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Precariedad



La política económica de los gobiernos del PP: propaganda y realidad

Secretaría de Economía de Izquierda Unida (Enero de 2003)

EL "MILAGRO ECONÓMICO" DEL PARTIDO POPULAR.

Todo parece indicar que el estancamiento de nuestra economía en 2002 da carpetazo al supuesto "milagro económico" que los gobiernos de Aznar han pretendido mostrar como un éxito de su gestión que, según la versión gubernamental, ha conseguido que España crezca más que la media comunitaria, cree más empleo y sea la envidia de las economías desarrolladas. Se supone que la política liberalizadora, las reformas fiscales y el déficit cero, han sido los artífices de la expansión económica en los últimos años. Este es, al menos, el discurso oficial que todavía se repite machaconamente.

Indudablemente, muchas son las variables explicativas del crecimiento económico español de los últimos años pero de ellas sobresalen los factores externos, ajenos a la política doméstica. El contexto internacional y la evolución de los precios del crudo han sido determinantes en la dinámica del ciclo (no es ninguna novedad) y, en este sentido, nada se entiende sin una consideración importante. La pertenencia de España a la zona monetaria del euro ha permitido que los clásicos problemas estructurales de nuestra economía, sintetizados en nuestro crónico déficit comercial y solucionados tradicionalmente a golpe de devaluaciones, no nos hayan impedido disfrutar de tipos de interés reales reducidos y desconocidos en nuestra historia reciente. Así se ha alimentado un crecimiento económico superior al promedio comunitario incluso cuando la economía española y las principales economías europeas se encontraban en fase de desaceleración.

Siendo esto así a corto plazo, no es menos cierta otra evidencia: los problemas que caracterizan a la estructura económica de nuestro país no han desaparecido y pasarán factura tarde o temprano. No vamos a hablar aquí de las carencias, sesgos y efectos negativos de la construcción monetaria europea (de la ausencia de elementos compensadores para completar la moneda única) y de los condicionantes que esto supone para fortalecer la cohesión económica y social; pero sí queremos resaltar que en la zona monetaria del euro, en la realidad que se ha construido, los diferenciales de inflación y productividad cobran una significación importante en términos de competitividad (entendida como "cualidad" de las empresas). Mantener ese diferencial en el tiempo va socavando la posición competitiva de nuestras empresas y abonando potenciales ajustes en términos de renta y empleo.

Estos ajustes ni son inmediatos ni es fácil aventurar su duración e intensidad, pero planean sobre nuestra economía. Y esta es la razón por la que el diferencial de inflación y el menor aumento de la productividad de nuestra economía en comparación con el resto de países de la zona monetaria del euro, son un problema de primer orden. Problema que el gobierno ha intentado minimizar y ocultar desviando la atención hacia el diferencial de crecimiento económico y de creación de empleo, y vendiendo la teórica consolidación fiscal y las reformas estructurales como artífices de todo ello.

La propaganda pudo ser efectiva en su momento pero la realidad económica está desenmascarando algunas de las falacias del discurso oficial. Y sobre todo, pone en evidencia al triunfalismo en materia económica de que ha hecho gala el gobierno y los resultados de su política económica.

Según la Comisión Europea, la economía española creció entre 1995 y 2001 a una tasa media del 3,6%, encontrándose entre las de mayor crecimiento en la UE (donde destacaron Irlanda con un 9,3% y Finlandia con el 4,3%). La UE en esos años creció a una tasa media del 2,4% y el diferencial a favor de España se situó en 1,2 puntos porcentuales. Esta tasa de crecimiento para España no ha sido, como pretende el gobierno español, algo insólito o extraordinario; basta con mirar al periodo expansivo 1985-1990 (también calificado en algunos ámbitos como "milagroso") y comprobar que la tasa media de crecimiento fue incluso superior (4,5% frente a un 3,3% comunitario) y el diferencial favorable a nuestro país exactamente igual (1,2 puntos). Queremos decir que, efectivamente, España crece más que Europa en las expansiones y hasta ahora, las depresiones son también más profundas. El hecho de que en la actual desaceleración España continúe creciendo por encima de la media europea puede explicarse por lo que hemos comentado respecto a la política monetaria común.

