Intervención de Jaime Pastor
Acto-debate con motivo de la presentación del libro “Los perros”, de Luis Mattini 2 octubre 2006

En primer lugar, agradecer que se me haya invitado a participar en este acto. No he podido leer el libro pero es verdad que hay una afinidad histórica en los orígenes del PRT y de la LCR. Sí he leido el libro anterior de Luis Mattini sobre la historia del PRT y creo que va a contribuir a recuperar la memoria, y a saber con suficiente distanciamiento sobre la experiencia colectiva de entonces, igual que se está haciendo en otros países. En Francia es donde están saliendo ahora libros de memoria, sobre todo relacionados con la corriente trotskista, debido a la relevancia que ha tenido esa corriente en Francia, e incluso por hasta donde han llegado algunos transfugas del trotskismo como Lionel Jospin.

Cuando me propuso Andrea que hablara sobre “diferencias y similitudes en las formaciones políticas en la década de los 70 allá y aquí”, pues de allí no me atrevo a hablar, pero de aquí me hice un guión con tres folios sobre el que no voy a extenderme porque desgraciadamente hay pocos jóvenes aquí y supongo que los jóvenes que hay están suficientemente motivados y no hace falta contar mucha historia.

El nexo común en los orígenes estaría en esa mezcla de guevarismo y trostkismo que había en la gente que aquí empezamos a crear la LCR, que veníamos del movimiento estudiantil fundamentalmente. Luis Mattini es evidentemente más adulto, no es de la generación del 68, tampoco es que me lleve muchos años, pero es evidente que hay un nexo común: la experiencia fundante en ambas organizaciones, PRT y LCR, que fue la revolución cubana, el referente del Che Guevara y cómo luego eso nos permitió conectar con una corriente internacional como es la trotskista. La delimitación entre la gente que nos radicalizábamos en aquellos tiempos era por corrientes a escala internacional: o eras del PC, o eras maoista, o eras trotskista, o anarco... Y en el caso español, en las condiciones de la dictadura, desgraciadamente tuvo más peso una variante del maoísmo más autoritaria, y más pobre teóricamente si la comparamos con la francesa o la italiana; incluso aquí no se dio el fenómeno de los “autónomos”, como en Italia.

Los referentes internacionales eran, pues, los mismos, y también se da una subjetividad común a escala mundial que compartimos incluso con otras tendencias, pero luego hay esos caminos divergentes que se van dando a partir de la lectura que hacemos del 68 como un ensayo general: el 68 es para nosotros como el 1905 ruso y hay que preparar, por tanto, el 1917. El problema está en que la revolución es un horizonte posible, no lejano, y lo que hace falta es un partido, el partido revolucionario. Y ahí hay una lucha por la autoafirmación, buscando dar razones al corazón. El corazón busca razones para justificar esa actualidad de la revolución, esa posibilidad -no sólo la necesidad, sino la posibilidad- y para eso hay que construir el partido; el debate es qué estrategia, qué programa y se plantea la polarización en torno a las formas de lucha que en América Latina la vivís de forma más polarizada y trágica.

El Che profundiza el subjetivismo trotskista, eso de que las condiciones objetivas están maduras y a punto de pudrirse; Trotsky planteó en vísperas de la segunda guerra mundial que la crisis de la humanidad es la crisis de la dirección revolucionaria, y eso contribuye a la relectura subjetivista de la posibilidad de la revolución.

Es verdad, por otro lado, que el enemigo también nos sobreestimaba: aquí incluso modestamente hubo en el año 69 un conato de confluencia de movimiento obrero y estudiantil, que hace que la dictadura se anticipe y plantee un estado de excepción descabezando el movimiento estudiantil y luego el movimiento obrero. Es decir, el enemigo tenía también esta conciencia de que parecía que podíamos poner en cuestión el régimen e incluso el sistema; ellos temían también el “efecto contagio” de esa vanguardia muy minoritaria. Y en el caso de la dictadura había también muchas más incógnitas, no se sabía muy bien cuál era el estado de la opinión pública: Catalunya era una cosa, Euskadi era otra y no podían guiarse sólo por lo que podía pasar en la “España profunda”.

