El 11 de octubre en una tribuna de Estefanía, hace unos días una columna de Enrique Gil Calvo y desde hace algún tiempo los políticos e intelectuales próximos al partido gobernante y/ó en la nómina de PRISA, discuten con mayor ó menor grado de apasionamiento acerca de la “salud de las instituciones”, de la forma en la que las mismas son soportadas por la legitimación de la sociedad.
Se atribuye en general un peso muy destacado a la hegemonía de la cultura del pelotazo como factor degradante de la democracia y de la política. Aún cuando no se llega a identificar -como se ha hecho en Codo a Codo con el nombre de “coalición ó bloque inmobiliario rentista”- el entramado de intereses que soporta y se beneficia de esa cultura, no deja de reconocerse su carácter transversal a todos los partidos políticos, la forma en la que los efectivos de todos ellos han sido colonizados por esta especie predadora de especuladores, arribistas y testaferros ocupados en la primera industria del país, la industria inmobiliaria.
Se asigna, también por los intelectuales orgánicos de PRISA, un peso destacado en la pérdida de calidad de la democracia a la campaña de mentiras y difamaciones puestos en marcha por la derecha y sus medios afines con motivo del sumario del 11-M, del Estatuto de Cataluña ó del proceso de paz en Euzkadi. La tribuna de Juan Luis Cebrián del 12 de Octubre es uno de los más duros alegatos contra este tipo de prácticas, lo que da idea de la importancia que las conceden en el principal órgano de creación de la opinión progresista en España.
Desde la derecha se atribuye esta pérdida de calidad a las políticas del gobierno ZP, preso según ellos de los apoyos radicales con los que se sostiene y por los que se ve obligado a ceder ante las presiones de quienes atentan contra la unidad de España y amenazan a los únicos que la defienden (los políticos y electores del PP). Acusan estos mismos medios a Zapatero de haber resucitado el fantasma de las dos españas y de la extrema derecha por motivos de conveniencia electoral.
¿Hay algo de objetivo en este cruce de acusaciones ó se trata de las consabidas riñas de un tiempo electoral que de tanto prolongarse se vuelve cotidiano?. ¿Está la democracia amenazada por un proceso de degradación ó de decadencia ó de su funcionamiento el adecuado siendo la actual crispación política fruto de los inesperados resultados del 14M aún no digeridos por la dirección del PP?. ¿Hablamos todos de lo mismo cuando nos referimos a la calidad ó al estado de salud de la democracia?.
Contestar estos interrogantes ó, cuanto menos, discutirlos exigiría una extensión y un esfuerzo de profundización superiores, en todo caso, a los que podemos permitirnos aquí. Nos alcanza, no obstante, para indagar la medida en que esta democracia es capaza de atender algunas de las más apremiantes necesidades de la gente.
Podemos empezar por algo que debiera ser básico, un sitio para vivir, una vivienda. En el país con más alta tasa de viviendas por habitante de la UE, miles de personas carecen de la posibilidad de encontrar una y millones entregan a los bancos la mayor parte del fruto de su trabajo para acceder a una propiedad de la que no disfrutarán en exceso. Convertida en un medio de inversión y de lucro, tanto su carencia como el acceso a su propiedad priva efectivamente de esa” libertad real” que es atributo principal de la democracia de los ciudadanos.
Para continuar, podíamos referirnos al ámbito en que se desenvuelven nuestras vidas, la ciudad y el territorio. Ha sido reiteradamente descrito también en este boletín, el asalto de los especuladores-promotores al espacio común, una modalidad de lo que Harvey ha llamado “acumulación por desposesión”. En su virtud, la ordenación del espacio y por ende del tiempo social ha sido transferida a un grupo de poderosos que disponen sobre aspectos básicos como la ubicación de la vivienda y el trabajo, servicios básicos como la salud ó la educación, las formas de ocio y cultura, etc. La condición misma de ciudadano-el que construye y ordena, junto a sus iguales, la ciudad- ha sido efectivamente expropiada y su lugar ha sido reemplazado por la de un ávido y siempre insatisfecho consumidor para el que el derecho a decidir queda reducido a la elección-dentro de la franja de su capacidad de compra- entre marcas distintas en un contexto de uniformidad agobiante.
Situados en el territorio nuestra atención se desliza, inevitablemente, al uso de los recursos naturales. El proceso de expropiación aquí alcanza a futuros titulares de derechos, amenazados por modelos de gestión que los consumen y despilfarran a un ritmo que hace imposible su regeneración. En algún momento ¿hemos tenido ocasión de opinar sobre cuestiones tan importantes como el modelo energético ó de transportes imperante?. La cotidiana aceptación de los mismos que, según los realistas de todos los pelajes, los legitima, ¿acaso no debiera revalidarse con pronunciamientos más explícitos, previa la difusión de la información indispensable para garantizar un adecuado juicio ciudadano?.
Todo lo anterior tiene una enorme relevancia política. Pero podemos hacer referencias más explícitas a los ámbitos que convencionalmente se entienden como “políticos”. Y nos preguntamos si cuestiones tan básicas como la pertenencia ó no al estado español no debe corresponder a las comunidades que así se lo planteen. O si no debieran los ciudadanos pronunciarse explícitamente sobre la vigencia de una institución, la corona, que precedió a la Constitución que teóricamente al menos instituyó a todas las demás.
Es inevitable recordar, para explicar estas anomalías democráticas, a la forma en que fue recuperad la democracia en España. Esa forma ha sido imitada en otros países que pugnaban por salir de dictaduras y los efectos son asimismo perceptibles. Pero no todo puede ni debe explicarse por defectos de origen.
Desde entonces su devenir ha estado fuertemente determinado, como en el resto de los países por una ofensiva generalizada del capital y el estado contra su componente social, el fundamento material en Europa después de 1945, La suerte de la democracia política ha venido así asociada a la peripecia de la lucha de clases. En España ha sido claramente visible esta asociación. Los momentos de más alta expresividad ciudadana (el bienio 1976/77, la lucha anti OTAN, la s huelgas de fines del ochenta y principios de los 90, el ciclo de movilizaciones 2001/2003) corresponden a puntos de máxima conflictividad política y social. Cada uno de estos momentos, sin embargo ha ido seguido de una no por sorda menos importante contraofensiva del capital y del estado, en muchos casos como respuesta a las presiones de reajuste del capital global.
Así la política de reconversiones, inmediatamente después de los pactos de la Moncloa y hasta bien entrados los 80; las políticas de estabilidad presupuestaria y consolidación fiscal tras la huelga general del 94.
Los grupos sociales dominantes en su adaptación a una democracia política aceptada a regañadientes han presionado por su transformación en un mero régimen parlamentario donde el gobierno de los procesos productivos y las relaciones sociales en general recobraran el “orden natural de las cosas”, fortalecido por argumentos de complejidad técnica y fragmentación social, generada precisamente por la ofensiva del capital contra la composición social del mundo trabajo.