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África Oriental, Meridional e Islas



Suráfrica
Los tristes y peligrosos fanáticos


John Carlin/ "El País" (22 de Agosto de 2003. Fragmento)

El convoy partió al amanecer con una misión encomendada por Dios. Quince vehículos cargados de armas y bombas, y nacionalistas de extrema derecha, que se encaminaban hacia el sur, desde sus granjas en el norte deshabitado, para infligir justos castigos en Johanesburgo y Pretoria, antiguas ciudadelas blancas mancilladas por Nelson Mandela y su diabólico proyecto de convertir Suráfrica en una democracia multirracial. Sodoma y Gomorra, llaman ahora los extremistas a las dos grandes ciudades surafricanas. Y, como los símbolos del vicio y la corrupción en el Antiguo Testamento, iban a hacerles sufrir por sus pecados.

La Biblia no era el único modelo. Un visionario afrikáner, un héroe nacionalista conocido como Nicolaas "el profeta" van Rensburg, había anunciado hace cien años que los negros se apoderarían un día de su tierra, pero instaba a su gente a que, cuando llegara ese día, no abandonara la esperanza. Pronto todo volvería a estar como antes. Habría "una noche de los cuchillos largos", un gran dirigente negro moriría asesinado, blancos y negros irían a la guerra y los blancos saldrían triunfantes y expulsarían definitivamente a los negros de sus tierras ancestrales, hacia África central, el lugar que verdaderamente les correspondía. Van Rensburg, que, según sus seguidores, hablaba directamente con Dios, preveía "una lluvia de sangre que caería sobre el norte", en referencia a la mitad norte de Suráfrica, la parte que los bóers reclaman como propiedad exclusiva desde la Gran Marcha, el histórico reparto de tierras de la década de 1830.

La fuerza bóer

Los bóers que se dirigían hacia el sur en el convoy de la muerte se consideraban instrumentos de la profecía de Van Rensburg. Se llamaban los Boeremag, la "fuerza bóer", y Dios les había proporcionado casi 900 kilos de explosivos. Eran los escogidos y éste era el plan divino que se les había revelado: iban a colocar bombas en los Union Buildings, la antigua sede del poder blanco, desde la que hoy gobierna el presidente Thabo Mbeki; en el edificio que alberga el cuartel general del partido en el poder, el Congreso Nacional Africano (en inglés, ANC), en Johanesburgo; en bases militares, aeropuertos, emisoras de radio y terminales de autobuses llenas de negros en la hora punta. En total, unos veinte objetivos densamente poblados. Iban a asesinar a Mandela, que volvería a todos los negros contra los blancos y garantizaría el baño de sangre anunciado. En medio del caos y la confusión, los Boeremag se harían con el poder, restaurarían la antigua República Bóer y movilizarían la maquinaria del Estado para expulsar a la población negra, hasta triunfar, por fin, en donde los sucesivos Gobiernos del apartheid habían fracasado durante 40 años.

Lo malo, cuando el convoy se dirigía hacia el sur por la autopista de peaje N-1, en la madrugada del 13 de septiembre del año pasado, era que todavía no habían convencido a la maquinaria del Estado para que se les uniera. Ni a Dios, por lo visto. Avisada por espías dentro del grupo, la policía había preparado una trampa. Un gran despliegue policial -agentes negros y blancos, codo con codo- les esperaba en el camino a Pretoria. No se sabe cómo, en el convoy se enteraron, y se apresuraron a dispersarse, volver a sus granjas y esconder sus armas. La moral se derrumbó y se produjeron detenciones.

Unos cuantos fanáticos, dirigidos por un tal Johan Pretorius y sus tres hijos, decidieron llevar adelante la lucha. Habían ido a la cima de una montaña a prometer a Dios que iban a cumplir su voluntad y que no darían marcha atrás. La policía ha atribuido una serie de atentados con bombas en Soweto, uno en una mezquita y otro que culminó con la muerte de una mujer negra que pasaba por allí, a la familia Pretorius y sus cómplices, y los ha detenido.

El número total de conspiradores que se encuentran ahora en la cárcel es de 22. Todos están acusados de alta traición, terrorismo y sabotaje. Las mismas acusaciones que se le hicieron a Mandela en 1964. Y el juicio se celebra en el mismo tribunal de Pretoria, en Church Square, en el que Mandela, su mejor amigo, Walter Sisulu, y otros cinco hombres fueron condenados a cadena perpetua. Delante del juzgado todavía se alza una estatua gigantesca del primer presidente de la República Bóer, Paul Kruger, el prototipo del ideal bóer del granjero guerrero, un hombre que murió en 1904 convencido de que la tierra era plana. Kruger no servirá de gran consuelo hoy a sus sucesores, puesto que los fiscales afrikáners que se encargan del caso consideran que la acusación contra ellos es irrefutable.