En todo caso, el subjetivismo sirvió para un compromiso militante, para una implicación y entrega de toda una generación, aunque en el caso español había menos gente; en el caso de América Latina había cierta continuidad, pero aquí tuvimos el corte de la guerra civil, de la derrota histórica de la izquierda. Había una nueva clase obrera en los años 60, pero sin hilos de continuidad y eso se notaba. En nuestro caso hubo un intento de reencuentro con lo que fue la experiencia del POUM, que fue la más avanzada de un partido revolucionario –con todas sus contradicciones- en una situación revolucionaria.

No me quiero extender, lo fundamental es eso: en el contexto español se daban también elementos parecidos; en el caso francés también hay esas expectativas de cambio radical revolucionario; todo eso sobre la base de la preparación de la crisis revolucionaria. Pensando además aquí en el modelo leninista de pasar del pequeño partido al partido de masas en medio de esa crisis revolucionaria en cuyo marco podíamos dar ese salto.

Esto empieza a cambiar, en el caso europeo, con el desarrollo paralelo de la reconducción del proceso revolucionario portugués y de la frustración de las esperanzas de ruptura radical con el franquismo. La crisis de la izquierda radical europea, y de la española en particular, tiene que ver con eso: con la frustración por la transición española y, sobre todo, con la derrota de la revolución portuguesa, que era un referente en el que nos situábamos, coincidiendo con el cambio de ciclo histórico del capitalismo y el inicio de la “onda larga” neoliberal.

A partir de aquí se plantea un cambio radical de orientación: hasta entonces había lo que ha descrito un colega, Pierre Rousset (que es de los pocos de su generación que ha mantenido una relación estrecha con la izquierda radical asiática y sus trágicos avatares), como un cambio, a partir de la segunda mitad de la década de los 70, cuando se plantea reconocer que no podemos funcionar sobre la base de lo que denomina un “activismo cortoplacista” para agitar miméticamente el modelo soviético leninista. Y se va produciendo desde entonces una reubicación en el nuevo contexto político.

En el caso de Argentina se había producido anteriormente la derrota chilena y eso da razones para intentar la otra vía de la lucha armada. Pero el balance, al final, es el fracaso de las dos vías: la vía “reformista” pacífica y la vía “revolucionaria” armada. Aquí, en Europa Occidental, vimos también el fracaso de la experiencia del intento de recuperación del 68 a través del eurocomunismo buscando “cabalgar el movimiento”, como trató el PC italiano, pero que termina resultando mal para unos y para otros.

A partir de entonces lo que hay es una crisis de estrategia de la izquierda revolucionaria, de la izquierda radical en general, lo que también Daniel Bensaïd reconoce como “el eclipse de la razón estratégica”; por supuesto, hay muchos colegas que siguen reivindicando el “modelo” leninista de revolución y de partido y es evidente que hay que aprender del mismo; el problema es que no se trataba de no sacar lecciones de la experiencia soviética, o de la experiencia portuguesa, sino que se les quería convertir en modelos a seguir. En resumen, el error había estado en querer convertir las hipótesis deseables en certezas; pero no en haberse esforzado por hacer aquéllas realidad ya que, evidentemente, en el caso portugués por ejemplo hubo una posibilidad de revolución social cuya frustración no era inevitable.

Podemos afirmar que en el caso europeo hay una acumulación de subjetivismo y cientifismo; yo recuerdo debates en la LCR cuando defendíamos que el franquismo tenía que caer por la huelga general revolucionaria; luego, en el 76 o 77 lo reformulamos y planteamos la huelga general política y ruptura: ése era el imaginario colectivo de la izquierda mayoritaria en el caso español. Y decíamos que eso era una hipótesis: lo deseable era hacer caer la dictadura por esa vía; pero no era la única vía posible. Y había compañeros que nos cuestionaban diciendo “¿Estás diciendo que es posible la caída de la dictadura sin una huelga general revolucionaria?”. Claro que era posible: al final no hubo ruptura, no hubo derrocamiento pero sí reforma del franquismo para establecer un nuevo régimen a través de esa capacidad de aprendizaje de la burguesía española, del imperialismo y la socialdemocracia y sus neófitos para reconducir el proceso.

