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Irán 
   

La plaza del imam Jomeini

Higinio Polo ("El Viejo Topo",  Enero de 2001) 

Una imagen -que nunca he visto y que fue rodada en los días de la represión del último Pahlevi- me perseguía en Ispahán, la vieja capital iraní. No había contemplado las escenas en las que se encontraba, pero su fuerza me había hecho imaginarla muchas veces. La plaza del imam Jomeini de Ispahán -una de las mayores del mundo, que en los tiempos de Mohamed Reza Pahlevi se llamaba plaza real- fue rodada por las cámaras con ocasión de una manifestación contra la dictadura del sha: bullía de gente convocada a la protesta, hasta que los soldados del ejército imperial empezaron a disparar contra la multitud: el pánico hizo que los manifestantes se dispersaran entre la confusión y los gritos de miedo, mientras el suelo se teñía de sangre. La gran plaza quedó casi desierta, con una sola persona en el centro: un inválido solitario, perdido, sentado en su silla de ruedas, que miraba el horror y escuchaba el silencio tras los disparos. Ahora yo mismo miraba la gigantesca plaza, observando los cuervos que revoloteaban en la cúpula de la mezquita Lotfollah, y casi veía al inválido testigo de la masacre. No fue la única matanza de la sangrienta dictadura del sha.

Hay otras, que siguen vivas en la memoria de la gente: dicen que en la plaza de Qom dispararon contra la multitud y causaron cientos de muertos, como hubo otras en Teherán, y en Tabriz, y en las ciudades del desierto, pero, por encima de cualquier otra, me perseguía esa imagen del inválido abandonado en la gran plaza de Ispahán porque resumía las décadas marcadas por el fuego y la gangrena en la vieja Persia. 

Había llegado a Irán -el país de la poesía, de las miniaturas y de las alfombras- en busca de un poeta, de un asesino y de un visir, aunque también pensaba en las mujeres embozadas en el chador islámico, en las persecuciones padecidas por el Tudeh -el partido comunista-; en las pompas del Sha en el Persépolis de los aqueménidas; en los poetas deslumbrantes que el país había dado -Attar, Nizami, Rumi, Hafez, Saadi, Ferdowsi- y en lejanos recuerdos inventados ante las láminas del palacio de Darío. Pero en Ispahán, pese a su belleza, no podía evitar pensar en el inválido de la plaza, olvidando a ratos a Omar Jayyám, a Hassan Sabbah y a Nizam al- Molk. Omar Jayymán fue el célebre autor de los Rubáiyát; Hassan Sabbah el fundador de la secta de los asesinos, en la mítica Alamut, y Nizam al-Molk el gran visir de la época, protector de Algazel, autor de un notable tratado, Siyaset-Nameh -que algunos estudiosos han comparado con El Príncipe de Maquiavelo-, y hombre que era el alma del imperio seljúcida, según el historiador Ibn al-Atir. Los tres, el poeta, el asesino y el visir, al decir de Borges, fueron amigos y estudiaron juntos, aunque la diferencia de edad del poeta y del asesino con el gran visir hace muy dudosa su afirmación. La presencia de los tres en Ispahán se remontaba a muchos siglos atrás y había que rastrearla con esfuerzo; en cambio, el inválido sin nombre, casi sin huella en la historia, afirmaba su presencia como si nunca se hubiera marchado de la plaza del imam. 

La plaza del imam ha visto muchos cambios. Los que fueron introducidos por el último sha pretendían modernizar el país, basándose en la riqueza petrolífera, que había supuesto para Irán -sobre todo a partir de la crisis del crudo de los años setenta- la llegada de grandes recursos financieros y, con ellos, la época en que Mohamed Reza inició la compra masiva de activos y plantas industriales para desarrollar la estructura productiva, aunque no logró aumentar la producción agrícola en el país, que de hecho se veía obligado a importar una parte importante de los alimentos que consumía la población. La grandilocuente modernización, en un país agrícola, siguiendo los esquemas norteamericanos sugeridos por Kennedy, pretendía -en palabras del sha- convertir a Irán en una potencia de rango mundial. Hoy se antoja ridícula la idea de Irán como una gran potencia pero hace veinticinco años parecía posible, y eran pocos los que la ponían en duda: el sha contaba con enormes recursos financieros y el armamento norteamericano del ejército imperial le hacía ser una pieza estratégica de primer orden en Oriente medio y en el conjunto de Asia. 