De la misma forma, el resultado en términos de empleo es similar. Entre 1995 y 2001 la ocupación en España creció a una tasa media del 2,7% frente a un crecimiento medio del 1,2% en la UE (un diferencial de 1,5 puntos). Entre 1985 y 1990 los crecimientos fueron mayores, del 3,3% y 1,4% respectivamente (1,9 puntos de diferencia).

Ante estas evidencias, el gobierno en algún momento ha rebatido estas comparaciones argumentando que lo "exitoso" del periodo bajo su mandato se complementa con menores desequilibrios macroeconómicos (inflación y déficit público). Dicho de otra forma, con mayores esfuerzos en esas variables fruto de una gestión más acertada.

La inflación disminuyó desde el 4,7% en 1995 hasta el 3,6% en 2001 (1,1 puntos) y en el periodo anterior que estamos considerando desde el 8,8% en 1985 hasta el 6,7% en 1990 (2,1 puntos). Es verdad que la inflación en el periodo "milagroso" de Aznar se ha situado en valores absolutos menores, pero esto tiene una importancia relativa porque lo sustantivo ahora son los diferenciales con nuestros "competidores", con nuestros socios comunitarios, toda vez que las diferencias en precios y costes no pueden enjugarse con el tipo de cambio.

Así las cosas, los resultados en materia de precios hablan por sí mismos. Hasta 2001, considerando las tasas medias de inflación en España y en la UEM, el diferencial en precios se ha situado en el entorno del 1%. En el año 2002, la tasa media de inflación en España ha alcanzado el 3,6% y en la zona euro el 2,2%, aumentando el diferencial hasta 1,4 puntos porcentuales.

Respecto al déficit público, en 1995 alcanzó el 6,6% del PIB y se redujo hasta el "oficial" equilibrio presupuestario de 2001 (0,1% del PIB según el Ministerio de Economía). La reducción (6,5 puntos) es considerable pero no muy superior a la del periodo expansivo que tomamos como comparación. En 1985 el déficit representó el 9% del PIB y disminuyó hasta el 3,9% en 1990 (una reducción de 5,1 puntos).

Es fundamental destacar que en el periodo 1995-2001 el crecimiento de la productividad del trabajo (producción por trabajador ocupado) en España ha sido el menor de toda la UE. Creció como media en nuestro país un 0,7% frente al 1,2% comunitario. Entre los años 1985 y 1990 la productividad del trabajo aumentó en España un 1,2% y un 1,9% en la UE. En ambos periodos se creó empleo con intensidad, pero esta no puede ser la principal razón para explicar los menores crecimientos de la productividad en nuestro país (otros países europeos con iguales o mayores crecimientos en el empleo han registrado mayores aumentos en la productividad).

De la misma forma, la Comisión Europea nos aporta datos sobre la evolución de la productividad total de los factores (trabajo y capital). Entre 1995 y 2001 creció un 0,5% en España y un 1% en la UE (1% y 1,5% respectivamente entre 1985 y 1990).

Una última comparación. El gobierno también vende su gestión como artífice de haber procurado un avance (otra vez extraordinario) en el proceso de convergencia real con la UE. Para ello lo primero que hace es reducirlo a la evolución del PIB per cápita dejando al margen aspectos tan importantes como la protección social o las dotaciones de capital público y privado. Así y todo, los datos relajan el carácter excepcional que se le intenta otorgar a esta dinámica. Según el Banco de España, el PIB per cápita (en paridades de poder de compra en euros) ha progresado desde el 77,9% de la media comunitaria en 1995 hasta el 82,7% en 2001; un avance de 4,8 puntos, nada desdeñable así expresado pero tampoco fuera de lo común. En 1985 nuestro PIB per cápita era el 72,3% de la media y en 1990 el 77,3%; un aumento en el periodo de 5 puntos.

