Razones de una urgencia:

cambio generacional y futuro de la izquierda

Pedro Chaves

Juan Carlos Monedero

Resumen: Este artículo pretende formar parte de un debate acerca de la renovación de la izquierda tras la derrota absoluta recibida el 12 de marzo en las elecciones generales. El debate que proponemos quiere centrar la discusión en la renovación generacional, entendiendo que las nuevas ideas que necesita la izquierda no pueden ser ni alumbradas ni representadas por aquellos que llevan décadas en puestos de responsabilidad política. No quiere esto decir que la renovación generacional sea condición suficiente, pero creemos, sin género de dudas, que es condición necesaria. De ahí que sea igualmente menester mirar hacia atrás en busca de los puentes que entiendan la urgencia de la renovación generacional. La ruptura de puentes generacionales lleva a que las posibilidades de transmitir el discurso emancipador sean cada vez más pequeñas, existiendo dificultades para que las nuevas cohortes sepan qué es o puede ser la izquierda. De ahí la necesidad de que una nueva generación con dos tareas: encontrar el punto de encuentro entre la izquierda tradicional y la actual (aún no articulada), y representarla políticamente. Una vez expresada la idea del recambio generacional, es necesario definir cuáles son esas ideas políticas y organizativas que trae consigo la propuesta de esa nueva generación.

 

"Mi generación [la del sesenta y ocho] piensa que ha de estar siempre en vanguardia, y con esta obsesión ha envejecido muy mal. Ha sido fácil de seducir con cualquier promesa de última modernidad. Ahora se apunta a la tercera vía porque parece que le permite situarse un paso más allá de los demás, la nueva síntesis. Los saltos que ha dado son demasiado grandes para ser creíbles. Hemos tenido una concepción débil de la responsabilidad porque nos parecía que nuestra aptitud rupturista nos la ahorraba (…) Eramos tan modernos que no podíamos permitir que nuestros hijos lo fueran más que nosotros y nos pudieran desbordar; siempre teníamos que desbordarlos nosotros a ellos"

Josep Ramoneda

"Restituid un poco de dignidad –acompasad el tiempo, desplazad los centros habituales- y las malas noticias dejarán de ser sólo una interrupción para convertirse en la verdad. Frente a numerosas verdades no existe ninguna solución inmediata. El mismo término, solución, no puede alcanzar lo trágico. Nos corresponde a nosotros tocarlo y dejar que lo trágico nos toque. Nombrarlo podría convertirnos en hombres diferentes. Nombrado, lo trágico seguirá siendo trágico: pero ya no tendrá el efecto de simples malas noticias. Sólo entonces podrá concebirse una política realista"

John Berger

1. Introducción: la exitosa transición que quizá no lo fue tanto

 

A raíz de la derrota de la izquierda en las elecciones de marzo de 2000, una serie de movimientos de cambio se anunciaron y realizaron en las filas del PSOE y de Izquierda Unida. La dimisión de Almunia y el anuncio de un Congreso para julio de 2000; el anuncio de Izquierda Unida de una Asamblea para Octubre (en este caso sin acompañamiento de dimisión alguna); el lanzamiento de una reclamación de renovación del discurso de la izquierda (por parte del PSOE, recuperando el centro, esto es, corriéndose hacia la derecha; por parte de Izquierda Unida, insistiendo en la confluencia de esfuerzos con el PSOE, esto es, abandonando la teoría de las dos orillas). Llama la atención que, pese al desencuentro en los análisis y en las propuestas de futuro que han avanzado las dos fuerzas políticas, algunos de sus principales líderes y personas de influencia de su entorno hayan coincidido en una idea: la solución no tiene que ver con la renovación generacional.

Eso les lleva a que yerren al pensar que bastará cambiar algunas caras para solventar el problema, cuyas causas estarán, habrán de pensar, en el limbo de los justos. Vendrán primero las figuras del recambio, y tardarán más, si es que acaso llegan, los programas. Sería grave error, pues de lo que se trata es de entender que una nueva cultura política está aquí, y que para avanzar hay que cuidarla e insistir en ella, incluso más allá de las menesterosidades electorales. Quizá, la ausencia de renovación real de la izquierda española nos lleve, una vez más, a ser un país diferente. Con el agravante de que ya no hay Franco que lo justifique.

Cuando en 1998, Bartolín, el concejal del PP de La Carolina (uno de los pueblos más beneficiadas por las subvenciones del Ministerio de Industria del Gobierno de Aznar), se autosecuestró y llamó desde su propio móvil a la guardia civil para denunciar que ETA estaba llevándole contra su voluntad a desconocido paradero, vinieron de nuevo a las vergüenzas de muchos los postreros fantasmas de la chusca España retratada por Machado. No le fue a la zaga Almodovar cuando recibía el oscar por Todo sobre mi madre, y citaba a más vírgenes y santos en su discurso que premios nóbeles han ganado nunca sabios españoles. Por su parte, desde el Partido Popular, se daban las gracias a Dios por la mayoría absoluta. Y el programa Gran Hermano sustituía al ojo siempre vigilante de la iglesia.

Menos castizas resultan otras actuaciones que, sin embargo, participan de similar lectura política. Sin querer abusar, los ejemplos que siguen bien pudieran servir como dosis terapéutica de bochorno democrático. Por ejemplo, la comunicación en 1999 por parte del Gobierno de Aznar de la sustitución del Presidente del Senado, Juan Ignacio Barrero, por Esperanza Aguirre, sin esperar a que la Cámara, a quien le corresponde constitucionalmente la decisión, tomara una determinación al respecto (lo repetiría tras las elecciones de marzo, aunque en esta ocasión no se oyó crítica alguno, tal vez porque ya se pensaba que ese era el método correcto). O quizá la pretensión desaforada de cambiar radicalmente en el Senado el proyecto de ley de extranjería después de haber sido pactado con todos los grupos parlamentarios (sin olvidar el abandono oportunista de CiU al PP sólo después de que Coalición Canaria decidiera no apoyar al Gobierno). Y también la inexistencia de un debate en televisión entre los principales candidatos a la Presidencia del Gobierno durante las últimas elecciones generales, sin que ello se tradujera en ningún tipo de protesta popular por el hurto flagrante de información. Ola puesta en marcha por parte del Ministerio de Rodrigo Rato de una campaña donde, en ausencia desde 1986 de un debate profundo acerca del significado de Europa, se dice a los pensionistas que con la introducción del euro sus pensiones van a valer más (lo que además de ser mentira es estúpido). Y nos serviría la presentación en los medios de la fallecida María de las Mercedes, madre del Rey Juan Carlos, dentro de un despliegue místico y decimonónico, como una mujer importante para la historia de España (por haber, se ha dicho, ¡contemporizado entre padre e hijo!), mientras quedan fuera de la memoria colectiva todas aquellas personas que dieron realmente su vida o parte de su vida por traer la democracia a este país. Sirve igualmente la insultante manipulación de las televisiones públicas, sea por el PSOE en Andalucía, por el PP en RTVE o en Galicia, por CiU en Cataluña o por el PNV en el País Vasco. Y no menos la concesión a las eléctricas, por parte del PP, de un billón y medio de pesetas de todos los españoles envueltas en el celofán de un supuesto coste de transición a la competencia. Sin olvidar la defensa realizada por Manuel Fraga, Presidente de Galicia, del régimen de Franco, quitando importancia a su responsabilidad en el inicio de la guerra civil y en el resto de barbaridades que la acompañaron (entre ellas, y fuera de las 800.000 víctimas del conflicto, del fusilamiento, una vez terminada la guerra, de 60.000 españoles, cifra que por sí sola ya dobla los asesinatos del genocida Pinochet). Recitemos el apoyo público brindado por Felipe González a Helmut Kohl, investigado por un delito de financiación ilegal, mientras que desde las propias filas de la CDU se estaba pidiendo al ex canciller la retirada total de la política debido a su comportamiento delictivo; y un largo etcétera de difícil justificación.

