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Opinión: Margarita Mediavilla

Respuesta crítica a «Comer sin miedo», de José Miguel Mullet: Alimentos ecológicos: mucho más allá del miedo

«Lo que el Sr. Mulet no dice, y es, probablemente, lo más importante, es que la agricultura química actual no tiene futuro porque necesita un suministro de petróleo barato y abundante, y el petróleo ha dejado de ser barato y va a dejar de ser abundante»

Domingo 2 de marzo de 2014

Hace unas semanas acaparó cierto interés en los medios de comunicación la presentación del libro del doctor José Miguel Mulet, profesor de Biotecnología de la Universidad Politécnicade Valencia, titulado Comer sin miedo, en el que pretende desmontar mitos, falacias y mentiras sobre la alimentación en el siglo XXI. En la entrevista aparecida en El País sobre dicho libro, el autor critica algunas tendencias actuales en alimentación y en concreto, la “moda” de los alimentos ecológicos. Estos alimentos, según él, son un engaño porque utilizan el miedo a lo artificial para vender un producto más caro que, en su opinión, no es mejor ni para el consumidor ni para el medio ambiente.

Hay que reconocer que, en la primera parte de su entrevista, el Sr. Mulet tiene acierto al atacar esa tendencia un poco paranoica de nuestra sociedad a generar modas sobre dietas “salvadoras”, pero luego pierde todo el equilibrio y toda la razón cuando empieza a hablar de los alimentos ecológicos. A partir de ahí su entrevista se llena de tópicos y razonamientos rocambolescos con un estilo claramente manipulador, apoyado, además, en datos que no son ciertos. Merece la pena entretenerse en desmontar su discurso porque se basa en un montón de prejuicios, que, por desgracia, son más comunes de lo que deberían.

Una de las afirmaciones más rocambolescas del Sr. Mulet es decir que la agricultura ecológica es perjudicial para el medio ambiente porque la producción es mucho menor, del orden de un 50-25% y, por ello, se necesitan muchas más tierras para producir lo mismo. Incluso si ese dato fuera cierto, es bastante sorprendente que llame perjudicial a una agricultura que evita impactos tan enormes sobre el medio ambiente como la erosión y pérdida de suelo fértil, la eutrofización de los ríos debida al exceso de abonos nitrogenados, gran parte de las emisiones de CO2, la pérdida de biodiversidad de aves, insectos, abejas, y todo tipo de descomponedores y microorganismos del suelo, etc. Además, la agricultura ecológica, incluso aunque usara dos o tres veces más tierra para producir lo mismo (que no lo hace), “roba” muchos menos espacios a la fauna y flora silvestre, porque crea agroecosistemas equilibrados donde conviven múltiples especies silvestres, siendo la clave de la supervivencia de muchas de ellas.

Pero esta afirmación es todavía más rocambolesca porque el dato que da el Sr. Mulet, es, directamente, falso. Cualquiera que haya ojeado estudios o conozca a algún agricultor orgánico sabe que los rendimientos por hectárea de éstos son un poco menores, pero únicamente del orden de un 10%. En una síntesis de diversos trabajos, Miguel Ángel Altieri, uno de los mayores expertos mundiales sobre agroecología, indica que en agricultura ecológica los rendimientos por unidad de área de cultivo pueden ser un 5-10% menores que en cultivo químico, pero son mayores los relacionados con otros factores (por unidad de energía, de agua, de suelo perdido, etc.). También es conocido que el uso de abonos nitrogenados favorece la acumulación de agua en las plantas, de forma que los vegetales ecológicos tienen en torno a un 20% más materia seca por kilogramo [1], con lo cual es cuestionable incluso si los rendimientos reales son menores, porque cuando compramos un kilo de verdura, queremos comprar vitaminas, no kilos de agua.

Esta idea de que los pesticidas, herbicidas y transgénicos son un mal necesario -ya que “sin ellos no podríamos alimentar a toda la humanidad”- está todavía muy presente en la mentalidad colectiva, a pesar de que no es precisamente eso lo que dicen las propias Naciones Unidas y la FAO, sino más bien todo lo contrario. En los últimos años estas instituciones apuestan por la agroecología como el mejor camino para acabar con el hambre.

