Pepe  Gutiérrez-Álvarez 

         Ramón J. Sender. Un retrato político. 

        No hay duda de que Ramón J. Sender fue uno de los mayores novelistas españoles de su tiempo, posiblemente el más importante de los todos los “transterrados”, como tampoco la hay de que después sus apasionadas afiliación anarquista y de su aventura comunista, Sender acabó siendo asimilado por la idea del “sueño americano”, y de que su identificación con el que Higini Polo llama con toda razón “en la tierra de la gran mentira” (1) le llevó hasta el extremo de justificar la agresión imperial norteamericana del Vietnam, con toda probabilidad la guerra más desigual y criminal que cualquier imperio haya librado.

      Según Sender, “la guerra del Vietnam es el prólogo de la guerra atómica y que ésta por el momento parece catastróficamente inevitable”, considerando que sí “se produce, será entre dos tendencias que actúan en la misma dirección: la revolución por la abundancia (Estados Unidos), y la revolución por la desesperación y la miseria (China)” (2). Este capítulo es, por supuesto, mucho más extenso. No obstante, fuese por lo que fuese, quizás porque en su obra fundamental el carácter radical y por supuesto antifranquista es tan obvio como asimilable desde diversos puntos de mira, el caso es que no recuerdo que nadie tratara de descalificarlo como “agente de la CIA”, y calificativos por el estilo que sin embargo se han tratado de prodigar por ejemplo a Orwell (3). 

        Instalado en los estados, en cuyas universidades estuvo enseñando hasta la fecha de su muerte, y en cuya forma de vida se sentirá tan identificado que llegará colaborar con la CIA y a dar su apoyo a la guerra del Vietnam. Sin dejar sus vinculaciones sentimentales con cierto anarquismo —Sender es un individualista, un heterodoxo rebelde e iconoclasta¾, su evolución política será eminentemente conservadora. De esta manera, cuando regresa a España en los años setenta, la joven izquierda que lo admira por sus obras se sentirá profundamente defraudada por sus actitudes políticas vulgarmente. Su obra en el exilio se distingue más por la cantidad que por la selectividad y en ella sobresale particularmente algunas como: Epitalamio de Prieto Trinidad, Crónica del alba, la magistral Réquiem por un campesino español —igualmente trasladada al cine y a la TVE, en esta ocasión y con menos fortuna por Francecs Bertriu—, El verdugo afable. La aventura equinoccial de Lope Aguirre, En la vida de Ignacio Morel —con la que consiguió el Premio Planeta en 1969-, etc, un conjunto bastante irregular donde a veces vuela como un águila y otras no pasa de la mediocridad.

       Desvinculado de sus raíces y del contexto que dio fulgor su mejor obra, esta obra del exilio resulta mucho más irregular y mucho menos apreciada que los títulos escritos durante la República. Sender vivió una triple crisis, la del realismo —sin encontrar ninguna alternativa sólida—, la de las fuentes —dependiendo cada vez más del recuerdo y bastante perdido en diversas abstracciones— y la de la política que le alejó del sentimiento vivo, lleno de lirismo, que le llevó al lado de los oprimidos y de las situaciones políticas emancipadoras. En su última obra Chandrío en la Plaza de las Cortes, en la que trata del intento golpista de Tejero-Armada, y en la que insiste en su preocupación por la realidad española. Entre una impresionante bibliografía, se puede distinguir el trabajo de Marcelino C. Peñuelas, Conversaciones con Ramón J. Sender (Novelas y Cuentos, Madrid); la edición de sus Páginas escogidas (Gredos, Madrid); Destino, que ha publicado la mayor parte de sus obras…Juan Carlos Mainer editaría Ramón J. Sender. In Memoriam, con una amplia recopilación de trabajos sobre Sender. Francisco Carrasquer publicó Imán y la novela histórica de Sender (Támesis, Londres, 1970), así como La verdad de Ramón J. Sender (Ed. Cinca, Leiden, Holanda, 1982),   con un estudio de su bibliografía de Elizabeth Espadas, y la lista sigue ya que la figura de Sender da pie a reediciones constantes, estudios y biografías, exposiciones y congresos. 

        Claro está que hay ser muy estúpido o muy sectario o ambas cosas a la vez para no saber disociar la obra de un autor de sus posibles desvaríos personales que forman parte de otra realidad…El norteamericanismo agradecido de Sender no puede cuestionar un ápice la figura de Ramón J. Sender (Chalamea, Huesca, 1902-San Diego, USA, 1982), novelista de talla, ensayista menor, poeta desconocido. Sobre él diría Vicente Aleixandre: «Lo considero de toda la vida, como uno de los grandes creadores que ha tenido España en todas las ramas de la literatura. Es decir, no sólo era un gran creador por ser un gran novelista sino que por serlo, alcanza la cota máxima de la invención literaria (…) Su literatura ha dejado una huella profunda en los novelistas posteriores y creo que, a pesar del oscurecimiento relativo que, dentro d su fulgor, ha tenido por la distancia, el alcance de su influencia ha sido muy grande”.