He hablado, en Pretoria y otras ciudades, con agentes de la ley estrechamente relacionados con el caso, que prefieren mantener sus nombres en el anonimato porque el juicio acaba de comenzar y el caso está sub iudice. Lo primero en lo que coinciden es en que este primer intento contrarrevolucionario, se podría decir, en los 10 años desde que Mandela fue elegido presidente, nunca tuvo posibilidad de éxito. Lo descabellado de la aventura, en cierto modo, ha servido para reforzar la idea de que Suráfrica se encuentra en su situación más estable desde que llegaron los primeros colonos blancos desde Holanda, en 1652.

"Aun así, esta gente era un peligro. Podrían haber matado a Mandela si él no hubiera decidido cambiar sus planes de viaje en el último momento e ir en helicóptero en vez de en coche, por una carretera en la que había una bomba aguardándole. La capacidad de estos tipos de provocar el caos y una terrible pérdida de vidas humanas era real", dice una fuente. Más o menos como Al Qaeda, le sugiero. Al fin y al cabo, Bin Laden nunca va a derrocar al Gobierno de Estados Unidos, ni a restaurar una concepción medieval de la autoridad islámica, pero sí puede causar terror y desolación mientras tanto. "En ese aspecto", replica la fuente, "son exactamente como Bin Laden".

Lo que resulta tan disparatado de la aventura de los Boeremag, aparte de la total imposibilidad de su proyecto terrorista, es que sus ideas políticas no se basan en hechos, sino en unas fantasías paranoicas. Suráfrica ha tenido sus problemas desde que existe el Gobierno de la mayoría, especialmente un aumento de la delincuencia y unas estadísticas devastadoras en relación con el sida. Ahora bien, en cuanto al gran objetivo estratégico que se propuso Mandela, el de reconciliar a blancos y negros en lo que era la nación más cruelmente dividida del mundo, el éxito ha sido casi milagroso. En gran parte, por la extraordinaria resistencia del ANC a buscar una compensación por los crímenes del apartheid. Aunque los negros controlan el Gobierno y muchos de ellos viven mucho mejor que antes, lo cierto es que todos los blancos que vivían bien antes de 1994 siguen viviendo bien hoy. Y tienen el beneficio añadido de no tener que sentirse culpables por su condición privilegiada ni que el resto del mundo les trate como parias. Y, en el caso de los afrikáners, que constituyen algo más de la mitad de una población blanca de seis millones (de 40 millones en total), sus mayores temores no se han materializado: su lengua no sólo no está prohibida, sino que se reconoce oficialmente y se utiliza tanto en los tribunales como en el Parlamento; su religión, la Iglesia Reformada Holandesa, no ha sufrido ninguna persecución; su pasión, el rugby, ha prosperado, puesto que Suráfrica ganó en 1995 la Copa del Mundo, una competición de la que anteriormente estaban apartados.

La prueba de que la mayoría de los blancos se han reconciliado con el nuevo orden político y que los afrikáners, en general, han abandonado la vieja idea de llevar una vida independiente de sus compatriotas negros, se vio en las segundas elecciones surafricanas, en 1999, al acabar la presidencia de Mandela. El partido separatista de extrema derecha, el Frente de Liberación Afrikáner, vio cómo su pequeño porcentaje de votos de 1994 se reducía todavía más, a la mitad.

"Lo más extraordinario de estos Boeremag es que llevaron a cabo su acción sabiendo que tenían mucho que perder", dice una fuente que ha estudiado con detalle cada caso. "En muchos casos, son hombres con estudios y buenos puestos de trabajo. Uno era especialista en ordenadores; otro, profesor de universidad; otro, un próspero hombre de negocios. Había médicos, ingenieros, ex coroneles del ejército y un comandante en activo. Es asombroso. Ninguno de ellos estaba exactamente sufriendo en la nueva Suráfrica".

Repartir poder

Entonces, ¿a qué se debió todo? ¿Qué les llevó a tales extremos? Los que han participado en su búsqueda y procesamiento han reunido gran volumen de datos y han sacado de ellos ciertas conclusiones. "Una cosa que no hay que olvidar", dice uno de ellos, "es que, aunque es verdad que las circunstancias materiales de estas personas han sido muy buenas, se sienten castrados porque antes tenían el poder total en el país. Tener que compartirlo ahora representa una pérdida para ellos".

