Derechos para Tod@s 
Número 9 
julio - agosto 2002




CARTA ABIERTA DE UN INMIGRANTE AL SEÑOR JOSÉ MARÍA AZNAR

Ignacio Reggiani, periodista argentino llegado al Estado Español hace 4 meses


Me dirijo a usted con el mayor respeto, que no se lo confiere el hecho circunstancial de ser presidente del gobierno español, sino su condición de ser humano.

Soy ciudadano argentino. De la República Argentina vengo. De ese lugar que, según el documento que le otorga el estado español a los que obtienen la ciudadanía, es una provincia de España.

La situación de mi patria es ampliamente conocida por todos los ciudadanos de este país que usted gobierna por la gracia del pueblo. Situación que bien conocen las empresas españolas que usted defiende con firme determinación. Empresas que dejaron de ganar mucho dinero en los últimos tiempos. Compatriotas míos que dejaron de comer hace muchos días. Compatriotas que, como niños asustados que buscan los brazos de su madre, acudieron a ese lugar al que nos enseñaron a llamar "madre patria" en los libros escolares. Pero la madre estaba demasiado ocupada para atenderlos. Nos recibió con desgano a aquellos que cumplimos todos los innumerables requisitos para acceder a la categoría de ciudadanos del primer mundo. Obligó a deambular por infinitos pasillos burocráticos, de la mano de la más absoluta desinformación, a los que creímos que podríamos encontrar un lugar para seguir soñando, entregando a cambio nuestro trabajo, nuestro esfuerzo y nuestros impuestos. Desconoció y expulsó a los que no pudimos conseguir alguno de los miles de certificados que nos exigieron.

Quisiera aclararle que siempre tuve mucho cariño y admiración por "lo español". Al menos, por lo que había conocido hasta ahora. Fui educado por religiosos marianistas españoles con un corazón enorme, llegados a mi país cuando España no era exactamente un paraíso y la Argentina amenazaba con parecerse a un lugar de ensueño. Entre lo mucho que me enseñaron, me hicieron ser una persona agradecida. Y supuse, entonces, que la gratitud sería un denominador común en su patria. Por la forma en que los argentinos somos tratados en este momento, me asalta la duda. Tal vez usted, señor Aznar, tenga la fortuna de que ninguno de sus parientes o amigos se haya visto obligado a emigrar a mi país. Eso creo, o quiero creer, para no tener que cambiar mis viejas certezas sobre la gratitud española.

Me enseñaron también a no discriminar a nadie, bajo ninguna circunstancia. Sin embargo, los argentinos que llegan ahora a su país, son tratados como ciudadanos de segunda, de tercera o de cuarta, de acuerdo a la cantidad de documentación que hayan logrado rescatar del laberinto de la administración pública. Supongo, señor Aznar, que sus decisiones estarán condicionadas por la política común de la Comunidad Europea. Es, quizás, la explicación que se me ocurre para que miles de inmigrantes, argentinos o no, entiendan por qué serán expulsados de España. Para que miles de niños entiendan las idas y vueltas de sus padres y se acostumbren a un mundo que no los dejará ir libremente a donde quieran ni les permitirá elegir dónde vivir, aunque sean honestos y trabajadores. Porque así es, ¿verdad, señor?. Serán expulsados por motivos administrativos y burocráticos. Aunque en realidad, según parece, los inmigrantes somos los nuevos delincuentes, los que provocamos la falta de trabajo, los que amenazamos el bienestar y la posibilidad de cambiar el coche cada año. Si no es así, ¿de qué se nos acusa? El camino para la extradición de un asesino suele ser extenso, trabajoso y muchas veces no se llega al final. Sin embargo, deportar a un inmigrante acusado del delito de querer trabajar es un trámite muy simple. Algún funcionario anónimo sella y firma una orden de salida con absoluta tranquilidad, sin comprender que condena a una persona o a una familia a regresar a situaciones siempre difíciles, volver a empezar con pocas posibilidades de éxito, o permanecer en una ilegalidad que le niega todo derecho.

Sí le agradezco, señor Aznar, que nos haga comprender a los argentinos dónde estamos ubicados en el mundo. Ahora, quizás, asumamos que estamos al sur del Sur. Que integramos la mitad del mundo devastada y apaleada. Argentina creyó, a lo largo de su historia, que algún día el primer mundo se dignaría a darnos acceso al porvenir. Hoy, gracias al primer mundo, los muchos argentinos que golpeamos las puertas de la comunidad europea asumimos que, como siempre debimos haberlo entendido, somos iguales que el resto de Latinoamérica, iguales que los magrebíes y los turcos, similares a los africanos y los refugiados del este europeo arrasado por la guerra. Si algún día todos entendiéramos y aceptáramos esta realidad, tal vez, Dios quiera, no necesitemos molestarlo, señor Aznar, pidiendo lo que cae de su mesa.

Alégrese, señor Aznar, porque trabajaré defendiendo su cruzada. Trataré de que todos los argentinos, mientras puedan tener una mínima luz de esperanza para resistir, no se vayan del país, al menos para emigrar hacia España. La forma en que somos tratados no vale la pena el esfuerzo. La dignidad de un ser humano, como usted o como yo, no se negocia por un puñado de euros o un coche nuevo.

Como creo profundamente en la democracia, le pido que siga adelante con su gobierno. Los votos de sus compatriotas lo han puesto en el lugar que ocupa y allí lo mantienen, lo que implica que la mayoría de los ciudadanos españoles comulgan con sus propuestas y firman, una a una, las expulsiones de los inmigrantes. Yo me quedaré con la solidaridad de otros muchos españoles que sienten la vergüenza por lo que ocurre. Y trataré de explicar a mis hijos por qué su madre llora y su padre carga la frustración inevitable que provoca el ser tratado como un delincuente.

Y también les enseñaré, se lo juro señor Aznar, que si algún día la historia con sus vueltas pone a los españoles en una situación similar a la que vivieron hace muchos años y emigran hacia la Argentina, se ocupen de pelear para que sean recibidos como hermanos, y tengan un lugar para volver a soñar. Porque ésa es la verdadera grandeza de una Nación.

Y no se preocupe, señor Aznar, que ya no lo molestaré. He recibido la orden de expulsión.