Economía política de la “globalización”, crisis de centralidad de los Estados y procesos de “desdemocratización”
Jaime Pastor

Noviembre, 2006

1. La reflexión sobre las funciones de los Estados ha de partir de un breve recordatorio de su interrelación histórica con el proceso de desarrollo del capitalismo, ya que éste se fue extendiendo a escala mundial de forma desigual y combinada, apoyándose para ello en un sistema jerárquico de Estados “nacionalizadores” y en la estructuración de unas sociedades basadas en la explotación de la fuerza de trabajo y de la naturaleza y en la prolongación del modo de dominación patriarcal. En ese proceso la soberanía territorial exclusiva de los Estados ha sido más una aspiración que una realidad, ya que ha estado siempre dependiendo de su papel dentro de la formación de un creciente mercado mundial así como de las guerras entre ellos y de su mayor o menor cuestionamiento interno en el control de sus fronteras respectivas; es decir, su lógica político-territorial de dominación y legitimación ha tenido que ajustarse o –allí donde se han producido revoluciones tendencialmente antisistémicas- ha entrado en conflicto con la lógica de acumulación capitalista e imperialista que se ha ido desarrollando espacial y temporalmente a escala mundial. En ese sentido se puede afirmar que la semi-soberanía y la cuasiestatalidad son viejas tendencias que se manifiestan ahora con mayor gravedad en muchos Estados (Arrighi y Silver, 2001: 101).

Partiendo de esta referencia general habría que evitar ciertas visiones esquemáticas que sostienen que “la economía se ha autonomizado de la política”. Por el contrario, sería más acertado afirmar que nos encontramos ante una verdadera economía política de la “globalización”, puesto que los Estados situados en el vértice de la jerarquía antes mencionada han sido motores de esa dinámica y no, desde luego, sujetos pasivos de la misma (Gowan, 2000). En primer lugar se sitúa obviamente Estados Unidos de Norteamérica, ya que dentro de la “tríada” ha sido el principal impulsor del giro iniciado a comienzos del decenio de los 70, dirigido a superar tanto la crisis del régimen de acumulación capitalista establecido tras la Segunda Guerra Mundial como la suya particular en tanto que potencia hegemónica, tras la derrota sufrida en Vietnam y la competencia que en esos momentos procedía de Europa Occidental y Japón. El golpe de estado en Chile en septiembre de 1973, la crisis del petróleo en ese mismo año y el Informe de la Comisión Trilateral sobre la “crisis de gobernabilidad” en 1975, en el marco de la derrota estadounidense en Vietnam, constituyen el punto de inflexión justamente cuando se inicia la fase de contracción de la “onda larga” iniciada desde mediados de los años 40. Desde entonces se fue diseñando una estrategia destinada a facilitar el libre movimiento de capitales (que no de personas) con el propósito de ir reduciendo los costes de la fuerza de trabajo y de lograr una recuperación de la tasa de ganancia mediante una política económica neoliberal (liberalizaciones, privatizaciones, despojo de bienes comunes) que se ha ido extendiendo a escala global, especialmente durante el decenio de los 80.

La caída del bloque soviético en 1989 ha permitido, además, una nueva ampliación del espacio territorial y social de expansión de ese capitalismo neoliberal que ha conducido a un salto adelante en el proceso de concentración de capital y de la riqueza en una minoría del planeta. Todo ello, como se sabe, ha sido facilitado decisivamente por los impactos en la organización de la producción, la distribución y el consumo de una revolución tecno-científica que, particularmente en los ámbitos de la información y la comunicación, ha modificado también sustancialmente la relación entre el espacio y el tiempo globales.

