Derechos para Tod@s 
Número 11 
noviembre - diciembre 2002




¿POR QUÉ NOS ODIAN?

Noam Chomsky, profesor de lingüística en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Publicado en "The New York Times"


El 11 de septiembre sacudió en muchos americanos la conciencia de que ellos debían poner mucha más atención sobre lo que el gobierno de los Estados Unidos hace en el mundo y la forma como estas acciones son percibidas.

Muchos temas que antes no estaban en la agenda han sido puestos en discusión. Esto es todo lo bueno.

Lo es también por simple cordura, si esperamos reducir la probabilidad de un futuro lleno de atrocidades. Puede ser reconfortante fingir que nuestros enemigos “odian nuestras libertades”, como lo dijo el presidente Bush, pero no es sabio hacer caso omiso del mundo real, que nos da muchas lecciones diferentes.

El presidente no es el primero en preguntar: “¿Por qué nos odian?”.

En una discusión con su gabinete hace 44 años, el presidente Eisenhower describió “la campaña de odio contra nosotros (en el mundo árabe), no por los gobiernos sino por la gente”. Su Consejo Nacional de Seguridad perfiló los motivos básicos: los Estados Unidos apoyan gobiernos corruptos y opresivos y se “oponen al progreso político o económico” porque su interés es el de controlar los recursos petroleros de la región.

Encuestas realizadas después del 11 de septiembre en el mundo árabe revelan que las mismas razones se mantienen hoy, con la diferencia de que el resentimiento prima sobre políticas específicas. Sorprendentemente, lo que es todavía un verdadero privilegio es tener sectores occidentalizados en la región.

Para citar sólo un ejemplo reciente: en la edición del 1 de agosto de la revista Far Eastern Economic Review (Revisión Económica del Lejano Oriente), el internacionalmente reconocido especialista regional Ahmed Rashid escribe que en Pakistán “está creciendo una molestia por el apoyo de Estados Unidos al régimen militar (de Musharraf), que le permite retrasar la promesa de instalar una democracia”.

Hoy nosotros nos hacemos un pobre favor al escoger creer que “ellos nos odian” y “odian nuestras libertades”. Por el contrario, hay actitudes de gente a la que le gustan los americanos y admira mucho a Estados Unidos, incluyendo sus libertades. Lo que odian son las políticas oficiales que les niegan las libertades a las que ellos también aspiran.

Por tales razones, después del 11 de septiembre, las injurias de Osama bin Laden –por ejemplo, sobre el apoyo de EU a regímenes corruptos y brutales, o sobre la “invasión” de EU a Arabia Saudita– tienen cierta resonancia, incluso entre aquellos quienes lo desprecian y le temen. Del resentimiento, de la cólera y de la frustración, los terroristas esperan ganar apoyo y reclutar más miembros.

Nosotros deberíamos también ser conscientes de que gran parte del mundo mira a Washington como un régimen terrorista. En los últimos años, los Estados Unidos han desarrollado o promovido acciones en Colombia, Nicaragua, Panamá, Sudán y Turquía, por nombrar algunos, que conocen la definición oficial de los Estados Unidos de “terrorismo”, esto es, cuando los americanos aplican el término a sus enemigos.

En el más serio periódico del establecimiento, Foreign Affairs (Relaciones Internacionales), Samuel Huntington escribió en 1999: “Mientras los Estados Unidos denuncien regularmente a varios países como ‘países peligrosos’, a los ojos de muchos países esto se convertirá en el peligro del superpoder... la amenaza externa más grande a sus sociedades”.

Percepciones como éstas no han cambiado por el hecho de que el 11 de septiembre, por primera vez, un país occidental haya sido objeto en su propia tierra de un horrendo ataque terrorista considerado demasiado familiar para las víctimas de la potencia occidental. El ataque fue mucho más allá del que algunas veces se llamó “terrorismo menor” del Ira, del Fln o de las Brigadas Rojas.