El resultado de las elecciones puede servir para dar cuenta de la calidad de la democracia española. Los españoles no le han descontado al Partido Popular en las elecciones su escaso interés en que participaran muchos españoles (no ha habido propaganda institucional fomentando el voto); no les han descontado el escaso apoyo a la justicia en el caso Pinochet; no les han descontado los ejercicios de contabilidad creativa de Piqué; no les han descontado el acoso y derribo a la conciencia fiscal de los españoles, construida tras quince años de esfuerzos (ahora, pagar impuestos vuelve a ser cosa de imbéciles). Pese a todo, mayoría absoluta.

¿Pudiera ser que la tan celebrada transición a la democracia en España haya dejado la puerta abierta para estos comportamientos? ¿Cabe dar una explicación cabal de estos quehaceres si se insiste en que la transición discurrió de la mejor de las maneras posible, en el mejor escenario imaginable y con los mejores divos disponibles? ¿No arrastraremos todavía demasiado poso de cultura política franquista, de personalismos propios de regímenes autoritarios, de desprecio por la capacidad de la ciudadanía, todo ello fruto de la desaparición de la memoria histórica democrática y de oposición a la dictadura? Y dentro de todo esto, ¿tiene sentido una izquierda que no acierte a conjugar lo más emancipador de la tradición socialista con una renovación que incorpore los nuevos valores ciudadanos?

 

 

2. Una tentadora explicación tentativa: la ruptura de puentes generacionales

 

Quizá la explicación más olvidada de los graves problema político que sufre la democracia española en esta frontera del cambio de siglo sea aquella que pida atención a la ruptura de puentes generacionales, en concreto de aquellos encargados de transmitir la experiencia y el pensamiento de una idea de ciudadanía republicana, esto es, democrática, emancipadora, deliberativa, laica, públicamente virtuosa y comprometida con el aumento de las posibilidades para construir un proyecto de vida digno y libremente escogido por cada uno de los ciudadanos. Como quiera que la democracia no viene incorporada como carga genética, debemos convenir que se trata, pues, de un proceso de enseñanza, donde se debe mantener el equilibrio entre lo logrado y lo por lograr. Sobre la importancia de los nuevos nombres, baste pensar que lo que causó las revoluciones en el Este de Europa no fue la perestroika (reestructuración) sino la glasnot, esto es, la "transparencia", que permitió rebautizar las realidades sociales y, por tanto, recrearlas: sin nuevos nombres no hay nuevas realidades, de la misma manera que sin las viejas realidades no hay fondo para crear los nuevos nombres.

Sostienen algunos autores que el proceso de modernización occidental es el proceso de liberalización de la razón y de la subjetividad realizado de manera práctica, grosso modo, por la revolución industrial inglesa, la economía política clásica, la Revolución Francesa y la filosofía del idealismo alemán, proceso que cobraría cuerpo a partir del siglo XVIII. Previamente, este desarrollo estaría marcado por las estaciones del Renacimiento, la Reforma protestante y la Ilustración. Basta un somero repaso del papel desempeñado por España en esos procesos para entender que la diferencia de nuestro país con otros que nos circundan es algo más que la nocturna conjura de una Antiespaña masona, judía, bolchevique y afeminada, o el mal análisis de unos historiadores marxistizantes poco versados en la nueva historia económica y su sofisticado instrumental econométrico. Frente a Lutero, Cromwell, Robespierre, Garibaldi o Churchill, nuestros clásicos son Torquemadas, validos, Fernandos VII, Carlos de Borbón o Francos. Los que pudieron servir para equipararse con los grandes de otros sitios siempre fueron derrotados en la vieja piel de toro. La tardía incorporación al ferrocarril; la existencia de un movimiento antiliberal que condujo durante el siglo XIX a varias guerras civiles; el fracaso de la burguesía para completar un mercado nacional y un referente nacional que lo integrase; la victoria de un movimiento fascista tras finalizar la guerra civil y la instauración de un régimen militar que duró cuatro décadas dan a España una singularidad innegable.

Más allá de esa diferencia de España (que el premio Príncipe de Asturias, Juan Marichal, concentra, entendiéndola como "problema", en la "acendrada espiritualidad" de los españoles), podemos entender dos grandes rupturas en el pensamiento político contemporáneo. De ruptura en ruptura, a España le cuesta demasiado construir su ciudadanía. En la expresión de Ramón Carande, hemos tenido "demasiados retrocesos". La primera gran quiebra contemporánea (quiebra que tuvo lugar sobre el páramo histórico de la España cortesana y clerical) tendría lugar con la victoria de las tropas nacionales en 1939. El fallido golpe de Estado de 1936 derivó en una guerra civil que se saldó con la victoria del ejército franquista ayudado por la Italia fascista y la Alemania nazi. La recuperación que la II República había logrado respecto de los niveles europeos, reduciendo considerablemente la brecha de siglos de oscurantismo religioso, dominación de clase y autoritarismo político, se dio al traste con la brutal represión, el exilio de la intelectualidad y la devolución a la iglesia de las responsabilidades educativas. La catástrofe que supuso aquella ruptura la refirió Tierno Galván sin ambages:

 

Alguna vez habrá que pensar, de acuerdo con la práctica la reflexión, cuales han sido las consecuencias de no haber tenido un eslabón que capitanease la cultura entre la generación anterior y la posterior a la guerra (...) Como no aparecieron grandes innovadores, se notaba el vacío que dejaron aquellos que debían haber sido un puente.