2. La potenciación por parte de los Estados que están en la “tríada” (el G-7) del papel protagonista de las Instituciones Financieras Internacionales (FMI y BM) y, luego, de la OMC, al servicio de las multinacionales, va asociada a un refuerzo del complejo militar-industrial y del intervencionismo militar (a través de la OTAN o unilateralmente, como en el caso de EEUU), y al mismo tiempo tiende a reducir la ONU a una organización subalterna respecto de las directrices que puedan provenir de las grandes potencias o de las instituciones antes mencionadas. Así, mientras éstas últimas ven su autoridad extendida a nuevas áreas, vemos por el contrario que el resto de los Estados tienden a ver limitada su soberanía no sólo en el ámbito económico sino también en el político y en el militar, a cambio –no hay que olvidarlo- de que sus clases dirigentes y elites políticas locales puedan compartir una porción de los beneficios obtenidos a través de las diversas redes de alianzas y corrupción. El mecanismo del endeudamiento externo ha servido para crear además un circulo vicioso que condena a la quiebra a un número creciente de Estados que incluso en el pasado habían sembrado la ilusión de llegar a formar parte del “centro”; el ejemplo de Argentina es suficientemente ilustrativo de todo este proceso.

En ese nuevo contexto, y a medida que se ha comprobado los límites del nuevo “modelo” de acumulación (y de la “nueva economía”) para crear las condiciones de una fase larga de crecimiento y frenar los llamados “riesgos sistémicos” generados especialmente por el capital financiero especulativo (que cuenta, además, con los paraísos fiscales o “Estados piratas” como refugios seguros), estamos viendo también la configuración de áreas regionales diferenciadas, controladas a su vez por una o varias grandes potencias, las cuales tienden a combinar neoliberalismo y neoproteccionismo en sus relaciones con sus periferias respectivas en el Sur y con sus competidores en el Norte, mientras relegan a otras al mero “ostracismo” (Mann, 2002).

3. Si lo anterior caracteriza el ámbito de lo económico, en lo político a lo que asistimos es a un proceso de “desdemocratización” que supone una discontinuidad con la tendencia histórica abierta tras la caída del fascismo y del nazismo, al menos en Europa. No hace falta añadir que este giro autoritario se ha visto profundizado tras los atentados del 11-S en dos planos fundamentales: uno, el de anteponer la búsqueda de la “seguridad ciudadana” frente a la protección de derechos y libertades; y otro, el de afirmar la superioridad de la “civilización” occidental frente a otras culturas, convirtiendo así a los inmigrantes –especialmente a los procedentes de países árabes, africanos y asiáticos- en “enemigos” potenciales. Nos encontramos así con que los mismos mecanismos de la democracia representativa se ven cada vez más devaluados, a lo que se suma la exclusión de la condición de ciudadanía de un número creciente de residentes (legales e “ilegales”), al mismo tiempo que aumenta una desafección ciudadana hacia las instituciones que conduce a la abstención, al voto a formaciones políticas distintas de las que se mueven en el “centro” político o, en fin, a la incorporación a las nuevas movilizaciones sociales. La respuesta “desde arriba” para compensar las limitaciones del instrumento empleado hasta ahora para legitimar a los gobiernos –las elecciones periódicas- se está buscando en lo que se ha dado en llamar “gobernanza”, la cual no es sino una fórmula para ir alcanzando una legitimidad de ejercicio mediante la cooptación de sectores de la “sociedad civil” que puedan avalar las políticas neoliberales (Moreno, 2001). El comportamiento del FMI, de EEUU y de gobiernos como el español de Aznar ante el golpe de estado frustrado en Venezuela en abril 2002 fue también una demostración elocuente de lo que puede significar la búsqueda “internacionalista” de esa “gobernanza” en el caso de que en determinado país geoestratégicamente importante estén en el poder fuerzas que no sean del agrado de los grandes poderes económicos, políticos y...mediáticos, pese a que hayan accedido al gobierno por la vía electoral; de ahí que se hayan introducido nuevos objetivos, más precisos, como la necesidad de “Estados-mercado” y del “buen gobierno” (Bobbitt, 2002), confirmando así la voluntad de forzar la resignación general de las distintas variantes de gobierno ante la prioridad de obedecer al “imperativo sistémico” del mercado mundial (Altvater y Mahnkopf, 2002: 353).

