LUCHA CONTRA EL TAV ¿ASAMBLEAS O PLATAFORMAS?

Dos tipos de lucha aparecen frente a la devastación del entorno social y la degradación de las comunidades.

Uno apuesta por reconstituir la comunidad al margen del orden social dominante enfrentándose a él; el otro trata de actuar desde dentro sirviéndose de las instituciones, buscando objetivos limitados mediante la negociación. Estamos ante la vieja alternativa entre Reforma o Revolución. Los partidarios de las reformas y del diálogo con el orden establecido opinan que no se deben oponer las mejoras cotidianas obtenidas en los despachos a las metas finales perseguidas en la calle; al fin y al cabo la meta, sea cual sea, no importa nada; el logro constante de reformas lo es todo. Los partidarios de la liquidación social piensan lo contrario: que el fin lo es todo, que las reformas no son posibles en las condiciones actuales de desarrollo capitalista y que no se pueden conseguir objetivos por mínimos que sean sino tras duras luchas y amplias movilizaciones. También, al fin y al cabo, entre las luchas por detener los efectos catastróficos del desarrollismo y la reconstrucción de una sociedad libre donde el hombre sea la medida de todas las cosas, existe un lazo indisoluble: la luchas son el medio, la humanización de la sociedad es el fin.

La controversia entre los métodos institucionales y la acción directa de masas no es pues una simple cuestión de táctica, porque está en juego la propia existencia de los movimientos de lucha contra la contaminación y la degradación en tanto que movimientos reales de transformación social. Son métodos que no se pueden combinar: o bien se escoge la vía de la presión institucional y se aceptan las reglas del juego político, o bien no se aceptan y se escoge la vía de la alteración del orden. La forma en que el orden se altera depende del momento; en la asamblea el nuevo grano rompe la cáscara, es decir, el movimiento de luchas encuentra su propio derrotero y la adecuada expresión. Por el sistema de asambleas -el único verdaderamente democrático- el movimiento de luchas puede convertirse en un poder municipal paralelo y de eso es precisamente de lo que se trata; por el sistema de plataformas cívicas, el movimiento no pasará de ser un complemento secundario de la política, el telón de fondo de las discusiones sobre el nivel tolerable de la destrucción. Los plataformistas, que no por casualidad suelen ser militantes sindicales o políticos, buscan la resolución del conflicto entre jerarcas, abogados y expertos, olvidando que lo que está en juego no son sus poltronas, sino la vida de la gente puesta sin su consentimiento en la balanza de los intercambios mundiales. Precisamente por eso, incluso la más modesta de las luchas es demasiado importante para quedar en manos de esos aprendices de brujo y la población afectada no puede encargarse de asuntos que tanto le atañen sino a través de asambleas. Los plataformistas aceptan la división de la sociedad entre dirigentes que deciden sobre la modalidad de supervivencia y dirigidos que consumen sus productos y usan sus servicios. Para ellos han de ser los dirigentes quienes resuelvan, cosa que no significa sino que administren el desastre. Los asambleistas, que creen en cambio en la necesidad de suprimirlo, pisan el mismo terreno que aquellos, pero han de saber que están presentes en él como enemigos, so pena de verse reducidos al papel de comparsas. El plataformismo no es más que un intento de los elementos políticos y reformistas que han ingresado en el movimiento de luchas para corromper sus prácticas y reducir sus fines en beneficio propio. Es una variante de lo que llaman en otras partes “ciudadanismo”. Las plataformas son agrupamientos de entidades variadas. Las asambleas son reuniones de individuos desposeídos. El problema de plataformas o asambleas es, básicamente, el problema del carácter ciudadano o proletario del movimiento de luchas.

