LA CIUDAD INVERNADERO

Las reflexiones y abordajes críticos al fenómeno de la ciudad contemporánea han sido un tema recurrente en los últimos años desde el campo de la sociología, la antropología y la filosofía, haciendo especial hincapié, por lo general, en los efectos que los cambios económicos del capitalismo de la información han tenido sobre la vida urbana en las ciudades globales o megalópolis. Con diferentes nombres-concepto se ha intentado encerrar en el siempre tranquilizador lenguaje teórico lo que no es sino una amalgama confusa de acciones políticas, configuraciones espaciales espectaculares, profundos cambios en la percepción y en la vivencia del espacio urbano y, sobre todo, el lento pero seguro surgimiento de un tipo de vida urbana que en nada se parece al propio de la ciudad moderna-industrial, si bien ésta continúa existiendo en el paisaje urbano como ruina y a través del recuerdo de la generacion que contribuyó a su construcción. En las últimas décadas el urbanismo, entendido éste como el planeamiento de la ciudad, ha sido abandonado casi completamente (como proyecto integrador y consciente) en manos de multinacionales de la construcción con las consecuencias conocidas por todos: edificación indiscriminada de viviendas, superinflacción de los precios, desarrollos incontrolados en las periferias, precarización del empleo, terciarización de la ciudad y corrupción política. Desgraciadamente, las consecuencias de esta generalización de la ideología del beneficio rápido y para todos (también para los llamados pequeños inversores que se han tragado el cuento del Capital) se empiezan a notar ahora en forma de crisis económica y de «desinfle» de la eufemísticamente llamada «burbuja inmobiliaria», mientras las instituciones económicas globales y sus defensores en las instituciones hacen todos los esfuerzos posibles por suavizar el problema. Aunque desde el punto de vista económico, al parecer, se puede afirmar el final de un modelo, desde el punto de vista de los modos de vida en el espacio urbano contemporáneo estamos en el comienzo de nuevas formas de socialización y de alienación de (y en) este espacio, lo que equivale a decir nuevas formas de control del espacio y de dominación política.

El espacio urbano

Herederos como somos de una tradición de pensamiento idealista y profundamente antimaterialista es evidente que el abordaje teórico de la cuestión urbana desde premisas bien diferentes debe ser un pensamiento del afuera tanto como de la corporalidad y del espacio, ya que desde nuestra posición histórica y autoconsciente el cuerpo ha pasado a ocupar uno de los filones críticos más interesantes para reflexionar sobre los cambios urbanos y las transformaciones sociales. La concepción político-institucional del espacio urbano es heredera de la concepción idealista que ve en éste sólo sus cualidades cuantificables, lo cual permite la puesta en práctica de la misma en el diseño urbano de las ciudades. Por otra parte, esta concepción del espacio urbano como un no-lugar, es decir, como el espacio que hay que ocupar puesto que está vacío, es la que también sostiene la episteme sobre la que se fundan los proyectos de construcción de viviendas, edificios emblemáticos, plazas, infraestructuras de transporte, etc. Es decir, política y capital no coinciden sólo por interés estratégico, sino, fundamentalmente, porque comparten una concepción de la ciudad en la que la vida urbana es ignorada, tal y como muestran una y otra vez las maquetas con que se presentan todos y cado uno de los proyectos de «renovación» urbana: En estas construcciones en miniatura aparece la ciudad soñada por la política de la dominación, una ciudad en la que todo (y todos) responden con disciplina a la vida que para ellos ha sido diseñada desde un lugar (la perspectiva del mirar es aquí fundamental) que sólo puede corresponder a un demiurgo de lo social. Ciudad siempre blanca, higiénica y aséptica, en la que los edificios siempre representan una magnitud superior a la de las personas que, cuando las hay, siempre aparecen en amable e inofensivo paseo. Podríamos decir, sin temor a exagerar, que la ciudad contemporánea es eso y nada más en las cabezas de quienes las sueñan y las construyen después.

