Vivir en Madrid

Por Juan Girtz - Septiembre 2006

Para una buena parte de su población, un auténtico infierno. Eso es lo que supone vivir en esta ciudad para una gran parte de sus habitantes. La ciudad abierta y hospitalaria, alegre incluso en los momentos más difíciles de su historia, se ha convertido en un lugar inhóspito, duro, en donde se palpan la hostilidad social y la violencia ambiental.

Lo es desde luego para los miles de trabajadores que todos los días invierte un promedio de tres ó cuatro horas en desplazarse de su vivienda al trabajo reduciendo así al mínimo su tiempo de no trabajo. La crónica congestión de tráfico que sufre Madrid se ha visto agravada hasta el paroxismo por las obras que asolan la ciudad, configurando un paisaje urbano aterrador que no puede dejar de influir en el aumento de las enfermedades nerviosas, la angustia y la agresividad.

En efecto, para pagar sus deudas con la coalición de empresarios que le sostiene, Ruiz Gallardón ha entregado la ciudad a las constructoras que, rabiosas por la frustración de los beneficios perdidos por los juegos olímpicos, se han lanzado, cada una en función de sus posibilidades, a levantar la mayor superficie urbana posible, comprometiendo así los presupuestos municipales por un largo período y generando una deuda a la que los madrileños deberemos hacer frente por la vía de los impuestos.

Lo de la entrega no es una licencia verbal sino una realidad palpable. Se ha podido ver en la ausencia de evaluación de impacto ambiental constatada por la delegación del parlamento europeo que visitó las obras de la M-30. Pero se puede constatar todos los días en el dominio absoluto del “pistolerismo” en la contratación de los obreros que trabajan en ellas, la práctica totalidad de ellos inmigrantes y la mayoría irregulares y, por ello, fácil presa de la más salvaje explotación laboral al margen de cualquier regulación y carente casi por completo de la menor protección de la inspección de trabajo, cuya exigua plantilla hace físicamente imposible cubrir ni un 30% de las obras. Los sectores sociales y políticos de derecha que, a través de sus medios de comunicación, claman diariamente contra la política de inmigración del gobierno, callan ante esta sangrante realidad de estos espacios de alegalidad que existen en Madrid. Pero con ellos también callan los sindicatos acerca de los continuos accidentes mortales en las obras de la M-30 y se hacen cómplices de estas cotidianas vulneraciones de derechos laborales que van consolidando una cultura laboral de sumisión y enseñoreo de una explotación salvaje. Madrid se africaniza en efecto no sólo por el color de la piel de los obreros de la construcción sino por la implantación de unas pautas laborales y sociales ajenas a las características de las sociedades democráticas. Los derechos y la democracia abandonan nuestra ciudad y su lugar lo ocupan culturas que los inmigrantes sufren en sus carnes pero que no han traído. Las han traído la permanente exigencia de flexibilidad laboral de la patronal, las políticas neoliberales de la derecha y la izquierda, la excesiva comprensión para con ellas de las cúpulas sindicales.

Son las mismas culturas que conciben Madrid como una marca para competir con otras ciudades por la atracción de inversiones, ofreciendo para ello el espacio liso y uniforme para la circulación del coche y las mercancías. El espacio de la circulación continua, de los flujos incesantes, en el que no hay otra parada posible que esas catedrales del consumo que son los hipermercados.

Madrid ha sido concebida por la tecnocracia del capital inmobiliario y el capital financiero como el espacio de la movilidad incesante.. Y, a su servicio se rompe la ciudad y sus centralidades menores para convertirla en un nudo de infraestructuras viarias, ferroviarias y de comunicaciones. Mover a la multitud y hacerla participar activamente en este movimiento incesante, es el designio político esencial en el que parecen coincidir todos los partidos del sistema. Y en ese movimiento incesante son destruidas todas las existencias colectivas innecesarias u obstaculizadoras de la circulación de mercancías. A su paso, van desapareciendo los barrios y, con ellos, las culturas y las identidades, en primer lugar las proletarias(¿Qué fue del cinturón rojo de Madrid como, quizás algo ampulosamente se llamó el arco de población metropolitana comprendida entre la N-II y la N-IV?). En su lugar, un vacío existencial y de sentido, solo colmatado por el ruido atronador de las máquinas destrozando la ciudad y los mensajes de los medios de comunicación penetrando en lo más íntimo de las individualidades y conformándolas a su antojo.

