Entre los que hablan y los que escuchan
Por Montserrat Galcerán


Tal vez el lector o la lectora haya asistido, a finales de junio, al seminario internacional sobre Globalización y Desarrollo Desigual, organizado en Madrid por la Universidad Nómada. Si ha sido así, tal vez haya reparado en la composición de las mesas y del público. Y haya observado cierta incomunicación. En las mesas destacados intelectuales, mayoritariamente varones y de edad avanzada, se preguntaban por los agentes de las transformaciones anticapitalistas: dónde, cómo, cuándo, quiénes están forzando los cambios, pequeños o grandes, que están sacudiendo el orden capitalista.

Espectadores

En el público la composición era mucho más variada: educadores, traductores, personalidades relevantes de grupos políticos o de movimientos sociales, estudiantes, algunos activistas, migrantes, algún que otro sindicalista, mujeres feministas o no, curiosos, mirones, interesados... El público seguía con atención los debates pero no había una auténtica simbiosis entre conferenciantes y público; muchas personas habían ido a escuchar o a ver cómo se desenvuelven autores cuyos libros han leído, pero no a construir un discurso mancomunado. Resaltan, pues, cuando menos dos rasgos característicos de la producción contemporánea de conocimiento.

Por un lado la dimensión de espectáculo que adquieren los debates intelectuales, cuya máxima expresión tenemos en la televisión aunque se propaga a medios mucho más modestos. Uno/a va a escuchar y a ver, pero no a discutir, a intervenir, a convencer o a convencerse. Parece como si el conocimiento estuviera allí, alojado en las mentes privilegiadas de los conferenciantes, pero sin que por ello tuviera que afectar mayormente nuestras prácticas ni las suyas. Como si el conocimiento fuera algo a consumir, dejándolo resbalar sobre nuestra piel, pero no algo a construir colectiva y políticamente.

Sin llegar al consumo intelectual compulsivo de aquellos para quienes el haber leído el último libro reseñado en Babelia se convierte en seña de pertenencia al grupo, la gran producción de libros en un país donde una amplia mayoría de la población no lee, implica necesariamente que gran parte de los libros jamás serán leídos por nadie y que por tanto no entrarán en la formación de un espacio de comunicación. La configuración de la comunicación política alternativa se vuelve materialmente imposible.

Volver a pensar

Porque ésta es la segunda parte de la cuestión. Dada la desconfianza, totalmente justa, entre los grupos más activos de los movimientos anticapitalistas frente al conocimiento standard que no hace más que legitimar un orden injusto y criminal, la dificultad para discriminar entre un tipo de conocimiento y otro, y la captura, aparentemente desideologizada, de cualquier producto intelectual con tal de que encuentre su nicho de mercado, se produce un efecto de contagio que rechaza en bloque las prácticas de conocimiento tachándolas de elitistas.

Sin duda la metodología de ese tipo de seminarios puede no ser la adecuada: horas y horas de hablar, en idiomas que no son el propio, sobre temas difíciles y con un caudal de información desmesurado puede sobrepasar la capacidad de comprensión de cualquiera, pero de ahí no se desprende que esos conocimientos no sean auténticas herramientas imprescindibles para abrir la caja negra de los procesos contemporáneos. “Saber es poder”, se decía en los viejos ateneos obreros. Pensar, podemos añadir, forma parte de todas las prácticas de transformación.

Elitismo y reflexión colectiva Porque, ¿en qué consiste pensar? En ¿Qué es la filosofía?, un texto muy interesante aunque algo complejo, Deleuze y Guattari sostienen que “la tarea de la filosofía es construir conceptos”. Construir conceptos, algo así como inventar un destornillador o perfeccionar un martillo.

Tan simple, necesario y material como esto, aunque esté hecho de una pasta algo más sutil, aunque esté hecho de sonidos, palabras y oraciones. Porque explicar que el capitalismo no promueve un desarrollo que a su vez enriquecerá en un futuro cercano a los países empobrecidos, sino mostrar que esta pobreza es resultado directo de la explotación capitalista del mundo, mediada por un mercado de intercambio desigual, como hace Samir Amin, significa poner patas arriba las políticas oficiales de desarrollo.

Poner de relieve que el desarrollo chino, del que nos beneficiamos todos los días en las tiendas del todo a 100, se enfrenta a luchas fortísimas de los campesinos y de los obreros, en un país de cientos de millones de habitantes, matiza la versión oficial de China como país emergente y competidor en el capitalismo global y la imagen victimista de trabajadores chinos sobreexplotados, con escasa capacidad de resistencia. La crítica de elitista, si bien en ocasiones pueda ser merecida, yerra el objetivo pues parece creer que las prácticas militantes pueden prescindir de todo el análisis teorético que necesariamente las acompaña.

Es un logro de un sistema basado en la confrontación entre el trabajo intelectual y el trabajo material, centrado en la contraposición entre trabajo de producción (capital/ trabajo) y trabajo de reproducción (reproducción del vivir), ligado a la diferencia entre productos intelectuales de lujo para las élites y consumo de cultura de baja calidad para las masas, el haber conseguido que los activistas rechacen el conocimiento como un bien prescindible, fiados en la brújula que les ofrece la práctica militante y desconfiados frente a todo lo que proviene del saber de clase.

Cortar la cabeza

Por el contrario, es imprescindible recuperar la idea de que el conocimiento es algo que se produce, y que se produce colectivamente; que es algo de lo que necesitamos apropiarnos para no estar constantemente sometid@s a la lluvia de informaciones contradictorias, que es necesario producirlo como parte de la construcción de un tejido político de comunicación en el cual los términos y las referencias discursivas no funcionen como marca de la pertenencia a un colectivo, ni se repitan como esloganes o como significantes vacíos, sino que construyan aquella trama con la que tenemos que medirnos para descodificar el discurso dominante y para construir otro que aumente la potencia colectiva.

No podemos abandonar el largo y paciente trabajo de conceptualizar, como si fuera algo que no nos atañe. Sería como si en vez de construir una inteligencia compartida, sencillamente nos cortáramos la cabeza en la ingenua convicción de que podemos pensar con los pulmones o con el corazón, y de que podemos andar con los pies... de otros.