Tesis sobre el nuevo fascismo europeo
por Paolo Virno

1. El fascismo europeo de finales de siglo es el hermano gemelo, o bien el "doble" terrorífico de las más radicales instancias de libertad y de comunidad que se entreabren en la crisis de la sociedad del trabajo. Es la caricatura maligna de lo que podrían hacer hombres y mujeres en la época de la comunicación generalizada, cuando el saber y el pensamiento se presentan nítidamente como un bien común. Es la transformación en pesadilla de aquello que Marx llamaba el "sueño de una cosa".

El fascismo posmoderno no arraiga en las habitaciones cerradas del Ministerio del Interior, sino en el caleidoscopio de las formas de vida metropolitanas. No se desarrolla en el ámbito siempre temible de los aparatos institucionales, sino que concierne a aquello que sería más digno de esperanza: los comportamientos colectivos que se sustraen a la representación política. No es un feroz agarradero del poder constituido, sino la configuración eventual del "contrapoder" popular. Puede convertirse en un rasgo fisionómico por parte de las clases subalternas, en el modo en que éstas exorcicen y al mismo tiempo confirmen su propio carácter subalterno. En pocas palabras, el nuevo fascismo se dibuja como guerra civil en el seno de un trabajo asalariado arrollado por la tempestad tecnológica y ética del posfordismo. Toca de cerca a la intelectualidad de masa, a los impulsos autonomistas y desestatalizadores, a las "singularidades cualesquiera", a los ciudadanos avispados de la sociedad del espectáculo.

Frente al fascismo, la izquierda ha tendido a marcar una distancia infranqueable, cuando no incluso una diferencia antropológica: ahora, en cambio, se trata de reconocer su naturaleza de espejo deformante. O sea, su proximidad a las experiencias productivas y culturales de las que parte también la política revolucionaria. Sólo un gesto de acercamiento puede predisponer antídotos adecuados. Mirar a la cara al hermano gemelo significa colocar la propia praxis en un estado de excepción en el que el curso más prometedor siempre está a punto de bifurcarse en catástrofe.

2. El fascismo europeo de finales de siglo es una respuesta patológica al progresivo desplazamiento extraestatal de la soberanía y a la evidente obsolescencia que en lo sucesivo caracteriza al trabajo sometido a un patrón. Ya sólo por estos motivos, está en las antípodas del fascismo histórico. Cualquier eco o analogía sugerida por el término sólo lleva a confusión. No obstante, el uso del término es oportuno: oportuno para señalar, hoy como en los años veinte, un fenómeno esencialmente diferente de una inclinación conservadora, iliberal, represiva por parte de los gobiernos. Para señalar, precisamente, a un "hermano gemelo" robusto y espantoso.

3. A veces se ha designado la metamorfosis de los sistemas sociales en Occidente, durante los años treinta, con una expresión tan perspicua como aparentemente paradójica: socialismo del capital. Con ella se alude al papel determinante que asume el Estado en el ciclo económico, al final del laissez-faire liberal, a los procesos de centralización y planificación conducidos por la industria pública, a las políticas de pleno empleo, al exordio del Welfare. La réplica capitalista a la revolución de Octubre y a la crisis del 29 fue una gigantesca socialización (o mejor dicho, estatalización) de las relaciones de producción. Por decirlo con Marx, se dio "una superación de la propiedad privada en el propio terreno de la propiedad privada".

Como sabemos, el fascismo histórico representó una variante o una articulación del "socialismo del capital". Hiperestatalismo, militarización del trabajo que no se distingue de su exaltación, apoyo público a la demanda efectiva, fordismo político (es decir, trasladado a forma de gobierno): son estos algunos de sus rasgos importantes. El modelo elaborado por Lord Keynes tuvo una realización práctica no sólo en el New Deal roosveltiano, sino también en la política económica del Tercer Reich.