El terrorismo del 11 de septiembre generó severas condenas alrededor del mundo y una efusión de simpatía por las víctimas inocentes. Pero con modificaciones.

Una encuesta internacional de la firma Gallup, el mismo mes de septiembre, encontró muy poco apoyo para “un ataque militar” de los Estados Unidos contra Afganistán. En América Latina, la región con más experiencia en las intervenciones de los Estados Unidos, el apoyo a una intervención estuvo en un rango del 2% en México y del 16% en Panamá.

La actual “campaña de odio” en el mundo árabe es, por supuesto, también avivada por las políticas de los Estados Unidos hacia Israel-Palestina e Irak. Los Estados Unidos han dado apoyo contundente a Israel, durante los 35 años que lleva la severa ocupación militar a los territorios.

Un camino para reducir las tensiones Israel-Palestina sería dejar de rechazar la unión de un gran consenso internacional que llama al reconocimiento del derecho de todos los estados en la región a vivir en paz y seguridad, incluyendo al Estado palestino en los actuales territorios ocupados (quizás con mutuos ajustes de menor importancia de las fronteras).

En Irak, una década de duras sanciones bajo la presión de los Estados Unidos ha fortalecido a Sadam Hussein, mientras que conduce a la muerte a centenares de millares de iraquíes. Según los analistas militares John y Karl Mueller en Foreign Affairs en 1999, en ese lapso ha muerto quizás más gente “de la que ha sido asesinada por todas las supuestas armas de destrucción masiva a través de la historia”.

Las actuales justificaciones de Washington para atacar Irak tienen cada vez menos credibilidad que cuando el presidente Bush padre le dio la bienvenida a Saddam como un aliado y un socio comercial después de que había cometido sus peores brutalidades –como en Halabja, donde Irak atacó a los kurdos con gas venenoso en 1988–. En aquel momento, el asesino Saddam era más peligroso de lo que es ahora.

En el caso de un ataque de los Estados Unidos contra Irak, nadie, incluyendo a Donald Rumsfeld, puede realmente adivinar los posibles costos y consecuencias.

Los radicales extremistas seguramente esperan que un ataque sobre Irak mate a mucha gente y destruya una gran parte del país, dando así más reclutas para las acciones terroristas.

Ellos presumiblemente también dieron la bienvenida a la “Doctrina Bush” que proclama el derecho de realizar ataques contra potenciales amenazas, las cuales son virtualmente ilimitadas. El Presidente ha anunciado que “no se ha dicho cuántas guerras tomará asegurar las libertades en nuestra tierra”. Eso es verdad.

Las amenazas están por todas partes, incluso en la propia casa. La prescripción para una guerra infinita presenta un peligro más grande para los americanos del que han percibido sus enemigos, por razones que las organizaciones terroristas entienden y conocen muy bien.

Hace veinte años, el ex director de la inteligencia militar israelí, Yehoshaphat Harkabi, que era también pro árabe, señaló un punto que aún es cierto. “Ofrecer una solución honorable a los palestinos respecto a su derecho a la autodeterminación: esa es la solución al problema del terrorismo”, dijo. “Cuando el charco desaparezca, no habrá más mosquitos”.

En ese momento, Israel disfrutaba de una virtual inmunidad frente a la venganza dentro de los territorios que permanecieron, hasta hace muy poco ocupados. Pero la advertencia de Harkabi fue acertada, y la lección se aplica generalmente.

Mucho antes del 11 de septiembre era entendido que, con tecnología moderna, los ricos y poderosos perderían su monopolio sobre las formas de violencia y podrían esperar sufrir atrocidades en su propio suelo.

Si nosotros insistimos en crear más pantanos, habrá más mosquitos, con una asombrosa capacidad de destrucción.

Si dedicamos nuestros recursos a secar esos pantanos, dirigiendo los esfuerzos a las raíces de las “campañas del odio”, podemos no sólo reducir las amenazas que enfrentamos, sino también revivir los ideales que profesamos y que no están lejos de ser alcanzados si escogemos tomarlos seriamente.