El
gobierno de Eduardo Duhalde parece decidido a frenar en seco
la protesta social que desde hace seis meses jaquea a su gobierno,
aún a costa de despertar viejos fantasmas y generar una
escalada que puede contribuir al ascenso de sectores todavía
más autoritarios.
Es imposible condenar a la mitad de la población al hambre
y a la vez mantener en pie un sistema de libertades democráticas.
Más difícil aún cuando se trata de una
población que hasta no hace mucho tiempo vivió
en un país industrializado, con amplio acceso a la salud
y la educación, que conquistó derechos ciudadanos
de organización y libre expresión, y que puso
en pie una sociedad civil amplia, diversa y heterogénea.
Desarmar todo ese andamiaje social sólo puede hacerse
a costa de un desaguisado mucho mayor que el perpetrado por
la última dictadura. O, dicho de otro modo, si el genocidio
de los militares encabezados por el general Jorge Rafael Videla
no pudo desarticular el tejido social -en vías de reconstrucción
en la última década y media-, sólo cabe
rendirse a la evidencia o insistir con el remedio. La primera
opción supone dar un vuelco a la política económica
y social que se viene implementando desde 1975, que llevaría
a romper con los organismos financieros internacionales y vivir
con lo puesto; la segunda es mucho más dramática:
reiterar la receta, pero en dosis infinatamente mayores, en
vista del escaso resultado conseguido. O sea, preparar una represión
mucho más amplia que la ensayada entre 1975 y 1983.
Carlos Ruckauf, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno
presidido por Eduardo Duhalde, la tiene clara. Una semana atrás,
ante un auditorio de oficiales de la fuerza aérea puso
en negro sobre blanco su pensamiento. Dijo sentirse orgulloso
de haber firmado en 1975, como ministro de Trabajo de Isabel
Perón, el decreto que ordenaba la "aniquilación"
del terrorismo. Y agregó -este es el dato esencial-,
que volvería a hacerlo "sin vacilar", en vistas
de que se avecinan "tiempos difíciles" y que
tanto la policía como la Gendarmería se verán
"desbordadas" por las protestas sociales en curso
que pueden desembocar en un estallido social.
Tanto más grave que las declaraciones de ese funcionario,
es que ningún otro del gobierno de Duhalde, ni el mismo
presidente, haya salido a desautorizarlo. Y peor aún,
otros varios, entre ellos el comandante en jefe del ejército,
coincidieron con el punto de vista expresado por Ruckauf.
Volver a los setenta
Parece claro, entonces, que no se trató de un caso
aislado. Ruckauf no es un recién llegado y representa
el estado de ánimo de una parte de la dirigencia política
y empresarial argentina y de un sector del gobierno de George
W Bush. El ministro se ufana de las excelentes relaciones
que mantiene con el secretario de Estado estadounidense, Colin
Powell.
Vale la pena recalcar que ideas como las del canciller argentino
son defendidas, por ejemplo, por el ex ministro de Defensa
y brevísimo ministro de Economía Ricardo López
Murphy, un hombre con sólidos vínculos en el
mundo empresarial trasnacional y financiero, pero también
con empresarios y militares locales. En precampaña
electoral, López Murphy defiende, nada menos, que una
"reforma estructural del Estado" para darle más
atribuciones a las "fuerzas de seguridad y a los organismos
de inteligencia",
Carlos Menem, por su parte, en plena luna de miel con Washington,
no oculta ni sus objetivos de retornar al poder ni sus planes
represivos. Hace pocos días sentenció que la
calle está tomada por "marxistas" y agitadores,
adelantando lo que puede esperar si llegara a retomar las
riendas del poder.
Sin embargo, los "tiempos difíciles" que
los defensores de una salida represiva defienden, en nada
se parecen a la situación que llevó al golpe
de Estado de 1976. En aquellos años, recuérdese,
se argumentó que la intervención de las fuerzas
armadas era necesaria para combatir a la guerrilla que amenazaba
con destruir la convivencia entre los argentinos y hasta ponía
en peligro la existencia de la nación. Ahora, se habla
de un posible estallido social, del "desborde" que
provocaría la presencia permanente de piqueteros y
asambleistas en las calles. En suma, la célebre "teoría
de los dos demonios", la que suponía que había
una guerra entre dos ejércitos, era apenas un mal argumento.
¿O era sólo un argumento?
El hecho de que siete de cada diez desaparecidos fueran sindicalistas
y no guerrilleros, desmiente la tesis oficial de que el golpe
y la brutal represión se dieron para frenar a la subversión.
El argumento es tan débil como el de quienes quieren
ver en los piqueteros, o en cualquier otro movimiento social,
un factor desestabilizador. Un país que condenó
a 14 millones de personas, de un total de 36 millones, a una
situación de pobreza extrema, sabe que no puede apelar
a ninguna legitimidad política. Sobre todo, si esos
millones eran antes ciudadanos y se los condena ahora al papel
de marginados.