El sha Mohamed Reza, que conmemoró con lujo insultante en  Persépolis dos milenios y medio de la monarquía persa, había heredado el trono de su padre, Reza, un comandante de un regimiento de cosacos que dio un golpe de estado en la Persia de 1921 y se hizo con el poder con el beneplácito de Gran Bretaña, entonces un poder imperialista mundial. Reza Pahlevi era un tipo duro que dormía en una alfombra en palacio, desdeñando las camas y sábanas de seda preparadas para la majestad imperial; era un tipo que recorría el país y los cuarteles imponiendo silencio, y que dejaba que los campesinos pobres le besaran las botas, y que hasta le cambió el nombre al país: se acabó la vieja Persia de los cuentos orientales. Era un soldado curtido pero no olvidaba amasar fortunas, y su tiempo terminó cuando fue obligado a abdicar en 1941: tenía simpatías por Hitler y empezaba la campaña alemana contra la URSS: el territorio iraní fue atacado por los aliados y por los soviéticos. Se había convertido también en un estorbo para británicos y norteamericanos.

Después del cambio, en diciembre de 1943, la conferencia de las grandes potencias aliadas llevaría hasta Teherán a Stalin, Roosevelt y Churchill, cuando ya esperaban la victoria y diseñaban un mundo repartido entre los que iban a ser los vencedores. 

Tras la derrota nazi el resurgir de nuevas esperanzas en el mundo se expresó también en Irán: los movimientos populares crecieron y los sectores progresistas acariciaban la idea de que la principal riqueza del país, el petróleo, fuese una la de las palancas del progreso. Pero el final de los años cuarenta y los primeros cincuenta, que tantas cosas iban a definir para el futuro, iniciaba una época que iba a ser muy dura para la izquierda iraní. Esa es la época en que Sadegh Hedayat, tal vez el más grande escritor contemporáneo iraní, ingresa en el Tudeh, el partido comunista, aunque el pesimismo vital también limitaba sus horizontes: Hedayat acabaría sus días suicidándose en París, la ciudad que tanto amaba. En 1949 el partido comunista es declarado ilegal, y la represión contra la oposición de izquierda es extremadamente dura, aunque no era nueva: ya en 1936 el principal dirigente comunista, el doctor Taghi Arani, había sido detenido y asesinado después en la cárcel. 

El nuevo monarca, Mohamed Reza, el sha que hemos conocido, que se apoderó de las revistas rosas gracias a sus matrimonios con Soraya y con Farah Diba, había accedido al trono en 1941 y, algo más de una década después vio crecer incluso entre la burguesía el deseo de que las riquezas nacionales fueran patrimonio del país: el sha se vio forzado a consentir que Mossadegh nacionalizara el petróleo, mientras él conspiraba y se preocupaba por sus fiestas y sus vacaciones en Europa. En agosto de 1953 el sha y Soraya huyen a Roma, tras un fallido intento de deshacerse de Mossadegh. Volvería enseguida: la CIA norteamericana había organizado un golpe de Estado para nombrar al siniestro general Zahedi primer ministro: las matanzas de comunistas y opositores se inician de inmediato, y las compañías petroleras occidentales recuperan el control de las explotaciones petrolíferas. El golpe de estado del 19 de agosto de 1953 está acompañado por el ruido seco de los disparos de los pelotones de ejecución: miles de personas serían asesinadas mientras Washington -actor protagonista de los acontecimientos- contemplaba la vuelta de las cosas a la normalidad. 

