COMPATIBILIDAD MOVIVIMIENTO ECOLOGISTA-POLÍTICA INSTITUCIONAL
José Antonio Errejón
Noviembre, 2006

Estas notas están redactadas después de haber dado una charla sobre la necesidad de compatibilizar el movimiento ecologista con la gestión institucional. Lo primero que debo decir después de la charla es que estoy menos convencido de tal posibilidad que cuando mi amigo, alcalde en un pequeño pueblo de Castilla y León, me propuso darla. Pero adelanto conclusiones que intentaré fundamentar.

He articulado mi intervención sobre tres puntos que, de alguna manera, ordenarán también estos comentarios:

- Un breve repaso a la historia reciente, fijando mi atención en algunos ámbitos relevantes (internacional, sociedad civil, economía, etc).
- Una breve descripción de algunos de los principales problemas ecológicos en el Estado español (aguas, incendios forestales, CO2).
- Una enunciación de las condiciones que harían posible la deseada compatibilidad

Un breve repaso histórico.-

La historia de estas cuatro últimas décadas, sobre las que mi memoria puede detenerse, está inevitablemente asociada con los cambios globales sobrevenidos al final de lo que se ha dado en llamar los “treinta gloriosos” del siglo XX. Utilizo este concepto aún a sabiendas de su equivocidad y las fundadas críticas de que ha sido objeto y paso a examinar la evolución subsiguiente:

- En los setenta del pasado siglo se oficializa la preocupación de la comunidad internacional por los problemas del medio ambiente .La conferencia de Estocolmo incorporó a la agenda de la comunidad internacional la temática del medio ambiente. Los Estados nacionales, para homologarse, han debido incorporar a su ordenamiento jurídico algún tipo de norma de protección del ambiente (en España, en el mismo año de Estocolmo, se promulga la ley de protección del ambiente atmosférico), generalmente relacionadas con la contaminación de origen urbano e industrial.

Simultáneamente hace su aparición un movimiento social en defensa del medio ambiente, en general impulsado por sectores de clase media vinculados con la investigación y la docencia, y que prácticamente desde sus albores expresa claramente dos sensibilidades: la conservacionista ó “pajaritera”, muy vinculada a la tradición naturalista y a las facultades de Biológicas y la radical, frecuentemente asociada al movimiento antinuclear. Una disociación que se mantendrá durante décadas (¿ha desaparecido?) y que determinará actitudes distintas cuando no enfrentadas, especialmente cuando la llegada de partidos socialistas al gobierno haga posible el establecimiento de mecanismos de colaboración antes impensables -que llevan a algunos representantes del movimiento a desempeñar responsabilidades relevantes y a institucionalizar instrumentos de financiación públicas para alguno de estos grupos-.

Buena parte del devenir de la política ambiental en nuestro país en estas cuatro últimas décadas puede explicarse en función de la dialéctica que hemos enunciado. Pero, naturalmente, hay otros y más relevantes factores. El principal está relacionado con la peculiar morfología del capitalismo español. La crisis económica de los setenta y la política de reconversiones industriales de los ochenta han dado un golpe de muerte al tradicionalmente débil capitalismo industrial. En su lugar, ha florecido una “industria” singular porque no produce nada, la industria del suelo. Ya desde los años sesenta y respondiendo a las necesidades de alojamiento del proletariado procedente de la emigración, por un lado, y a la expansión del sector turístico, por otro, se han desarrollado un conjunto de empresas de promoción inmobiliaria y de la construcción cuya influencia y capacidad de presión ha conseguido sobrevivir y aún superar a las conseguidas en el régimen franquista. Si a ello añadimos el importante peso de la obra pública en nuestro país, desde las épocas autárquicas del franquismo hasta las grandes inversiones de nuestra época pasando por las de la época tecnocrática, es fácil comprender las dimensiones de esta industria que ha terminado por ser absolutamente hegemónica en el poco diverso “ecosistema” económico español.