Represión anunciada
Los dos muertos, los sesenta heridos -muchos de ellos de bala-
y los 160 detenidos que provocó la indiscriminada represión
en el puente Pueyrredón, fueron largamente preparados
durante por lo menos una semana, desde el mismísimo
gobierno. Son varias las fuentes. El periodista Miguel Bonasso
escribió en Página 12 que se preparaba una violenta
represión contra los piqueteros en el puente Pueyrredón,
uno de los accesos de la zona sur a la Capital Federal. La
filtración provenía de un magistrado que lo
había escuchado de boca de funcionarios policiales,
quienes aseguraban que ese día iban "a meter bala".
El dirigente piquetero de La Matanza, en el Gran Buenos Aires,
Luis D´Elía, también supo que se descargaría
una dura represión sobre los que cortatan el puente.
No era ningún secreto. Pero Duhalde había hecho
su apuesta: si los piqueteros salían a la ruta, lloverían
balas, lo que significaba una dura advertencia hacia el resto
de los protestones; si los amedrentaba y desistían,
conseguía bajarle el pico a la protesta. En cualquiera
de los casos sería un triunfo político, ya que
"las cosas no pueden seguir así".
La forma como se implementó la represión, habla
por sí sola acerca de la voluntad expresa de aniquilar
a los piqueteros. La policía no se limitó a
despejar el puente y disolver a los 3.000 manifestantes. La
mayoría de los heridos se produjeron a varias cuadras
del foco del enfrentamiento, los muertos en la estación
ferroviaria, a cientos de metros del puente. Además,
la policía allanó la sede de Izquierda Unida,
un partido del arco parlamentario, tirando la puerta abajo
a patadas; policía federales ingresaron en territorio
de la Capital, cosa que tienen prohibida y, lo más
grave, ingresaron a los golpes al Hospital Fiorito, donde
se atendía a los heridos, donde secuestraron a varias
personas y se llevaron ropas ensangrentadas que podían
utilizarse como prueba en su contra.
Puede preguntarse -como han hecho algunos periodistas, varios
políticos de la oposición y todo el gobierno-
por qué los piqueteros insistieron en realizar una
acción como el corte de un puente "estratégico"
pese a todas las advertencias recibidas. Las respuestas son
múltiples. Ese mismo puente había sido cortado
en varias ocasiones, desde hace varios años, por los
mismos grupos. El año pasado, un piquete de casi una
semana en el puente Pueyrredón se había saldado
con la entrega de cientos de planes Trabajar por parte del
gobierno de Fernando de la Rúa. En suma, el corte en
ese lugar no era ninguna novedad.
Represión sistémica
Por otro lado, las organizaciones de desocupados de la zona
sur están integradas en su inmensa mayoría por
jóvenes de menos de 25 años. Ese sector de la
sociedad que no tiene la menor posibilidad de conseguir un
trabajo digno, ni siquiera uno mal remunerado, los "cabecitas
negras" que sobreviven en asentamientos precarios, en
zonas en las que los niños se alimentan con sapos y
carne de caballo, según un informe publicado por Página
12 hace una semana. Esos jóvenes no sólo no
tienen futuro, tampoco tienen presente, no existen en los
planes oficiales y, para colmo, los subsidios suelen serles
negados si no son jefes o jefas de hogar. Son carne de "gatillo
fácil", una modalidad que en los últimos
años se cobra un promedio de casi una víctima
por semana.
Los datos recogidos por la Coordinadora contra la Represión
Policial e Institucional (CORREPI) son escalofriantes. Los
abogados de la institución (www.derechos.org/correpi)
han hecho un minucioso seguimiento de los casos de personas
asesinadas por las fuerzas de seguridad del Estado, desde
1983 hasta noviembre de 1998. Los casos relevados excluyen
los enfrentamientos reales y se concentran en fusilamientos
enmascarados, tortura seguida de muerte, desapariciones y
muertes de terceros causadas por la policía en enfrentamientos.
En 15 años fueron 470 homicidios policiales. Un promedio
de 31 por año, 2,6 por mes hasta 1997. Dos datos a
retener: en 1998, cuando comenzó la actual oleada de
protestas sociales, los homicidios policiales ascendieron
a 39; del total, el 47 por ciento se produjo en la provincia
de Buenos Aires, que reúne sólo al 25 por ciento
de la población del país.
La cifra debe haber trepado en los años siguientes,
para los que no existe relevamiento. Sólo el 19 y el
20 de diciembre de 2001 se registraron 32 muertos por la policía
en todo el país. Cuando era gobernador de la provincia,
el actual presidente consideraba a su policía como
"la mejor del mundo". Quizá haya querido
decir, "la más asesina y corrupta del mundo",
como señalaron periodistas y organismos defensores
de los derechos humanos.