        Como es sabido, Ramón pasó los primeros años de formación en Alcolea de Cinca, y se inició en el activismo político de signo anarquista al mismo tiempo que hacía sus primeras armas como escritor. Tal como explica magistralmente en Crónica del alba (obra que ha sido adaptada con desigual fortuna para la TV y el cine por Antonio Betancourt), compartía sus estudios de bachilleratos y su trabajo como mancebo de farmacia cuando entró en relación con las luchas obreras. En 1918 escapó del colegio y de sus padres y se trasladó a Madrid, donde trabajó en varios oficios y comenzó a escribir en el semanario ácrata La tierra.

       Después del servicio militar en Melilla, una época que inspiraría Imán, que algunos consideran su mejor obra y que desde luego es la mejor que se ha publicado sobre la guerra que de Marruecos, aquella que sería determinante para la creación de uno de los partidos más viles de la historia, el de “los africanistas”, y que por cierto, fue prologada por Ernesto Fernández Armesto, entonces militante comunista, y más tarde un furibundo anticomunista que firmaba con el seudónimo de “Augusto Assia”, sobre todo en la prensa del conde Godó. Imán es una novela de obligada lectura sobre  la que escribió un tal Fernando Savater es: “…una novela de una belleza sombría y agobiante vivida y atroz: se la recomiendo con la mayor urgencia a los antimilitaristas, a los enemigos de la fanfarria belicista y patriotera y de los pringosos traficantes de muerte bajo el marbete de honor”.        

       Al regresar del África esclavizada, Sender recomenzará su actividad periodística en el diario El Sol para continuar más tarde en La libertad, El socialista y otras publicaciones obreristas es la que consiguió un importante prestigio. Durante esta época frecuenta con entusiasmo las tertulias literarias —a las que estimará como una parte primordial en su educación—, y es poderosamente influenciado por don Ramón Mª de Valle-Inclán y por Pío Baroja, o sea por lo mejor de la novela del 98. Su primer libro fue La cuestión religiosa en México, que figura editada en Cenit   con un prólogo de Don Ramón pero que en realidad escribió un joven periodista trotskista llamado Juan Andrade. Ulteriormente, Ramón publicará otras novelas que le harán el autor más destacado de la literatura social y comprometida. Entre ellas hay que destacar muy especialmente Orden Público. Novela de la cárcel (1931) Siete domingos rojos (1932), Viaje a la aldea del crimen (1934), referida al genocidio de Casas Viejas, y que ha sido recientemente editada, y  Mr Witt en el Cantón,  que fue Premio Nacional de Literatura en 1935…

         Entre 1929 y 1933, Sender trabaja al lado de la CNT en su época más creativa, pero en 1933 viaja a la URSS, y opera una evolución que le llevará a las posiciones del PCE.  Dada la procedencia del movimiento libertario su captación adquiría un valor simbólico de lo que los comunistas esperaban que sucediera en el movimiento obrero español. Este giro coincide cuando acaba de publicar en La Libertad la famosa serie de crónicas sobre la matanza de campesinos anarquistas en Casas Viejas, luego recogida en Viaje a la aldea del crimen. Lejos de una evolución ideológica al uso, no parecía que Sender rompiera su vinculación   con el anarquismo, sino  que, sí acaso, había reconocido su impotencia y la práctica de la CNT,  y la rechaza como instrumentos revolucionarios, aunque en aquella época ambas formaciones coinciden bastante en lo que se entiende por izquierdismo. En todo esto no parece ajena la atracción por la URSS, lo que también tiene que ver con la traducción de su obra al ruso, un auténtico manjar para muchos escritores dado que la editorial es el Estado y las ediciones se cuentan en cifras desorbitadas. El sentimiento de “impasse” de los impulsos revolucionarios libertaros, que se percibe en su novela Siete domingos rojos, de 1932, era abandonado en busca de un proyecto más estructurado y que además contaba con referente tan idealizado como la construcción del socialismo en la URSS.

        Éste es un Sender critica por igual “el colaboracionismo” de la UGT, el “sonambulismo” de la CNT, y por supuesto el carácter “oportunista” del PSOE, lo cual era mucho más objetivo que el calificativo de “socialfascismo”. De esta actitud sumaria únicamente se libraba el reconocimiento hacia la labor revolucionaria de Lenin y su partido en Rusia, algo que siempre que le quedó con sucesivas matizaciones como la que se desprende de su retrato de la visita a Trotsky que incluimos como anexo. Naturalmente, esta aptitud fue correspondida el las crónicas de elogiosas de Mundo Obrero donde al analizar la serie sobre Casas Viejas, le siguen definiendo como “un escritor anarquista”.

