar de autogestión. Sin embargo, seguimos creyendo necesario saber qué significan las palabras (aunque sea para que no nos las roben) y qué significa el modelo político al qué nos enfrentamos. También constatamos que en ocasiones la utilización de un término u otro hace que se prejuzgue un discurso o incluso todo un conflicto colectivo, cuando es la práctica y no sólo el discurso la que determinará la coincidencia o disidencia en las luchas. En cualquier caso, nos parece necesaria la profundidad de análisis para no quedarse en juicios superficiales.

Respecto a las vivencias en colectivos de barrio, nos parece fundamental tener en cuenta la complejidad de las comunidades humanas y de la situación política con la que nos encontramos continuamente. Desde los ámbitos del activismo, a veces se tiende a simplificar las luchas barriales a través de dicotomías demasiado limitadas: por ejemplo la que se da entre «vecinos» y «activistas/okupas/etc.» (como si nosotras y nosotros no fuésemos parte del barrio o estuviésemos implicándonos por convicciones en algo que afecta a «los otros»). Esta construcción de estereotipos es a menudo una limitación del potencial de acción de una comunidad. Por ejemplo, vemos que a veces se recurre a buscar «vecinos», vistos como una figura idealizada cuya presencia aporta valor a «nuestros» centros sociales y actividades aunque no se busque, mientras que también a veces desde asociaciones vecinales hay quien recurre a los «activistas» en búsqueda de capacidad de acción de base o de legitimidad.

Otra de las simplificaciones que hemos observado es la de confrontar prácticas, lenguajes y discursos que se consideran politizados o radicales frente a un colectivo de vecinos a los que se presupone despolitizados y, consciente o inconscientemente, se trata como receptores de una serie de ideas preconcebidas. En realidad, el hecho de que los lenguajes políticos sean diferentes no significa que no existan.

Estas dicotomías hacen que a veces, al participar en estas luchas, se acabe con la sensación (que aunque sea subjetiva o errónea no deja de estar ahí) de moverse en una especie de tierra de nadie en la que desde un lado se te considera extremista o demasiado radical y desde el otro alguien bienintencionado y simpático pero tibio, cuando no directamente metido en el impreciso saco de la etiqueta de reformismo. Por otra parte, la misma distinción entre radicalidad y reformismo se vuelve en estos contextos otra de esas dicotomías que se nos revelan insuficientes para abordar unas experiencias de lucha que son múltiples y diversas.
No se puede hacer frente al modelo de ciudad actual (que no es sólo el de Barcelona, sino el que se está implantando en todas las grandes ciudades, con algunas diferencias pero con actuaciones urbanísticas muy similares) sin una cultura de pensamiento crítico en todos los aspectos. Otro de los aspectos del modelo de vida urbana que rechazamos es el intento de mantenernos en compartimentos sociales estancos, con un comportamiento predeterminado. La participación real es también negarse a permanecer aislados en los espacios que el poder nos cede, intervenir y vivir en las calles y los barrios compartiendo y creando experiencias de resistencia cotidiana. No se trata de aceptar con mayor o menos disconformidad un plan urbanístico previamente establecido; lo que está en juego, en realidad, es la forma de vivir un espacio que es conformado por unas relaciones humanas y una forma de vida que resista a la ciudad depredadora de políticos y empresarios.

Grupo «A Barcelona la participació canta»

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