El capitalismo inmobiliario, sustentado cuando no controlado por un capitalismo financiero muy fortalecido por las ayudas estatales, ha podido así dictar su ley, colonizando una parte creciente del territorio y expulsando de él actividades tradicionales como la agricultura y la industria con el incontestable argumento de su superior rentabilidad. En virtud de este proceso, el suelo y el espacio han sufrido un aceleradísimo proceso de cambios de uso que ha colocado a España como el país a la cabeza de la UE en cuanto a la tasa de artificialización del territorio se refiere.

Las consecuencias en términos ecológicos, sociales y económicos no han dejado de sentirse: desertización y abandono de cultivos con sus secuelas de aumento de la erosión y los incendios forestales, crecimiento desmesurado de la población urbana con el consiguiente incremento de los residuos urbanos y la contaminación del aire y el agua, aumento del espacio natural ocupado por infraestructuras y por urbanizaciones, concentración de la mayor parte de la población en el litoral mediterráneo como consecuencia de la ubicación de dos actividades económicas tan importantes como el turismo convencional y la agricultura de regadío.

Todo este complejo de impactos ecológicos ha provocado la emergencia de un vigoroso aunque minoritario movimiento de defensa de la naturaleza y el ambiente con las características antes descritas que ha sido capaz de estructurar un discurso crítico hacia el modelo de desarrollo y las pautas dominantes de consumo, al tiempo que aportaba un útil elemento de reflexión y renovación a la izquierda anticapitalista (que, me temo, ésta no ha sabido aprovechar).

-La década de los ochenta es, como en otros aspectos, crucial en la evolución de la política ambiental: En primer lugar porque la Constitución de 1.978 recoge en su art. 45 “el derecho de todos a un medio ambiente adecuado…”. Y a pesar de su escasamente afortunada fórmula y, sobre todo, que su ubicación en el texto constitucional le privan de la fuerza normativa de un auténtico derecho subjetivo, esta proclamación no ha dejado de tener utilidad para cuantos nos hemos empeñado en la defensa del medio ambiente.

En segundo lugar por los efectos de la incorporación de España a las Comunidades Europeas en 1.985 y de su Derecho derivado ambiental a nuestro ordenamiento jurídico.

En tercer lugar por la promulgación de leyes como las de aguas, costas y conservación de la naturaleza, que han establecido el carácter demanial de los recursos naturales básicos y creado potentes figuras de protección y ordenación en el uso de estos recursos.

El movimiento ecologista, por su parte, ha vivido esta década en la contradicción entre su desarrollo autónomo, incluyendo la propuesta de formación de un partido político verde, y la colaboración con un gobierno socialista en el que, lógicamente, se tenían depositadas esperanzas de cambio. El balance de esta disyuntiva ofrece resultados desiguales pero el saldo neto- en términos de ampliación y extensión del movimiento y de generalización de una cierta conciencia ecológica difusa- creo que resulta positivo.

Mucho más desde luego que el del Gobierno y las administraciones públicas para atajar ó cuanto menos reducir los graves problemas en nuestro país. Con la excepción de Alfonso Guerra, los gobiernos de Felipe González y las ejecutivas federales del PSOE han carecido de una preocupación ecológica digna de tal nombre. La comprensible preocupación por acortar la distancia en términos económicos que nos separaba de los países del centro y norte de Europa no ha dejado hueco a esta clase dirigente para enfrentarse a los retos ambientales y, mucho menos, para asimilar el concepto de desarrollo sostenible que ya impulsaban algunos dirigentes socialdemócratas europeos. -Solo con la creación del Fondo de Cohesión, con ocasión de la aprobación del tratado de Mastricht, se han habilitado políticas relativamente efectivas en materia de saneamiento y depuración de aguas continentales, de restauración hidrológica forestal ó de gestión y tratamiento de residuos. Pero, para entonces, la magnitud de los problemas, agravada por los años de hegemonía productivista y depredadora, ha desbordado el alcance de estas medidas, uniéndose a las dimensiones catastróficas de los problemas de la pérdida de la diversidad biológica y el cambio climático. Ya estamos, además, en los años noventa y las obligaciones derivadas de la política de estabilidad presupuestaria, que Solbes ha inaugurado en España y de las que ha sido celoso guardián como comisario de la UE, impiden excesivas alegrías presupuestarias en las políticas sociales y ambientales.