        En una carta aparecida en dicho periódico (30-01-1933), Sender replica distinguiendo entre su apoliticismo revolucionario, partidario de la “lucha de masas” y el viejo anarquismo, de tal manera que la relación fluye amistosa y Sender es tratado como “un camarada” que se confiesa “próximo al PCE”.  Por su parte, Sender aunque reconoce que ahora aprecia más el marxismo (amor que no se apreciará en sus concepciones, persiste especialmente en su  fascinación ante la URSS, en su o “respeto” y “entusiasmo” ante la labor creadora de “vuestro partido en la URSS”. dicha fascinación le ha levado hasta no intentar “convencer compañeros anarquistas de que la concepción marxista es la única que puede darles conciencia revolucionaria (…) Creo que el espíritu libertario, llevado a la lucha de clases con orientador, es un veneno intelectual y sentimental burgués o embriaga a los obreros con la ilusión de lo absoluto e inaccesibler para hacerles olvidar sus objetivos inmediatos de la lucha, sin los cuales será imposible seguir avanzando”.  Declaraciones como estas serán   luego olvidadas por sus antiguos amigos anarquistas que tanto habían apreciado su anterior obra.

        En realidad esta aproximación nunca dejó de ser conflictiva, y Mundo Obrero se ve obligado en más una ocasión a contradecir algunas de las objeciones de Sender son refutadas, quien no obstante, será invitado a hacer su “viaje a la URSS, una actividad a la que la el gobierno soviético –inteligentemente-   daba la mayor importancia hasta el punto de haber establecido todo un itinerario en el que los que visitantes solían encontrar razones para creer que se encontraban sin lugar a dudas en la “paria del socialismo” (4). Es el momento en que Sender escribe una famosa carta “a los camaradas de la Unión Internacional de Escritores Revolucionados”, en la que asegura que regresa “con la mayor fe en el triunfo completo y definitivo. Y no sólo definitivo, sino inquebrantable. Después de todo lo que aquí he visto, no hay razón para que un intelectual esté indeciso. En la trinchera hay un uniforme y un fusil más... Al llegar aquí era un intelectual. Hoy es un soldado del frente de lucha y de la edificación socialista el que os deja”.  Se trata de una visión obviamente lírica que aunque se ajusta a la imagen externa que quería ofrecer el gobierno soviético, no oculta atisbos de inseguridad y ciertos –mínimos- apuntes críticos.

        Habla de Moscú como un gigantesco campamento poblado de trabajadores militarizados en perpetuo movimiento, pero al mismo tiempo no deja de señalar  como la burocracia aplasta al individuo. Así, mientras que en la fase oficial de su estancia todo funcionada a base de bonos y pases que allanan todos los caminos, en el momento en que decide por cuenta propia, quedarse unos días más, la realidad se complica extremadamente: “Para que yo me quedara solo con mi cama de campaña en una habitación modesta hubo necesidad de papeles, sellos y firmas sin fin.”.   No tiene tiempo suficiente para percibir que los trabajadores no están invitados a aquellas fiestas que eran los viajes, y por otro lado, su anarquismo no le había llegado tan a fondo como para conocer los testimonios críticos que había producido tal escuela. De ahí que a pesar de todo, la conclusión este impregnada de lo que él mismo quería creer:  “Es necesario ver personalmente todo esto para advertir hasta qué punto la construcción revolucionaria en Rusia no sólo no podrá ya nunca retroceder, sino ni siquiera estacionarse. El obrero, el soldado y el campesino tienen un instinto de creación formidable. Desde España parece que es la iniciativa del Partido Comunista la que lo hace todo. Aquí se ve con cierta sorpresa que el Partido Comunista no tiene otra misión que encarrilar la capacidad constructiva de las masas. El partido está en una posición que se podría llamar “de servidumbre” [...]. No hay ya en el mundo fuerzas capaces de oponerse a todo esto. La construcción soviética sigue adelante.”

       La impresión positiva de la vida soviética le llevará compararla con la capital de Francia en la que permanecerá un tiempo, y en ésta percibe por todas partes “el malestar de lo falso y de lo ilógico”, pero al mismo tiempo no puede olvidar las advertencias críticas de un comunista francés de primera hora al que había conocido en Moscú… Este encuentro tendrá su efecto, de tal manera que, por más que sus artículos entusiastas sobre la URSS son muy bien recibidos, y tienen un eco nada desdeñable entre los obreros a anarcosindicalistas,  Sender nunca será lo que se dice un militante comunista a “cuerpo entero”, como lo sería Rafael Alberti para entendernos. De entrada, este prosovietismo no comprende ni al PCE ni al Komintern, sobre los que mantiene sus reservas, y desde luego le resulta imposible apreciar a Vittorio Codovilla, un sicario sobre el que hasta gente como André Marty (y Antonio Elorza), echaran pestes.

