Sin pasado no hay mañana
JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN
EL PAIS | Opinión -
15-06-2004
A Claudio Magris, que me inspiró este artículo
Hace algún tiempo, en este país, un grupo de ilustrados y de líderes del incipiente
movimiento sindical consiguieron sentar las bases jurídicas, políticas y sociales para
que los españoles pudieran recuperar el tiempo perdido que nos separaba de los Estados
modernos y de la cultura democrática. La Constitución de 1931 recogió los valores
sembrados por los liberales y añadió algunas aportaciones que habían sido extrañas a
nuestra tradición, dominada por el pensamiento reaccionario.
Esta expansión política y cultural de nuestros estrechos y anticuados moldes no
fue posible culminarla en un plazo razonable. No es el propósito de estas líneas, ni
sería posible en el marco de un artículo periodístico, analizar y profundizar en las
causas del fracaso y de la involución. Una vez más en nuestra historia, una parte del
Ejército se puso al servicio del pensamiento más reaccionario y se erigió en valladar
frente a la modernidad, defendiendo los intereses de los sectores sociales que veían
peligrar sus privilegios. El fracaso que supone para una nación el enfrentamiento entre
conciudadanos culminó con la victoria de los que se alzaron en armas contra la legalidad
constitucional más avanzada de nuestra historia. El parte de guerra de los vencedores es
premonitorio.
Su contenido resulta estremecedor. Nos retrotrae a las guerras expansionistas de la Roma
imperial. No tiene precedentes en la historia contemporánea declarar cautivo a un
ejército vencido. Los romanos ya advertían solemnemente a sus enemigos: ¡ay de los
vencidos! Las mentes más arcaicas de nuestro panorama cultural consiguieron imponer sus
concepciones e incorporar al ideario franquista "la Ley de Dios, según la doctrina
de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de
la conciencia nacional que inspirará su legislación. El ideal cristiano de la justicia
social inspirará la política y las leyes". La venganza fue cruel y especialmente
selectiva.
La obsesión del régimen personal de Franco se centró inicialmente en los masones y
comunistas, estableciendo una ligazón entre ambos que causaría la hilaridad de cualquier
historiador, ajeno a nuestras peculiares vicisitudes históricas. La reina de Inglaterra
no llegó a visitar España, pero, en aplicación estricta de la ley, debería haber sido
condenada a treinta años de reclusión. Resulta significativa la saña con la que se
persiguió a los maestros que habían dedicado su vida a sembrar los valores de la cultura
moderna en las aldeas y ciudades de nuestra Patria. Manuel Rivas, en su novela La lengua de las mariposas, refleja de manera patética y
desoladora el contraste entre la cultura de los vencidos y la ignorancia de los
vencedores. Hace unos días leí emocionado una esquela en este diario.
El único recuerdo, patrimonio y orgullo de la fallecida y de su familia era, haber sido
"maestra de la República". Los consejos de guerra sumarísimos, sin las más
mínimas garantías de un proceso de una sociedad civilizada, funcionaron como una
maquinaria aniquiladora de la cultura o de las simples convicciones democráticas. Su
furia e inhumanidad resultan verdaderamente sonrojantes, para los que participaron en
aquellas parodias de juicios, que llevaron al paredón a más de cuarenta mil vencidos por
el hecho de haber tomado parte en lo que sarcásticamente denominaban "auxilio a la
rebelión". Incluso un criminal de guerra, como Himmler, en una visita a nuestro
país, quedó impresionado por la ferocidad de la represión y aconsejó un poco más de
templanza.
En la historia contemporánea no se conoce un genocidio con formas legales de mayor
entidad y número de víctimas. Los historiadores han tenido la oportunidad de examinar
las causas penales y su lectura creo que ilustra, mucho más que cualquier desahogo
literario, la arbitrariedad con la que se persiguió a los vencidos cuando ya se había
alcanzado el fin de la Guerra Civil. Para los nostálgicos del franquismo que idealizan la
figura de una de las personas más sanguinarias e insensibles ante la tragedia de la
muerte, convendría recomendarles su lectura. Si las cartas de la historia se hubieran
barajado de distinta forma no hay duda de que el sitio del dictador hubiera sido el
banquillo de un Núremberg español. Si esos asesinatos masivos se hubieran ejecutado en
nuestros días su destino hubiera sido la Corte Penal Internacional.
Las cosas y las sendas de la historia contribuyeron a mantenerlo en el poder como baluarte
contra el comunismo, sin importarles a sus vergonzantes aliados los crímenes contra la
democracia que se habían cometido y continuaban ahora a menor ritmo e intensidad.
Enrocado en el poder personal su megalomanía fue un obstáculo insuperable para dar paso
a un cambio monárquico-liberal, que habría llevado a España a formar parte del embrión
de la actual Unión Europea que se estaba gestando. Un mínimo gesto de grandeza le
hubiera permitido facilitar la entrada de las libertades que sólo pudimos disfrutar
después de su muerte. Días antes se despidió de este mundo ordenando cinco ejecuciones
con el mismo tenebroso ritual de los tiempos iniciales.