Las consecuencias sociales de la puesta en práctica de este sueño urbano de la élites se han dejado sentir desde hace décadas en todo el mundo. Aunque las diferencias nacionales y locales han hecho que el modelo tenga sus particularidades y desarrollos diferentes y específicos, resulta posible definir un modelo general que permita comprender los procesos de exclusión social, destrucción del espacio, generación de iconos urbanos y construcción de un espacio sometido a la vigilancia y el control. Giandomenico Amendola definió muy acertadamente este modelo con el nombre de ciudad posmoderna. El fundamento económico del mismo es la mercantilización del espacio urbano y la búsqueda de beneficios gracias a la puesta en venta de la ciudad como imagen-marca. Para que esta transformación pudiera iniciarse era necesario que previamente la ruina, el deterioro y la crisis económica hubieran afectado de un modo definitivo a la ciudad, tanto en su aspecto físico como por lo que respecta al siempre inexplorado campo de la emoción y el sentimiento de sus ciudadanos. Sin un sentimiento de derrota y una invencible apatía política nunca hubiese sido posible desplazar poblaciones, destruir los edificios vinculados al pasado más reciente y hacer que nuevos relatos urbanos fueran creídos, aceptados y repetidos por todos de manera entusiasta.

La huida del centro urbano que, como consecuencia del propio desarrollo de la ciudad industrial, se había convertido en lugar de residencia para las clases trabajadoras (cuya desesperada condición denunciara Engels anticipando las reflexiones del urbanismo de izquierdas) hizo que la expansión hacia las periferias (el fenómeno de la suburbanización) de las clases medias se convirtiera en el leit motiv para un pensamiento profundamente negativo en torno a la ciudad. El miedo urbano hace su aparición como una mezcla de mitos, realidades y sospechas sobre los peligros que encerraba el centro urbano y, sobre todo, sus habitantes. La utopía de un espacio de seguridad se solapa con la necesidad de poner tierra de por medio, en forma de muros, consenso y zonificación residencial. Las islas urbanas, también llamadas Edge Cities, surgen como comunidades socialmente homogéneas cuyos servicios son asegurados por el capital en forma de centros comerciales, centros financieros, etc. Este modelo de ciudad cambia en torno a los años 80 debido a causas económicas y políticas derivadas de la expansión mundial de los mercados. La fase expansiva de la ciudad concluye y se inaugura otra de recuperación de los centros urbanos por parte de las clases medias por medio de toda una serie de políticas urbanísticas encaminadas a una «vuelta al centro» que tendrá en el diseño urbano y en la gentrificación la excusa para desplazar a las clases trabajadoras y/o marginales a los espacios residuales de las viviendas en bloques.

Este proyecto de reencantamiento urbano nunca hubiera sido posible sin la consolidación de la economía simbólica y el capitalismo de la información que supusieron una mutación estructural y cultural de importantes consecuencias en el espacio urbano. Por un lado, el centro se recupera como espacio privilegiado en el que las empresas instalan sus centros de decisión y mando, al compás del desmantelamiento de viejas fábricas y demás infraestructuras de la ciudad industrial agónica. Por otro, la progresiva consolidación de un nuevo tipo de experiencia urbana nos acerca a una mitología sobre la ciudad en la que los medios de masas (el cine, la televisión, la red) han acercado la posibilidad de una conciliación del sueño y la realidad (o una confusión de ambos estados) que se plasman en la apología de la arquitectura del capricho en la que el capital hace posible que la vida urbana se establezca sobre un lecho de deseos (o de narcosis) narcisistas que sólo pueden ser puestos en práctica para la minoría habitante de los centros y que se convierten en espectáculo urbano a los ojos de todos cuantos pierden el espacio de su infancia. En este sentido, el enorme poder e influencia de los arquitectos contemporáneos en el diseño de las ciudades debe ser visto como una muestra de una radical mutación de las categorías políticas y de la percepción del mundo en que vivimos. Ya no se trata en lo fundamental de construir edificios con una función determinada (la praxis de la arquitectura durante siglos) sino de proyectar en la ciudad las imágenes del mundo de los sueños como un anuncio de un porvenir lleno de buenos presagios e indiferencia ante la rudeza de lo real. La seducción de las formas contra la aspereza de un mundo que se rechaza. Quienes pueden permitírselo, lo pagan.