       Será delante de este siniestro personaje que Sender proclame algo que sonaba a leso trotskismo, a saber:  que el fracaso del frente único se debía al sectarismo de los partidos comunistas que obedecían a la Internacional, y aboga como su paisano Maurín, porque cada partido tenga capacidad de decisión  para desarrollar su política propia en consonancia con sus realidades nacionales, y en la misma proclama añade que estaría bien que el PCE elaborará su propia línea en adaptación de la realidad nacional española. Para Sender, la revolución rusa había encontrado su propio camino, y aquí se trataba de seguir el ejemplo de Lenin. En su opinión, éste fue capaz de hacer concesiones a los demás sectores del movimiento obrero, y mostró una gran  flexibilidad para adaptar los principios de su propio partido para atraerse a los obreros mencheviques, eseristas   y anarquistas, que hasta la mitad de 1917 fueron mayoritarios en relación de los bolcheviques.

         Decir cosas así al mayor jerifalte de un partido que todavía trataba de socialfascistas o anarcofascistas a las demás formaciones obreras, le pareció a Codovilla que sus argumentos inconscientemente “procedían del arsenal contrarrevolucionario del trotskismo, y que, de sostenerlos, le llevarían a una posición anticomunista”. En sus confesiones, Sender relató cómo en París un amigo suyo, Latorre, ex miembro del PCF, le había lleva a la casa de un antiguo dirigente de la Internacional de los tiempos de Lenin, concretamente Albert Treint. Treint había sido expulsado del PCF en 1927, y había formado parte activa de la Oposición comunista francesa, y por la mitad de los años treinta estuvo  comprometida con la Ligue Communiste. En sus conversaciones con Sender, Treint le habló de la degeneración del Komintern, así como de la necesidad de crear una Cuarta Internacional, en la que empero, no llegó nunca a militar ya que se integró en la izquierda socialista de Marceau Pîvert.

        Según cuentan Elorza&Bizcarrondo en su libro sobre como Stalin fue malo con su país pero bueno con la república española,   Codovilla se retiró indignado, y comenzó a echar pestes ya que ve detrás de Sender “el veneno trotskista ya había empezado a hacer mella en su menta dad de intelectual”, y que por lo tanto habrá que  vigilar “la canalla trotskista está alertar trata por todos los medios de hacer daño a la URSS y al movimiento comunista internacional”, por lo que para Codovilla lo que  precedía  era poner en marcha una investigación policial para saber con quiénes había estado en contacto Sender durante sus andanzas por la Unión Soviética.  Pero aún y así, el entusiasmo prosoviético de Sender aconsejaba más bien  “ganarlo completamente para el partido”, sobre todo considerando su influencia en los medios confederales.

        De momento, Sender siguió ejerciendo de “compañero de ruta, y sus libros siguieron siendo editados en la URSS, pero los problemas empezaron a crecer cuando Sender quedó muy afectado por el fracaso de la Alianza Obrera en octubre de 1934, movimiento en el que había puesto toda su ilusión y al que había dado todo su apoyo. Aquello era un mal augurio, y en una carta escribirá  a su traductor Kelyin –un militante trotskista según confesará en su artículo sobre Trotsky, dirá: “Menos mal que la burguesía le insiste en su admiración por la URSS, en la   “sus logros gloriosos como en su lucha heroica”. Sin embargo, durante la guerra esta admiración comenzará a flaquear  y  en medo de los acontecimientos que darán lugar al asesinato de Andrés Nin, confesará a Eusebio Cimorra: “Esto no hay quien lo pare, y yo no quiero ni una España en poder de Hitler y Mussolini, ni una España sovietizada.”. Esta actitud queda refrendada por el hecho de que  Sender nunca autorizó la reedición íntegra de Siete domingos rojos ni la de Madrid-Moscú (5).

        

---Notas 

---1) Título que toma el referente de Antón Ciliga sobre la URSS, y que se puede entender escuetamente en la misma línea del magnifico chiste que se cuenta en Los lunes al sol, y en el que un ruso le dice a otro, “Oye, sabes que todo lo que nos dijeron sobre el comunismo era mentira”, y el otro les responde: “Sí. Pero sabes algo peor: que lo que nos contaron sobre el capitalismo era verdad”.

---2)  Sobre este extremo resulta sumamente instructivo el libro Los intelectuales ante el Vietnam (Alfaguara, Madrid-Barcelona,  1968), y comprobar las posiciones de muchos insignes “liberales”.

---3) Sobre este punto me remito a mi trabajo, George Orwell, el escritor de la “Quinta Columna”, escrito para la Web Rebelión en respuesta a otro de Albert Escusa en el que éste trata de demostrar que Orwell era un mal escritor y una mala persona porque fue “anticomunista” en el sentido que en la cultura estalinista se entiende como tal.