Las palabras de Olivier De Schutter, relator especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentaciónno dejan lugar a dudas [2]: “Un viraje urgente hacia la “ecoagricultura” es la única manera de poner fin al hambre y de enfrentar los desafíos del cambio climático y la pobreza rural […] Los rendimientos aumentaron 214 por ciento en 44 proyectos en 20 países de África subsahariana usando técnicas de agricultura ecológica durante un periodo de tres a 10 años, mucho más que lo que jamás logró ningún (cultivo) genéticamente modificado […] La evidencia científica actual demuestra que el desempeño de los métodos agroecológicos supera al del uso de fertilizantes químicos en el estímulo a la producción alimentaria en regiones donde viven los hambrientos”.

Es probable que el Sr. Mulet sepa esto y es posible que no le guste nada en absoluto, porque el éxito de la agricultura ecológica pone en entredicho sus investigaciones. Pero los datos lo están diciendo claramente: la agroecología no sólo es mejor para el medio ambiente, es igual de productiva que la agricultura química y, en ocasiones, la supera.

De hecho, el Sr. Mulet argumenta que los defensores de los alimentos ecológicos engañan a los consumidores con el miedo a los químicos, pero ese mismo miedo también lo usa él cuando insinúa que los alimentos ecológicos son “inseguros” obviando que pasan exactamente los mismos controles que los convencionales y también que es la agricultura y la ganadería industrial, con su hacinamiento de animales (y plantas) de una misma especie, la que se vuelve ideal para la expansión de epidemias. De hecho, son las grandes explotaciones industrializadas de Asia las que están teniendo problemas con la gripe aviar, no las pequeñas granjas ecológicas.

Pero lo que el Sr. Mulet no dice, y es, probablemente, lo más importante, es que la agricultura química actual no tiene futuro porque necesita un suministro de petróleo barato y abundante, y el petróleo ha dejado de ser barato y va a dejar de ser abundante. Y es que el gran aumento de productividad de los años 60 y 70 se basó en el petróleo y el gas natural, necesarios para la síntesis, tanto de los abonos químicos y pesticidas, como del gasóleo, combustible indispensable para la maquinaria agrícola.

El declive del oro negro en estas décadas va a hacer que tengamos que emprender una difícil reconversión de la agricultura mundial porque el modelo actual está inevitablemente ligado al petróleo y vamos a necesitar usar técnicas agroecológicas que, aunque también emplean maquinaria, consigue ahorros energéticos muy interesantes. Esto va a chocar con muchas resistencias, ya que la industria química no está, evidentemente, interesada en vender menos. No es extraño que las personas que viven de esta industria ataquen la agroecología y defiendan la ingeniería genética, que ha tenido sus mayores “éxitos” en la creación de plantas resistentes a los herbicidas y que, por ello, fomentan el consumo de agroquímicos. Probablemente la industria lo sabe y por eso está intensificando sus mensajes con tópicos como los que exhibe el señor Mulet. Por suerte, cada vez son más los agricultores que se pasan a la agricultura ecológica y ven que las tierras les producen y las cuentas les cuadran.

En cualquier caso, el artículo del Sr. Mulet es buen reflejo de algunos prejuicios absurdos sobre la ecología, la ciencia y lo que se considera progreso que deben empezar a caer. De hecho, una de las expresiones más curiosas de la entrevista es la siguiente: “Frente a la identificación de los productos ecológicos o la lucha contra los transgénicos con un discurso progresista, Mulet sostiene que “mucha gente de izquierdas parece no haber leído a Marx y a Engels, que eran lo más racionalista que había [...] Cuando la izquierda dejó de ir a misa tuvo que empezar a creer en cualquier tontería espiritual antisistema. Los mismo que la Iglesia, pero con una túnica azafrán en vez de una sotana”.

Esa afirmación de que estar en contra de los transgénicos “no es progresista” es bastante curiosa. Yo no sé si es que el Sr. Mulet se ha quedado en el siglo XIX -junto a Marx y Engels, porque no parece haber visto quién ha liderado la lucha contra estos cultivos en los últimos 20 años. La oposición a los transgénicos ha surgido principalmente de sindicatos campesinos dela Indiay Latinoamérica, que vieron cómo estas semillas permitían a la agroindustria monopolizar todavía más el mercado y llevar a la ruina a los campesinos más pobres.