Durante la noche del franquismo, dos características configuraban escasos mimbres para la recuperación posterior: por un lado, la inexistencia de oposición a la dictadura, con la exclusiva salvedad del PCE; y en segundo lugar, la propia tradición del centralismo democrático del PCE, demasiado marcado en su funcionamiento por la peligrosa lucha contra la dictadura (centralismo democrático que, como es sabido, es mero centralismo y que fue posteriormente imitado por el grueso del resto de las fuerzas políticas). Ambos factores ayudaron a que, posteriormente, y con los débiles mimbres dejados por la devastación franquista, un funcionamiento cupular fuera el escogido para transitar hacia la democracia. El elitismo orteguiano - frente a descalificadas masas a las que no se ayudaba a salir de su inmadurez - iba a ser el nuevo vertebrador de España.

La segunda ruptura de la continuidad intelectual está vinculada al momento concreto de la transición. Desde finales de los años sesenta se iba articulando en España, si bien muy tímidamente, una red de participación social que paulatinamente se emocionaba con la perspectiva democrática. Es en ese momento cuando se construye la imagen mítica de Europa como garantía de la democracia (y que sigue manteniéndose hoy, como demuestra el entusiasta europeísmo de los españoles en contraste con su agudo desconocimiento de todo lo referente a la Unión Europea). La transición, como "impotencia cruzada" (Cotarelo) entre los defensores del antiguo régimen y los de la ruptura, pronto optó por el olvido como piedra de bóveda del proceso. Como ha escrito Alfonso Ortí:

 

este pacto de amnesia respondía, en último término, a un acuerdo interélites - el consenso - para la redistribución del poder político, y la preservación (corporativista) de la propia estructura social y económica forjada por la contrarrevolución franquista

El Partido Comunista había pecado de voluntarismo durante los últimos años del franquismo y el comienzo de la transición, no valorando en su justa medida el daño que la dictadura habían hecho a la capacidad de movilización social. Una vez comprendida su fuerza electoral, optó por la política de cúpulas, pues ésta le garantizaba una presencia consentida por el poder. Las movilizaciones callejeras, escuela de ciudadanía durante la transición, fueron desterradas a partir de los Pactos de la Moncloa. La amenaza de un nuevo golpe militar reclamaba prudencia. Y como el consenso sólo es factible entre iguales, quizá le convenga más a nuestro caminar hacia la democracia otro adjetivo: la transición del miedo. Pues aunque sea prudente, el miedo no deja de ser miedo.

 

 

3. La inestimable colaboración del PSOE en el desencanto

 

El radicalismo verbal del PSOE en los primeros momentos de la transición tenía detrás la necesidad de superar con la vehemencia del verbo su ausencia durante cuarenta años de la pelea política y el prestigio ganado en la lucha antifranquista por el PCE. Ese verbalismo duro dejó pronto paso a la sugerencia desde Alemania de asumir el modelo de Bad Godesberg, tanto por la posibilidad propia de convertirse en un partido catch all que accediese a los votos de centro para alcanzar mayorías, como por la oferta de retirar la Internacional Socialista la ayuda a los demás partidos socialistas y concentrarla en exclusiva en el PSOE (así fue como se logró la incorporación del PSP de Tierno Galván). El Partido Socialista asumió en un segundo momento, como principal partido de la oposición, las ventajas que le reportaba aceptar esa transición desde arriba, a la que tanto ayudaba el sistema electoral (la aplicación del sistema D’Hondt en circunscripciones sobrerrepresentadas). La invención aconstitucional de la figura del Jefe de la Oposición buscaba reforzar esta idea ayudando al bipartidismo y reforzando el papel de los líderes, algo tan caro a la cultura política del pasado. El paso abrupto a la izquierda liberal sin haber pasado por una fase de reformismo de izquierda, llevaron, por un lado, a la desafección y defección de buena parte de los pensadores que plantearon una protesta intelectual al franquismo. Y, por otra - y en buena parte como consecuencia - a que la producción intelectual de la izquierda que tendría el poder desde 1982 no fuera capaz de producir una línea de pensamiento capaz de explicarse - y no sólo justificarse - a sí misma.

La posibilidad de este súbito cambio hay que encontrarla, más allá de la moderación generalizada de la socialdemocracia europea, bien en la escasa entidad de las concepciones ideológicas mantenidas hasta esa fecha, bien en el abandono de la escena política por parte de los actores más profundamente ideologizados dentro de las filas socialistas. La asunción del modelo de la ruptura pactada por parte de los partidos que representaban la oposición al franquismo, hizo, por tanto, que se concediera más importancia a los factores foráneos que a los desarrollados dentro de España en el proceso de lucha contra el franquismo. El pensamiento antifranquista fue eliminado de la agenda, limitándolo a un elemento abstracto de agitación y propaganda propio de mítines y campañas electorales, desapareciendo incluso paulatinamente de esos ámbitos. La perspectiva crítica perdió su lugar e, incluso, empezó a ser demonizada como enemiga del consenso y proclive al conflicto, palabra desde entonces connotada negativamente también en la izquierda. La intelectualidad que había esperado el momento de hacer valer sus reflexiones críticas veía que con la democracia tampoco llegaba su oportunidad. La forma que adoptó la transición española de acuerdo entre las cúpulas sirvió, a su vez, para que una vez más las escasas oportunidades que el pueblo español ha tenido para elaborar una cultura política democrática, participativa, se vieran truncadas, reduciéndose la participación a depositar un voto a menudo alimentado por el miedo al pasado (veinte años después de aprobada la Constitución, se sigue agitando el fantasma de la guerra civil cuando se plantean cambios sustanciales en el modelo político elaborado durante la transición. E incluso, en el colmo del disparate, hasta el Presidente del Gobierno actual ha ignorado públicamente que la propia Constitución plantea su reforma en el Título X).