Lo que pretendemos con estas comparaciones es simplemente resaltar lo aficionados que son los gobiernos a calificar como extraordinario aquello que no lo es tanto, a magnificar los resultados macroeconómicos cuando el ciclo es boyante y a lamentar el contexto internacional adverso cuando la economía pierde fuelle. Ni el periodo de finales de los ochenta fue "milagroso", ni lo ha sido el gestionado por el Partido Popular.

En una economía de mercado, más aún en un ciclo expansivo y en una zona monetaria como la del euro, el crecimiento de la productividad es un indicador de eficiencia económica y condición necesaria para que el pulso de la demanda (del gasto) se traslade a incrementar la producción y no los precios. Esta es la teoría. En la práctica, el diferencial negativo de España con relación a la UE está significando un modelo de crecimiento poco eficiente y difícilmente sostenible en la zona del euro.

Un análisis convencional (y ciertamente economicista) como éste es necesario para afrontar la realidad del euro. En otros documentos de esta Secretaría ya se ha comentado que los moderados crecimientos de la productividad (inferiores a los de nuestros socios comunitarios) traducen deficiencias en dotaciones de capital (público, humano o tecnológico), peores servicios sociales, insuficiente ritmo inversor (público y privado) o mayor precariedad laboral. Es aquí donde queremos valorar la política económica de los gobiernos del PP.

LA RESPONSABILIDAD DE LA POLÍTICA ECONÓMICA.

Desde 1996 el gobierno, en política económica, no ha escatimado esfuerzos por cuadrar las cuentas públicas (contabilidad creativa incluida), vender un falso discurso liberalizador, consolidar el proceso de privatizaciones y beneficiar fiscalmente a los rendimientos del capital y a las rentas más elevadas. Estas políticas se han manifestado en medidas contradictorias, en algunas ocasiones, y regresivas, en todo caso, cuyo máximo exponente son las reformas en materia tributaria. Pero estas políticas no han contribuido, todo lo contrario, a elevar la productividad global de nuestra economía, reducir nuestra inflación estructural o tendendencial, avanzar en un verdadero proceso de convergencia real con la UE, o crear suficiente empleo de calidad.

El gobierno del Partido Popular, hoy vocero de los instintos bélicos de la Administración Bush, ha liderado en Europa el pensamiento más rancio en materia económica. En particular, una visión del proyecto de construcción europea que intenta acabar con la idea de Servicio Público mezclando las privatizaciones de empresas públicas con desregulaciones y supuestas medidas liberalizadoras. La crisis del Prestige debe alertarnos sobre los costes de unos Servicios Públicos anoréxicos, sobre los efectos de aquel pensamiento que denigra lo público y exacerba lo privado.

Desde 1996 se han articulado diversos "paquetes liberalizadores" urgentes y precisos, según el gobierno, para reducir la inflación estructural, recortar el diferencial con la UE, e implementar mayor competencia en el sector servicios. Pero, después de seis años, la inflación subyacente se encuentra en niveles desorbitados para los parámetros comunitarios (3,7% de media en 2002 frente al 2,4% de la zona euro), la inflación en el sector servicios ronda el 5% y el diferencial con la UEM se amplía. Francamente, cuando estos indicadores son peores a los registrados en 1996, tildar de falso al discurso liberalizador del gobierno se nos antoja poca cosa.

Estas medidas han acabado, básicamente, por convertir monopolios públicos en oligopolios privados, sin procurar mayor eficiencia económica ni mayores beneficios para el consumidor. Tan sólo comentar que, como denuncian las asociaciones de consumidores, las tarifas eléctricas y telefónicas se han reducido menos de los que permitirían las favorables condiciones de financiación para las empresas (menores costes financieros) y existen evidencias de que estos servicios han perdido calidad. Incluso hemos asistido al "chantaje" de las compañías eléctricas, amenazando al gobierno con una huelga de inversiones si las tarifas no satisfacían sus expectativas de resultados.