---4)  Todos las notas provienen de la vieja edición de Madrid-Moscú. Notas de un viaje (1933-1934), y de un amplio “dossier” sobre Sender extraído de los Larios y de Internet.

---5) Siete domingos rojos fue reeditado en 1970 en Proyección de Buenos aires, de la que Virus acaba de hacer una reedición. En un segundo prólogo, el autor dice cosas como las siguientes: “El amor por la libertad es entre los anarcosindicalistas españoles (y ahora entre la llamada   “nueva izquierda”, que tiene la misma mentalidad y por cierto las mismas banderas en todas partes) natural y va ligada a los movimientos religiosos, sociales y políticos de todos los tempos desde los primeros testimonios de la llamada prehistoria”, o sea que lo del “final de las ideologías” (tema sobre el que Sender tuvo sus dudas) o lo del “final de la historia” es una mera ilusión reaccionaria. 
 

   Anexo 

         Ramón J. Sender

        El Trotsky que yo conocí (*) 
 

DE Trotsky nunca he podido hacerme una idea cabal y completa. No me extraña que algunos trotskistas le guarden rencor por razones personales, y uno de ellos, bastante conspicuo, cuando me oyó a mí decir que no me era simpático y que había discutido con él de mala manera, alzó la voz estimulado por mis opiniones y dijo:

—Yo no voy a verlo, porque si voy le romperé una silla en la cabeza.

  No pude menos de extrañarme de aquella violencia contenida que estallaba de pronto usando mis palabras como detonador.

  Era un carácter complejo, Trotsky. Así como Stalin era un paranoico sanguinario y se cuentan por millones sus víctimas, Trotsky era un intelectual con talento literario —de carácter artístico—, y es sabido, según los psicólogos modernos, que los artistas somos esquizoides que nos curamos con la confesión, es decir, con el proceso de elaboración de nuestra obra. A veces pensamos que esa opinión es justa.

  En todo caso, como Trotsky no hizo sino análisis e informes de carácter político y social, aunque escribió también buena crítica literaria, es posible que la rareza inarmónica de su carácter se debiera a la falta de «confesión». De esa confesión que al parecer necesitan los esquizoides. Escribió Mi vida, pero era una vida oportunista con perspectivas políticas inmediatas.

      No quiero decir con eso que Trotsky fuera una personalidad anormal en ei sentido clínico, sino sólo un carácter raro y contradictorio. No le faltaban motivos, es verdad.

El poco tiempo que estuve yo en México lo dediqué a escribir y a hacer excursiones. Venían algunos amigos refugiados españoles también, entre ellos un ateneísta madrileño que se llamaba Eladio Martínez (o Fernández) y había sido en Madrid aficionado a las letras y empleado en las oficinas de ferrocarriles de M. Z. A. Era un buen chico sin ideas políticas de partido, aunque buen republicano y muy amigo de un comunista trotskista peruano —Juan Luis o José Luis Velásquez— que llevaba su entusiasmo al extremo pintoresco de imitar a Trotsky en sus manierismos, en su acento y en su modo peculiar de escuchar y responder.

 Como Trotsky estaba muy solo en Coyoacán, aunque acompañado de su esposa Natalia Sedova y de sus guardias personales de corps (la mayor parte trotskistas americanos), recibía fácilmente visitas de españoles emigrados, sobre todo si no habían sido trotskistas en España, porque, al parecer, éstos habían roto abiertamente con él.

 Eran los trotskistas teorizantes marxistas de muchas complejidades y matices.

 Ya no se trataba de la cuarta internacional sino de la cuarta y media. Y en sus discusiones silogizaban como los obispos cristianos en la edad musulmana española. Su forma de pensar era mucho más inteligente que la de los estalinistas.

 Yo estaba al margen de todo eso, pero, naturalmente, sentía curiosidad por la figura de aquel hombre que con Lenin iba a compartir la atención de los historiadores del siglo XX.

Cuando me dijeron que Trotsky quería verme sentí una impresión lisonjera. A veces había pensado ir yo, pero mi falta de personalidad política parecía no justificar mi curiosidad, e ir a verlo como se va a ver las pirámides de Egipto me parecía impertinente. Por otra parte, yo era amigo del pintor Diego Rivera y, sobre todo, de su ex esposa, Frida Kahlo, y los dos estaban entonces, o por lo menos Diego, en malas relaciones con el famoso exiliado.

 Más tarde, al conocer personalmente a Trotsky, comprendí que no era hombre de relación cómoda. Tampoco lo era Diego Rivera, pero a éste se le podía mandar al diablo, cosa que hice yo más de una vez. Y él se disgustaba, pero no se ofendía. Casi nunca los pintores se pelean con los escritores, tal vez porque piensan que de nosotros depende en parte su popularidad y por tanto su consagración pública. Un artículo de Camile Mauclair (Camomile le llamaban en París) hacía subir o bajar miles de francos el cuadro de un pintor.