En 1958 asesinan también al dirigente comunista Josrow Roozbeh. En esos años el partido comunista, el Tudeh, sufre divisiones y crisis, que acompañan a la represión sistemática del régimen: los dirigentes comunistas Alí Javari y Parviz Hekmatjoo son condenados a muerte en 1966, y aunque la campaña internacional consiguió salvar sus vidas fueron condenados a cadena perpetua. A la dictadura no le temblaba la mano: en 1961 dos mil personas fueron asesinadas en Qom durante las protestas. La represiva política interna está de hecho dirigida por los norteamericanos, que controlan sectores importantes del ejército, de la policía y de los siniestros servicios secretos. Los torturadores iraníes contaban con buenos maestros, expertos en la represión de las protestas populares en cualquier parte del mundo. 

En los años sesenta, el sha lanzaría su revolución blanca para  modernizar Irán, aunque en junio de 1963 de nuevo el pueblo se rebela. Seis meses después, a costa de miles de muertos, la tranquilidad reina en el país: en Teherán se organizaron asesinatos masivos. La Savak, la siniestra policía política adiestrada por los norteamericanos, tenía en ese momento tres millones de informantes, y la tortura era el trabajo cotidiano de la policía. El poeta Josrow Golesorji y el director de cine Keramat Denachat son fusilados en esa época, y otros como el ayatollah Saidi fueron torturados hasta la muerte: los métodos de la Savak llegaban incluso a asesinar a opositores en aceite hirviendo.

Parecía que la vieja Persia medieval volvía, aquella que mataba a sus mejores hombres, como habían hecho muchos siglos atrás con Abdalá Benalmocaffa, el padre de la prosa árabe clásica, que fue despedazado y obligado a contemplar cómo sus miembros eran lanzados a un pozo. Mientras eso ocurría, mientras las torturas asolaban el país y el pueblo murmuraba en la miseria, los allegados al sha vivían en la opulencia, imitando a los ricos de Occidente, y hasta ordenaban traer manjares desde París en aviones especiales, y en sus banquetes era de buen tono hacerse servir por los camareros de los mejores restaurantes de la alta burguesía europea. Había que imitar a Occidente, y el sha impone un camino semejante al que impulsó Kemal Ataturk en Turquía: para él el Islam es el subdesarrollo, la miseria, el atraso, y la modernización lleva a que la policía llegue al extremo de arrancar el chador a
las mujeres en las calles, mientras la corrupción gangrenaba a todos los sectores de la vida del país. En esa política del sha se encuentra el origen del prestigio que en aquellos años consiguen dirigentes religiosos como Jomeini, que ya tenía una historia de oposición detrás.  

A finales de los años setenta el tiempo del sha ha terminado. Las cassettes con los sermones de Jomeini habían calado hondo en el país, y las acusaciones de corrupción, junto con el olvido del Islam, la penuria popular, más la denuncia de un Occidente al que mueve la rapiña sobre el país, empiezan a mover la voluntad de millones de iraníes: las manifestaciones en la ciudad santa de Qom fueron el principio del fin para el sha. El otoño y el invierno de 1978 fueron testigos de grandes manifestaciones y huelgas contra la dictadura. La represión policial y las matanzas dieron lugar a manifestaciones de duelo que se repetían cada cuarenta días, debido a los ritos islámicos: nuevas víctimas supondrían nuevas manifestaciones masivas cuarenta días después. Allí estaba gestándose la rebelión. En enero de 1979 el Sha de Persia huía de su país. Acudiría a distintos refugios hasta su muerte, utilizando la inmensa fortuna colocada fuera del país: en Panamá, cuando buscaba refugio cerca de los destacamentos militares de sus aliados norteamericanos, Mohamed Reza llegó a pagar más de dos mil millones de pesetas para quedarse en el país. 