Las primeras elecciones en junio de 1977, convocadas de manera precipitada para impedir que los partidos de la oposición tuvieran tiempo de organizarse y trasladar a la población sus discursos, asestarían un segundo golpe serio, tras la derrota de la abstención en el referéndum sobre la Ley para la Reforma Política, a muchas esperanzas que creyeron poder elaborar un programa de progreso social en torno a partidos políticos rupturistas (sin contar con que, parte de los más activos en la lucha contra el franquismo, vieron cómo se les vedaba concurrir a las elecciones al no legalizarse sus partidos). El pacto de silencio respecto del pasado se cobraba sus primeras víctimas. El capitalismo había cobrado carta de naturaleza democrática y mostraba la crisis económica con la fuerza de lo inevitable. Fue el primer encuentro con la realidad; fue el primer encuentro cuantificable con el desencanto. Como escribió Jesús Ibañez:

 

"Las luces están hechas para no ver, para no ver lo que dejan en la sombra. Cuando se apagó la "lucecita de El Pardo" topamos de bruces con la realidad. La cara de Franco, como la sonriente del gato de Cheshire, era un fantasma descontextualizado. Cuando pudimos ver todo el campo, pudimos ver también que, al enfrentarnos con Franco, habíamos servido a las mismas fuerzas que él -en otro tiempo- sirvió. Pues el sistema no necesitaba ya someternos por el terror, le bastaba la persuasión (…) La crisis efectiva se dobla con la crisis afectiva. El deseo humano deserta de este sistema; se acepta de hecho, pero no de derecho. desencantadamente"

La recuperación para la acción del partido socialista a mediados de los setenta, tras cuarenta años de virtual inexistencia y, en cualquier caso, tras la ruptura con el sector histórico del interior que planteaba un ideario más tradicional, presentaba un partido sin cuadros suficientes como para ocupar todos los cargos de poder que requiere un Estado moderno. El PSOE, utilizando el entusiasmo general por el "cambio" generado por los sucesos de 1981 (con una UCD en descomposición y un PCE desarbolado y preparado para entregar buena parte de sus escaños en nombre del voto útil), ganó para puestos de responsabilidad a parte importante de la intelectualidad española, cuadros técnicos, abogados, profesores universitarios, economistas, escritores, que pasaron a formar parte del proyecto del partido socialista alentados por diferentes razones y fines. Plantillas enteras de pensadores pasaron de analizar y criticar al franquismo en cualesquiera de sus campos a gobernar la democracia, llevando todos los vicios y virtudes de su socialización cultural bajo y contra el franquismo al quehacer cotidiano político del nuevo país. Esta organicidad generalizada de parte importante de la intelectualidad, unida a sus propios problemas históricos, quebraban la continuidad del pensamiento crítico. Nuevos intelectuales orgánicos resucitaban la diferenciación weberiana entre ética de la responsabilidad y ética de la convicción para justificar la falta de crítica al nuevo gobierno con argumentos que hablaban en términos patrióticos del bien del país y de su estabilización. 1982, que iba a firmar el acta de defunción del desencanto, no tardaría en asestar, por el contrario, otra lanzada al cadáver de las ilusiones de un cambio rápido y perceptible.

 

 

4. ¿Qué fue del 68?

 

Durante el mes de abril, Daniel Cohn-Bendit y José María Mendiluce presentaban en Madrid su nuevo libro La tercera izquierda. Llamaba la atención la vehemencia con que defendían la consideración como errores de su comportamiento hace treinta años, como la vehemencia con que defienden sus postulados actuales (por ejemplo, la conveniencia de los bombardeos de la OTAN sobre Yugoslavia sin mandato de las Naciones Unidas). Los, según ellos, dislates cometidos en el pasado por ellos y su generación en absoluto les habrían invitado a dedicarse a otros menesteres, sino que seguían considerando su pertinencia para decir, especialmente a las nuevas generaciones, cómo deben compartarse. Es indudable que una de las características de ese grupo es la seguridad ontológica que les acompaña sea lo que fuere lo que difienden.

La generación que ha desempeñado el poder en España desde la transición -cuando nos referimos al poder no lo hacemos sólo en relación al poder político, sino también al económico, cultural, universitario, informativo, etc.- es de una fuerza inusitada. Permítasenos insistir en que el concepto de generación no pretende una validez omnicomprensiva, sino que pretende ser un instrumento que colabore en el análisis y no que sustituya a otros puntos de vista. Por lo común, son un porcentaje de los miembros de una generación los que la identifican (no olvidemos que los valores dominantes son los de las clases dominantes). Además, otro tipo de elementos de crucial importancia participan en la creación de sus cosmovisiones (por ejemplo, la situación económica que se sufre o disfruta). Como generación de la bonanza económica pudo dirigir sus esfuerzos hacia una dirección que, en una situación de escasez, hubiera sido bien otra. Parte de su fuerza (y de su posterior desarrollo) hay que entenderla dentro de las posibilidades que brindaba ese despegue económico (principalmente, en comparación con las cohortes posteriores, condenadas a una emancipación tardía por las dificultades laborales y de vivienda). Como hemos apuntado, gozaban de "seguridad ontológica".

El bienestar económico permitió a los hijos de la burguesía elaborar un discurso muy ideologizado que, a la larga, se mostró de escasa consistencia intelectual. De ahí que pronto fuera desechado cuando fue retado a una mayor concreción. Esas insuficiencias del discurso, son, con frecuencia, compensadas con la vehemencia de las formas. De hecho, puede afirmarse que una categoría propia del 68 es la de aquellos que portan su vehemencia allí donde habitan ideológicamente, sea como ortodoxos o como conversos. La frase emblemática de esa generación deja claro su compromiso: "quien a los veinte años no está en la izquierda es que no tiene corazón; quien a los cincuenta no está en la derecha es que no tiene cabeza". Este lema es el que permite justificar la distancia entre el discurso transformador que mantuvieron y los resultados alcanzados.

Esta generación es la que protestó a finales de los años 60 en la Universidad española -apoyados por aquella "generación del 56" que sentaría las bases de toda la posterior conflictividad universitaria-; es la misma generación que hizo la transición a mediados de los setenta; y es la misma generación que ha marcado durante veinte años la pauta en España. Al tiempo, ha asumido el ánimo sesentayochista y lo ha transmitido a la opinión pública, en su música, su cultura, su moda, sus reivindicaciones políticas. De esta manera, esta generación del 68, como espectador privilegiado de una parte relevante del siglo, ha gozado de una fuerza tal que ha ahogado a las que la han continuado. Una especie de fascinación hacia el hermano mayor ha eliminado la capacidad crítica de la generación posterior, paralizada ante el espíritu profético y la consciencia sesentayochista de haber alcanzado las últimas razones.