Al final, la promesa del gobierno de rebajar un 9% la tarifa eléctrica para consumidores domésticos entre 2001 y 2003 ha quedado reducida al 4% y ya se han anunciado, hasta 2010, aumentos nominales en las tarifas. En realidad, sólo las grandes compañías tendrán capacidad para negociar con las eléctricas potenciales rebajas en las tarifas. Y en las telecomunicaciones, el proceso de "liberalización" lo han pagado los usuarios domésticos con el incremento de los costes fijos, mientras que las mayores rebajas se han aplicado a los grandes consumidores (empresas).

Las privatizaciones de empresas públicas que se sitúan en sectores estratégicos de nuestra economía y prestan servicios económicos de interés general, poco han tenido que ver con la eficiencia y la racionalidad económicas. Esto es así porque, en muchos casos, se han privatizado actividades con características de monopolio natural que han mantenido ese carácter ahora en manos privadas. En última instancia, eliminar un monopolio natural, si es posible, no tiene por qué significar acabar con la propiedad pública de las empresas.

La razón fundamental de las privatizaciones en nuestro país, amén de cuestiones ideológicas, ha sido recaudatoria. Se ha optado por recaudar fondos a corto plazo que han engrosado los Presupuestos aún a costa de renunciar a unos ingresos netos futuros vía empresas públicas rentables. Desde que el Partido Popular tomara el testigo de las privatizaciones iniciadas por los gobiernos del PSOE, se han vendido más de 40 empresas públicas con unos ingresos brutos cercanos a 29.500 millones de euros (casi 5 billones de antiguas pesetas).

Una parte importante de la reducción del déficit público se ha debido a las privatizaciones por lo que no es exagerado afirmar que el teórico déficit cero se ha conseguido, en buena medida, a costa de desmantelar el sector público empresarial. Técnicamente, los ingresos que se obtienen al privatizar financian el déficit público (como una emisión de deuda pública) pero no lo reducen; sin embargo, aproximadamente -según algunas informaciones no desmentidas por el gobierno- un 75% de lo ingresado por privatizaciones son plusvalías y éstas sí computan como un ingreso corriente que minora el déficit. En todo caso, la contabilidad creativa puede hacer milagros en este sentido.

La llamada contabilidad creativa (operaciones de índole diversa para que ciertos gastos no tengan impacto sobre el déficit público a corto plazo, o derivar ingresos financieros para reducirlo) supone recortar la capacidad de acción de los instrumentos de control presupuestario y reducir el debate parlamentario y la aprobación de los Presupuestos a un ejercicio vacío de contenido político sobre cuentas públicas poco transparentes. Las leyes de Estabilidad Presupuestaria sacralizan el déficit cero nominal, evitando así un debate sin artificios sobre el déficit público como instrumento de política económica.

La reducción del déficit público en los últimos años, además de lo anterior, ha contado con el efecto del ciclo expansivo, los tipos de interés reducidos, el ajuste salarial en términos reales de los empleados públicos y, en suma, la moderada evolución del gasto público. Pero es evidente que el déficit público real es superior al nominal. Esta afirmación se sostiene simplemente observando que las emisiones de deuda pública superan en mucho las necesidades de financiación que se desprenden de los Presupuestos. En otras palabras, si el déficit público fuese cero la deuda pública del Estado no crecería nominalmente como lo hace.

Desde el punto de vista político, esto nos conduce a algunas reflexiones. En primer lugar, al igual que ocurre con las liberalizaciones, el déficit cero ni siquiera es tal por lo que sus supuestos efectos benefactores sobre la economía, que el gobierno publicita, quedan cuestionados. En segundo lugar, el dogma del equilibrio presupuestario se ha utilizado como coartada para que el gasto público pierda peso en la economía y poder reducir los impuestos directos al capital y a las rentas más elevadas.

Esto es lo que se esconde detrás del dogmatismo del déficit cero: una política fiscal regresiva que ha combinado recortes en algunos impuestos (los de carácter directo) y subida de los indirectos, y una renuncia a que el gasto público contribuya a superar los déficits sociales de nuestro país y los insuficientes niveles de capital público.