Si contamos con que una parte de nuestras rentas del trabajo se invierte en medios de transporte que nos llevan al lugar donde trabajamos, y que una vez fuera de él ejercemos el oficio de consumidor, concluiremos que la jornada laboral no se termina en las puertas de la fábrica, de la oficina, o dondequiera que curremos, sino que dura todo el día. Estamos doble o triplemente explotados: en el trabajo propiamente dicho, en nuestros desplazamientos y en el ocio. Nuestra jornada laboral dura veinticuatro horas. Somos proletarios a tiempo completo: somos individuos privados permanentemente de todo poder de decisión en la producción de nuestras condiciones de existencia. Podremos tener toda clase de objetos que representen hoy en día el confort y el bienestar, pero estamos privados del derecho a organizar nuestra vida como queramos. No somos dueños de nada y dependemos cada vez más de los artilugios que nos rodean. Nos enseñan a desear nada más que lo que se nos ofrece con la promesa de ser un poco más libres pero jamás nuestra existencia estuvo tan condicionada, ni tuvo tantas cadenas, y jamás la esclavitud fue tan aclamada como libertad. Cada novedad técnica del mercado ha significado por nuestra parte una abdicación. Los verdaderos organizadores y administradores de nuestra existencia se dirigen a nosotros con aparente deferencia: ya que no tenemos libertad para decidir, nos aseguran que somos libres para ir de un lado a otro, comprar una cosa u otra, libres para votar a éste o a aquél. Nos toman a la vez por turistas y electores, pero ante todo, por consumidores. Y efectivamente, nos relacionamos con todo mediante el consumo. Consumimos aire, consumimos paisajes y consumimos política. Entonces adquirimos el status de ciudadano. El ciudadano es el consumidor por antonomasia; confía en el sistema establecido aunque discrepe de algún aspecto, puesto que como consumidor se cree exigente. Piensa que, a través de sus representantes forma parte de él, y que, puesto que una parte de la decisión es obra de aquellos, es también obra suya. Por lo tanto, cree factible la posibilidad de modificarla llamando al orden a los cargos responsables. Lejos de dudar de su legitimidad y de oponérsele frontalmente, el ciudadano descarta actuar fuera del sistema. Respeta todos sus valores: confía en la bondad del jaleo mediático, de las mociones consistoriales o de las preguntas parlamentarias, en el saber de los expertos y en la ley. En buena lógica el ciudadano no recurrirá a las masas porque para él solamente existen ciudadanos debidamente encuadrados en asociaciones de vecinos, entidades cívicas, partidos o sindicatos. La legitimidad no descansa para él en el seno de las masas agitadas, sino en el reconocimiento institucional de la labor de sus líderes. Apelará por lo tanto a presidentes, vocales, periodistas, abogados y ediles para construir sus plataformas e influir en la acción política dentro de las instituciones. No se desalentará ante resultados adversos porque habrá demostrado que el sistema es a pesar de todo reformable, puesto que “funciona”. Y funciona gracias a él. El proletario en cambio sabe que otros mueven los hilos y que todo está dispuesto para que él no pueda remediarlo, de forma que oponiéndose realmente a un aspecto concreto de su desposesión ha de oponerse a la desposesión en conjunto. Cada pieza del sistema se relaciona con las otras: para cambiar una sola pieza habría de cambiarse todo. A fin de cuentas no tiene nada que perder, sino las cadenas del consumo y del confort tecnológico. La lucha de clases reaparecerá allí donde el proceso de proletarización se haga más visible, en los movimientos contra la degradación del entorno social y la contaminación. El proletario tendrá que elaborar en ellos un interés general que sirva para reunir una multitud a su alrededor. Hallará entonces en la asamblea el medio de la autoorganización de los desposeídos y el lugar donde dicho interés se plasma colectivamente en objetivos concretos. Para la tarea que se impone no necesita la ayuda de políticos ni demás mediadores porque no quiere discutir con el poder, con el orden dominante. Quiere hacerlo retroceder, para lo cual no necesita ir a despachos, ni frecuentar pasillos, ni recoger firmas, ni convocar a la prensa, ni presentar alegaciones: necesita demostrar fuerza y dar miedo. El poder ha de convencerse de que será peor resistir. Inteligencia colectiva, gente y marcha es pues lo que hace falta. La asamblea echará el resto.