Se había producido una revolución, que más tarde conoceríamos como islámica: el viejo aparato represivo imperial, con la Savak a la cabeza, se había dispersado como consecuencia de la fuerza de aquel movimiento confuso en el que confluían la jerarquía chiíta de los mullahs -con la fuerza amplificadora de todas las mezquitas del país-, unidades del ejército, las fuerzas económicas que simbolizaba el gran bazar de Teherán, los sectores liberales que miraban a Occidente de forma distinta a como lo había hecho un Sha entregado a los norteamericanos, y también la izquierda, entre ellos el Tudeh, el partido comunista, los Mujahidines del pueblo, y algunos otros. De hecho la izquierda jugó un importante papel en la caída de la dictadura pero el régimen teocrático que se impondría dejaría las cosas en el mismo sitio: seguiría persiguiendo a socialistas y comunistas, que se jugaban la vida durante la época del sha, que la arriesgarían en la etapa revolucionaria y que de nuevo serían perseguidos por el régimen jomeinista. Hoy resulta obvio que hablar de revolución iraní es utilizar unas convenciones que estaban lejos de responder a la realidad: la izquierda europea saludaba con lógica emoción la caída del sanguinario sha pero estaba lejos de suponer -pese a la aparición de gestos preocupantes desde el principio como la nueva obligatoriedad del chador para todas las mujeres- que asistía al nacimiento de un régimen que nada tenía que ver con sus esperanzas, confundido por la fuerza plástica de las gigantescas manifestaciones, como si el simple hecho de que millones de iraníes hubiesen participado en la revuelta garantizase el acceso del pueblo a las cámaras del nuevo poder. 

Los primeros meses de la revolución islámica son confusos, y en su evolución confluyen muchas fuerzas. Los enfrentamientos con la izquierda se inician de inmediato, en un marco definido por constantes atentados terroristas, muchos de ellos oscuros, y con acciones como la toma el 4 de noviembre de 1979 de la embajada norteamericana en Teherán, o como la voladura en junio en 1981 de la sede del Partido de la República Islámica que causó numerosos muertos. Si en un principio, con Banisadr, el poder pareció no estar directamente en manos de los mullahs, a partir de su destitución en junio de 1981, y de su huida posterior a París, Jomeini y el partido de Dios, Hezbollah, impusieron un rumbo que, más allá de la retórica antinormearicana -que no por sincera chocaba menos de pleno con la izquierda iraní- indicaba el camino que tomaría después la revolución islámica. Pero Jomeini tenía aún todo su prestigio intacto, y además era un ayatollah austero, que vivía en una sencilla habitación en Qom, lejos de la corrupción y del lujo insultante de la corte del sha. Millones de personas en las calles parecían asegurar un tiempo nuevo, pero ese tiempo estaba marcado por la bandera islamista y por el integrismo religioso. 

El recuerdo de la crisis de la embajada norteamericana está ya muy lejano, aunque sus consecuencias serían entonces decisivas: 52 diplomáticos y empleados de la legación estadounidense se convirtieron en rehenes de los estudiantes que asaltaron la embajada, convulsionando la situación política en EE.UU. y centrando la atención del país. Los estudiantes pedían que se entregara a las autoridades islámicas la persona del sha a cambio de la libertad de los rehenes. Más allá del descubrimiento de documentos que demostraban la intervención de la CIA en Irán, una de las víctimas de la ocupación sería el primer ministro Bazargan, que fue acusado de moderación y tuvo que dimitir, mientras los sectores más radicales, cercanos a Jomeini, se hacían con todos los resortes del poder. Los rehenes permanecieron retenidos durante más de un año, y fueron liberados en enero de 1981, cuando Reagan tomaban posesión de la presidencia norteamericana. Parecía todo un síntoma de los tiempos oscuros que llegaban.