Pero estos hombres también actúan en otro plano psicológico más sencillo. "Lo que hemos descubierto", dice otro afrikáner que les vigila estrechamente desde antes de que les detuvieran, "es que estos hombres están empapados de la historia bóer del heroísmo militar. Sin embargo, ellos no lucharon en las guerras del sur de África cuando eran jóvenes, o, si son jóvenes todavía, sueñan con compartir la gloria marcial de sus antepasados. En otras palabras, son personas con nociones románticas de lo que es la guerra y una necesidad de probar su virilidad".

Van Rensburg, coinciden fuentes cercanas al caso, fue otro factor importante. Sus profecías, adornadas con numerosas alusiones al Antiguo Testamento, ayudaron a elevar los impulsos de estos hombres a la categoría de causa y les llenó de lo que decidieron interpretar como la justificación religiosa e ideológica del asesinato. "Leían libros sobre Van Rensburg", explica alguien que ha seguido sus movimientos de cerca. "Se reunían para oír charlas y ver vídeos sobre él. También obtenían material de lectura sobre todo tipo de teóricos de la conspiración fuera de Suráfrica, gente que afirma que el mundo lo dirige una cábala judía o algún grupo siniestro dentro de la OTAN, ese tipo de cosas. Y después hablaban y hablaban sobre ello. No hay mucho más que hacer en las granjas del norte. Así que la gente se llena la cabeza de ideas, se entusiasma, hace planes, y entonces llegan las presiones de los demás: si no te unes a nosotros, si no estás dispuesto a participar en la santa cruzada de Dios, entonces estás excluido, no eres un auténtico bóer, no eres todo un hombre".

Viajo al norte para ver con mis propios ojos el mundo mental que habitan esas personas, para intentar averiguar qué les empujó a unos actos tan criminales y enloquecidos. Mi destino es Potgietersrus, a unos 300 kilómetros de Pretoria, para entrevistarme con Minnie Pretorius, que tiene a toda su familia -su marido y tres hijos adultos- en la cárcel, donde, después de la muerte de la mujer de Soweto, con toda probabilidad van a permanecer el resto de sus vidas.

La carretera por la que voy es la N-1, la misma que recorría el convoy hasta que les llegaron noticias de la emboscada policial que les aguardaba más adelante. Es una carretera excelente, como las europeas, con dos y tres carriles a cada lado y un sistema de peajes que permite pasar a toda velocidad por las barreras gracias a una tarjeta electrónica. Los restaurantes y las gasolineras que la bordean están perfectamente limpios y poseen todas las comodidades modernas. Sólo el cielo inmenso y el paisaje, que es seco y llano y evoca partes de Castilla - salvo por las cebras y las jirafas-, nos recuerda que seguimos en África.

La vía principal de entrada a la ciudad se llama Thabo Mbeki Drive. Antes de llegar a las tres o cuatro manzanas en las que están las tiendas, se cruza la avenida Hendrik Verwoerd. Verwoerd fue el primer ministro al que se suele llamar el arquitecto -o el Lenin- del apartheid. Parece muy generoso por parte del Ayuntamiento de la ciudad, negro desde hace 10 años (por una simple cuestión de números, casi todos los ayuntamientos de Suráfrica están gobernados por negros), que no haya cambiado el nombre. Se trata claramente de un esfuerzo -tal como recomienda el Gobierno central de Pretoria- para no organizar, a propósito de los símbolos, una disputa que les gane la enemistad de los blancos.

Es evidente que no sirvió de nada con la familia Pretorius, que no ha podido librarse de la idea de que los negros son genéticamente incapaces de funcionar en el mundo moderno. "Yo crecí en una granja, entiendo a los negros", dice Minnie Pretorius, lo mismo que oía decir, de forma tediosamente previsible, a los afrikáners de extrema derecha durante los seis años que viví en Suráfrica, entre 1989 y 1995. "Los surafricanos blancos de habla inglesa no conocen la cultura negra como nosotros. Le daré un ejemplo: cuando los hombres y las mujeres llegan a una puerta, en la cultura blanca, las mujeres pasan primero; entre los negros, es lo contrario. Y, como dice siempre mi marido, nosotros somos previsores, y los negros, no. Cuando necesitan beber, beben; cuando necesitan comer, comen. No hay nada más. La verdad es que son tan distintos de nosotros como indican nuestros colores".