Esos jóvenes fueron los que protagonizaron los enfrentamientos
del 20 de diciembre en las inmediaciones de plaza de Mayo.
Y muchos de ellos estuvieron el miércoles 25 en el
puente Pueyrredón, enfrentando a la policía,
ostentando palos, con las caras cubiertas, en un mano a mano
en el que siempre salen perdiendo. Como en las entradas de
las discotecas y los recitales, en las canchas de fútbol
los domingos, en las barras que se juntan en las esquinas
de sus barrios, todos los días. "Quién
va a tener el coraje de decirles que sean prudentes? Que no
se "regalen" ante una policía homicida (¿etnocida?).
Ellos saben, y nadie en su sano juicio puede desmentirlos,
que son muertos en vida, que este sistema de acumulación
decretó su desaparición de cualquier ciudadanía
el mismo día de su nacimiento.
Viraje improbable
El jueves 27, la Central de Trabajadores Argentinos (CTA)
y la Corriente Clasista y Combativa (CCC) realizaron un paro
general en rechazo a la represión. A grandes rasgos,
el movimiento social, y muy en particular el piquetero, está
dividido en dos grandes vertientes: una mayoritaria que fue
reconocida por el gobierno como interlocutor, pero que mantienen
fuertes discrepancias sobre la forma como se están
implementando los planes de empleo, y otra que descarta la
negociación. Esta última tiene a su vez dos
vertientes: la vinculada a los partidos de izquierda y la
independiente, que es la mayoritaria en la zona sur, en Quilmes
y Lanús en particular, articulada en torno a la Coordinadora
Aníbal Verón.
Se trata del más independiente y menos previsible del
universo piquetero, cuyos orígenes habría que
rastrear en comunidades eclesiales de base de la zona de Quilmes
que trabajan en proyectos productivos y de servicios comunitarios.
Contra este sector, donde se aglutinan gran cantidad de jóvenes,
es que se enfiló el gobierno duhaldista. La violenta
represión fue una forma de advertir y atemorizar al
universo piquetero, pero sobre todo al movimiento de asambleas
barriales, de qué les espera si persisten en seguir
ocupando la calle.
Coincidentemente, hace dos domingos la prensa informó
sobre la amenaza de autoacuartelamiento de la Armada en caso
de que el Senado no aprobara el ascenso de un oficial acusado
por su participación en la represión en la Escuela
de Mecánica de la Armada, centro de detención,
tortura y desapariciones durante la dictadura. Sin embargo,
pese a las amenazas, parece improbable que se esté
a las vísperas de un golpe de Estado. Sería
un pésimo negocio para los militares que, además,
podría redundar en divisiones internas agudas. El escenario
más probable parece consistir en un endurecimiento
de la actividad de las fuerzas represivas, esperando frenar
la protesta masiva a la espera de que vengan tiempos mejores.
Ese plan cuenta a su favor con las divisiones en el movimiento
social, el cansancio después de meses de una escalada
de protestas -más de 500 cortes de ruta en mayo, dos
mil caceroleos desde diciembre- y la creciente pauperización
que desgasta la protesta. Pero también es posible que
las cosas no queden allí. Un análisis editorial
del diario La Nación, del jueves 27, oscila entre considerar
que el movimiento piquetero "no existiría sin
un contexto socioeconómico como el de los últimos
años" a emparentar los cortes de ruta con "la
subversión de los años ´70". En lo
fundamental, el diario erigido en portavoz de las elites empresariales
y políticas, señala: "Más que una
manifestación de la crisis social, el movimiento piquetero
es una manifestación fronteriza -y por cierto violenta
e inaceptable- de la política".
Con lógica implacable, nadie se hace cargo de las consecuencias
de una política económica que ha provocado,
en el país que fue granero del mundo, que un 40 por
ciento de la población pase hambre. Siempre que se
encara este debate, los responsables de turno hacen vagas
referencias a "los mercados", a lógicas económicas
que parecen leyes -o castigos- divinos caídos del cielo,
a los que no hay más remedio que aceptar con resignación.
Parece, por el contrario, hora de quitarle el velo casi místico
a la economía, por lo menos a esa pesudociencia que
sirve de excusa para los exabruptos que se sufren en este
continente. Un intelectual brasileño, Walter Porto
Gonçalves, amigo y colaborador de Chico Mendes, puso
el dedo en la llaga en su reciente libro Geo-grafías:
"La lógica económica -dice parafraseando
a Clausewitz- es la lógica de la guerra por otros medios".
La política, y los políticos, parecen destinados
a servir esa lógica económico-militar.
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