Nasiriya (Irak), 13 abr (EFE).- Cientos de iraquíes
remueven cada día las ruinas de los edificios que durante
años albergaron a los Servicios Secretos de Sadam Husein,
con la esperanza de conocer el destino de los familiares desaparecidos.
Entre los escombros de la temida "Mujabarat" de
Basora (sur de Irak), calcinada y demolida por los bombardeos,
todavía hay quien cree oír los lamentos de los
suyos.
"Se oyen voces debajo de la tierra. Hay gente viva en
habitaciones enterradas, pero no encontramos una sola puerta",
asegura Said Abdala.
Añade, desesperado, "qué podemos hacer,
llamad a vuestros amigos (los soldados británicos),
van a morir".
Otro de los congregados detalla, más calmado, que en
las celdas se puede oír a los supuestos prisioneros
que "responden a los golpes que damos en el suelo".
"Les escuchamos gritar 'Allahu Akbar' (Dios es el más
grande) y llorar. Es urgente salvarlos", explica un clérigo
chiíta que también se ha acercado al siniestro
edificio.
Algunos prisioneros son kuwaitíes, interviene otro
hombre, pero su afirmación levanta protestas; Kuwait
asegura que el caído régimen de Bagdad retenía
a más de 600 de sus ciudadanos desde la guerra del
Golfo de 1991.
Un centenar de metros más allá, una turba de
hombres vestidos con las tradicionales galabeyas y adolescentes
con camisetas de fútbol se arremolinan expectantes.
"El que entraba aquí, nunca más volvía
a salir; todos queríamos saber qué ocurría
dentro pero no nos atrevíamos ni a acercarnos",
dijo a EFE Husein Adberrahim, un vendedor de hortalizas del
devastado mercado que una vez hubo enfrente.
Un cordón del Ejército británico había
rodeado el sábado los restos de la "Mujabarat",
y los soldados se dedicaban a caminar con pies de plomo entre
los cascotes en busca de armas o explosivos abandonados.
Horas después, con los tanques británicos replegados
en su base, la marabunta ya campaba entre papeles quemados
y fotografías pisadas, ávida por allanar un
edificio que durante años generó algunas de
sus peores pesadillas.
En medio del desorden que parece consustancial a este Irak
de la posguerra, un hombre alto se presenta como ex prisionero
y se ofrece a hacer de guía de un recorrido macabro
por las mazmorras de la "Mujabarat", en el que desgrana
los horrores de los sicarios de Sadam.
"En esta celda -doce metros cuadrados, sin ventanas y
con un baño turco- se hacinaban decenas de personas,
apretadas y siempre en cuclillas. Cuando nos sacaban nos ataban
a esta barra en el suelo y nos golpeaban", señala
el improvisado ayudante.
Las celdas se suceden alrededor de un patio cubierto por una
red de alambre con púas, que apenas deja pasar los
rayos del sol.
"En esa estancia se aplicaban descargas eléctricas,
tan fuertes que algunos morían", subraya.
Los cuerpos eran llevados a hospitales, donde eran descuartizados
y lanzados al río, apostilla el relato de una de las
grandes leyendas negras del régimen de Sadam Husein.
La historia se repite en otras poblaciones del sur de Irak
como Nasiriya, donde se aprecia que la vida recobra poco a
poco su rutina, envuelta en la anarquía, el miedo y
la escasez.
Los comerciantes han regresado a las calles de Basora y en
la propia Nasiriya las mujeres, vestidas de negro, pasean
ya con las cestas balanceándose sobre sus cabezas.
La gasolina se vende en bidones, las diferentes marcas de
tabaco en improvisados chiringuitos y la gentes se agolpan
en los canales en busca de agua.
"Estamos contentos de que se haya ido Sadam, pero la
situación no ha mejorado. Los norteamericanos lo han
destruido todo y ahora no se encargan de que haya orden y
seguridad", se queja Saleh Ahindi, un médico de
Basora.
La sombra del dictador todavía está presente:
los iraquíes están obligados a ver su rostro
cada día, impreso en los billetes que guardan en sus
bolsillos.
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