Es decir, había esa búsqueda de razones pero convirtiéndolas en verdades absolutas, confrontándolas unas con otras; uno se puede consolar pensando en que otros lo hacían peor, como los que planteaban la guerra popular para el caso español. Por lo menos, la ventaja de nuestra corriente es que tratamos de respetar la pluralidad interna, que permitía un debate abierto, menos culto al jefe y a los lideres, pensar más en los argumentos y no en el principio de autoridad.

En nuestro caso, por lo menos pudimos sobrevivir a la descomposición de la extrema izquierda y jugamos un papel destacado, junto con MC, en “la última batalla de la transición” que fue la del referendum de la OTAN, aunque también la perdimos, pero con dignidad.

Otro de los rasgos de esta izquierda radical es que era muy obrerista, no siendo obrera la mayoría de ellos, aunque tuvimos peso significativo en cuadros sindicales. Comisiones Obreras no era un mero instrumento del PCE, aunque eran mayoría, y la izquierda radical tuvimos un peso real en Euskadi, Catalunya, Madrid o Andalucía.

El hecho de haber estado conectados a una corriente internacional organizada abierta a las “nuevas” contradicciones nos permitió ver el otro lado del 68, que fue lo que algunos sociólogos han llamado la “crítica artística”, es decir, la crítica no sólo de la explotación, sino también de la alineación: o sea, también de la opresión de las mujeres, de la crisis ecológica. Los primeros grupos feministas estaban compuestos de mujeres procedentes de la izquierda radical; en el movimiento ecologista hay una componente libertaria, pero también otra de la izquierda radical e incluso de un sector procedente de la tradición comunista oficial, por ejemplo en el PSUC con gente como Manuel Sacristán o Paco Fernández Buey.

Eso permite ese nuevo anclaje social que vamos logrando en los 80, a través de los nuevos movimientos sociales. Tenemos un nuevo referente en los 80, el referente verde alemán que aparece como un nuevo paradigma, como una nueva hipótesis de reconstrucción alternativa. Pero el balance que hoy podemos hacer es bastante lamentable, que tiene que ver con la capacidad de cooptación del sistema, pero también con la evolución de una parte de la generación del 68. Al final, los verdes se centraron en la “crítica artística” y dejaron en segundo plano la “crítica social”, facilitando así el proyecto del neoliberalismo, que en Europa supo disociar la cuestión social de la cuestión artística y eso le permitió integrar a una parte de la generación del 68; una generación que ha vivido un proceso de ascenso social, de ascenso de status e incremento de poder adquisitivo y capacidad de consumo, (aunque hagan en algunos casos consumo ecológico...) que les conduce a adaptarse al espíritu dominante, al nuevo sentido común.

Hay continuidades estructurales, por supuesto, en el capitalismo, pero también hay elementos nuevos. Yo siempre me acuerdo de un amigo del POUM, que cuando vino aquí en el 78 nos decía: “esta clase obrera no es la que tuvimos en los años 30”; pues ahora, el problema es que la clase obrera ha sido víctima de esta transición del fordismo al post-fordismo, eso sí, en el contexto de nuestros países porque fordismo hay mucho en otras zonas del mundo; hay un debilitamiento estructural de la clase obrera enorme, una segmentación especialmente multiétnica y multicultural; en el caso español, hay ese sentimiento de formar parte de la nueva Europa rica que no quiere perder lo que ha conquistado dentro de este estado del bienestar deteriorado; y todo se ha hecho mucho más complicado.

