¿QUÉ SIGNIFICA ESTAR SANO MENTALMENTE?

El catolicismo no concebía que el sujeto pudiese estar nunca plenamente curado. La sanación definitiva sólo se alcanzaba en el otro mundo. El de aquí no era más que un valle de lágrimas y pretender ver en él realizada la felicidad plena significaba aliarse con el Diablo. El sufrimiento, lejos de ser una desgracia, era la máxima prueba de virtud, las vidas ejemplares de los mártires purulentos daban testimonio del ideal. Pero uno podía ser relativamente feliz si aceptaba su condición social de forma pasiva. El catolicismo siempre fue populista: el pobre bondadoso era la encarnación de la felicidad.

El capitalismo supuso un giro radical. El sufrimiento ya no es una muestra de virtud, sino de fracaso individual. La felicidad ya no se inscribe en el más allá, no es algo intangible reservado sólo a los moradores de las esferas supralunares: tiene precio, medida y fecha de caducidad. Los modelos de virtud de la sociedad mercantil, sus santos, los encarnan las figuras del mundo del espectáculo y del deporte: bellos, triunfadores, ricos, ilimitados.
Pero esta nueva moral, lejos de ser una negación simple de la dogmática católica en torno a la moral del sacrificio, supone una refinada perversión de la misma. La enfermedad como carencia resurge en el cerebro sano. Porque uno nunca está del todo curado, siempre podrá vivir mejor, desarrollar más sus potencialidades, adquirir mayores placeres, conquistar nuevas perfecciones. La renovación continua de ofertas comerciales dan fe de que eso es posible. Las desgracias empiezan cuando uno se queda desfasado, obsoleto, anticuado, inhibido, apático.

El loco en el Tarot se representaba como un bufón desarrapado que vaga por los caminos, en una imagen que recuerda a la que se dieron de sí mismo los filósofos cínicos, esos situacionistas de la Grecia Clásica. «La carta del Arcano Mayor El Loco en el Tarot se relaciona con la energía creadora que lleva a ser conducido por los impulsos, en pos de los proyectos, aún asumiendo riesgos. Se corresponde en la numerología con el número 0, lo que no contiene nada y de donde se desprende todo. Por otra parte, se relaciona con la aventura, la ingenuidad, la creatividad, la genialidad, la originalidad, la espontaneidad, y también con la pasión y el romanticismo».

Pero, a medida que la sociedad se transformaba en capitalista, el loco es progresivamente encerrado, uniformado y desarmado. La noción de enfermedad mental surge en el espacio del gran encierro psiquiátrico del siglo XIX. Hasta que los locos no son recluidos no hay capacidad médica de observarlos sistemáticamente. La nueva medicina mental toma como modelo los principio de la medicina orgánica. «Se creó una sintomatología en la que se destacan las correlaciones constantes, o solamente frecuentes, entre tal tipo de enfermedad y tal manifestación mórbida: la alucinación auditiva, síntoma de tal estructura delirante; la confusión mental, sígno de tal forma demencial. Creó también una nosografía en la que son analizadas las formas mismas de la enfermedad: describe las fases de su evolución, tendremos enfermedades agudas o crónicas», etc. Ello a pesar de que, como sigue Foucault, «no podemos admitir de lleno ni un paralelismo abstracto ni una unidad masiva entre los fenómenos de la patología mental y los de la orgánica; y es imposible transportar los esquemas de abstracciones, los criterios de normalidad al individuo enfermo».
Es decir, la noción de enfermedad mental no es ajena al medio social en la que se produce.