El 68 encarnaba a una generación situada estratégicamente para dar desde dentro del franquismo -no como hijos de los perdedores, sino de los vencedores- sus primeros empujones, y tomar años después los aparatos de poder. Quizá la sorpresa estaría en que nunca se saldrían del guión previsto por las necesidades del capitalismo posfordista, ni siquiera respecto de la OTAN. Esto significó que pudieron desbancar a las generaciones superiores -valga como ejemplo la renovación del PSOE que condujo a la liquidación de los dirigentes del exilio y la posterior incorporación del llamado PSOE histórico- y pusieron a su disposición a la generación inmediatamente posterior. Esta generación post68, que siguió miméticamente a los sesetayochistas (nunca les plantearon ningún conflicto), poseía potencialmente la cohesión como para hacer una labor crítica desde su diferente experiencia; pero optó por no ejercer esa oposición. Pasó a ser, entonces, un laminado hermano pequeño, asombrado y dirigido por la deslumbrante generación de sus mayores, hermano en plenitud de fuerzas que copó el pensamiento, el arte y la política (en esa estela, no es extraño que personas públicas como Daniel Cohn-Bendit o José María Mendiluce sigan ofertando libros donde dicen a los jóvenes de hoy cómo deben comportarse). Incluso cuando miembros de esta segunda generación alcanzan puestos de responsabilidad social destaca la escasa innovación que desarrollan (el mundo de la política brinda ejemplos meridianos al respecto). En cualquiera de los casos, el estilo de esa generación laminada es, salvo excepciones, un no estilo, un mero acompasamiento a lo existente. Es la sustitución de la ideología por la gestión de lo real (que pasa a entenderse como lo racional). Las airadas voces sesentayochistas dejaron paso en los años ochenta y noventa a un discurso en nombre de la praxis. La desideologizada España de Aznar sólo es comprensible mirando la etapa anterior.

¿Hay salida a este dilema? O, concretando más la pregunta, ¿tiene futuro otra forma de hacer política en España?¿sobrevivirá en España una izquierda transformadora?

 

 

4. Si todo ha cambiado, no pueden decirlo los mismos

 

Nadie puede desconocer que los cambios en nuestras sociedades han debilitado a los sujetos políticos que, en lo sustancial, no sólo protagonizaron la resistencia contra el capitalismo, sino que fueron los porteadores de las alternativas al sistema. Son cosas sabidas. Los partidos políticos y los sindicatos de masas no se parecen ya en nada a las definiciones que de ellos daban los manuales, y sufren - quizá más que otros - de la desafección popular. Son percibidos como parte de un sistema extraño a la ciudadanía. Y la crisis de la sociedad del trabajo ha quebrado las identidades de clase, complejizándolas, atomizando, individualizando. Aunque permanezca la explotación, los trabajadores tienen una experiencia de su biografía estrictamente diferente de las que eran comunes en el último medio siglo. La ética del trabajo ya no sirve para unos jóvenes - y no tan jóvenes - que han sufrido desde que tienen memoria de la precariedad, de la exclusión, de la flexibilidad, de la movilidad, y que se sienten, bombardeados por un discurso omnipresente, más consumidores que productores. Al cabo, que se identifican más con otras realidades de su vida que con aquellas propias del mundo tradicional de los asalariados. Por otra parte, las dos décadas ominosas de neoliberalismo han dejado nuestro territorio devastado y nuestras resistencias rotas. Este fue uno de los objetivos de la ofensiva neoconservadora - increaiblemente alimentado también por parte de la izquierda -y ha sido cumplido con éxito. Los puentes que transmitían la experiencia de la emancipación han sido desmontados. Y no podemos permitirnos el lujo de volvernos a inventar todo por la simple razón de que no hay voluntad de diálogo entre las generaciones. El autodidactismo, el aprendizaje a través del ensayo y el error, es otro de los grandes pecados nacionales. Es tiempo de mucha astucia, pues mucho también es el peligro.

El escenario en el que tropezamos, como hemos señalado, no permite en modo alguno optimismos que ignoren el oscuro panorama que dibuja la inteligencia. En primer lugar, la capacidad del neoliberalismo para renombrar significados tradicionales y conceptos en clave conservadora ha sido de una fuerza inusitada. No en vano, en ese viaje tuvieron la ayuda de todos aquellos que se alinearon en el bloque occidental durante la guerra fría. Causa y, a la vez, consecuencia de ese proceso ha sido la privatización del espacio público tanto en términos políticos como económicos. No hay ámbito de la vida social y económica que no haya sido sometido a la presión del mercado, incluso en aquellos sectores donde las evidencias dicen de la incapacidad de éste para producir mínimos aceptables de justicia y equidad. En segundo lugar, un nuevo papel del Estado, colonizado por los intereses privados y mermado voluntaria e involuntariamente en su capacidad de autonomía decisoria. Un Estado dispuesto a impulsar la globalización y que, después, ha justificado los ajustes en nombre de un proceso que él mismo ha ayudado a alumbrar. En tercer lugar, una fragmentación social desconocida, a la que se une una incertidumbre estructural propia de una sociedad en cambio que está dejando atrás elementos que pertenecían a la tradición. Sin entrar a discutir si éste es un rasgo ineludible de los procesos modernizadores o un elemento dentro de una estrategia político-económica, no podemos dejar de evaluar su incidencia bajo el precio de errar en nuestros análisis.

El resultado ha sido la creación de un nuevo "sentido común", generalizado mientras el pensamiento alternativo hibernaba en su perplejidad. La agenda cultural y política neoliberal, en discusión con la ciudadanía, ha colonizado y construido este nuevo sentido común en el cual no caben sin cambios los elementos con los que la izquierda construyó su razón de ser progresista. Enfrentados con las nuevas realidades, los sujetos han dado nuevas respuestas a nuevos problemas, toda vez que las viejas recetas y los viejos discursos no eran instrumentos adecuados para salir a flote en el mundo posterior a 1989. Ese sentido común se ha estructurado a partir de una nueva organización social, se ha dotado de nuevos símbolos, de códigos semánticos, de conceptos propios y sujetos diferentes. Tan ajeno al compromiso transformador es negar estas nuevas realidades como plegarnos a ellas en aras de alcanzar mayor relevancia social o electoral. La primera tarea será descubrir el hilo rojo, trasnformador, que atraviesa la nueva cotidianeidad de la ciudadanía.