Yo no creo en el “cognitariado” como nuevo sujeto, pero es verdad que hay un cognitariado; podríamos decir que nos movemos entre el cognitariado y el precariado. La reconstrucción del sujeto es mucho más compleja que antes, y además sin horizonte revolucionario. Son tiempos de resistencia, de construcción de alternativas, de reformular mejor categorías gramscianas de contrahegemonía, de contrapoder, de bloques sociales antagonistas... En este continente tenemos desgraciadamente por delante todavía una fase de acumulación importante, pero no gradualista. Yo sigo pensando en las discontinuidades, en los estallidos sociales, en los momentos de aceleración de la historia, en los acontecimientos precipitantes de situaciones que no serán pre-revolucionarias, pero sí explosivas dentro de un mundo interdependiente.

¿Cuál es el imaginario colectivo común en torno al cual se puede plantear una convergencia amplia?: romper con el neoliberalismo, salir del neoliberalismo en los países imperialistas, y que eso pueda conectar con lo que está pasando en otras regiones del mundo que quieren salir del neocolonialismo frente a los intentos de recolonización de las multinacionales. Y evidentemente con los nuevos sujetos: el nuevo sujeto indígena en América Latina, la lucha por la “segunda descolonización”; creo que ahora hay mucho que aprender de lo que está pasando en América Latina, pero sin idealizar; sabiendo que no hay modelos sino lecciones a extraer de las experiencias, para poder construir nuestro propio proyecto y las hipòtesis para las cuales habría que prepararse con el fin de poder desarrollar un movimiento radical.

Lo importante es cómo, a través de ese anti-neoliberalismo común, ir construyendo movimientos antisistémicos y anticapitalistas que consigan un anclaje social entre la gente de abajo. Hay gente escribiendo sobre esto, sobre las comunidades de resistencia, sobre la dimensión territorial. La fábrica ya no tiene la centralidad que tiene en el pasado, el territorio tiene mayor importancia para ir consiguiendo anclaje social.

Y, por supuesto, construir “familias de movimientos”, redes de colectivos que superen viejas culturas. Porque uno de los elementos tristes del panorama actual es que sobrevive una cultura comunista oficial de tradición estalinista que no ha sacado muchas enseñanzas. Porque, aunque no lo he mencionado, también está el 89-91, la caída del socialismo real; y el ajuste de cuentas con el estalinismo hay que hacerlo; cada corriente tiene que hacerlo, incluso los que venimos del trostkismo que éramos “los comunistas que luchábamos contra el estalinismo”, pero vete tú a hablarle de comunismo a un rumano o a un checo.

El problema es que esa corriente a comienzos de los 90 estaba en un desconcierto total, y no supimos aprovecharlo para introducir a fondo ese debate. Y hoy incluso una corriente de la izquierda radical reproduce los tics del “tercer período” de la Internacional Comunista: el ultraizquierdismo sectario y la descalificación a todo el mundo tildándolo de agente de la socialdemocracia o del “socialfascismo”.

Tenemos un movimiento antiglobalización, que hay que entenderlo de forma mucho más amplia que los colectivos existentes. Es una sensibilidad que ha emergido sobre todo a partir del levantamiento zapatista del 94; y también hay que sacar lecciones del bolivarianismo, pero sin idolatrías. Porque nos encontramos con lo de siempre, parece que no se pueda criticar a ningún lider político: hay que apoyar al pueblo cubano frente al imperialismo, pero con el derecho a criticar lo que hace mal la dirección del estado cubano (sobre todo cuando hasta Raúl Castro hace autocrítica); e igual con los procesos venezolano o boliviano.

Todo esto tiene que ver con reconstruir la cultura política de la izquierda, que fundamente una razón apasionada y no tanto una pasión razonada. Es decir, que fundamente una razón con corazón, una razón que se base en valores, y en una ética, una entrega, una generosidad, pero sabiendo reconocer bien al “enemigo” que está enfrente y arriba; y sabiendo que el tipo de partido o formación política a construir hoy tiene poco que ver con el tipo de partido que quisimos construir entonces.