Las luchas contra el Tren de Alta Velocidad se han encontrado ante la disyuntiva de las plataformas o las asambleas, inclinándose muchas veces por las primeras. Los resultados han sido obviamente muy pobres y la crítica formulada contra el TAV, muy parcial y poco difundida. Conviene señalar sus puntos débiles para contribuir a una reelaboración más certera por parte de las comisiones asamblearias que se ocupen de hacerlo. En primer lugar habría de quedar claro que la solución al transporte por Alta Velocidad no es otro transporte, un punto menos veloz o más económico. A modo de ejemplo hay una plataforma que, cayendo en el error de querer dar lecciones de economía a sus gestores, ha llegado a intentar demostrar que el TAV es caro y poco rentable, como dando a entender que es menos capitalista. En segundo lugar, si se admite lo que por convención se llama “progreso”, se eliminan los mejores argumentos para rechazar el TAV, reduciéndose el rechazo a reformas de detalle. Muchas plataformas, convencidas de que “no se puede estar contra el progreso”, han acabado por admitir el supuesto beneficio del TAV, con tan sólo un soterramiento de vías, una menor velocidad, túneles, otro trazado… Finalmente, en algún momento, todos han reivindicado “un transporte público de calidad”, e incluso han tratado de convencer a los inversores -el Estado, la Unión Europea, los consorcios privados- y a los potenciales usuarios del TAV -a los ejecutivos y a los turistas-, de que el Talgo pendular era una alternativa mejor, más cómoda, segura y barata. En vano, ya que con calidad o no, el transporte público no podrá desarrollarse más que sobre las ruinas del transporte privado. La sociedad que construye TAVs es aberrante en sí misma. Si aceptamos una aberración mayor, aceptamos todas las aberraciones que la componen: el transporte privado y por supuesto, el TAV. Para criticar coherentemente el TAV hay que conectar la cuestión de la Alta Velocidad con la de la movilidad creciente de la población, relacionada con el crecimiento ilimitado de la ciudad, la colonización tecnológica de la vida cotidiana, la división del trabajo y la fragmentación del espacio social. Es decir, precisamente con aquello que llaman “progreso”.
Nuestra existencia se halla esparcida entre lugares alejados: trabajamos en un sitio, habitamos en otro, la escuela está en otro también, compramos en otro, nos divertimos en otro, pasamos las vacaciones en otro, y así sucesivamente. Nuestras necesidades de movilidad se han multiplicado y el coche parece ser la única solución. Citando a una organización que en Inglaterra se ocupa de ello como conviene, “Reclaim the Streets”:

“Los coches han dominado nuestras ciudades, contaminando, congestionando y dividiendo las comunidades. Han aislado a las gentes unas de otras y nuestras calles se han convertido en simples canalizaciones de vehículos a toda velocidad, indiferentes a los trastornos que causan en el vecindario. Los coches han creado vacío social; gente que permanece en movimiento lejos de sus casas, vidas y actividades cotidianas dispersas, anomia social creciente. Reclaim the Streets cree que la sociedad montada en coche debería quitarse de en medio para que recreásemos un entorno viviente más atrayente y seguro, devolver las calles a la gente que vive en ellas y quizás descubrir el sentido de la ‘solidaridad social’.
Pero los coches son solamente una pieza del rompecabezas y Reclaim the Streets también se plantea cuestiones más amplias acerca de la solución al transporte y de las fuerzas políticas y económicas que dirigen la “cultura del automóvil”. Los Gobiernos proclaman que “las autopistas son buenas para la economía”. Mayor número de mercancías viajan durante más largas jornadas; más petróleo se quema, más clientes para los hipermercados de las afueras -todo gira sobre el aumento del “consumo” porque es un indicador del “crecimiento económico”. La rácana explotación a corto plazo de recursos limitados sin mirar los costes inmediatos o a largo plazo. Por consiguiente,el ataque de Reclaim the Streets a los coches no puede desligarse de un ataque más amplio contra el propio capitalismo.”