Los impuestos directos han perdido peso relativo en el total de impuestos (desde el 50,8% en 1995 hasta el 48,8% en 2001) y lo seguirán haciendo con las nuevas reformas y propuestas del gobierno. Paralelamente, el gasto público (que alcanzó el 45,4% del PIB en 1995) se ha reducido hasta el 40% del PIB en 2001. El gasto en prestaciones sociales ha descendido desde el 14% del PIB en 1995 hasta el 12,2% en 2001, y la inversión pública, que representaba el 3,7% del PIB en 1995, apenas alcanza el 3,4% del PIB en 2001.

LAS BAJADAS DE IMPUESTOS: EL RECLAMO DEL GOBIERNO DEL PP.

Cuando una fuerza política, como es el caso de Izquierda Unida, reclama un papel activo del gasto público para alcanzar mayores niveles de desarrollo económico y social, tiene muy presente los recursos necesarios para financiar esas políticas. No es ninguna novedad, porque las propuestas sobre ingresos y gastos públicos (la política fiscal) definen opciones ideológicas, y quien apueste por mejorar la protección social, los servicios públicos o la cohesión económica y territorial, debe explicar que sin una estructura de ingresos suficiente y un fortalecimiento de la progresividad del sistema fiscal, la tarea es imposible. No hay milagros en este sentido. Con el gobierno del Partido Popular ya somos el país de toda la UE que menos recursos dedica a protección social por habitante y es tarea de la Izquierda desvelar la política del gobierno y plantear alternativas.

Ha calado en nuestra sociedad un discurso que recela de lo público (más exactamente de las políticas sociales por "gravosas") y cuestiona la progresividad impositiva, ofertando rebajas en los impuestos directos, los que atienden a la capacidad económica de los contribuyentes; pero ocultando quienes son los verdaderos beneficiados: las rentas más elevadas, las que menos necesitan de las políticas públicas y a las que van destinadas el grueso de las reformas fiscales.

Tan preocupante como eso es la indefinición, el doble lenguaje o contradicciones evidentes que se producen en ámbitos de la Izquierda. Así, por ejemplo, el PSOE propone en estos momentos el desarrollo del llamado Cuarto Pilar (después de educación, sanidad y pensiones) en materia social, extendiendo y consolidando una amplia red de servicios sociales, universalizando estas prestaciones al considerarlas derechos sociales. Izquierda Unida comparte totalmente esta iniciativa, una propuesta que exige un esfuerzo considerable a través del gasto público, pero que nuestro país está en condiciones de afrontar a la vista del diferencial en materia social que sostenemos con la UE. Sin embargo, el PSOE ya ha manifestado, en boca de su secretario general, su compromiso de mantener el gasto público congelado en el 40% del PIB (el nivel al que ha llegado con el PP) y ha planteado una reforma en el IRPF (el tipo único) que, además de regresiva, puede provocar sensibles pérdidas de recaudación. Si a todo ello sumamos la intención del PSOE (a la que nos unimos) de rebajar el IVA a ciertos bienes y servicios de primera necesidad, sobran más comentarios.

Como decimos, si deseamos alcanzar mayores niveles de desarrollo económico y social es preciso aumentar en calidad y cantidad el gasto público, y los recursos necesarios para financiarlo. Las políticas "liberales" han deteriorado la conciencia colectiva de lo que representan los ingresos del Estado y los gastos públicos que financian, pero en nada ayuda a la Izquierda jugar en un terreno que no le corresponde. La tarea no es sencilla pero nosotros seguiremos denunciando las regresivas medidas fiscales del pensamiento conservador y proponiendo reformas que distribuyan de forma más justa la carga tributaria para mejorar la protección social y los servicios públicos de nuestro país.