 Como es natural, todos, Diego Rivera, mis amigos de Madrid y yo mismo, hablábamos con Trotsky en francés. El ruso no sabía una palabra de español, aunque parecía dispuesto a aprenderlo.

 Coyoacán estaba en las afueras de México, a una distancia de seis o siete kilómetros de los suburbios. Se podía ir en autobús.

Cuando mis amigos me dijeron que Trotsky había leído algo mió en ruso y que tenía uno de mis libros sobre la mesa no lo creí, pero resultó ver-dad. El libro era Mr. Witt en el Cantón, y Trotsky estaba más interesado por el autor ruso del largo prefacio que por el libro mismo. Ese autor ruso era Fiodor Kellin, profesor de lenguas romances de la Universidad de Moscú. Y era trotskista según me dijo un día en la Twerskaya mirando a su alrededor con ojos de pánico y voz temblorosa.

 Aunque no había que fiarse. Muchos agentes de la GPU se fingían partidarios de Trotsky y hasta del zar Nicolás II para tirar de la lengua y hacerle hablar a uno, Muchos me hablaron mal de Stalin en Moscú y quedaban esperando mi reacción. Yo solía decirles:

—¿No es peligroso para usted hablar así?

 El otro se quedaba un poco confuso y solía responder:

—Con extranjeros, no tanto.

 Pero Kellin convencía fácilmente, porque solía decir que no era comunista, pero que admiraba al régimen que daba grandeza a su patria. Y por si faltaba algo añadía que antes de la revolución era príncipe (Príncipe Kellin). En Rusia, y en tiempos del Imperio, cada propietario rural que tenía más de una vaca y dos cerdos era llamado príncipe.

 La atmósfera de Rusia entonces y al parecer ahora, según dicen los que van como turistas, es totalmente inaceptable para la gente educada en los países de occidente. Hay algo en el aire muy lejos de nuestra idea de lo humano. No digo que nosotros tengamos razón ni que la tengan ellos, pero no hay comunicación ni continuidad y comprendiéndolo los rusos se adelantan a levantar barreras y murallas como la de Berlín.

    Somos mundos totalmente diferentes.

 Pero Trotsky había pasado la mayor parte de su vida fuera de Rusia, en Francia o Suiza. Era judío —no religiosa sino racial y culturalmente—y había sido tan impregnado por la vida rusa como millares de ashkenazis lo habían sido por la cultura germana. Había judíos alemanes que parecían más alemanes que Goethe o Hindenburg y a Trotsky le pasaba lo mismo en relación con los rusos. Parecía más ruso que Stalin.

 Es verdad que Stalin no era ruso sino georgiano. Ni siquiera llegó nunca a hablar ruso correctamente.

 En todo caso un día me vi —yo solo— frente a la pequeña fortaleza donde vivía Trotsky en medio de una sucinta explanada desierta, al lado de un plantero de cactus y una sólida verja de hierro, cerrada.

 Como tenían noticias telefónicas de mi llegada dos guardianes que parecían americanos acudieron a abrir y al entrar yo y tratar de mostrar algún papel de identidad me dijeron que no hacía falta. Sin embargo, dadas las precauciones que yo advertía por todas partes, la identificación parecía obligada.

 Yo entré en una casa modesta de dos o tres pisos (quizá dos pisos y una buhardilla) y subí una escalera acompañado de uno de los porteros guardianes.

 Me llevaron a un cuarto espacioso, que tenía un ventanal ancho cara al mediodía y como muebles una tosca mesa de pino pintada de un color verdoso y enfrente un ancho diván.

 Al lado de la mesa, una silla, para mí. Al otro lado estaba Trotsky de pie. Nos saludamos y me ofreció asiento.

   No comprendía yo que el hombre que estaba allí, me invitaban a visitar al compañero de Lenin, pero nunca sobran las precauciones. Este era uno de esos detalles por los cuales se advertía la diferencia de culturas. Era un detalle que podríamos llamar «mongol». Por no decir mongoloide, es decir, carente de sentido.

 Como se puede suponer, aquello me impresionó desfavorablemente. Había otras imprudencias de carácter diferente. Por ejemplo, el trotskista peruano me dijo que su jefe ruso le había preguntado si yo era importante o no en mi país. El peruano que era un buen amigo y hombre sencillo y generoso le dijo que sí. Era una pregunta impertinente. Podía suponer Trotsky que mi amigo me lo contaría y que yo debía pensar que Trotsky sólo se interesaba por la gente que «los otros» consideraban importante, lo que resultaba torpe.

 Yo me senté, pues, desfavorablemente prevenido.

 Recuerdo que iba a fumar y como llevaba la pitillera en el bolsillo trasero del pantalón —donde algunos gángsteres suelen llevar la pistola— advertí alzando la voz:

 —Voy a fumar si no le molesta a usted y a sacar los cigarrillos.

