Ahora bien, dado que la dialéctica entre la perspectiva
imperial y la local es inevitablemente conflictiva y pasajera,
llega un momento en el que es imposible seguir conteniendo el
conflicto inevitable entre gobernante y gobernado, que estalla
en una guerra colonial declarada como las de Argelia e India.
Los grandes imperios modernos nunca se han mantenido unidos
sólo gracias al poder militar, sino gracias al motor
que activa dicho poder, lo utiliza y lo refuerza mediante el
ejercicio diario de la dominación, la convicción
y la autoridad. Gran Bretaña gobernó los vastos
territorios de India con unos cuantos miles de oficiales coloniales
y unos cuantos miles más de soldados, muchos de ellos
indios. Francia hizo lo mismo en el norte de África e
Indochina, los holandeses en Indonesia, los portugueses y los
belgas en África. El elemento clave es la perspectiva
imperial, esa forma de contemplar una realidad distante y extranjera
subordinándola a nuestra mirada, construyendo su historia
desde nuestro punto de vista, viendo a su gente como súbditos
cuyo destino no es el que ellos deciden, sino el que consideran
mejor unos remotos administradores. Esa perspectiva deliberada
produce ideas reales como la teoría de que el imperialismo
es una cosa benigna y necesaria. En uno de los comentarios más
perspicaces que se han escrito nunca sobre la cola conceptual
que mantiene unidos los imperios, el extraordinario novelista
anglo-polaco Joseph Conrad dijo que "la conquista de la
tierra, que significa fundamentalmente arrebatársela
a quienes tienen una piel diferente o narices algo más
chatas que nosotros, no es nada agradable cuando se examina
con detalle. Lo único que la redime es la idea. Una idea
de fondo; no una pretensión sentimental, sino una idea;
y una fe desinteresada en esa idea, algo que podemos crear,
ante lo que podemos inclinarnos y a lo que podemos ofrecer sacrificios".
Durante un tiempo el sistema funcionó porque muchos
dirigentes coloniales creyeron erróneamente que no
tenían más remedio que cooperar con la autoridad
imperial. Ahora bien, dado que la dialéctica entre
la perspectiva imperial y la local es inevitablemente conflictiva
y pasajera, llega un momento en el que es imposible seguir
conteniendo el conflicto inevitable entre gobernante y gobernado,
que estalla en una guerra colonial declarada como las de Argelia
e India.
Todavía queda mucho para que llegue ese momento en
el caso del dominio estadounidense sobre el mundo árabe
y musulmán. Al menos desde la II Guerra Mundial, los
intereses estratégicos de Estados Unidos han consistido
en garantizar (y controlar cada vez más) los abastecimientos
de petróleo y respaldar, con un coste enorme, el poder
y el dominio regional de Israel sobre todos sus vecinos.
Todos los imperios, incluido el de Estados Unidos, se dicen
sin cesar a sí mismos y al mundo que son distintos
a los demás imperios y que su misión no consiste
en saquear y dominar, sino en educar y liberar a los pueblos
y lugares que gobiernan de forma directa o indirecta. Sin
embargo, son ideas que no comparten en absoluto los pueblos
gobernados, cuyas opiniones son, en muchos casos, radicalmente
opuestas. Pero eso no ha impedido que la maquinaria estadounidense
de la información, la estrategia y la política
relacionadas con el mundo árabe e islámico imponga
sus puntos de vista no sólo a árabes y musulmanes,
sino a sus propios ciudadanos, cuyas fuentes de información
sobre el Islam y los árabes son tristemente, trágicamente,
insuficientes.
La diplomacia estadounidense ha tenido siempre el lastre
de la agresión sistemática del lobby israelí
contra los llamados arabistas. De los 150.000 soldados norteamericanos
presentes hoy en Irak, sólo hay un puñado que
sepa árabe. David Ignatius lo destaca en un excelente
artículo del 14 de julio titulado "Washington
paga la falta de arabistas" (http://www.dailystar.com.lb),
en el que cita a Francis Fukuyama, según el cual, el
problema es que "los arabistas no sólo adoptan
la causa de los árabes, sino su tendencia a engañarse
a sí mismos". En este país se ha hecho
que hablar árabe, tener cierto contacto con la vasta
tradición cultural árabe y mostrar cierta comprensión
hacia ella parezcan una amenaza para Israel. Los medios de
comunicación publican los peores estereotipos racistas
sobre los árabes (véase, por ejemplo, un artículo
hitleriano de Cynthia Ozick en The Wall Street Journal del
30 de junio, en el que dice que los palestinos han "difamado
la fuerza de la vida, un cultismo elevado a espiritualismo
siniestro", unas palabras que muy bien podrían
haberse oído en las concentraciones de Nüremberg).