La experiencia en la ciudad posmoderna es un habitar en lo incierto, en la falta de identidad, en el fragmento y en la velocidad. Ha sido el filósofo y urbanista P. Virilio quien más acertadamente ha señalado las consecuencias de este modo de organización de la vida, así como sus peligros más inmediatos: la desaparición de la geografía y de la posibilidad de establecer un vínculo con la naturaleza (con la humana, propiamente). La permanente confusión entre el mundo de las imágenes y la realidad es la nota característica de muchas de las grandes aglomeraciones urbanas de nuestros tiempos. En sus espacios (¿calles?) es difícil distinguir el simulacro urbano de la ciudad misma, la imagen publicitaria lo invade todo, la experiencia del ciberespacio se hace cada vez más presente. Es imprescindible estar conectado permanentemente para habitar en el sueño de la indiferenciación digital. Sin embargo, este sueño es sólo una parte muy pequeña del mundo de las realidades contemporáneas contra el que se levanta: Pobreza, miseria, desmantelamiento del estado de bienestar, terrorismo empresarial, exclusión, vigilancia, violencia institucional… Precisamente la realidad.

El pacto colectivo de simulación en que vivimos en las ciudades del primer mundo se funda sobre un miedo atávico a lo real que la globalización informacional ha venido a solventar por medio de la constitución de un espacio interior autoinmune cuyas fronteras psicopolíticas nos aislan definitivamente de una exterioridad peligrosa. P. Sloterdijk ha trazado la genealogía del concepto «esfera» (y de la propia globalización como extensión del principio-esfera) desde la antiguedad clásica hasta nuestros días, poniendo de manifiesto la necesidad de una aproximación genealógica y psico-política a los fenómenos contemporáneos que con tanta histeria se analizan en la literatura «especializada». En su definición del espacio capitalista de mundo, Sloterdijk afirma que éste «no constituye una estructura coherente alguna; no es una magnitud semejante a una casa-vivienda, sino una instalación de confort de cualidad semejante a un invernadero o a un rizoma de enclaves pretenciosos y cápsulas acolchadas.» Un invernadero en el que lo público hace ya mucho que deja de ser un concepto político que se refiera a los espacios urbanos centrales (desde un punto de vista tanto local como global) puesto que la exterioridad era su posibilidad misma. Sólo en aquellos lugares en que la cobertura afloje o sea inexistente es posible encontrar aún vida urbana y posibilidad de vida política, tanto en los espacios urbanos de los países ricos como en los de los países pobres cuya acelerada urbanización merece un análisis aparte.

Bilbao transformado

Si uno escucha con atención las declaraciones políticas que desde la inauguración en Bilbao de la franquicia Guggenheim se han hecho en torno a la necesidad de no perder el «tren del progreso» caerá en la cuenta de la indisimulada pretensión de hacer de la ciudad en su conjunto un centro atractivo para el capital, al precio que sea. En el caso concreto de Bilbao, los llamados proyectos urbanísticos han consistido en la edificación de artefactos arquitectónicos de firma, productos del capricho de los arquitectos de moda en el escaparate internacional. En torno a estos edificios se ha optado claramente por la constitución de un espacio donde la mercancía (desde el propio edificio como objeto de contemplación económica) sea omnipresente y accesible a los bolsillos más pudientes. En lugar de contemplar a la ciudad como el conjunto de sus habitantes y de sus necesidades sociales, esta pragmática del ladrillo ha hecho del diseño urbano la herramienta con la que grandes beneficios empresariales han robado el suelo público a sus moradores, obviando cualquier consideración que la meramente económico-espectacular.

Las estrategias de seducción puestas en marcha por los gestores de la operación (Gobierno Vasco, Ayuntamiento, Bancos, constructoras) no se hicieron esperar y fueron dirigidas, en lo fundamental, a una ciudadanía que había asistido impotente y desconcertada al desmantelamiento del tejido industrial y que se encontraba sumida en una neblina de incertidumbre y confusión: El Bilbao industrial y todo lo que contribuyó a la formación de una identidad urbana colectiva (aunque escindida en clases o, si se prefiere, en las dos márgenes de la Ría) se desvanecía súbitamente ante los ojos asombrados de todos. Este momento de crisis se mostró, a la larga, como el motivo psicológico fundamental esgrimido por los adalides del museo, desde políticos, periodistas y financieros oportunistas para ofrecer a la ciudadanía un sueño de renovación y un futuro de oportunidades (eslogan del capitalismo de la seducción) que les sacara de la crisis que las ruinas industriales del pasado, tan presentes en el paisaje urbano de Bilbao, no dejaban de recordarles.
Sin embargo, se trataba de otra cosa bien diferente que de la sola instalación de un museo en una u otra ciudad de Europa, en este caso Bilbao. De lo que se trataba era del inicio de una gran operación económico-urbanística que, a la vista del jugoso pastel inmobiliario cuya primera porción se comió el propio museo, iba a transformar el espacio industrial degradado y en desuso de la ribera de la ría en una zona residencial de lujo y ocio cultural que inaugurase una nueva centralidad urbana atractora de turistas y, por supuesto, de grandes inversiones. Es decir, asistimos al surgimiento de una nueva sintaxis arquitectónica (e incluso, política) y de una nueva estética urbana que sigue la pauta de lo que los economistas eufemísticamente denominan Marketing urbano, lo cual no es más que un tecnicismo de especialistas que encubre descaradamente la privatización del espacio público, el servilismo de los políticos municipales y la entrega de espacios urbanos a la empresa privada para su gestión mercantil.