La llegada del PP al Gobierno no representará, por tanto, ningún corte brusco sino una continuidad acentuada, en todo caso, por el trasnochado desarrollismo de la derecha española y su endeudamiento al conglomerado de intereses beneficiario principal de las elevadas tasas de crecimiento de la economía española desde 1.995. El gráfico que muestra la evolución de las emisiones de CO2 en los últimos años (ver Anexo) es bien elocuente de la calidad y la sostenibilidad ecológica de este modelo de crecimiento. Sus expresiones más llamativas están relacionadas con la expansión del mercado inmobiliario y la continuidad de la política de construcción de grandes infraestructuras del transporte que han colocado a España a la cabeza de los países de la UE15 en cuanto al peso del sector transporte por unidad de renta, así como en términos de ineficiencia energética y del uso de materiales y recursos naturales se refiere. Esta cosecha ha motivado un cierto resurgir del movimiento ecologista, esta vez como movimiento ciudadano de masas (tras la acumulación de esa conciencia difusa a la que antes nos referíamos) que ha sido capaz de colocar al gobierno del PP en difíciles situaciones políticas, al tiempo que señalaba límites irrebasables para futuros gobiernos(p.ej. con las movilizaciones contra el PHN ó por la catástrofe del Prestige).

-La etapa abierta el 14 de marzo del 2004 es, también en términos de política ambiental, bien distinta de la anterior y de las que la precedieron. Pues se desarrolla bajo las condiciones generales de un pacto no escrito entre el partido gobernante y la mayoría social que se movilizó para derrotar a las políticas del PP y que en términos ambientales implica compromisos determinados no solo en cuanto a los objetivos, sino en cuanto a la forma misma de gobernar.

Moviéndose a impulsos del cumplimiento de la normativa comunitaria, de un lado, y en función de la satisfacción de su demanda electoral de otro, el gobierno del PSOE desarrolla una política ambiental correcta con el consenso y el apoyo de las instituciones académicas y las organizaciones de defensa del medio ambiente, beneficiarias ambas de las ayudas del ministerio de Medio Ambiente.

Podría decirse, en cierto modo, que la política de la ministra Narbona sería la primera que estaría satisfaciendo las condiciones de compatibilidad entre la gestión institucional y el movimiento ecologista. A tal punto que, en ocasiones parece que hubiera una auténtica división de tareas entre uno y otro. La denuncia de un problema por algún grupo ecologista en ocasiones es seguida de inmediato por el anuncio oficial de la aprobación de alguna medida ó programa para remediarlo. Están dadas, pues, las condiciones para acometer un salto cualitativo en la política ambiental en España, colocándola al mismo nivel de importancia que tiene en otros países de la UE, con el inestimable apoyo de un importante consenso ciudadano. Sería lógico suponer, en consecuencia, que se han afrontado de verdad los problemas ecológicos en nuestro país.

Personalmente no lo creo. Creo que Zapatero y Narbona son políticos progresistas y bienintencionados pero operan en un campo y una estructura de oportunidades que les hace prácticamente imposible siquiera imaginar escenarios no dominados por la búsqueda de acumulación de capital.

Con esos límites, la política ambiental es una política orientada por el imperativo de maximizar la eficiencia en la asignación de los recursos naturales de forma que quienes los usan, los paguen en la cuantía más aproximada posible a su coste de producción. Orientación, como se ve, asociada a la doctrina económica que contempla los problemas ambientales como el efecto ó el resultado de una mala asignación de los recursos fruto a su vez de la inexistencia de mercados ó de “fallos” de los existentes. Y corregible esencialmente por medio de la asignación de derechos reales (de propiedad y otros) sobre los recursos y sobre los desechos. Los Planes nacionales de asignación de cuotas de emisiones de CO2 son un buen ejemplo de este tipo de concepción y de política.