Son años que hoy los propios iraníes recuerdan con asombro: creyeron a Jomeini cuando, a la vuelta del exilio de París, les prometía tiempos felices, en los que -aseguraba- los beneficios del petróleo serían entregados personalmente, puerta por puerta, a los iraníes; días en los que la electricidad y el agua serían gratuitos, y en los que la fraternidad y la justicia del Islam reinaría sobre la vieja Persia. Pero esa fraternidad no llegaba para todos: los compañeros de la revolución islámica serían perseguidos casi desde el principio, sin piedad. Los mujahidines del pueblo, los comunistas del Tudeh, incluso algunos liberales, acabarían en las prisiones de Jomeini o ante los pelotones de ejecución. 

El primer presidente de la república fue Banisadr. Su base social eran los intelectuales, los estudiantes, los muyahidines, pero su fortaleza era escasa porque mientras tanto la base social de su rival Beheshti eran los mullahs, y eso significaba que el pueblo iraní - conducido por el clero chiíta- iba a seguir a los dirigentes señalados por la mezquita. El primer gobierno, el de Bazargan, expulsó a los consejeros militares norteamericanos y nacionalizó muchas de las grandes industrias, pero ya en 1981, con el pretexto del levantamiento armado de los muyahidin el régimen inició una dura represión que convirtió la revolución en un régimen dictatorial y de tintes medievales: no había un proyecto de progreso para las capas populares, sino una ilusión teocrática que miraba hacia atrás, hacia las lejanas glorias del Islam, hacia Mahoma y el brillo del califato. Pero esa ilusión penetró en el pueblo iraní: en las elecciones de 1981 el partido revolucionario islámico consigue más del noventa por ciento de los votos. 

En el camino hacia la vida regida por el Islam sobraban muchos sectores políticos. En febrero de 1982 el régimen detiene a miles y miles de militantes comunistas del Tudeh y declara ilegal al partido, condenando a muerte a diez de sus principales dirigentes. Tras el asesinato del segundo presidente de la república, Rajai, y del primer ministro Mohamed Abonar, y la elección para sucederle como presidente de Alí Jamenei, actual guía de la revolución, el régimen se orientó a una política liberal que conservaba los rituales revolucionarios sobre todo en su enfrentamiento con Estados Unidos, el gran satán, pero que no tenía traducción práctica en una política progresista en el interior del país. Los groseros estereotipos occidentales -que hoy siguen agitándose- de un Islam agresivo y en expansión, que agredían a los musulmanes iraníes y de todo el mundo, contribuyeron en la práctica a fortalecer a los sectores más  integristas. 

La consolidación del régimen avanza en los años ochenta, pese a la crisis y los sufrimientos que comportan los largos años de la guerra contra Irak, que estalla en septiembre de 1980. La política visionaria de Jomeini, dispuesto a llevar la bandera del Islam por el mundo, lanza provocaciones contra el Irak laico de Sadam Hussein y el inicio de actos de guerra por el ejército iraquí provoca después una unión patriótica de todos los sectores sociales iraníes para luchar contra el enemigo de Bagdad: fue una guerra que de hecho consolidaría aún más al régimen islamista teocrático. La guerra, que a partir de 1982 hubiera podido detenerse, sigue adelante -pese a las ofertas de paz de Bagdad- por el fanatismo de Jomeini: terminará después de un millón de muertos, en el verano de 1988. Es un momento difícil para la república islámica, que la habilidad política de Jomeini conseguirá superar: en el verano de 1989, y como una forma de acabar con su propia crisis el régimen desata una furiosa represión, que según cifras independientes acaba con la vida de miles de personas, entre ellos 38 miembros del comité central del Tudeh. De hecho la consolidación del régimen islamista, nacido en medio del fervor popular, caminará junto a la guerra contra Irak durante los ochenta, y después agitará el espantajo de la condena de los Versículos satánicos, la novela de Salman Rushdie, galvanizando la fe islamista en distintos países musulmanes y sellando las grietas que se manifestaban en la república islámica iraní. Esa iniciativa de Jomeini obligará incluso a sus adversarios políticos a adoptar las posiciones del guía de la revolución, en medio de la marea islamista que recorre el país y las poblaciones musulmanas de muchas ciudades del mundo. El espejismo de un mundo islámico más justo, en el que las relaciones sociales y la sensación de pertenencia a la comunidad de creyentes musulmanes estaban inscritas en un período de gloria del Islam medieval, confundió las conciencias de los persas. 