Desde que llegó al gobierno, el PP ha recortado unos impuestos y aumentado otros. Eliminó en el IRPF la progresividad de las plusvalías (tributan a un tipo único), reguló una actualización de balances que permite ahorrar miles de millones de antiguas pesetas a las empresas, redujo el tipo de gravamen en el Impuesto de Sociedades, modificó la tributación de las plusvalías a las grandes empresas, aumentó las desgravaciones de los planes privados de pensiones, y provocó una reforma en el IRPF absolutamente regresiva con un elevado coste de oportunidad para los ingresos del Estado. En 2003 operará la segunda reforma en este impuesto que profundiza la injusta estructura de la anterior, donde vuelven a ser las rentas del capital y las familias y contribuyentes de mayores ingresos los más beneficiados. También la financiación local se ha visto alterada con la práctica desaparición del IAE, un tributo susceptible de mejoras pero que suma y no evita una conclusión evidente: el desequilibrio de nuestro sistema tributario hacia la imposición indirecta y la pérdida de peso relativo de los impuestos directos, aquellos que se pagan según la capacidad económica de los contribuyentes.

Lo anterior se ha agudizado con el aumento de los tributos de carácter indirecto, inventando un nuevo impuesto sobre los carburantes, creando nuevas tasas y elevando algunas de las existentes.

El año comienza con nuevas rebajas fiscales por parte del gobierno que busca así aferrarse a lo que piensa es el mejor reclamo electoral. Los errores en la gestión del gobierno, la crisis del Prestige, las pobres expectativas económicas internacionales, los tambores de guerra y el deterioro de la economía doméstica (menor creación de empleo, aumento del paro, estancamiento económico y ampliación del diferencial de inflación), colocan al gobierno en una difícil situación.

Muy mal debe ver las cosas en materia económica cuando la propaganda, en este comienzo de año, se ha destinado a gastar recursos en una campaña publicitaria para demostrar que el gobierno cumple la ley (compensando a los pensionistas por las imprevisiones en materia de precios), o vender la famosa paga para las madres trabajadoras como si de una verdadera política social se tratase. En realidad, la ayuda de 100 euros al mes es una deducción en la cuota del IRPF para las madres trabajadoras con hijos menores de tres años que puede solicitarse de forma anticipada (para regularizarla posteriormente) en determinados casos y que margina a amplios colectivos (personas desempleadas o trabajadoras más precarias). No es, en ningún caso, una prestación directa.

El gobierno también ha dado marcha atrás en la reforma de la protección al desempleo (el "decretazo") que, a mediados de 2001, estimaba imprescindible y urgente para aumentar la "empleabilidad" de los trabajadores, y no parece probable que retome en 2003 su propuesta de ampliar el período de cálculo para obtener una pensión.

Se continúa con el discurso del déficit cero pero se pospone para mejor ocasión el superávit presupuestario (estimado en principio para 2004 y corregido en el Plan de Estabilidad 2002-2006) y, una vez aprobados los ya de por sí virtuales Presupuestos Generales del Estado para 2003, aparecen gastos no programados sin la suficiente aclaración sobre su financiación (compensación a los municipios por la pérdida de recursos que supone la reforma del IAE o ayudas e inversiones derivadas de la catástrofe del Prestige).

Y en materia de liberalizaciones algo tendrá el gobierno que publicitar, ya que desde 1996 es constante la alusión a la "necesidad de eliminar rigideces negativas por el lado de la oferta de bienes y servicios para controlar la inflación y avanzar en el proceso de liberalización y flexibilización de nuestra economía". Pues bien, a finales de 2002 el Ministerio de Economía avanzó que preparaba una nueva desregulación de los horarios comerciales y una flexibilización de las actuales garantías a la hora de establecer nuevas aperturas de superficies comerciales. Claro está que avanzar por este camino supone transferir cuota de mercado del pequeño comercio a la gran distribución, de tal forma que liberalizar los horarios comerciales es una medida que favorece la concentración y oligopolización a favor de las grandes superficies y cadenas de distribución. No se entiende cómo puede ayudar esto a reducir la inflación.

Poco importa, porque, como decimos, la prioridad vuelve a ser los impuestos que, según cuentan los "expertos" en sociología electoral, tan buenos resultados dio en el pasado al PP. Una vez desnaturalizado el IRPF y recortada su progresividad, ahora les toca el turno al Impuesto sobre el Patrimonio (IP) y al de Sucesiones y Donaciones (ISD), que son los tributos directos, personales y progresivos que complementan al IRPF.