4. En el plano militar, la declaración de “guerra global” y de un “estado de excepción permanente” por parte de EEUU ha servido también para favorecer una mayor soberanía ilimitada de esa “hiperpotencia”, dispuesta a intervenir en cualquier parte del mundo siempre que considere que existe una amenaza “terrorista” y sin necesidad de contar con el aval de la ONU o de sus propios aliados. Esta dinámica, abierta ya a partir de su ofensiva en Afganistán desde el 7-O de 2001 y acentuada con la guerra de Iraq a partir de marzo de 2003, constituye sin duda un cuestionamiento radical de los relativos –y contradictorios- avances que se habían ido logrando hasta ahora en el ámbito del derecho internacional y de la búsqueda de unas reglas del juego que impidieran el unilateralismo de una u otra potencia. Es en este terreno donde la soberanía efectiva de la mayoría de los Estados aparece vulnerada, dada la superioridad aplastante de EEUU incluso respecto de sus aliados –y, a la vez, competidores en el plano monetario- europeos.

Pero, como ya sabemos, ese unilateralismo es empleado sobre la base de un doble rasero a la hora de la toma de posición ante conflictos y crisis políticas que se suceden en distintas zonas del mundo. Ejemplo manifiesto de esto es la actitud estadounidense ante la crisis abierta en Palestina, zona en la que el régimen israelí ha sabido aprovechar el nuevo escenario global “antiterrorista” creado tras el 11-S para emprender una nueva ofensiva contra la lucha del pueblo palestino por sus derechos nacionales. La evolución de esta confrontación será sin duda un “test” de la capacidad o no para imponer un nuevo “orden” por parte de EEUU y su fiel aliado, el régimen racista de Israel, en una región estratégicamente clave, en donde se mantiene la incertidumbre sobre el futuro de Iraq como Estado unitario o federal y países como Siria e Irán (especialmente éste por su capacidad nuclear) siguen siendo percibidos como “amenazas”.

5. Una de las consecuencias cada vez más visibles del proceso de “globalización” del proyecto capitalista neoliberal ha sido la globalización creciente de la crisis ecológica derivada de sus efectos destructivos en el conjunto de la biosfera planetaria: el cambio climático es su manifestación más evidente, ya que en su aceleración juega un papel clave la utilización intensiva y extensiva de recursos energéticos no renovables para el mantenimiento del actual “modelo” de producción, distribución y consumo. El Protocolo de Kyoto ha sido un intento de alcanzar una respuesta consensuada de la mayoría de los Estados a esa tendencia al calentamiento del planeta y a sus efectos en la intensificación y duración de determinados fenómenos climáticos. No obstante, la tensión entre la responsabilidad ambiental y la garantía de la “competitividad” de las economías “nacionales” ha limitado los objetivos en ese terreno y sigue encontrándose con fuertes resistencias por parte de muchos Estados, especialmente de aquéllos que juegan un papel clave dentro de la economía global (EEUU, China).

A todo esto se suma la continuación del proceso de proliferación de las armas de destrucción masiva, en particular de las armas nucleares, no sólo en los países del “Centro” sino también en otros “semiperiféricos” y “periféricos”, confirmando así la función simbólica de ese tipo de armas como fuente de poder y como instrumento disuasorio en caso de conflicto armado. También aquí se pueden comprobar los límites de los acuerdos internacionales y el “doble rasero” que practican determinadas grandes potencias.

6. En resumen, el sistema de Estados vigente sigue siendo necesario para el funcionamiento del capitalismo -y por eso, entre otras razones, no son convincentes las tesis de Hardt y Negri en Imperio- , si bien sus funciones se han visto reequilibradas en el sentido de ir reduciendo la dimensión social -relacionada con el reconocimiento de una serie de derechos que se estaba extendiendo a otros países más allá del “Centro”- y de reforzar paralelamente las que tienen que ver con la “regulación de la desrregulación” y, sobre todo, con el control social sobre la ciudadanía y los movimientos de una fuerza de trabajo (cada vez más segmentada y con un peso creciente de mujeres e inmigrantes) de un país a otro. Por eso se puede sostener que en el período histórico actual la mayoría de los Estados tienden ahora a ser “anoréxicos” en lo social y “bulímicos” en lo coercitivo, tanto hacia fuera como hacia dentro, particularmente si se encuentran con movimientos sociales que cuestionan las políticas neoliberales. El hecho de que muchos de esos Estados no cuenten con el poder infraestructural suficiente para imponer sus políticas frente a ese tipo de movimientos, sin fuerza para imponer alternativas diferentes pero capaces de deslegitimar las políticas dictadas por las IFI y EEUU, hace que la categoría de “Estados fallidos” sea ya empleada por los propios expertos del sistema en muchos casos como constatación del fracaso del neoliberalismo en su propósito de lograr al menos un grado suficiente de legitimación social en una parte importante del planeta. Para paliar esa tendencia al aumento de Estados en quiebra o inviables se diseñan nuevas estrategias de “nation building” y “state building” (Fukuyama: 2004) que, no obstante, chocan con contextos notablemente diferentes -y empeorables- del que presidió la emergencia y desarrollo del sistema de Estados europeo.