Por la presidencia iraní pasaría después Alí Rafsanyani, y más tarde el actual mandatario Mohamed Jatamí, que representa el sector moderado de los islamistas, partidarios de una apertura al mundo para asegurar inversiones extranjeras, y de instituciones  democráticas similares a las occidentales. No será más que a partir de mediados de los años noventa cuando empiecen a mostrarse los síntomas de agotamiento del régimen, que se multiplican en poco tiempo: las elecciones al Parlamento islámico, el Majlis, en mayo de 1997, mostraron ya el retroceso político del sector más intransigente del régimen, el que se articula alrededor del guía de la revolución islámica Alí Jamenei, y la masiva elección del reformista Mohamed Jatamí como presidente en el mismo año ilustraba los deseos de cambio de la población, aunque los zarpazos de los sectores más conservadores continuaron siendo peligrosos y llegaron incluso al cierre del diario Salam, principal apoyo del sector aperturista que se reconoce en la figura del presidente de la república Jatamí.

No por eso cedía la persecución: en la primavera del 2000 el órgano central del Tudeh, Nameh Mardom, desde la clandestinidad, denunciaba la represión política, la detención de escritores y el cierre de periódicos. En 1998 el régimen asesinaba a Daryoosh Foroohar, dirigente del PPI, y a su esposa, Parvaneh Foroohar. Mientas eso ocurría el Parlamento aprobaba, el último verano, la ley que permitía las inversiones extranjeras directas, al tiempo que el presidente Jatamí declaraba que no pensaba dimitir pese a los intentos para limitar su función por parte de los conservadores. 

En la primavera del 2000 Alí Jamenei había atacado, durante su sermón en Teherán después de las oraciones del viernes 13 de abril, a los que exigían reformas políticas, y llegó incluso a atacar a personas cercanas a Mohamed Jatamí, mientras elogiaba a Assadollah Lajevardi como un combatiente del Islam, al que el diario del Tudeh calificaba como responsable del asesinato de miles de prisioneros políticos. Los integristas intentan recuperar el terreno político perdido en los tres últimos años, aunque las elecciones del 18 de febrero de 2000 mostraron de nuevo el rechazo popular a la formas de gobierno de los integristas. Esos mismos sectores islámicos integristas, no han dudado en impulsar políticas antiobreras con la presentación de una ley de empleo que retiraron momentáneamente antes del verano: fue defendida -como leyes parecidas en Europa- como un estímulo para la creación de empleo, y era de hecho una herramienta que permitía a los empresarios el despido libre de los trabajadores. Hay evidentes diferencias políticas entre los sectores integristas y aperturistas del régimen islámico, pero ambos impulsan privatizaciones como una forma de resolver la crisis económica y de iniciar el desarrollo del país. Los sectores populares que se oponen a esas pretensiones han conseguido organizar algunas masivas manifestaciones obreras ante el Parlamento contra esa política de desprotección obrera, y pese a la débil organización con que cuentan, algunos proyectos de ley han sido retirados momentáneamente. Otros continúan siendo peligrosos: el intento de expulsar del país a los dos millones de extranjeros, sobre todo afganos que huyeron de su país, fue aprobado por el Majlis, el parlamento, a finales de 1999, para que en marzo de 2001 sea aplicado por el gobierno. 