La metamorfosis de los sistemas sociales en Occidente, durante los años ochenta y noventa, puede sintetizarse del modo más pertinente con la expresión: comunismo del capital. Esto significa que la iniciativa capitalista orquesta a su favor precisamente las condiciones materiales y culturales que asegurarían un sereno realismo a la perspectiva comunista. Pensemos en los objetivos que constituyen la "sustancia de las cosas esperadas" de los revolucionarios modernos: abolición del escándalo intolerable que es la persistencia del trabajo asalariado; extinción del Estado como industria de la coerción y "monopolio de la decisión política"; valorización de todo lo que hace irrepetible la vida del individuo. Pues bien, en el curso de la última década se ha puesto en escena una interpretación capciosa y terrible de esos mismos objetivos. En primer lugar: la irreversible contracción del tiempo de trabajo socialmente necesario ha ido pareja al aumento del horario para quien está "dentro" y de la marginación para quien se queda "fuera". También, y en especial, cuando es exprimido por las horas extraordinarias, el conjunto de los trabajadores dependientes se presenta como "superpoblación" o "ejército industrial de reserva". En segundo lugar, la crisis radical, o incluso la disgregación, de los Estados nacionales se explica como reproducción en miniatura, como cajas chinas, de la forma-Estado. En tercer lugar, tras la caída de un "equivalente universal" capaz de una vigencia efectiva asistimos a un culto fetichista de las diferencias: sólo que éstas últimas, reivindicando un subrepticio fundamento substancial, dan lugar a todo tipo de jerarquías vejatorias y discriminadoras. El fascismo europeo de finales de siglo se nutre del "comunismo del capital". Juega la partida en el confín incierto entre trabajo y no-trabajo, organiza a su manera el tiempo social excedente, secunda la proliferación cancerosa de la forma-Estado, ofrece refugios variables a la ausencia de pertenencia y el desarraigo que surgen del vivir la condición estructural de "superpoblación", escande "diferencias" lábiles y sin embargo amenazadoras.

4. Max Horkheimer, en su estudio de 1942 sobre el Estado autoritario, determina la base material del fascismo en la destrucción sistemática de la esfera de la circulación en tanto ámbito de la Liberté y de la Égalité. La concentración del proceso productivo por parte de los monopolios desautoriza, según Horkheimer, la apariencia de un "intercambio justo" entre sujetos paritarios en que se basa la igualdad jurídica y todo el "Edén de los derechos" burgués. Con la degradación de la libre competencia se desmorona la libertad tout court. El despotismo del régimen de fábrica, lejos de permanecer como una verdad oculta e impresentable, pasa al primer plano, pone a su servicio teatralmente el ámbito de la circulación, se convierte en modelo institucional, se afirma como auténtico nomos de la tierra. Los módulos operativos de la producción de masa irrumpen en la política y en la organización del Estado. Los procedimientos basados en el consenso (cuyo modelo es el intercambio de equivalentes) dan paso a procedimientos prescriptivos de carácter técnico, suministrados por las conexiones concretas del proceso de trabajo.

En la posguerra, el antifascismo toma acta de las condiciones materiales que habían determinado el naufragio de los regímenes liberales. En consecuencia, para no dejarse burlar por las palabras, concibe la democracia en primer lugar como democracia industrial. Titulares de la ciudadanía no son ya los individuos atomizados que interaccionan en el mercado, sino los productores. Identidad trabajista e identidad democrática tienden a coincidir. El individuo es representado en el trabajo, el trabajo en el Estado: ese es el proyecto global, ya sea realizado o relegado en el tiempo, pero en todo caso dotado de dignidad constitucional. El ocaso de la Primera república italiana no se distingue de la conflagración de ese proyecto, de la desaparición de sus propios fundamentos. Y sobre los escombros de la democracia industrial se deja ver la silhouette del fascismo posmoderno.

El peso sólo residual del tiempo de trabajo en la producción de la riqueza, el papel determinante que en ella desempeñan el saber abstracto y la comunicación lingüística, el hecho de que los procesos de socialización tengan su propio baricentro fuera de la fábrica y de la oficina, el civilizado desprecio hacia cualquier reedición de la "ética del trabajo", todo ello y más cosas aún hacen políticamente irrepresentable a la fuerza de trabajo posfordista. Si tal irrepresentabilidad no se hace un principio positivo, un eje constitucional, un elemento definitorio de la democracia, aquella, como mero "ya no", puede determinar las condiciones para una drástica restricción de las libertades.

El fascismo posmoderno hunde sus raíces en la destrucción de la esfera laboral como ámbito privilegiado de la socialización y lugar de adquisición de la identidad política.