Sólo se situarían fuera de esas zonas de hegemonía estadounidense los llamados “Estados canallas”, convertidos ahora en “eje del mal”; éstos, rechazando por distintos motivos integrarse dentro de aquéllas, se convierten en “blanco” predilecto del nuevo discurso militarista que, sin embargo, no puede ocultar la existencia de unos intereses geoestratégicos en cada caso, como ya hemos podido comprobar en Afganistán en relación con el área del Caspio y la lucha por el control del acceso a recursos tan fundamentales para “Occidente” como son el petróleo y el gas natural; y, luego, como seguimos viendo, en Iraq y el Golfo Pérsico-Arábigo (Klare, 2003).

En ese contexto de transformación del mapa geopolítico y geoeconómico global se está produciendo una crisis de hegemonía del imperialismo estadounidense que, sin embargo, no ha sufrido retrocesos o derrotas significativas de su proyecto de “primacía global”, hasta el punto de que se ha llegado a afirmar que nos encontramos ante la hipótesis de un proyecto de “Estado imperial” que abarcaría por primera vez en la historia el conjunto del capitalismo global (Gowan: 2004), si bien no parece que el mismo sea viable bajo el modelo neoconservador y fundamentalista actual sino, en todo caso, mediante la búsqueda de un “liderazgo consensual” (Brzezinski: 2005). Su gran “fuerza” continúa siendo la ausencia de relevo a corto plazo por parte de otras grandes potencias miembros de la “tríada”, ya se trate del núcleo central de la UE (Alemania y Francia), de Japón o de la potencia económica ascendente china, ya que cada una de ellas muestra también notables debilidades y dependencias respecto a EEUU, especialmente desde el punto de vista militar y de control geoestratégico de áreas clave. No es misión de estas notas abordar los conflictos e intentos de reequilibrio y reajuste de alianzas entre todas ellas y me remito a los trabajos de Arrighi, Harvey o Gowan, entre otros; en todo caso, lo que me parece importante destacar es que el sistema de Estados se encuentra de nuevo en medio de tendencias y contratendencias a la reorganización y modificación de sus relaciones de fuerzas geopolíticas y geoeconómicas, apuntando unas a la creación de “panrregiones” y otras al refuerzo de distintas formas de “nacionalismos de Estado”, bien competitivos de mercado en el “centro,” bien proteccionistas frente a ese mismo “centro” en la “semiperiferia” y en aquellos “periféricos” que cuentan con recursos geoestratégicos importantes.

Entrando más concretamente en el ámbito europeo, es en esta zona donde probablemente encontremos más claramente reflejada la tendencia a la crisis de centralidad del Estado-nación, debido a que el grado de interdependencia económica y comercial entre los países miembros de la UE se ha ido reforzando hasta el punto de que se han producido cesiones de soberanía en aspectos tan fundamentales como la política monetaria y comercial con el fin de poder estar en mejores condiciones de competir con los otros polos de la “tríada” en el marco de la “globalización”. Es en ellos donde se observa también que en realidad lo que ha entrado en crisis ha sido el Estado Nacional Keynesiano del Bienestar para ir dejando paso al Estado del “Workfare” Schumpeteriano, basado en “el interés en promover la innovación y la competitividad estructural en el campo de la política económica y el interés en promover la flexibilidad y la competitividad en el campo de la política social” (Jessop, 1999: 75).