Pero este período es también un tiempo en el que las llamadas contradicciones universales se han hecho más agudas y sangrantes. El catálogo de problemas y su magnitud en todo el planeta permiten afirmar que vivimos un cambio de desenlaces inciertos, una mutación telúrica en todos los órdenes, una crisis de civilización en el decir de muchos autores. Es imprescindible buscar los medios - nuevos - y las formas - nuevas - que permitan enfrentarse a este novedoso enemigo. Hay que construir una nueva identidad emancipadora. Para muchos tendrá el aspecto de un cyborg, porque estará formado de retazos allí donde ayer había una única forma de ver y entender su apariencia y esencia. Pero para otros tendrá la belleza de un archipiélago, de irregular forma pero con la razón de ser última de que las islas han logrado estar unidas y comunicadas entre sí. Una identidad renovada construida en y para la edad de la informática, plural pero con sentido crítico, que ejemplifique las mutaciones sociales y las viejas y nuevas subjetividades. Las viejas identidades, las viejas tradiciones vinculadas a la emancipación en su sentido más amplio deben ser el puente hacia nuevas fórmulas alternativas y resistentes de organización. Entre otras cosas, aportarán la identificación de la opresión y explotación tradicionales, la determinación para abordar el conflicto, la decisión para organizar una cultura de la resistencia indispensable para dotar de un alma alternativa a nuestro archipiélago de justicia y libertad. Pero no han de perder de vista su tarea como puentes, no como plazas inamovibles. De lo contrario, el aislamiento de las fuerzas transformadoras será total y, más allá de que se impida así cualquier posibilidad electoral de construir una fuerza crítica, se estará imposibilitando la labor tejedora de ese hilo rojo con el que coser los esfuerzos emancipadores que existen en la sociedad.

Debería formar parte de las conclusiones de cualquier análisis político que en este nuevo escenario nadie puede arrogarse papeles exclusivos de liderazgo. Ni por historia ni por presente. La magnitud de las contradicciones hace que diferentes sujetos sean protagonistas estructurales del cambio. El sujeto revolucionario –por utilizar una terminología tradicional- es hoy un sujeto diverso, complejo y atravesado por identidades y experiencias distintas. La centralidad se ha vuelto contingente, ya no es un supuesto de partida. La fragmentación y la multiplicación de identidades sociales y culturales, como efecto de la modernización tiene éstas y otras servidumbres.

Las contradicciones de clase, de género, ecológicas, geográficas o de otro tipo dibujan un mapa de resistencias atravesado por la diversidad. Esto implica diferentes experiencias, diferentes socializaciones, diferentes apreciaciones. Las biografías ya no están hoy atravesadas por una única e incuestionable centralidad. Y como consecuencia, son también diferentes las culturas de la alternativa, de la resistencia y de la convivencia. Sin embargo, siguen alzando su voz los que se empeñan, bien en absorber en su estructura burocrática todas las formas de emancipación, bien aquellos que no dudan en exigir credenciales revolucionarias al resto de opciones: ¿desde qué legitimidad? ¿cuáles son esas certezas que hacen a los unos revolucionarios y a los otros quintacolumnistas del capitalismo en nuestras propias filas? ¿qué verdad ontológica poseen quienes se creen sacerdotes guardianes de las tablas de la ley? El pasado nos lleva de la mano hacia ningún sitio.

Una nueva identidad emancipatoria tiene que considerar como un dato ineludible su pluralidad y su diversidad. Y comprender esto en sentido complejo. Es decir, no sólo diversidad y pluralidad ideológica o programática, sino también simbólica, de lenguaje y actitudes. Ética y estética.. Y la resultante de esa convivencia imprescindible para pensar el futuro con esperanza no será una nueva y única ideología, un nuevo y único programa y un único nuevo lenguaje. No creemos tan solo que tal escenario no sea muy deseable vistas las experiencias; lo que afirmamos es que no es posible. Y que por tanto tendremos que acostumbrarnos a tratar a los amigos como tales. No nos irá mejor ignorando que hay un lugar a la izquierda de la socialdemocracia europea. Tampoco nos irá mejor convirtiendo a los amigos en enemigos y ajustándoles las cuentas. Tiempo es de cambiar esa tradicional costumbre de la izquierda que le lleva a expedir marchamos de ortodoxia y certificados de traición. Tiempo es de mandar a Caín, de una vez por todas, a arreglar cuentas con su padre.

Y sólo desde una sospecha anidada en el más completo aislamiento puede pensarse que la nueva identidad emancipatoria se construirá de espaldas a las viejas tradiciones. Las condiciones económicas y sociales aseguran su importancia por largo tiempo y en su hoy figuran un notable patrimonio moral atesorado en la lucha contra los múltiples males de este sistema. La trama del hilo rojo sigue siendo la misma: la que une todos y cada uno de los intentos de acabar con las desigualdades sociales y sus causas, el que busca el constante cambio social impulsado por un motor utópico recientemente renombrado desde la selva Lacandona: para todos, todo. Y en esa línea sabe avanzar.

 

 

9. La necesaria aunque no suficiente renovación generacional

 

¿Hay algo que la izquierda transformadora aún no haya puesto en marcha? Quizá la más obvia ausencia sea la del cambio generacional. Es más que probable que quienes hoy dirigen los proyectos de izquierda transformadora no serán protagonistas de estos cambios. Sin embargo, su concurso es fundamental para producir una transición que no malogre la maduración de los cambios y que éstos tengan lugar sobre la base de la experiencia acumulada. No hay tiempo para equivocaciones. Su generosidad y audacia serán claves en este período.

Hay razones para ser escépticos respecto a la bondad de la renovación generacional: el regusto elitista, los antecedentes históricos, la socialización en un bajo perfil de conflicto social. Pero no hay otras opciones que estén libres de paradojas. Si somos honestos en las conclusiones de lo expuesto, la renovación generacional de la izquierda transformadora aparece como una propuesta de opción con visos de necesidad y de credibilidad: porque han cambiado muchas cosas; porque los mismos no pueden decir cosas diferentes; porque corresponde a los sujetos de los cambios su propia representación. Las actuales generaciones han ofrecido en términos generales todo lo que han podido, que no ha sido poco. Han permitido, por de pronto, que las ideas de transformación y emancipación lleguen vivas hasta nosotros. ¿No debiera corresponder ahora a las siguientes generaciones transmitir la necesidad de la política?

Ahora que tantas cosas han cambiado, cuando las transformaciones telúricas se han producido, es bueno que se enfrenten a ellas los que se han socializado en la incertidumbre, en la indeterminación, en la precariedad. Aquellos que puedan aportar, por que lo tienen inscrito en quienes son, una cultura de la integración de la diversidad y la pluralidad sin desconfianzas.

Hoy, hasta las miradas están cargadas de sentido. Y cuando esto ocurre es porque la desconfianza supera ampliamente la posibilidad de generar franqueza. Llegados a este punto es momento de poner los bártulos en la habitación de al lado y pasar el testigo. E, insistimos, hace falta mucha generosidad para dar ese paso. Este adecuar las personas a las cosas ha sido comprendido en nuestro país por algunas formaciones nacionalistas de izquierda y, de manera más cosmética, por el Partido Popular. Extraña paradoja. Lo más viejo - el nacionalismo, el conservadurismo - se refunda en lo nuevo para seguir existiendo. Y mientras tanto, ¿qué está haciendo la izquierda cuya razón de ser es la transformación?