En Madrid habría desaparecido la clase obrera, diluida en una informe masa de consumidores cuyas diferencias de poder y de riqueza no serían suficientes para activar identidades y menos antagonismos. La única división perceptible, lacerante, sería la que separa la sociedad normal de los que tienen trabajo (aunque sea precario), coche a plazos e hipoteca de por vida, de la no-comunidad de los excluidos, luchando desesperadamente por encontrar un resquicio para disfrutar de la explotación, la angustia y las enfermedades sistémicas.

La violencia normalizadora con la que se produce esta operación de expropiación social ha producido un estado de anonadamiento colectivo inexplicable para un observador foráneo. Zonas enteras de Madrid (antiguos barrios) han sido y son martirizados, aislados, roto el sentido de su vivir colectivo y su comunicación interna; y ninguna ó escasa reacción social se ha producido contra ello.
Lo que queda del movimiento vecinal de los setenta, esquilmado por la clase política y las burocracias de los sindicatos y partidos de izquierda es incapaz de enfrentar una ofensiva de semejante envergadura. El movimiento ecologista madrileño se ha forjado en los últimos años más en labores de gabinete y en despachos oficiales que en luchas de calle y nunca ha tenido, además, demasiada capacidad de movilización. La izquierda anticapitalista nunca se ha tomado demasiado en serio las luchas ciudadanas en parte por reconocimiento de su impotencia y en parte permanentemente lastrada por las divisiones y rencillas importadas de IU.

La izquierda política, en fin, -el PSOE porque IU es cada es más subalterna- no es capaz (ni tiene tradición de hacerlo) de pensar la ciudad en una forma alternativa a la ciudad capitalista, más allá de un vago ciudadanismo tendente a compensar los excesos de la modernización (exceso de zonificación y segregación social y territorial, ausencia de zonas verdes y equipamientos colectivos, contaminación química y acústica producida por el tráfico, etc.)

Sin oposición digna de tal nombre, Gallardón y/ó quien le suceda -tanto si es del PP como si es del PSOE-, consumarán este atentado contra la ciudad que iniciaron los alcaldes franquistas Gª Lomas y Arias Navarro. La envergadura de lo destruido es tal que hace temer por la posibilidad de recuperarlo. Cada vez es más difícil volver atrás y enmendar, siquiera sea parcialmente, los destrozos provocados por el capitalismo en Madrid..

En estas condiciones, un vago pero cada vez más intenso sentimiento de temor e inseguridad se va apoderando de las masas de anónimos habitantes (que no ciudadanos) de Madrid. Un miedo al exterior y al otro que conduce a la mayoría a refugiarse en su hogar si ha conseguido tenerlo y mantenerlo y a una minoría significativa, a una agresividad creciente que convierte Madrid en una jungla de violencia en donde reinan los numerosos cuerpos de policía públicos y privados nutridos por los más vigorosos hijos y nietos de la antigua clase obrera. Lo público queda así en manos de la policía en su sentido más amplio y estricto a la vez, sin que ese imperio sea alterado ó discutido por las litúrgicas manifestaciones políticas, numerosas solo cuando las convoca algunos de los centros de producción de sentido, sea el grupo Prisa ó la Iglesia Católica.

Podríamos utilizar una batería de indicadores al uso sobre la “calidad de vida en Madrid”. Con lo dicho hasta aquí no me parece aventurado reiterar la afirmación que abría estos comentarios. Lo que interesa es saber porqué la inmensa mayoría acepta de forma resignada este insufrible modo de vida. Pero esto será motivo, probablemente, de otro comentario.