La televisora ITV filmaba perros salvajes que
destrozaban cadáveres de iraquíes. A cada rato,
una de estas bestias
hambrientas arrancaba delante de nosotros un brazo en estado
de
descomposición y se echaba a correr con él por
el desierto: los dedos
muertos dejaban surcos en la arena, los restos de una manga
quemada
ondeaban al aire.
"Sólo para documentarlo", me dijo el camarógrafo.
Claro. Porque ITV jamás
mostraría tales imágenes. Las cosas que veíamos
-la inmundicia y obscenidad
de los cadáveres- no puede mostrarse. En primer lugar
porque no sería
"apropiado" enseñar esta realidad por televisión
a la hora del desayuno. En
segundo lugar, porque si la televisión la mostrara
nadie volvería jamás a
respaldar la guerra.
Esto ocurrió en 1991. La "carretera de la muerte",
llamaban entonces a ese
camino. Pero había otra vía paralela que era
una "carretera de la muerte"
mucho peor, unos kilómetros al este, y que fue cortesía
de la fuerza aérea
estadounidense, pero nadie la filmó. La única
imagen que hubo de estos
horrores fue la fotografía de un iraquí carbonizado
dentro de su camión.
Cuando finalmente se publicó esa fotografía,
se volvió una especie de
icono, pues representaba exactamente lo que habíamos
visto.
Para que las bajas iraquíes aparecieran en televisión
durante esa guerra
del Golfo -ya que hubo otro conflicto entre 1980 y 1988, y
un tercero está
en preparación- era necesario que hubieran muerto cuidando
caer
románticamente de espaldas, con una mano cubriendo
el rostro destruido.
Como en esas pinturas de la Primera Guerra Mundial de los
británicos
muertos en el campo de batalla, los iraquíes debían
morir de forma benigna
y sin heridas evidentes, sin ningún tipo de miseria,
sin rastro de mierda,
moco o sangre coagulada, si querían aparecer en los
noticiarios matutinos.
Siento rabia hacia esta artimaña. En Qaa, en 1996,
cuando los israelíes
bombardearon durante 17 minutos a refugiados que estaban dentro
de un
complejo de la Organización de Naciones Unidas, y mataron
a 106 personas,
más de la mitad niños, me topé con una
joven que abrazaba a un hombre de
mediana edad. Estaba muerto. "Mi padre, mi padre",
lloraba abrazando su
cara. No tenía uno de los brazos ni una pierna. Los
israelíes habían usado
bombas de proximidad que producen amputaciones. Pero cuando
esta escena
llegó a las pantallas de televisión europeas
y estadounidenses la cámara
hizo un acercamiento sobre la cara de la muchacha y del muerto.
Las
amputaciones no fueron mostradas. La causa de la muerte fue
borrada en aras
del buen gusto. Era como si el hombre hubiera muerto de cansancio;
con la
cabeza apoyada sobre el hombro de su hija para morir en paz.
Hoy, cuando escucho las amenazas de George W. Bush contra
Irak y las
estridentes advertencias moralistas de Tony Blair me pregunto:
¿qué saben
de esta terrible realidad? ¿Acaso George, quien declinó
servir a su país en
Vietnam, tiene alguna idea de cómo huelen los cadáveres?
¿Tiene Tony alguna
pálida noción de cómo son las moscas,
esos insectos grandes y azules que se
alimentan de los muertos en Medio Oriente, y que se te paran
en la cara o
en la libreta?
Los soldados sí lo saben. Recuerdo a un militar británico
que pidió
prestado el teléfono satelital de la BBC tras la liberación
de Kuwait, en
1991. Le habló a su familia en Inglaterra mientras
yo lo observaba
detenidamente. "He visto cosas horribles", dijo,
y después tuvo un colapso
nervioso; lloraba y temblaba, soltó el teléfono,
que se quedó colgando de
su mano. ¿Tendría su familia idea de lo que
decía? No lo habrían entendido
viendo la televisión.
Esto es lo que cabe esperar ante el prospecto de la guerra.
Nuestra
gloriosa y patriótica población -aunque sólo
cerca de 20 por ciento
respalde la actual locura iraquí- ha estado siempre
protegida de la
realidad de las muertes violentas. Pero yo estoy muy sorprendido
por el
número de cartas que recibo de veteranos de la Segunda
Guerra Mundial,
hombres y mujeres, todos opuestos a esta nueva guerra iraquí,
y que
comparten conmigo sus inalienables recuerdos de miembros destrozados
y
sufrimientos.
Recuerdo a un iraní herido, con un trozo de hierro
incrustado en la frente,
que aullaba como animal -que desde luego, eso es lo que todos
somos- antes
de morir; a un niño palestino que simplemente se derrumbó
delante de mí
cuando un soldado israelí le disparó a matar
-deliberada y fríamente, con
intención asesina- porque arrojó una piedra.
Y recuerdo a una israelí con
la pata de una mesa clavada en el abdomen afuera de la pizzería
Sbarro de
Jerusalén, después de que un atacante palestino
decidió ejecutar a las
familias que allí comían. También están
los montones de iraquíes muertos en
la batalla de Dezful, en la guerra Irán-Irak. La pestilencia
de esos
cadáveres invadió nuestro helicóptero
hasta que vomitamos.
Pero George W. Bush, Tony Blair, Dick Cheney, Jack Straw
y todos los demás
guerreritos que nos están empujando torpemente hacia
la guerra no tienen
que pensar en estas viles imágenes. Para ellos todo
es "bombardeos
quirúrgicos", "daños colaterales"
y todos los demás ejemplos de la
mendacidad lingüística propia de la guerra. Vamos
a tener una guerra justa,
vamos a liberar al pueblo de Irak -obviamente también
mataremos a
parte de él- y vamos a darle democracia y a proteger
su riqueza petrolera.
Fingiremos que hay juicios por crímenes de guerra y
vamos a ser siempre muy
morales; veremos por televisión a nuestros "expertos"
en defensa en sus
trincheras sin sangre y escucharemos sus asombrosos conocimientos
sobre
armas que arrancan cabezas.
Recuerdo también la cabeza de un refugiado albano,
rebanada limpiamente por
los estadounidenses cuando bombardearon -por accidente, claro
está- un
convoy de refugiados en Kosovo, en 1999.
Pensaron que se trataba de una unidad militar serbia. La cabeza
barbada
yacía en el pasto crecido, con los ojos abiertos; parecía
haber sido
cortada por un verdugo de los Tudor. Meses más tarde
me enteré de su nombre
y hablé con una muchacha que había sido golpeada
por la cabeza cercenada
durante el bombardeo estadounidense. La Organización
del Tratado del
Atlántico Norte, por supuesto, no le pidió perdón
a la familia del hombre
ni tampoco a la muchacha. Nadie pide perdón después
de una guerra. Nadie
admite la verdad. Nadie muestra lo que nosotros vemos. Por
eso nuestros
líderes y superiores pueden todavía convencernos
de que vayamos a la guerra.
(c)The Independent
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