La cultura del automóvil significa el triunfo de la ideología burguesa de la vida cotidiana. Un ciudadano no vería en ella sino “progreso” por los cuatro costados con tal de que los conductores respetasen las señales. Con el coche llega la promesa de una libertad de movimientos y un alto standing social que no se cumple; en su lugar resulta una absoluta dependencia, lentitud y uniformidad. Pero si la libertad prometida no existe, la cultura del automóvil permanece. Los intereses que se alimentan de esa máquina tan incómoda y peligrosa quieren que sea el único medio de locomoción y han procurado suprimir todas las posibles alternativas, principalmente el tren. Cada camino abierto al tráfico ha vuelto más vulnerables los espacios naturales. Cada carretera ha disuelto un poco más las comunidades agrarias sin que por ello las ciudades salieran ganando. Cada autopista ha sentenciado un poco más al ferrocarril tradicional. La decadencia del tren -y en general, la del viaje- es fruto del auge del automóvil. Sólo el avión ha podido competir con el coche en la larga distancia. Y ahora el Tren de Alta Velocidad, que como lo definió Borrell, no es más que “un avión que vuela bajo”. Pero el TAV no busca competir con el tráfico rodado de mercancías, aunque puede, ni tampoco desplazar al automóvil de los largos recorridos, sino solamente al avión. Es más bien un complemento y un aliado del coche. Llegamos en coche al estacionamiento de una estación del TAV y partimos en coche de otro. El TAV es pues un simple paréntesis entre coche y coche, pero pronto dejará de serlo porque está previsto que los automóviles acompañen a sus propietarios en vagones preparados para tal menester.

Las razones que podamos aducir contra el TAV pueden aplicarse mejor todavía a las carreteras y autopistas. La lucha contra el TAV y la lucha contra el coche -la lucha contra la motorización de la vida cotidiana- es un mismo combate. Es el combate por la recuperación de las ciudades, por la reconciliación con la naturaleza, por el restablecimiento de estructuras comunitarias… Por la abolición del Capital y el Estado. Esas son las perspectivas que hay que tener presentes siempre, por limitado que sea el estadio en el que se halle una lucha particular, por escasas que sean las fuerzas reunidas, por sospechosos que sean sus aliados o por ambiguas que se vuelvan las tácticas empleadas a causa de las condiciones adversas en las que la lucha se desenvuelve. De todas formas, el final de un combate no será sino el preludio del combate siguiente. En la actualidad no podemos hablar de un movimiento antiindustrial que se oponga firmemente a los avances de la mundialización tecnológica y por eso las luchas concretas han de surcar un mar de contradicciones. Tal movimiento no existe porque las luchas retroceden aterradas cuando descubren la enormidad de sus propios fines, sin que las circustancias les impidan la marcha atrás y les griten ‘hic Rodhus, hic salta!’ Por esa razón no nos puede sorprender la presencia del ciudadanismo en aquellas, sino más bien su pobreza y debilidad. En determinados momentos, al calor de una promoción mediática, parece disponer de una base práctica seria, pero cuando sus personajes públicos discursean sólo escuchamos el lenguaje manido de la política y del orden. Ni una idea nueva, ni la sombra de un pensamiento original; nada que otros no hayan dicho antes mucho mejor o que no haya sido contundentemente refutado. Basta pues que el oportunismo cívico hable para que demuestre que no tiene nada que decir. En realidad el plataformismo ciudadano no es sino el reflejo de la debilidad de las luchas, que por ahora difícilmente consiguen estructurarse en eficaces asambleas; pero en la medida en que éstas pongan el dedo en la llaga y consigan atraer a masas conscientes de su desposesión, observarán las miserias ciudadanistas y se apartarán de ellas con arrogancia y desdén.

Miquel Amorós

(Conferencia leída en la Koldo Michelena Kulturgunean de Donosti, el 3 de enero de 2002)

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