Perdimos casi veinte años que nos habrían permitido haber avanzado en desarrollo
industrial, tecnología e infraestructuras. En su prepotencia e impunidad realizaron la
más asombrosa pirueta jurídica que recuerdan los siglos. Se autoamnistiaron en el
Decreto de 23 de septiembre de 1939 declarando que los asesinatos cometidos entre el 14 de
abril de 1931 y el 18 de julio de 1936 por "afinidad con la ideología del Movimiento
Nacional", no eran delictivos. La Iglesia Católica asistió impasible y sin una sola
crítica al fusilamiento de miles de compatriotas, alguno incluso de profundas
convicciones religiosas. Se puso, sin dudarlo, del lado de los vencedores. Las campanas
doblaron sólo por sus muertos y colocaron sus nombres en las fachadas de las iglesias.
Para los vencidos sólo quedaba el servicio de asistencia in
artículo mortis antes de comparecer ante los pelotones de ejecución. Nunca han
pedido perdón, ni realizaron la más mínima condena, individual o colectiva, contra la
masacre a la que asistían impávidos y reconfortados por los auxilios espirituales que
prestaban. Ahora, algunos pocos supervivientes y los familiares de los muertos reclaman,
de manera serena y sin el menor espíritu de venganza, que les dejen enterrar a sus
muertos y se restablezcan sus derechos. Si nadie ha tenido el valor de pedir perdón
habría que recordarles las palabras de Manuel Azaña ante la tragedia que se estaba
produciendo: paz, piedad y perdón.
El discurso del político republicano, al que la derecha de este país ha rendido tributo,
pronunciado el 18 de julio de 1938, debería ser difundido en los centros escolares. Su
materialización en el momento presente debe hacerse en el seno de la representación
popular de todos los españoles. Una ley que anule todos los consejos de guerra
sumarísimos como incompatibles con una sociedad civilizada y como tributo a los que
sufrieron la muerte sin tener la más mínima posibilidad de defenderse, cerraría
definitivamente las heridas del pasado. Los jueces del Tribunal de Núremberg dijeron
claramente que, los países que asumen los valores universales de la paz, la justicia y el
reconocimiento de la dignidad del ser humano, no pueden permanecer impasibles ante los
actos de barbarie. Los familiares tienen derecho a este reconocimiento y deben contar con
la ayuda del Estado para encontrar a los muertos desaparecidos.
Las sombras de su recuerdo necesitan encarnarse en los restos enterrados en la tierra
común de todos los españoles. Algunos han intentado rescatar su memoria acudiendo a los
tribunales para que revisen y anulen los procesos que les llevaron ante el pelotón de
ejecución. La respuesta que han recibido no puede ser más desalentadora. El Tribunal
Supremo y el Tribunal Constitucional, escudándose en un descarnado formalismo legalista,
les han contestado que, al fin y al cabo habían sido ejecutados "con sujeción al
procedimiento que, en aquel momento, el ordenamiento jurídico tenía establecido".
Más recientemente el Tribunal Constitucional en relación con los consejos de guerra,
días antes de la muerte de Franco, rechaza el amparo, y declara que no puede revisar una
"dramática condena a muerte" que fue un acto del "poder público"
anterior a la entrada en vigor de la Constitución. La frase final es lapidaria: "La
dura realidad de la Historia no puede soslayarse en lo jurídico con procesos de revisión
indefinida".
El positivismo jurídico proporcionó a Hitler las bases teóricas de un
"derecho" acorde con su proyecto de muerte. Prestigiosos juristas alemanes que
consiguieron soslayar los juicios de Núremberg llegaron a sostener, sin rubor y sin
rectificar, que entre los fines de la pena estaba "la eliminación de los elementos
dañinos al pueblo y a la raza". En la legislatura pasada y la presente se han puesto
en marcha "proposiciones no de ley", que tienen el propósito de condenar un
golpe de Estado liberticida y promover las condiciones para restaurar a las víctimas en
sus derechos expoliados. Al morir el dictador las fuerzas políticas alcanzaron un pacto
ejemplar y alumbraron una Constitución que, lo admitan o no los nostálgicos del
franquismo, supone el aniquilamiento político del entramado seudolegal del régimen.
Paradójicamente el sistema democrático de la Segunda República, que habían derrocado
por las armas, reaparece casi literalmente en muchos artículos de la Constitución de
1978. Los cautivos y desarmados de 1939 habían hecho renacer la democracia. Los consejos
de guerra sumarísimos, celebrados durante la Guerra Civil y una vez terminada ésta,
están al margen de cualquier sistema jurídico y carecen de la más mínima legitimidad.
Su ilegitimidad resulta insubsanable al igual que toda la legislación nazi que consagró
la eliminación de sectores de la población alemana. La fórmula derogatoria que anula
todo el entramado "jurídico" del régimen franquista y su extensión analógica
a cuantas disposiciones se opongan a la Constitución permiten dar este paso.
El derecho como encarnación de la justicia no puede soportar la convivencia con leyes
aberrantes. John Rawls (Teoría de la Justicia) nos
recuerda que un tirano puede cambiar las leyes sin previo aviso y castigar a sus súbditos
con las leyes que le plazcan, pero nunca podrá construir un sistema jurídico respetable
para las conciencias de los ciudadanos. Si las leyes son injustas deben ser abolidas.
Recobrada la soberanía estamos en condiciones de anular las leyes dictadas por quien la
secuestró durante cuarenta años. Hugh Thomas, uno de los hispanistas que más ha
estudiado la Guerra y la pos-Guerra Civil española, nos advierte en una entrevista
reciente que: "Quien olvida el pasado se enfrenta con un porvenir incierto".
JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN es magistrado del Tribunal Supremo
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