Derechos para Tod@s
Número 18
enero - febrero 2004




LA ALTERGLOBALIZACIÓN

 

Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid

Pasmosa ha sido la rapidez con que, en las recientes semanas, se ha afianzado un concepto, el de alterglobalización, que ha alcanzado su mayoría de edad al calor del foro social celebrado en París. Si su presencia puede detectarse en sinfín de escritos, se aprecia también en la jerga que emplean en estas horas muchos activistas que hasta hace bien poco vinculábamos, inopinadamente, con los movimientos antiglobalización.

A fuerza de ser sinceros, estamos en la obligación de señalar que en eso de la alterglobalización sólo cabe identificar una virtud, bien que nada desdeñable: la de poner sobre la mesa un par de discusiones que de otra manera serían substraídas a movimientos las más de las veces subyugados por una actividad frenética. La primera de ellas afecta a la propia condición del término globalización.

No son pocos los que piensan que este último ha adquirido carta de naturaleza en virtud de una interesada operación que a duras penas acierta a ocultar aviesas intenciones. Y es que parece razonable adelantar que, un decenio atrás, algunos de los más lúcidos de entre los poderes tradicionales se propusieron acometer una ambiciosa tarea: se trataba de encontrar una palabra que, impregnada de rasgos razonablemente saludables, permitiese arrinconar a aquellas que hasta entonces parecían retratar, a los ojos de los más, la textura de las relaciones económicas contemporáneas.

En virtud de esa ingeniosa transmutación, el discurso político relegó a segundo plano conceptos como los de capitalismo o, más aún, imperialismo, en provecho de una globalización que a buen seguro se beneficiaba de una imagen mucho más benigna que la que correspondía a aquéllos. La operación que glosamos colocó en un sitio delicado a quienes nada venturoso adivinaban detrás de una vorágine en la que, sin alterar un ápice la lógica propia del capitalismo de siempre, se daban cita la entronización planetaria de la especulación, un acelerado proceso de concentración de la riqueza, ambiciosas prácticas deslocalizadoras, una apuesta general por la desaparición de controles políticos y colchones sociales, y, en suma, la ratificación de atávicas desigualdades y exclusiones.

La reacción más común en el seno de los movimientos de resistencia -que habrá que convenir que fue tan pragmática como poco convincente- estribó en acatar, qué remedio, la supremacía del término globalización, agregándole, eso sí, y para reconstruir el discurso de contestación, algún adjetivo moderadamente zaheridor, como capitalista o neoliberal.

Mayor enjundia tiene, con todo, la segunda de las disputas que anunciábamos. En una suerte de reacción refleja ante lo anterior, muchos activistas asumieron de buen grado que lo que correspondía era darle, sin más, la vuelta a la tortilla. Si las monsergas del sistema que padecían daban en presentar la globalización como un prodigio de venturas, nada mejor que rechazar aquélla de plano y despreciar cualquier sugerencia de que pudiese acarrear alguna dimensión saludable. De la misma manera -venían a decir- que nadie en su sano juicio reivindicaría un imperialismo alternativo, era menester alejarse de las propuestas que reclamaban una globalización alternativa.

De esta savia, y conforme a una tan rara como espontánea componenda entre las querencias de los activistas y los designios demonizadores de éstos que blandían quienes mandan, nació una construcción verbal, la que hablaba de movimientos antiglobalización, que al poco vino a suscitar, entre las gentes bien pensantes, dos quejas. Si la primera subrayaba que no se antojaba conveniente describir en clave estrictamente negativa a unas redes que exhibían una clara vocación propositiva, la segunda, más sesuda, afirmaba con desparpajo que los movimientos en cuestión en modo alguno rechazaban on- tológicamente todas las modalidades imaginables de globalización, sino que, antes bien, pujaban por una globalización diferente y, así los hechos, porfiaban por universalizar derechos y libertades.

Aunque es obligado reconocer que la disputa en cuestión, un terreno abonado para abyectas manipulaciones, está llena de trampas, hora es ésta de certificar que en el seno de los movimientos no faltan quienes contemplan esto de la alterglobalización con ojos recelosos. Muchos son los que estiman, en otras palabras, que cualquier forma de globalización, por respetables que sean sus propósitos, es portadora de pulsiones uniformizadoras que merecen réplica, reclama de elites directoras llamadas a abrirle camino a nuevos jacobinismos y bien puede propiciar inquietantes flujos jerarquizadores al amparo de los cuales se deslicen viejas opresiones.

Bien es cierto, eso sí, que el mayor vicio que portea eso de la alterglobalización es otro: semejante palabreja, que ha hecho furor en los cenáculos de los iniciados, es literalmente incomprensible para el común de los mortales y arroja luz sobre lo que acarician algunos santones que se aprestan -cuentan- a cambiar el mundo.