Ambas figuras tributarias tienen en nuestro país una función recaudatoria escasa por lo reducido de sus tarifas, pero son imprescindibles para conseguir una mejor distribución de la renta y la riqueza mediante la aplicación de una escala progresiva de gravamen. Además, el IP es importante a efectos de control patrimonial y el ISD a la hora de actualizar las valoraciones de activos, de tal forma que cada vez que se produce una transmisión por herencia o donación, el bien que se transmite debe ser valorado por su valor real (esta valoración tiene efectos en el IP e IRPF). Son impuestos cuya recaudación está cedida a las CC.AA., quienes tienen capacidad normativa para regular, con ciertos límites, algunos aspectos tributarios.

En la Ley que acompaña a los PGE-2003 se ha rebajado del 70% al 60% el tope máximo a pagar conjuntamente por IRPF e IP, una medida dirigida a aliviar la carga fiscal de las rentas más elevadas propietarias de importantes patrimonios. Además, ese límite conjunto se aplicará exclusivamente a la base general del IRPF, sin computar las plusvalías que tributan al tipo único. Y en el Impuesto de Sucesiones, un tributo que Bush pretende eliminar en su país, el PP avanza la intención de procurar su práctica desaparición allá donde gobierne.

No es novedoso que un gobierno conservador lance una ofensiva contra todos los elementos de progresividad del sistema tributario. Tampoco lo es que, por esa misma razón, muestre predilección por los impuestos indirectos, fáciles de recaudar al pasar desapercibidos en nuestros hábitos de consumo.

Pero si las rebajas tributarias son bien vistas por la ciudadanía es porque existe cierto espejismo en materia fiscal, que el gobierno alimenta con la oportuna publicidad ("todos ganamos con las rebajas fiscales"). Los más interesados en rebajar los tributos directos son los poseedores de mayores rentas y patrimonios que extienden la idea de que existe cierto cansancio tributario, que la presión fiscal es muy elevada (aunque se encuentre 7 puntos por debajo de la media comunitaria). Al recortar los tributos directos en algún momento aparece la necesidad, para paliar su coste, de aumentar la imposición indirecta, pero también la posibilidad de afirmar que la protección social y los servicios sociales nos cuestan demasiado. O al menos, que es imposible dedicar más recursos a esas prestaciones y que es la iniciativa privada quien debe atender cada vez más esas necesidades sociales.

El PP ha utilizado los gastos fiscales (las reducciones impositivas) como instrumento de política económica y social, con unos resultados menos eficientes que la alternativa del gasto público directo. Así ocurre, por ejemplo, con la proclamada apuesta del gobierno por la familia, que se ha articulado básicamente con deducciones en el IRPF, regresivas en algunos casos y siempre discriminatorias; con la vivienda (gasto fiscal frente a intervención pública directa); con los planes privados de pensiones (sus incentivos restan recursos para mejorar el sistema público); o con las ayudas fiscales a la inversión privada. En este sentido, es significativo que España, uno de los países desarrollados que menos recursos destina a inversiones en investigación y desarrollo, sea por el contrario el que destina mayores incentivos fiscales a las empresas para estas inversiones.

El gobierno afronta el ciclo electoral que se avecina confiado en una pronta recuperación de la situación económica internacional, que no es ajena a que se despejen cuanto antes las incertidumbres sobre un más que probable conflicto bélico en Irak. Solucionar éste de una forma "rápida y satisfactoria" para los intereses imperiales de EE.UU. garantizando la recuperación económica es la apuesta bélica de Aznar.

La inclusión voluntaria del gobierno en el eje anglo-sajón que ansia esa guerra es razón suficiente para dejar en segundo plano la política económica doméstica. Pero todo parece indicar que el gobierno hará de las rebajas en el IRPF y otras medidas tributarias bandera de su actuación en política económica. Es posible algún que otro guiño "liberalizador" y su recobrada fe en el diálogo social le va a impedir desarrollar los puntos más oscuros de su ideario conservador. Incluso es probable que veamos cómo se relaja el discurso sobre el déficit cero y se articulan, en la práctica, medidas keynesianas (bien es cierto que bastardas y de derechas).