5. Marx decía: la fuerza de trabajo no puede perder sus cualidades de no capital, de virtual "negación del capital", sin dejar de constituir al instante la levadura del proceso de acumulación. Hoy habría que decir: la fuerza de trabajo posfordista no puede perder sus cualidades de no trabajo -o sea, no puede dejar de participar en una forma de cooperación social más amplia que la cooperación productiva capitalista- sin perder al mismo tiempo sus virtudes valorizadoras. En las fábricas de la "calidad total" o en la industria cultural, es buen trabajador el que vierte en la ejecución de la propia tarea actitudes, competencias, saberes, gustos, inclinaciones maduradas en el vasto mundo, fuera del tiempo específicamente dedicado al "curro". Hoy merece el título de Stajanov quien saca provecho profesionalmente de un actuar-en-concierto que sobrepasa (y contradice) la estrecha socialidad de las "profesiones" conocidas.

La política estatal apunta a recuperar siempre desde el principio la cooperación social excedente a la cooperación laboral, imponiendo a aquella los criterios y unidades de medida de ésta. El fascismo de finales de siglo, en cambio, da una expresión directa a la "cooperación excedente": pero una expresión jerárquica, racista, despótica. Hace de la socialización extralaboral un ámbito descompuesto y bestial, predispuesto al ejercicio del dominio personal; instala en él los mitos de la autodeterminación étnica, de las raíces recuperadas, del "suelo y sangre" de supermercado; reestablece entre sus pliegues vínculos familiaristas, de secta o de clan, destinados a conseguir el disciplinamiento de los cuerpos que ya no proporciona la relación de trabajo.

El fascismo de finales de siglo es una forma de colonización bárbara de la cooperación social extralaboral. Es la parodia granguiñolesca de una política finalmente no estatal.

6. Las principales orientaciones de la cultura europea de la última década no ofrecen un antídoto, ni tampoco un indiscutible punto de resistencia al nuevo fascismo. Es más, este último distorsiona y reutiliza, en una especie de némesis ultrajante, conceptos e imágenes-del-mundo aparejados para celebrar el "fin de la historia" y de sus ritos sangrientos. En particular, el pensamiento posmoderno, que ha descrito la reducción a trabajo asalariado del saber y del lenguaje como una irrupción liberadora de las "diferencias", o como un eufórico paso del Uno a los Muchos, no puede considerarse inocente cuando es precisamente en los Muchos donde se afirman formas fascistas de microfísica del poder.

7. La crisis de la democracia representativa es interpretada, en Italia, por las Leghe y por algunas componentes de las formaciones referendarias: por tanto, por los baciabambini de la "segunda república". Son voces diversas entre sí, es más, en competencia unas con otras, pero todas hacen coincidir la descomposición de la representación (o, mejor dicho, de la representabilidad) con la restricción de la participación política y de la democracia en general. Cuidado: es cierto que no se trata de posiciones "fascistas", sino de proyectos cuya realización determina el espacio vacío, o la tierra de nadie en la que el fascismo de finales de siglo puede de hecho fortalecerse.

Hoy, el antifascismo radical consiste en concebir la crisis de la representación no ya como inevitable esclerosis de la democracia, sino, por el contrario, como la ocasión extraordinaria para su desarrollo sustancial. Dicho de otro modo, inmunizarse del "hermano gemelo" significa, hoy, elaborar y experimentar organismos de democracia no representativa. Frente a la riña furibunda entre proporcionalistas y mayoritarios (ayer), así como entre primerturnistas y segundoturnistas (mañana), parece oportuno poner sobre la mesa una pregunta de otro tenor, pero todo menos evasiva. Es esta: ¿cómo organizar los soviets de la intelectualidad de masa y de todo el trabajo posfordista? ¿Cómo articular una esfera pública radicalmente extraparlamentaria? ¿Qué instituciones democráticas -y, por esa razón precisamente, no representativas- pueden dar plena expresión política a la trama actual que forman trabajo, comunicación y saber abstracto? Preguntas de cierta urgencia, como demuestra el pequeño Tiennanmen que el pasado otoño ha empezado a pagar las cuentas al sindicato de Estado.

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Nota

Publicado en Luogo Comune es un proyecto de organización del pensamiento crítico (ya clausurado) que durante unos años ha reunido a diversos "inasimilables" del mundo militante y académico italiano. Entre sus colaboradores cuenta con participantes en la experiencia de la autonomía obrera en los años setenta -es el caso del filosofo Paolo Virno, o de Franco Berardi, Bifo, de Franco Piperno, entre otros así como de bichos raros del pensamiento italiano -entre el pensiero debole y el hegelianismo barato- es el caso de Giorgio Agamben o de Augusto Illuminati. El texto que presentamos no va firmado pero responde a una redaccion colectiva de los colaboradores de la revista.