 Trotsky afirmó y me acercó un cenicero. Por la manera de advertirlo yo era obvio que no quería que me pegaran un tiro por un vicio tan inocente. Yo le dije que había leído su «Literatura y Revolución» y que estaba de acuerdo con él en que el poeta o el novelista no deben seguir normas de «arte socialista», cosa que no existe todavía y tardará mucho en formarse. Que el «realismo socialista» era una tontería sin base alguna y que no había arte proletario ni lo habría mientras la cultura proletaria no existiera. Por otra parte, el arte no debe ni puede ser un «arte de clase», de una sola clase social.

 Con eso yo quería decirle que estaba de acuerdo con él. De paso —triste manera de decirlo— le hablé de los suicidios de dos «poetas proletarios» —Maiakovsky y Essenin. Otro poeta —Kliuev— murió al salir de la cárcel. Voronsky fue fusilado. Otros desaparecieron sin dejar rastro, entre ellos Boris Pylniac. Después de estar yo en Rusia fueron fusilados Tretiakov, Koltsov, Antonov-Ovseenko y otros muchos que aunque cultivaban el "arte proletario" lo entendían mal porque ese arte consistía simplemente en la sumisión total al jefe (cosa de los mongoles, también).

 Yo sentía—repito— una mezcla de admiración y de antipatía por Trotsky, lo que no es raro habiéndole conocido en circunstancias en las cuales ni él ni yo podíamos ser espontáneos y naturales. Para que viera que yo estaba al corriente de su conflicto básico con Stalin, le dije que su error había sido no citar a Stalin en su prefacio a las…….heroico de 1917. Stalin no apareció por parte alguna. Por esa razón, Trotsky no lo cita. Y eran aquellos momentos –hacia 1924- cuando la troika Stalin-Zinoviev-Kamenev tenía todo el poder represivo en sus manos. Trotsky debió considerar mi opinión innecesaria y dijo con acento sincero y noble:

 —No hay que engañar al pueblo en la tribuna ni en el libro.

 Aquello me impresionó de veras. Stalin pensaba, por el contrario, que había que engañarlo siempre y en toda su política da la impresión de que el pueblo, los trabajadores industriales o campesinos, son imbéciles. La verdad es que la historia demuestra todo lo contrario. El pueblo sale siempre adelante y restablece la armonía perdida, el buen sentido y la justicia.

 Trotsky cogió mi libro (que tenía en la mesa), hizo un elogio cortés y breve y luego comenzó a hacerme preguntas sobre Kellin. Parece que el autor del prefacio le interesaba más que mi obra. Entonces yo le dije:

—Kellin me confesó que era partidario de usted y añadió que Stalin tenía la mentalidad de un limpiabotas polaco. Pero ¡vaya usted a saber! Podía tratarse de una finta de agente provocador, a ver lo que respondía yo.

 Trotsky negaba con la cabeza. Y en aquel momento yo sentí por Kellin una gran admiración y respeto. Y una amistad mongólica (alguna vez lo mongólico ha de ser bueno). El pobre se había jugado la vida haciéndome aquellas confidencias. A mí, a quien apenas conocía.

 Es verdad que antes me había dicho que yo era su hermano de sangre y que así me consideraba. Era un tipo de Dostoyevski, el pobre Kellin con sus zapatos rotos y su cabeza encendida. Tenía la manía de lo judaico y mirándome atentamente repetía a veces:

 —Nada. No tiene nada de judío. Más tengo yo de judío que usted.

 Yo que no he entendido nunca esas cosas le preguntaba:

—¿Qué tiene usted de judío, Kellin?

 Y él señalaba sus orejas y decía que estaban demasiado separadas del cráneo. Mi cráneo era ario puro, al parecer, y mis orejas modelo de arianismo. Yo le decía que en España había mucha sangre semita y que nadie lo consideraba una desventaja y mucho menos una vergüenza.

 La verdad es que probablemente los semitas fueron españoles antes que los españoles de la era cristiana.

 De esas cosas no hablé con Trotsky, claro. Habría sido estúpido. Como yo no sé más que cuatro o cinco palabras rusas y no pude leer el prefacio de Kellin pregunté a Trotsky si era un prefacio inteligente. El me dijo que sí. Yo, torciendo un poco el gesto añadí:

—Claro, adulador.

Trotsky alzó los ojos por encima de las gafas:

No —me respondió vivazmente—. Más bien protector.

 Aquello me reveló de pronto al político. Kellin era partidario suyo y yo no. El jefe —Trotsky— tenía que defender a su fiel correligionario heroico. Yo le expliqué, un poco herido, que lo había dicho porque casi siempre los editores en Rusia cuando publican algo de autores extranjeros suelen adularlos como una manera natural y elemental de hacer adeptos. Pero Trotsky, al parecer, no sentía en mí la menor posibilidad de hacer un adepto. Y tal vez envidiaba mi libertad, esa libertad del artista que escribe lo que quiere, cuando quiere y como quiere y que en todo caso trata de expresar la sensibilidad y la mentalidad de su tiempo.

