La imagen emblemática que el ciudadano estadounidense
tiene de su prensa como perro vigilante a la puerta de la
Casa Blanca, garante del funcionamiento de su sistema democrático,
podría morir como uno de los héroes fabricados
por Hollywood.
La historia es más añeja de lo que parece y
se remonta a los tiempos fundacionales de la nación.
Han pasado unos cuantos años desde que Thomas Jefferson
escribiera que prefería un periódico sin gobierno
que a un gobierno sin periódico. Tan lapidaria afirmación
la hizo poco antes de ser presidente de Estados Unidos y,
desde entonces, quedó acuñada como ideal del
periodismo que merecía darse la nación.
Una vez al frente del Ejecutivo, y demostrando en la práctica
que una cosa es tocar con guitarra y otra con violín,
el mandatario fue protagonista de una acción menos
publicitada a lo largo de la historia, cuando instó
a los gobernadores de los estados de la joven Unión
a poner estribos a los periódicos opositores de entonces.
Esa postura dual respecto a la prensa ha llegado hasta nuestros
días, pero nunca antes ha estado tan abocada a convertirse
en una suerte de “tragedia americana” por obra
y gracia del proceso de concentración de los medios
de comunicación de masas.
Tal dinámica adquiere peligrosamente un extraordinario
impulso tras la aprobación, en junio último,
por la Comisión Federal de Comunicaciones, del levantamiento
de las restricciones a la adquisición de unos medios
por otros en un mismo territorio.
Sería el derrumbe de un viejo castillo que comenzó
a edificarse desde el siglo XIX, cuando los periódicos
tomaron distancia del compromiso político bajo el auge
de la libre empresa, aunque la huella de la propiedad privada
mostraba el verdadero rostro ideológico del asunto.
El precepto de que los medios son instituciones sociales encargadas
de cuidar el interés público íntimamente
ligado al concepto de la libertad de expresión y de
prensa, ha sido debidamente insertado en la mente de los norteamericanos
bajo la fuerza insistente y homogeneizadora de la propaganda
y un ejercicio del periodismo que, entre el esplendor (la
oposición a la guerra en Vietnam) y el sainete (el
escándalo Watergate), ha sostenido el disenso, el debate,
el arbitraje dentro de las estrictas reglas de juego del sistema,
pues cuando sucede lo contrario, como dice la canción
de El Guayabero, “¡cuida´o con el perro
que muerde calla´o!”
En esta misma dirección, si bien los medios no están
visiblemente ligados a los intereses políticos, como
empresa tienen los mismos objetivos que sus similares en las
diferentes ramas de la economía y los negocios, y entran
también en el inevitable movimiento de influencias
de los círculos de poder.
El acelerado proceso de concentración de los medios
acentúa el fenómeno si tenemos en cuenta que
a la cúpula acceden quienes amasan los más exorbitantes
ingresos. Con ello se valida, una vez más, el principio
que iguala capital y política.
La rapidez en la fusión de los consorcios mediáticos
y su conversión en colosales gigantes hace que sus
accionistas principales pasen, cada vez más, a formar
parte del club de quienes deciden los destinos del país.
Tal situación desvirtúa el punto de vista de
“una prensa sin ataduras”, en tanto devela un
compromiso más orgánico hacia las decisiones
de esa élite.
Semejante fenómeno no es un golpe de suerte, sino una
resultante del devenir del sistema capitalista liderado por
EE.UU. en su propósito actual de erigirse en gobernante
del mundo. En ese nuevo esquema, los mastodontes mediáticos
pasan de aliados a “accionistas” del poder como
fruto de la concentración de los medios.
Dentro de esa concepción, la denominada gran prensa
privilegia, como nunca antes, el viejo papel estratégico
de fabricar el consenso en torno al discurso político
como lo único conveniente y viable. En otras palabras,
todo lo que dice la prensa tiene el propósito de inducir
y formar opinión a favor.
Como en los tiempos de la guerra fría, cuando los medios
se encargaron de sedimentar el temor y el odio al comunismo,
tras el 11 de septiembre, el terrorismo (en ocasiones ese
difuso y ambiguo enemigo) es empleado en interés de
legitimar un nuevo orden mundial imperial fascista.
Las condiciones imperantes actualmente alimentan la línea
de los medios pertenecientes al mainstream o corriente principal.
A esa tendencia ha pertenecido históricamente la denominada
“gran prensa” que sigue la agenda política
de los sectores de poder en Estados Unidos, como The Washington
Post. A tan “selecto club” han ingresado los gigantes
multimediáticos en calidad de miembros prominentes.
Bastaría decir que Bush, convertido en el hortelano
del mundo, le ha abierto las puertas de la Casa Blanca al
perro que una vez simbolizó a la prensa garante de
la democracia norteamericana y lo ha convertido en un dócil
guardián de los designios de la élite neofascista
que gobierna a Estados Unidos.
< Artículo publicado en Juventud Rebelde (Cuba),
4/7/03 >
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