En esa transición hacia otro “modelo” los Estados se han ido transformando “de un ente amortiguador entre las exigencias de los mercados internacionales y los intereses (sociales) de los ciudadanos a un adaptador de estos intereses a las exigencias de los mercados sin fronteras”(Altvater y Mahnkopf, 2002: 349). Por tanto, los Estados siguen siendo actores importantes pero se adaptan a esas exigencias poniendo en cuestión las políticas sociales hasta entonces desarrolladas. Pero es ese mismo cuestionamiento el que va debilitando su grado de legitimidad interna ante sectores significativos de la ciudadanía, la cual se agrava mucho más en el marco de aquellos Estados “nacionalizadores” que no consiguieron impedir el reforzamiento de las distintas identidades nacionales y culturales que histórica o recientemente se expresan en sus respectivos marcos territoriales. Así, en la UE es más fácil observar la pluralidad de actores geopolíticos que en las distintas escalas local, regional-nacional o eurorregional la atraviesan desafiando la resistencia de los Ejecutivos estatales a ceder protagonismo en el proceso de toma de decisiones dentro de la UE.

7. La tendencia a la configuración de lo que Habermas ha definido como una “política interna del mundo” (facilitada por la posibilidad de observar, en “tiempo real”, a través de los medios de información y contrainformación multimedia y cibernéticos, cualquier acontecimiento en cualquier parte del planeta), en la que las decisiones fundamentales son tomadas por un bloque de poderes restringido y hegemonizado por una tríada asimétrica, se ha ido combinando con la crisis de las vías predominantes de integración de unas mayorías sociales en el “centro” a través del empleo estable y del progresivo reconocimiento de una serie de derechos sociales. Los resultados de ese doble proceso han sido el vaciamiento de las funciones que ejercen las democracias representativas nacional-estatales, subordinadas a la “fast policy” (Jessop: 2003) practicada por los gobiernos, sólos o en el marco de los órganos formales o informales de decisión (UE, G-7...), y la desafección ciudadana ante las instituciones electas, los partidos y la “política” en general (Pharr y Putnam: 2000), con mayor razón cuando la “inseguridad social”, el deterioro de los servicios públicos y la “flexplotación” reducen el tiempo libre para poder participar en política y contrastan abiertamente con la proliferación de una “clase público-privada” (Pizzorno: 2003), surgida al calor de la “globalización” financiera y de su papel de intermediaria entre los grandes poderes económicos y el poder político estatal, con la corrupción como secuela generalizada.

Esa constatación de que en los marcos nacional-estatales se impone el “imperativo sistémico” que impide cuestionar la “politics” dominante y sólo permite gestionar sus “policies”, es decir, las formas de aplicar las grandes decisiones tomadas en otros ámbitos, contribuye a generar esa desafección, expresada a través de la abstención creciente, el aumento del votante flotante, el declive de la alineación partidista, la irrupción de nuevos “catch-all protest parties” o el recurso a formas de acción colectiva no convencional. Todo lo cual no impide que periódicamente puedan producirse momentos electorales críticos en los que la participación pueda aumentar significativamente, en función de líneas de fractura en torno a neoconservadurismo vs. social-liberalismo o a la divisoria de identidades nacionales; pero incluso en estos casos la legitimidad de origen alcanzada por los nuevos gobiernos se puede ver muy pronto impugnada por los efectos mismos de la “fast policy” cuando se adopten decisiones que choquen con la opinión de una mayoría social y cuestionen, por tanto, su legitimidad de ejercicio como tales gobiernos, ya sea en cuestiones de política social o de política de “defensa”.

8. Como conclusiones provisionales de este trabajo podríamos apuntar las siguientes:

-Existe una tendencia a la erosión de la soberanía de la mayoría de los Estados “periféricos” y “semiperiféricos” en distintos ámbitos, como el económico, el social, el informativo y comunicacional, el militar y el ecológico, que contrasta, sin embargo, con la de una mayor soberanía externa por parte de los principales Estados del “centro” y, particularmente, de EEUU (sobre todo si adoptamos la definición schmittiana de “soberanía” como capacidad para decretar el estado de excepción o de guerra).