 Le hablé de la guerra civil española, de los intentos de socialización, de las comunidades campesinas y otra vez Trotsky mostró las reservas incómodas de su carácter. ¿Mongólico? Aunque era judío no tenía las orejas muy separadas del cráneo, ni la nariz demasiado aguileña. Con media sonrisa dejó caer palabras descorteses:

 — ¿No va usted a comparar la experiencia de ustedes con la nuestra?

—¿Por qué?

—En el año 17 Rusia era el centro del mundo.

—España en octubre del 36, también.

—Pero entre rusos y españoles hay diferencias.

—Sí, señor —le dije yo dispuesto a todo—. Hay diferencias. Tal vez el padre de usted era esclavo y si no lo era tenía que sufrir de vez en cuando el látigo de los soldados del zar en los pogroms. O lo que es peor, sus bayonetas. En España no hubo nunca pogroms y la esclavitud apenas si existió con el feudalismo, que fue el menos riguroso y el que antes desapareció en Europa.

 La discusión se hacía más tensa pero no tanto que hubieran llegado a descontrolarse nuestras voces. Es decir, que éramos dueños de nuestros nervios.

 —En todo caso no se trata del pasado sino del presente. Ustedes han sufrido una gran derrota.

 Entonces él me habló de la cuarta internacional como de una continuación de su tarea personal del año 17. Yo observaba que de un modo u otro Trotsky vivía encerrado en aquel octubre de 1917 como en un fanal, como la momia de Lenin en el mausoleo de la Plaza Roja. No acababa de entender a Trotsky. Era contradictorio. De una enorme honestidad intelectual, de una moral de revolucionario de veras intachable; sin embargo, personalmente no acertaba a ligar con otras personas.

 Esa dificultad, observada en aquélla y en otras dos ocasiones en que tuve oportunidad de hablar con él, me llevó a la conclusión de que su debilidad estaba en un fondo de secreta arrogancia personal que podía serle fatal y que invalidaba las demás virtudes. Sólo tenía amigos «a distancia». Como Kellin.

 Pronto llegué a la conclusión de que Trotsky tenía a su verdugo dentro ya de la casa. Y no se daba cuenta.

 Se lo dije a Víctor Serge, un escritor ruso emigrado que era muy amigo suyo, con la esperanza de que se lo hiciera saber a su jefe político. Aunque Serge no era comunista sino un novelista como yo y, según la teoría de Trotsky, los dos revelábamos las contradicciones del mundo del capitalismo y sobre todo la dificultad de hallar en él la belleza que todo el mundo desea y la justicia con la que todo el mundo sueña desde hace milenios.

 Víctor Serge, que era lo contrario de Trotsky, un hombre afable y de carácter débil, me miró sorprendido:

 —¿Tú crees que tiene al enemigo dentro de casa?

—Estoy seguro.

 Le pregunté quién era aquel joven del diván y la pistola y él me explicó que era un buen muchacho americano llamado Robert Sheldon Harte, muy leal a Trotsky.

 Todo el mundo sabe cómo mataron poco después a Trotsky. Días antes habían asesinado a Sheldon Harte, a quien tomaron prisionero en el primer asalto fallido y dirigido por el pintor Siqueiros. Se lo llevaron para que no denunciara a la gente que intervino y lo mataron por la misma razón. El doctor Lafora, conocido fisiólogo del cerebro, me dijo que no creía que la herida que recibió Trotsky fuera mortal. Pero daba lo mismo. Lo habrían matado más tarde. La muerte de Trotsky era inevitable en el plano de la política rusa de aquellos años y él lo sabía.

 No sé si Víctor Serge le dijo a Trotsky lo que le había anunciado yo. Tal vez Trotsky lo sospechaba hacía tiempo, también.

 Es más fácil morir que vivir. Y más inevitable. Hay pildoritas para evitar nacer, pero no —todavía— para evitar morir, una vez nacidos. Sobre todo en la política. 
 

---(*) Trabajo aparecido en el número 18 de la revista Historia 16 (Octubre 1977). No existe constancia de esta visita en ninguna de las biografías o anotaciones sobre  Trotsky en la época, cabe suponer que poco antes de su asesinato. Por otro lado, Sender nunca pudo comentar con Víctor Serge sus aprensiones sobre Robert Sheldon Harte ya que cuando Serge llegó a México de la Francia ocupado, Trotsky ya había sido asesinado. Quizás lo más interesante del artículo sea la información sobre su traductor en ruso. En mi copia hay algunas partes manchadas en la parte alta de un par de páginas, por lo que quizás la trascripción no sea exacta.