La represión continúa siendo un instrumento del régimen: el asesinato a finales de 1998 de algunos escritores e intelectuales críticos con la república islámica, ha sido motivo de una seria crisis en la conciencia del país y aunque los asesinatos han quedado impunes el propio régimen se ha visto obligado a justificarse, intentando  manipular los hechos y declarando que los asesinatos habían sido realizados por enemigos de Irán que pretendían desprestigiar al régimen islámico. Hoy, la fuerza de los sectores integristas se concentra en el ejército, y en las formaciones paramilitares, como los pasdaran o los grupos armados como los Ansar Hezbollah, y los militantes del Tudeh o los de los muyahidin del pueblo -protegidos por Bagdad- siguen perseguidos y Amnistía Internacional denunciaba recientemente que la situación de la mujer es tan dura que el adulterio femenino se castiga con la lapidación. La retórica del patriotismo contra la dominación extranjera, que Jomeini enarboló en la revuelta contra el sha, sigue presente en las declaraciones del régimen, mientras los mullahs -privilegiados del nuevo poder- se convierten en la comprobación palpable para el pueblo de que la revolución islámica no traía un tiempo de justicia e igualdad. 

La guerra Irán-Irak sigue presente en el país y es utilizada por la propaganda del régimen, pero veinte años después de la revolución, hasta sectores musulmanes que acompañaron a Jomeini en sus primeros años comprenden que el régimen islámico no ha traído la prosperidad al país y ha mantenido la represión política que tanto denostó el ayatollah en tiempos del sha, y son cada vez más numerosos los que rechazan el régimen islámico y constatan que la corrupción achacada a la dictadura ha seguido enseñoreando el país tras Jomeini. Sin embargo la salida de una situación que se gangrena es difícil, y los sectores populares no cuentan con demasiados resortes para hacer valer sus intereses. Las protestas populares fueron reprimidas en el último verano con la detención de doscientas personas en Teherán, y comportaron que en septiembre Alí Jamenei destituyese al jefe de la policía, Mohamed Reza Nadqi, y nombrara en su lugar a un general del ejército, miembro de los pasdaran y afín a los sectores más integristas, al tiempo que a finales de octubre portavoces del gobierno achacaban a los muyahidin Jalq los ataques con lanzagranadas en Teherán. En mayo del 2001 de nuevo deben celebrarse elecciones presidenciales, a las que la población se enfrentará dividida entre el temor a los mullahs agrupados en torno al guía de la revolución y la insatisfacción por la lentitud de las reformas en el país, que por otra parte amenazan convertir a Irán en una versión oriental del capitalismo triunfante, subordinado de nuevo a Occidente. Persisten las incógnitas, y los riesgos, y el propio Mohamed Jatamí ha llegado a amenazar con contar al país las interioridades de los asesinatos de dirigentes y escritores de la oposición que a finales de 1998 conmovieron al país. La corrupción de los dirigentes de la república islámica, y de sus beneficiarios, es otro de los obstáculos al cambio. 

Ahora, mientras los mayores -más de la mitad del país no vivió la época del sha- recuerdan que Mohamed Reza Pahlevi pretendía acabar con el chador y modernizar el país, los pasdaran persiguen a quien no lo lleva, y no hay mujer que se atreva a romper con la norma. Los iraníes, atenazados entre su devoción musulmana y los retos del futuro, prisioneros de una tierra áspera y dura, empapada en petróleo pero carente de agua, dueños de una mitología nacional que les hace creerse habitantes del edén y ciudadanos de un país que no puede escapar a la maldición bíblica de la periferia del sistema capitalista mundial, esperan inquietos el futuro. Hobsbawm ha dicho que la revolución iraní, a su juicio la más importante de las que tuvieron lugar antes del hundimiento del socialismo real, no tuvo nada que ver con la guerra fría, y a juzgar por la evolución del régimen estaba en lo cierto, pero el exterminio del movimiento popular representado por la izquierda estaba en la lógica de los enfrentamientos del mundo bipolar, que Jomeini combatía no mirando hacia el futuro sino hacia el pasado. Un poeta ciego, del siglo XI, Abul-Ala al-Maari, ya había dicho que el mundo se dividía entre los que tenían religión pero carecían de cerebro y los que tenían cerebro pero estaban sin religión. Envueltos en la devoción musulmana que sigue congregando multitudes, aunque ya no sean tan masivas como las de veinte años atrás, las fuerzas de izquierda se enfrentan al riesgo de que el futuro del país se dirima en una pugna entre conservadores y reformistas del régimen islámico, unos mirando al pasado y otros hacia Occidente, sin que ellos mismos sean capaces de articular otras salidas. 