Varias generaciones de estadounidenses consideran el mundo
árabe, fundamentalmente, como un lugar peligroso en
el que brotan el terrorismo y el fanatismo religioso y donde
unos clérigos malintencionados, antidemocráticos
y violentamente antisemitas inculcan maliciosamente a los
jóvenes un antiamericanismo gratuito. En estos casos
la ignorancia se convierte directamente en conocimiento. Lo
que no siempre se advierte es que, cuando aparece un dirigente
que "nos" gusta -como el sha de Irán o Anuar
el Sadat-, Estados Unidos supone que es un valiente visionario
que ha hecho cosas por "nosotros" o a "nuestra"
manera, no porque haya comprendido el juego del poder imperial
-que consiste en complacer a la autoridad suprema para sobrevivir-,
sino porque le han convencido unos principios que compartimos.
Casi un cuarto de siglo después de su asesinato, Anuar
el Sadat es, sin exagerar, un hombre olvidado e impopular,
porque la mayoría de los egipcios consideran que sirvió
sobre todo a Estados Unidos, y no a Egipto. Lo mismo ocurre
con el Sha. El hecho de que tanto a Sadat como al Sha les
sucedieran en el poder unos gobernantes todavía más
desagradables no es señal, como nos gustaría
creer, de que teníamos razón, sino de que las
distorsiones de las perspectivas imperiales producen unas
distorsiones aún mayores en la sociedad de Oriente
Próximo, que prolongan el sufrimiento y engendran formas
extremas de resistencia y reafirmación política.
Éste es especialmente el caso de los palestinos, de
los que ahora se piensa que se han reformado por dejar que
les gobierne Mahmud Abbas (Abu Mazen) en vez del vilipendiado
Arafat. Pero ésa es una cuestión de interpretación
imperial, no una realidad. Israel y Estados Unidos consideran
a Arafat como un obstáculo para lograr imponer a los
palestinos un acuerdo que borrará todas sus reivindicaciones
anteriores y representará la victoria definitiva de
Israel sobre lo que algunos israelíes denominan su
"pecado original", el de haber destruido la sociedad
palestina en 1948 y haber dispuesto de la nación de
los palestinos, unos ciudadanos que todavía hoy siguen
sin Estado o bajo la ocupación. Qué más
da que a Arafat -al que llevo muchos años criticando
en medios árabes y occidentales- se le siga considerando
universalmente como el líder palestino por haber sido
legalmente elegido en 1996 y porque ha adquirido una legitimidad
a la que no llega ningún otro palestino, y mucho menos
Abu Mazen, un burócrata y viejo subordinado de Arafat
que carece por completo de respaldo popular. Además,
ahora existe un grupo palestino independiente y coherente
(la Iniciativa Nacional Independiente) que se opone tanto
al Gobierno de Arafat como a los islamistas, pero que no recibe
ninguna atención porque los estadounidenses y los israelíes
prefieren a un interlocutor complaciente que no pueda causarnos
problemas. La duda de que todo eso sirva para algo se queda
para otro momento. Así de miope -incluso ciega- y arrogante
es la mirada imperial. Y el mismo modelo se repite en la noción
que tiene Estados Unidos de Irak, Arabia Saudí, Egipto
y todos los demás. Lo malo de tales concepciones es
que son incompetentes e ideológicas; no ofrecen a los
estadounidenses ideas sobre los árabes y musulmanes,
sino opiniones sobre cómo les gustaría que fueran.
Que un gran país, inmensamente rico, pueda producir
una ocupación tan mal gestionada, poco preparada e
incapaz como la que se está llevando a cabo hoy en
Irak es una farsa intelectual, y que un funcionario moderadamente
inteligente como Paul Wolfowitz pueda elaborar políticas
tan incompetentes y al mismo tiempo convencer a todo el mundo
de que sabe lo que hace es asombroso.
La base de esta particular perspectiva imperial es una antigua
concepción orientalista que no deja que los árabes
ejerzan su derecho a la autodeterminación nacional
y les considera diferentes, incapaces de emplear la lógica
y de decir la verdad, turbulentos y con instintos asesinos.
Desde que Napoleón invadió Egipto en 1798, ha
habido en todo el mundo árabe, basada en esas premisas,
una presencia imperial ininterrumpida que ha llevado una miseria
indecible -y también algunos beneficios- a la gran
mayoría de la población. Pero nos hemos acostumbrado
tanto a las lisonjas de asesores norteamericanos como Bernard
Lewis y Fouad Ajami -que han arrojado su veneno contra los
árabes de todas las formas posibles-, que casi pensamos
que estamos actuando como es debido porque los árabes
son así. Con el añadido de que además
se trata de un dogma israelí que comparten incondicionalmente
los neoconservadores del Gobierno de Bush. Por todo ello,
nos quedan todavía muchos años de confusión
y miseria en una zona del mundo en la que uno de los principales
problemas es, sencillamente, el poder de Estados Unidos. Pero
¿a qué precio, y con qué fin?
* Edward W. Said es ensayista palestino, profesor de Literatura
Comparada en la Universidad de Columbia. Traducción
de María Luisa Rodríguez Tapia.
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