A las razones del cambio generacional amparadas en la lógica de las cosas se pueden añadir referencias a la preparación, al diferente lenguaje, a los hábitos y estilos de trabajo, a la utilización de las nuevas tecnologías, a la socialización en los medios audiovisuales, entre otro sinfín de cambios que configuran ese mundo diferente. Podrían incluirse también razones las puramente electorales. En España, casi el 40 % del electorado tiene menos de treinta y nueve años. Cualquier aproximación al perfil de ese electorado y al mantenimiento de un espacio electoral dan como resultado lo inevitable e indispensable de este cambio.

No servirá de nada repetir el mismo discurso de hoy donde el único cambio sea que el busto parlante muestre menos arrugas en el rostro. Para este viaje, no son menester ni las alforjas de esta reflexión ni, ocupado lector, el tiempo que estás dedicando a leerlo. Si la propuesta que aquí presentamos tiene alguna opción de contestar afirmativamente a la pregunta propuesta al inicio, lo será por su vocación de integración política, por su compromiso con la articulación de la sociedad civil y de las redes sociales existentes, por su capacidad para crear los elementos que conformar el viejo sentido común gracias a su diferente capacidad de comunicar el nuevo mensaje. La solución pasa por un nuevo diálogo entre aquellos que hoy detentan la responsabilidad y toda una generación, portadora de una diferente experiencia, y que hoy por hoy, en lo que corresponde a la izquierda, está fuera de la política institucional. Hay que dejar que los puentes sirvan para salvar los remolinos del agua. Quedan por delante años de gobierno del Partido Popular. Si la izquierda sigue insistiendo en las mismas personas, que son los mismos comportamientos, no se podrá avanzar y, definitivamente, se romperán los puentes generacionales. Y ese mal en modo alguno será comparable con el riesgo de dar entrada a nuevas personas. Hay toda una parte de una generación que tiene, cuando menos, el beneficio de la duda. Sostenía Max Weber que los dominantes necesitan una teodicea de sus privilegios, la justificación de su privilegio. Que nadie mienta ni se mienta pensando que aquí hemos planteado una revolución de jóvenes airados que quieren ocupar sitios que no merecen. Se trata de reclamar en voz alta los puentes que construyen la experiencia transformadora, hoy por hoy rotos. La experiencia se consigue trabajando. Y no se puede pedir experiencia sin tener trabajo.

 

 

10. Conclusiones e ilusiones

 

En la izquierda, el apremio de la derrota ha situado las cuitas personales y las de partido en una estancada vertiginosidad, corriéndose el riesgo de salir de la refriega con demasiado lastre como para remontar el vuelo. Convendría, más que llamar a la calma o hacer preguntas al aire, que cada cual se interrogase a sí mismo y se atreviera a respuestas valientes: ¿cómo enfrentó su generación la cultura política heredada del franquismo?, ¿qué cultura democrática desarrollaron durante la transición y en las décadas posteriores?, ¿qué responsabilidad les corresponde por la labor realizada durante los últimos 20 años?. Las oportunidades perdidas en anteriores momentos, la torpeza a la hora de entender el nuevo lugar de la izquierda y la ruptura de la transmisión de una experiencia transformadora son los barros de los actuales lodos. Cuando las generaciones no crean puentes con las siguientes, entre ellas media sólo el abismo. Y para tender puentes, convendría acabar, de una vez por todas, con esa historia autosatisfecha que va desde el franquismo a la crisis yugoslava, pasando por una inmaculada transición cuya santidad sólo vino de la resignación y cuya virginidad es un mito. El humo de las mistificaciones no permite ver más allá de donde aturde el olor a incienso. Y el incienso basta sólo a determinadas concepciones políticas.

El grueso de la izquierda de la generación más numerosa de España decidió no ir a votar el 12 de marzo. ¿Cuáles han sido las razones del sector progresista de la generación del baby boom, esa generación denominada con la x como incógnita? Su historia aún no ha sido contada. Vinieron a la luz política, después de la semana de vacaciones que supuso la muerte del dictador, con el golpe del 23-F; se emocionaron con la victoria del PSOE en el 82, pero aquella ilusión duró poco. Se alejaron de los socialistas con el referéndum de la OTAN, aunque no terminaron de encontrar su lugar político en otras fuerzas. Se manifestaron contra las leyes educativas en los ochenta y no entendieron el porqué de la contundencia de la policía democrática. Contemplaron desde la distancia, pero con gran desolación, todo lo que acompañó a los GAL, a la corrupción, a la prepotencia de los gobiernos del PSOE. Participaron en la huelga general del 14-D, protestando contra el Plan de Empleo Juvenil que sentenció la precariedad laboral. Supieron que la guerra del Golfo era un fraude inaceptable. Se aproximaron táctica y tímidamente a Izquierda Unida desde finales de los ochenta. Nunca nadaron a gusto en la vehemencia de la teoría de las dos orillas.

Toda su vida laboral ha estado marcada por la incertidumbre y la precariedad. La inseguridad y las dificultades para imaginar su futuro son su característica más reseñable. Han sufrido implacablemente el tapón de la generación del sesenta y ocho. En las últimas elecciones generales no han votado pues no se veían reflejados en los rostros de la política. Tampoco en sus frases y expresiones. Y en su viaje, han atraído hacia la abstención a los jóvenes transformadores recién incorporados al censo. Mientras la izquierda social hacía este viaje en busca de su sombra perdida (con las salvedades de algunas formaciones nacionalistas de izquierda remozadas), la derecha, siempre atenta a la cosmética, se reinventaba la imagen de sí misma, se denominaba de otra forma y, al fin, conseguía ser otra de tanto parecer distinta. Los conservadores, renovados, y los transformadores, estancados.

Aún no se ha respondido si los abstencionistas de izquierda tenían a su alcance razones reales para vencer su desencanto. ¿Podían encontrarse razones fuertes para votar al PSOE de Almunia después de que éste perdiera las primarias, tras dejarse fuera de las listas al borrelismo y a Izquierda Socialista, cuando han de recurrir a González invariablemente como referente? ¿Había razones fuertes para votar a la Izquierda Unida de Frutos después de la ausencia de renovación de la coalición pese a los muchos errores cometidos, tras la falta de respuesta a la contundente sanción popular en las municipales y europeas del 99, después de una década de gritar que sólo existía el programa máximo? ¿Había quizá un solo rostro nuevo en la izquierda? ¿Había un solo mensaje nuevo en la izquierda? ¿O acaso eran acaso los mismos de siempre diciendo las cosas de siempre? Cómo transformar la sociedad cuando no se es capaz de transformar la propia casa.