Y por otra parte, es tremendamente curioso ver cómo Mulet asocia de un plumazo la racionalidad científica y las ideas de progreso con esa tecnología dura y agresiva para la naturaleza que son los transgénicos; y, por otro lado, identifica la ecología con lo irracional y con vagas espiritualidades orientales. Pues bien, Sr. Mulet: no es cierto y usted probablemente lo sabe bien. Lo que ahora llamamos agricultura ecológica no son sólo técnicas tradicionales, no es volver al pasado ni son supersticiones; es una agricultura basada en conocimientos científicos. Lo que sucede es que son conocimientos muy diferentes a los de “su” ingeniería genética, pero no por ello arcaicos, irracionales o poco rigurosos. De hecho, en mi opinión, la agricultura ecológica (y lo que se da en llamar agroecología y permacultura, que son tendencias más avanzadas de ésta), tiene un enfoque científico más moderno y eficaz, y los resultados lo están demostrando.

Si la ingeniería genética y la agricultura industrializada se basan en la química y la genética, la agroecología se basa en la biología y la ecología científica. Mientras la ingeniería genética utiliza una visión muy reduccionista, centrada en el gen como causa determinante, la agroecología tiene una visión mucho más sistémica y busca soluciones en los ecosistemas. Mientras la agricultura química y los transgénicos imponen a la naturaleza la lógica de las fábricas de producción industrial, la agroecología observa los ecosistemas, aprende de sus magníficos mecanismos de regulación y habla de biomímesis, es decir, de imitar a la naturaleza (incluso en la ingeniería y con resultados bastante interesantes, por cierto). Mientras la agroindustria convierte la agricultura en una actividad altamente perjudicial para la naturaleza, la agroecología consigue un equilibrio entre el ser humano y el resto de las especies, de las que depende, en definitiva, nuestra propia vida. Ambas son racionales y ambas son científicas, pero la agricultura química es hija de las tendencias reduccionistas de la ciencia del XVIII, mientras la agricultura ecológica tiene una mentalidad más moderna y sistémica, heredera de la teoría de sistemas que surge a principios de siglo XX y, es, además, mucho más capaz de responder al reto más importante de la humanidad en el siglo XXI: conseguir una civilización compatible con el planeta.

A ver si desterramos de una vez esos extraños prejuicios que asocian el avance científico y el progresismo con tecnologías agresivas para el medio ambiente y la ecología con la añoranza romántica del pasado y cierta espiritualidad new age. La ciencia que se base en la ecología y, por tanto, nos enseñe a llegar a un equilibrio con el planeta, será la más avanzada, la más sensata y la que realmente nos pueda hacer progresar en este siglo que empieza.

La agricultura ecológica podría ser enormemente interesante para un país como España, muy dependiente del petróleo y que necesita urgentemente crear empleos (aspecto en el que la agricultura ecológica es más eficaz [3]). Desgraciadamente, a pesar de que somos el primer país productor de alimentos ecológicos de Europa, los sucesivos gobiernos han defendido los cultivos genéticamente modificados y han desarrollado una legislación que penaliza las pequeñas explotaciones biológicas, con lo cual no es extraño que estos alimentos sean más caros: es casi un milagro que se produzcan.

Así pues, hagamos bueno el título del libro de Mulet y digamos que hay que comer sin miedo alimentos ecológicos: sin miedo a que no podamos producir lo suficiente para alimentar a la humanidad, sin miedo a que no sean seguros y sin miedo a que nos arruinen. Porque la principal razón para comprarlos no es el miedo al cáncer sino la evidencia que muestran los datos y nos gritan nuestros sentidos: son productos de buena calidad que suelen merecer su precio, beneficiosos tanto para el medio ambiente como para los más pobres del planeta, que ayudan a crear puestos de trabajo en el medio rural y que, además, nos ayudan a independizarnos de un petróleo que tiene los días contados.

Margarita Mediavilla Pascual

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