El proyecto de gobierno socialdemócrata consistió en asegurar el dominio del mercado no tanto sobre los sistemas disciplinarios como sobre la construcción del deseo. Es lo que se llamó el Estado del Bienestar, una sorprendente utopía social en la que explotadores y explotados podían enterrar el hacha de guerra gracias a una permeabilidad relativa en el ascenso de clase y a la integración en el consumismo igualitario. El problema surgió cuando, tras algunas décadas de aparente cordialidad interclasista, el mercado empezó a expulsar a cada vez más gente de su mecanismo integrador. ¿Es factible volver al viejo Estado disciplinario con su geografía infectada de cuarteles, correccionales, manicomios y fábricas sin un correspondiente sistema colonial ni la amenaza de insurrecciones proletarias?
Desde los viejos tiempos del manicomio, los locos, los insurrectos y los parias formaban un todo. La noción de salud mental quedó así ligada indisolublemente a la de propiedad privada. Pero, ¿cómo afrontar a esas nuevas capas de desposeídos semi-integrados que en nuestro siglo XXI engordan día a día las estadísticas de la miseria? No se trata de rebeldes a los que hay que dominar a sangre y fuego para imponerles las máquinas de coser Singer o las virtudes del libre mercado. No. La mayoría no odia el mercado, lo envidia, lo adoran como a un Dios inalcanzable. ¿Debe Abraham sacrificar a su hijo? ¿Lo consentirá el todopoderoso Dios del Dinero? ¿Qué hacer con las piezas sobrantes e irreparables? ¿Cómo redefinir la normalidad psíquica tras el derrumbe de la utopía socialdemócrata?

Parece ser que los profesionales, en general, han decidido cortar el nudo gordiano de las preguntas sin respuesta apostando decididamente por las prescripciones del DSM IV, el libro estrella de la psiquiatría norteamericana surgido como decidida respuesta de orden a las fogosidades antipsiquiátricas de los 60. El DSM IV ha simplificado extraordinariamente las clasificaciones para los trastornos mentales y ha procurado vincularlos a las soluciones farmacológicas en la medida en la que le ha sido posible, algo a lo que no son ajenos los intereses de la todopoderosa industria farmacéutica. El lenguaje biologicista del «medio» ha sustituido a la amenazante sociología de las clases sociales.

¿En qué justificación moral se podría basar semejante giro?
Aunque Nietzsche mostró una y otra vez, y con él la mayoría de los revolucionarios comunistas y anarquistas, que la buena voluntad de los poderosos no es más que un truco pleno de cinismo y mala fe destinado a perfeccionar el dominio, el modo en el que hoy se encara la enfermedad mental vuelve a ligarse, en un regreso un tanto siniestro a la retórica del catolicismo, a la abstracta noción de sufrimiento. Cuando se da como razón última para intervenir de una determinada forma -la menos «sociológica»- que el enfermo mental «sufre», se está afirmando implícitamente que lo importante no es tanto llegar a la verdad de su «sufrimiento» -algo que el DSM IV ni se plantea- como plantear una ayuda eficaz que alivie y haga soportable la existencia. El sufridor mental sustituye pues al enfermo mental. Las puertas del conocimiento se cierran para abrir las del corazón. Viridiana invita a los mendigos a compartir su mesa. Pero en nuestra película no intentan violarla.

El capitalismo sigue siendo el sistema de producción en el que vivimos. Los desposeídos, aquellos que no logran ser bellos, transgresores y ricos al mismo tiempo, también pueden tener una oportunidad si aceptan resignadamente su papel de perdedores ilusionados. Frente a los demonios interiores que impulsan al desorden, la psicofamarcología y los libros de autoayuda ofrecen soluciones sencillas, rápidas y cada vez más baratas. Lo importante es conservar el sentido de la deportividad. El loco vuelve a recorrer los caminos, vagando de un trabajo asqueroso a otro trabajo asqueroso, de un espejo a otro espejo, de un grupo de conocidos a otro grupo de conocidos, de una soledad a otra, en un interminable juego de la oca que se acaba constituyendo en destino. Pero eso sí, el saco que porta sobre la espalda, ahora va bien repleto de consejos profesionales.

Jornadas «Lejos del manicomio. Locura y dominio en la era de consenso» (Junio-julio de 2009)

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