Es obvio, que la renovación generacional no es condición suficiente, aunque sea necesaria. Un simple recambio de rostros, aunque fueran más jóvenes, no solventaría los problemas políticos de la izquierda. Pero nadie en su sano juicio está pidiendo la simple renovación biológica. Primero debe entenderse que nada nuevo puede venir de los mismos. Ellos ya han probado su eficacia. Otros tienen, al menos, el beneficio de la duda. Las voces que alertan frente al cambio generacional, haciendo profesión de ignorancia, voceando su inutilidad o su catástrofe, pecan del mismo error que aquellos que creen esa renovación consiste en colocar a jóvenes sobre las mismas peanas de sus mayores. Puede ser incluso que mientan a sabiendas. Saben que una época se ha terminado y siguen a la defensiva. Justo es recoger lo que se haya sembrado. Pero nada más. Las exigencias de nuestra transición situaron a buena parte de los políticos españoles de la izquierda en un lugar cada vez menos transformador. Ahora habitan una fortaleza administrativa a la que se aferran incluso perdiendo los modos. Nadie debiera olvidar que la izquierda no es un negocio.

La renovación no significa que haya nuevas cohortes de gente más joven - algo obvio y sin misterio-, sino que existe, con todo lo que ello implica, una nueva "generación", una pluralidad de opciones y alternativas que son fruto de su también diferente y compartida experiencia. Que exista una nueva generación implica que hay otras maneras de entender el mundo (un mundo sin bloques, globalizado, amenazado, más pequeño y a la vez más inabarcable). Nos dice que hay otra forma de entender la idea de España (no marcada por lo que significó el nacionalismo en la lucha contra el franquismo; no marcada por la identificación de España con el yugo y las flechas o el águila imperial; dispuesta a aceptar la unidad y la diferencia sin dramas ni cadáveres). Nos hace saber que se expresa en un nuevo estilo en la forma de hacer política (que no separa la organización de la calle, que está harta de escuchar que algunos no pueden ser amables; que propone otra mirada sobre las cosas ). Una nueva generación que incorpora su diferente experiencia cuando trabaja, cuando investiga, cuando periodismo, cine o literatura. Cuando enseña y cuando aprende. También cuando se divierte. Una nueva generación ante el mundo del trabajo, donde ha desaparecido esa ética laboral propia de quienes, sobre todo, eran trabajadores de lo mismo y para toda la vida. Una nueva generación que gana un salario en una tarea que en nada se parece a aquello para lo que se preparó. Una generación que tiene una voz propia cuando sabe que el futuro ya no es un lugar donde se pueden hacer muchos planes. Una generación a la que ya le pertenece la igualdad entre los géneros y que sabe que no siempre puede usar su propia voz, pues debe impostarla para acercarla a la voz de sus mayores. Que mira hacia atrás en busca de puentes y que, si no los halla, mirará hacia atrás con ira.

Hay elementos de esta nueva generación que muestran las heridas de una madurez traumática, marcada por la falta de comunicación con la generación anterior. La ruptura de puentes generacionales está íntimamente vinculada al "pacto de amnesia colectiva" de la transición, que sigue persiguiendo a la generación que la hizo, sea queriendo juzgar vicariamente a Franco con Pinochet, sea justificándose personal y generacionalmente a través de la política o de cualquier otra forma de expresión. El Acuerdo entre el PSOE e Izquierda Unida le lavó la cara a los socialistas y le otorgó a IU un marchamo de credibilidad política que había perdido. Pero no podía bastar para incorporar a toda esa gente descreída tras quince años de desencuentros. Este relato triste no afecta a la derecha, que suele confundir lo que hay con lo que debe haber, pero son verdaderos bloques de granito en los engranajes de la izquierda. Quien haya aceptado las reglas del juego impuestas, al margen de su partida de nacimiento, corre el riesgo de ser antiguo más allá de su edad. De ahí que buena parte de esa generación de la transición haya votado en blanco en estas elecciones o, más contundentemente, ni siquiera se haya acercado a los colegios electorales (es curioso que muchos estuvieran en las mesas sobre la condonación de la deuda pero decidiera no votar al Parlamento). Por el contrario, la derecha, conforme con la representación de la realidad que imaginan, acudió a votar como una sola persona.

Las alternativas están en donde nunca se ha mirado. Visto el panorama, podemos ir pensando, sin mucho riesgo a equivocarnos, en escenarios de medio plazo. Pero sería absurdo, vieja política, , enrocarnos mientras llega la hora propicia en la que los errores de la derecha permitan un recambio. Sin la incorporación de ese conjunto generacional de izquierda a la política transformadora, estaremos entregando al conservadurismo (¡no sólo a los conservadores!) buena parte del futuro. La actual hegemonía dejará de ser un préstamo. La experiencia emancipadora se aprende, y para eso hace falta quien la enseñe. En la Universidad española apenas quedan escuelas. Seguramente porque tampoco quedan maestros. En la política española sobran los eternos imprescindibles que nada enseñan y permanecen en constante competición con sus potenciales sucesores. Es el momento de contar y tejer una diferente cultura política. Es hora también de sentarse a escuchar lo que tienen que decir los que no han hablado, los que se han alejado de la política institucional de la izquierda y reivindican diariamente su compromiso en otros lugares.

Si ese grupo generacional que ha optado por la abstención o el voto en blanco en las elecciones de marzo no se incorpora a la política activa, sabremos de un nuevo exilio, pues nadie podrá transmitir políticamente la experiencia transformadora acumulada. Seguirán siendo los conspicuos del 68 (o sus émulos de cualquier edad), enquistados en sus plazas fuertes, los encargados de representar la política de izquierda. Y todo un sector de una generación se habrá perdido en el laberinto de sí mismos. Una parte de estos eternos imprescindibles se irá al testimonialismo de los que no entienden nada porque no les hace falta. Con sus pensiones aseguradas quizá se digan radicales. Fiat Justitia pereat mundi clamarán desde sus plazas seguras. Otros escucharán, desde el desbordamiento ideológico, los cantos de sirena de terceras vías o, incluso, del conservadurismo político. Habremos logrado, por fin, roto el diálogo entre generaciones, la plena americanización de la política española. Y dentro de ocho años (o doce), seguiremos diciendo, con el pesimismo nacional de Larra, y hastiados por el inmovilismo de unos y la desidia de otros: "Aquí yace media España". Pero que nadie se engañe: no podremos completar el epitafio diciendo que "murió de la otra media". Esta vez, para mayor gloria de nadie, se habrá enterrado a sí misma.