-Pero la función extraeconómica de los Estados de control social, coercitivo y biopolítico de las poblaciones en sus fronteras territoriales respectivas sigue siendo importante, reflejándose todo ello en la tendencia a la transformación de los Estados de derecho en Estados penales y guardianes del “orden público” y en la resistencia a transformarse en Estados compuestos de base federal plurinacional y pluricultural; todo ello en función de garantizar tanto la “estabilidad política” y la “confianza inversora” necesarias como el grado de legitimación suficiente que todavía proporciona la identidad “nacional-estatal”.

-Asistimos, por tanto, a procesos de “desterritorialización” en unas esferas y a procesos de “reterritorialización” en otras, siendo el ejemplo más emblemático de esas tendencias aparentemente contradictorias el fenómeno de las migraciones masivas del Sur al Norte, ya que “la inmigración constituye un ámbito estratégico para indagar acerca de los límites del nuevo orden: propicia la renacionalización de la política y del concepto de la importancia del control soberano sobre las fronteras y, sin embargo, se halla imbricada en una dinámica, de mayor alcance, de transnacionalización de los espacios económicos y de las legislaciones sobre derechos humanos” (Sassen, 2001: 18-19)

-En ese contexto de transición lo que ha entrado en crisis en los países del Norte ha sido el “modelo” de Estado Nacional Democrático del Bienestar y de Derecho, es decir:
-el Estado aparece más como un “power connector” (estado nodal o red dentro de un sistema político más amplio) que como un “power container” (de distritos industriales, ciudades globales y capitales nacionales o regionales) (Jessop, 2003) y, por lo tanto, pierde centralidad
-el Estado histórico uninacional ve debilitada su capacidad de cohesión identitaria en un contexto en el que la diversidad nacional y cultural se refleja con mayor fuerza dentro de sus propias fronteras, generando así conflictos de identidades y de legitimidades
-ese déficit de legitimidad del Estado se ve agravado tanto por el recurso a la “fast policy” por parte de los Ejecutivos estatales –en tanto que gerentes del “Estado competitivo de mercado”-, en detrimento de la soberanía popular y de las instituciones representativas, como por la tendencia a dejar en manos del mercado la garantía de prestación de servicios y de regulación de derechos sociales básicos
-las consecuencias de todo lo anterior se reflejan en procesos de desintegración social que generan desafección ciudadana, comportamientos anómicos y desarrollo de movimientos y formas de acción colectiva de protesta no convencionales, frente a las cuales el garantismo jurídico en el ejercicio de libertades y derechos políticos fundamentales está dejando paso a las legislaciones de excepción y al endurecimiento del Código Penal, aplicables a un número creciente de “grupos de riesgo” y “espacios peligrosos”, asociados además a las “nuevas amenazas” (“terrorismo internacional”, inmigración ilegal...), tal como son definidas desde “Occidente” (Portilla: 2005).

-El debilitamiento estructural y organizativo de la fuerza de la clase obrera y de los movimientos obreros en Occidente que se ha ido produciendo a través de la “flexplotación” y de una creciente identificación de las grandes organizaciones sindicales y formaciones políticas de izquierda con sus respectivos “Estados competitivos de mercado”, ha constituido un factor clave para entender por qué, junto a la agravación de las desigualdades sociales, se han producido tan significativos avances en los procesos de “desdemocratización” actuales. Porque, frente a los mitos dominantes, los procesos de democratización vividos a lo largo del siglo pasado no fueron debidos al “mercado” ni a la “propiedad privada” sino que encontraron su principal motor en las contradicciones que fue generando el capitalismo, en la relación estrecha entre lucha contra la desigualdad social y extensión progresiva del “demos” y en la consiguiente presión que a favor de nuevos derechos y libertades –incluida la reducción creciente del tiempo de trabajo remunerado- ejerció el movimiento obrero, seguido luego por los diferentes movimientos sociales que han ido emergiendo contra las diversas formas de desigualdad e injusticia.

REFERENCIAS


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Bobbitt, Philipp (2002). The Shield of Achilles. War, Peace and the Course of History. Londres: Allen Lane
Fukuyama, Francis (2004). La construcción del estado. Hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI. Barcelona: Ediciones B
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