Los recuerdos de la revolución que hizo marchar al Sha hacia el exilio son ya muy lejanos: hace veinte años que los mullahs gobiernan el país. Pero tanto tiempo después la represión política, aunque ha cedido en intensidad, sigue impregnando la vida del país, y los partidos de izquierda están en la clandestinidad, el paro atenaza a millones de iraníes, y la crisis económica gravita sobre su futuro. Los ayer furtivos cambistas de dinero en el mercado negro se muestran hoy con descaro en las calles de Teherán y agitan fajos de billetes a los automovilistas que pasan, sin preocuparse de la policía. Lejos de la capital, en Ispahán, viendo la hermosa plaza, pensaba en los comunistas iraníes, perseguidos durante décadas, casi siempre en la clandestinidad, reos con el sha y prisioneros con la revolución islámica; en los estudiantes detenidos, en las mujeres iraníes que saben que su fe musulmana no tiene nada que ver con la  discriminación que les imponen los mullahs, aunque su situación no pueda compararse con la que sufren las mujeres de Arabia, o con el horror que padecen bajo el régimen de los talibán en el Afganistán creado por Occidente. 

Estaba viendo ahora la plaza del imam, en la vieja capital imperial, en Ispahán, en la ciudad que era la mitad del mundo, allí donde Avicena había enseñado su ciencia y sus remedios, y donde el poeta Jayyán y el asesino Sabbah habían imaginado días felices. Allí estaban las mujeres con el chador negro, mientras los niños corrían alrededor de los surtidores de agua. Las mujeres iraníes, forzadas a una posición subordinada, pueden trabajar en casi todas las ocupaciones y desarrollar su vida, pero están condenadas a vivir envueltas en una de las señales de identidad del chiísmo iraní: el chador negro, que en las ciudades se va abandonando progresivamente por las mujeres más audaces. Miraba la plaza de Ispahán y pensaba que eso era Irán: una mujer envuelta en un chador negro, vigilada por un clérigo tocado con su turbante, un mullah descendiente del profeta, atento a la aparición del alcohol o de la música occidental, mientras la policía del régimen persigue a la izquierda, en un país lleno de vida que espera que lleguen algún día los tiempos nuevos. 

La plaza de Ispahán, 20 años después, sigue llamándose la plaza del imam Jomeini, y en el centro, donde Pierre Loti encontró un pequeño Sáhara de arena, hay ahora un estanque en el que juegan los niños, y las familias de sientan en la hierba, mirando la cúpula de la mezquita Lotfollah cuando cae la noche, mientras la izquierda clandestina se prepara para la lucha entre las dos facciones del régimen islámico; la izquierda perseguida, debilitada, una izquierda laica y republicana que busca su lugar bajo un Islam que ya no es tan obsesivo y dominante como en la época de Jomeini. Mientras oía la llamada a la oración del muecín de la mezquita, viendo a las mujeres con chador, pensé también que la izquierda iraní era como el inválido de la plaza de Ispahán, en los días de la revuelta contra Mohamed Reza: protagonista y testigo contumaz, a veces solitaria, débil, perseguida por el sha y por los clérigos de Dios, moviéndose con dificultad, firme y obstinada, sin marcharse nunca de la plaza del imam.