Los más pobres de todos

Minnie no entiende que, si no hubiera crecido en una granja, entre los negros más pobres de todos, si hubiera pasado algún tiempo entre los negros urbanos y cultivados que hoy gobiernan el país y poseen una parte cada vez mayor de las empresas privadas, su percepción de la cultura negra quizá tuviera más matices. Pero los matices no son un concepto que ocupe mucho espacio en el amueblamiento mental de Minnie. Para ella, todos los negros son primitivos. Ése es su punto de partida, su idea fundamental. De ahí surge todo tipo de ideas enrevesadas y justificaciones robadas, sobre todo, del Antiguo Testamento, pero también de un batiburrillo de charlatanes más recientes, como Nicolaas van Rensburg. Uno de los preferidos, entre los contemporáneos, es un tal David Icke. Minnie habla mucho de él, y con gran admiración, durante las dos horas que pasamos juntos en la consulta médica en la que trabajaban su marido y su hijo mayor. Ha estudiado los vídeos de Icke, dice, y ha leído sus libros. También lo han hecho los miembros ausentes de su familia. Con él han aprendido que el mundo está controlado por un pequeño grupo de individuos denominados los Iluminados.

Minnie saca una lista de un cajón y empieza a leer. "Aquí estamos. Esto es lo que nos enseña David Icke. Éstas son las personas que están creando lo que denominan el orden del mundo único. Los Iluminados, ese grupo selecto que dirige el mundo, incluye a los masones, el grupo Bilderberg, el Consejo de Relaciones Exteriores, la Yihad...". ¿La Yihad? "Sí, ésa es la mafia israelí, ¿no?. Me parece que es así...".

Da la impresión de que Minnie, que es licenciada en matemáticas y psicología por la Universidad de Pretoria, sólo ha digerido a medias la lección. Ya es asombroso que se molestara en intentar aprenderla. El tal Icke es un inglés que se gana la vida ofreciendo una extraordinaria colección de banalidades a un rebaño inexplicablemente crédulo; en su mayor parte estadounidenses, sobre todo gente cercana a las "milicias" de extrema derecha, individuos perturbados y paranoicos como el terrorista de Oklahoma, Timothy McVeigh.

Hace poco, Icke reveló en su página web que el genocidio de 1994 en Ruanda no era un problema entre hutus y tutsis, sino parte de un complejo plan elaborado por el siniestro grupo del mundo único para trasladar a todos los judíos de Europa a África central. Icke afirma también que Mandela ayudó a Sadam a fabricar armas nucleares.

Minnie es una mujer delgada, menuda, bastante atractiva y agradable, con una imagen que se corresponde con su situación acomodada. No sólo su marido es un médico respetado, y su hijo mayor también, sino que el segundo es ingeniero y al tercero le faltaban tres semanas para ordenarse como ministro de la iglesia cuando le detuvieron; pero, además, la familia posee varias granjas. Minnie no es nada anticuada, como se habría podido esperar, sino que tiene el aspecto de una mujer de 60 años moderna. Viste un traje de chaqueta gris ajustado, blusa verde claro, zapatos de tacón y tiras de colores brillantes, y gafas que se oscurecen bajo el sol. Pelo teñido de rojo y con permanente. En la mesa del limpio y elegante despacho en el que nos vemos hay dos ordenadores; en las paredes, carteles que advierten sobre los peligros de fumar.

La única reserva que tiene sobre Icke, dice, es que no es un hombre religioso. Pero eso no le ha impedido a Minnie combinar las ideas mundanas de él con sus creencias cristianas fundamentalistas. "En la Biblia está la torre de Babel, que, como dice Dios, es una visión de cómo no debe ser el mundo. Dios dice que las personas deben vivir entre los suyos. En este sentido, diría mi esposo, el Demonio es la síntesis y Dios es la antítesis. El Demonio quiere obligar a los seres humanos a vivir juntos, y Dios los separa. Ése es el plan de Dios para la humanidad, en mi opinión. Por ejemplo, fíjese en los japoneses, qué bien se les da fabricar ordenadores. Fíjese en los bosquimanos del Kalahari, qué bien matan impalas. ¿No me diga que Dios no quiso que japoneses y bosquimanos viviesen juntos?".

Puesto así, probablemente no, le contesto. Animada, continúa. Sonríe a menudo con la boca en el tiempo que pasamos juntos, a veces, incluso con coquetería; pero sus ojos reflejan tristeza, tensión y falta de sueño. "Eso es. Por eso el mundo no tiene razón en gritar contra el apartheid. Significa un desarrollo separado; significa que cada uno siga su camino. Los zulúes aquí, los bóers allá. De esa forma podemos vivir todos en armonía"....