La consolidación en este nuevo centro de un espacio de seguridad y de control (cuyo paradigma, como es bien sabido, es el metro de Bilbao) es la consecuencia directa de su característica principal, el hecho de haber desalojado permanentemente la vida urbana de su interior o, en otras palabras, de haberse convertido en un interior en sí mismo, en un invernadero al aire libre donde cuanto ocurre refleja el sueño con que fue concebido: el pasear anodino e inofensivo de quienes habitan estas maquetas es cuanta acción se espera de un lugar en el que el conflicto, la vida agitada e inquietante de la calle han sido proscritos. Por un lado, por la propia existencia de una vigilancia y de un control policial de estos espacios para la gente de bien que atraída por la imagen de ciudad «moderna» la visita y la consume; por otro, por la interiorización que los habitantes de la misma hacen con respecto a la disciplina corporal necesaria para acercarse a contemplar las maravillas del lujo y de la vida que tienden a desear para sí en un futuro mejorable. Unos y otros como asépticos y blancos ciudadanos en miniatura.
Ante el acoso de este mal llamado urbanismo, se impone la necesidad de dar una respuesta crítica a la despolitización de la ciudadanía y al deterioro del espacio público urbano (que es, en esencia, político), que son la desgraciada consecuencia del acoso que el capitalismo internacionalizado ejerce desde hace décadas sobre la ciudad, así como poner el énfasis en la profunda imbricación de los procesos de generación de capital con el surgimiento de un modelo de ciudad volcada hacia la vigilancia-espectáculo o el espectáculo vigilante. La progresiva mercantilización del objeto ciudad y la consolidación de la economía simbólica son fenómenos coextensivos a la creciente complejidad informacional del mundo, al menos en los países ricos, así como a un creciente aislamiento social en zonas protegidas y vigiladas. La generación de una ciudad-residuo como contraparte a la lógica de la exclusión pone en evidencia la panoplia de desigualdades sobre las que se levanta la ciudad contemporánea, así como los procesos de invisibilización puestos en marcha en contra de los excluidos del sueño urbano. Además, tal y como vienen a demostrar los hechos más recientes (cierre de gaztetxes, planes para el mercado de la Ribera, Zorrozaurre) las consecuencias sociales de este modelo de ciudad muestran con evidencia su solapamiento con una apuesta política por la represión de la participación ciudadana (más allá del puntual maquillaje de las izquierdas gobernantes) en la toma de decisiones sobre la ciudad, así como de los colectivos ciudadanos de todo color que durante los últimos 25 años han propuesto modelos alternativos de hacer y de construir la ciudad sobre bases más sociales, ecológicas, solidarias e igualitarias. El desenfrenado «fin de fiesta» capitalista (a la vista de una crisis de ciclo cuyos sostenedores, animadores e instigadores son los mismos que ahora querrán aconsejarnos sobre medidas de contención, ahorro y etc.) supone un derroche intolerable e injusto que, en lo que respecta a los planes de futuro, puede suponer la pérdida de un gran número de espacios singulares en los que no sólo se trabajó durante años, sino que han sido las condiciones de posibilidad de nuestra experiencia urbana. Una experiencia que, más allá de las concepciones carcelarias y panópticas, ha estado y debería estar llena de variedad, tensión, conflicto y compromiso por un habitar consciente de que la ciudad es el lugar de nuestro tiempo histórico.

Andeka Larrea

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