En materia de aguas, el principio de recuperación de costes consagrado en la directiva marco de la UE del año 2003 pretende, a través de una mejora progresiva en la eficiencia en la asignación del recurso, reducir los déficits en cantidad y calidad del mismo, al tiempo que recauda los recursos suficientes para financiar las inversiones necesarias para hacer frente a las actuales demandas.

Estamos, pues, en presencia de una política inequívocamente neoliberal que deberá producir efectos en las decisiones y las pautas de conducta de las empresas y los usuarios, probablemente reduciendo algunos de los problemas existentes en nuestro país. Y que podría ser perfectamente asumida por un gobierno del PP garantizando así su continuidad y la mayor eficacia de su aplicación, contando además, en lo esencial, con el precioso consenso del movimiento ecologista, ya en su etapa de madurez.

La pregunta, sin embargo, sigue planteada: ¿puede este tipo de política hacer realmente frente a la crisis ecológica que vive nuestro país?. Para contestarla es preciso primero justificar el uso del término “crisis ecológica”, para describir a continuación sus rasgos específicos en nuestro país.

Los rasgos de la crisis ecológica en España.-

Omitiré en este punto la enunciación de los llamados problemas ambientales de sobra conocidos por cualquiera que se ocupe de estos temas hace algún tiempo. Mi propósito es justificar la noción de crisis ecológica y describir sus principales características, aquellas que le otorgan su condición crítica y la hacen inmune a las políticas ambientales convencionales. Todas ellas tienen que ver con la forma en que históricamente se ha producido el desarrollo capitalista. Afectan, desde luego al modo de producción, distribución y consumo pero también a la intervención del Estado en el territorio y las relaciones sociales; y, en fin, a la psique individual y colectiva dominante, al peculiar tipo antropológico que habita esta parte del planeta.

Están descritos de forma suficiente los fundamentos y factores de crecimiento de la economía española. A nuestros efectos presentan unas manifestaciones rotundas en términos de una acusada ineficiencia energética, un muy elevado grado de utilización de materiales y recursos por unidad de renta, un peso asimismo elevado del transporte sobre el PIB, un consumo de agua per cápita superior al promedio de la UE15 y un volumen de generación de residuos per cápita también superior al promedio de la UE. La economía española es, pues, ineficiente, despilfarradora y muy intensamente productora de nocividades. El crecimiento económico y el bienestar social (¿) en España son muy caros en términos ecológicos.

Las causas son asimismo conocidas y no se repetirán. La economía española ha sido sometida con éxito a la disciplina de la política de estabilidad presupuestaria. En términos ecológicos, desgraciadamente, no ha habido política de estabilidad alguna. La sociedad, el conjunto de los hogares y las empresas, han sido impulsados por diversos y eficaces medios a una incesante carrera por el consumo y el gasto. Respondiendo a estos estímulos los españoles hemos comprado más coches, electrodomésticos y otros bienes perecederos, hemos consumido más agua y energía, hemos importado más bienes y servicios y hemos generado más residuos y contaminación per cápita que el promedio de la UE.

Hemos estado y estamos embarcados en una disparatada huida hacia delante impulsada por los gobiernos del estado ,las CC.AA. y los municipios que no han dudado en elevar al máximo la presión de la única industria realmente existente, la industria de producción de suelo urbano. En el desarrollo de esa industria se han colisionado los intereses de un amplio espectro de grupos económicos, clanes y partidos políticos, burocracias administrativas y amplios sectores participantes en la mayor oleada especulativa que ha conocido la historia de España.

Este auténtico bloque histórico (bloque inmobiliario-rentista lo he llamado en reiteradas ocasiones) articulado en torno al reparto de las ganancias derivadas de la explotación del suelo es el auténtico bloque dominante en nuestro país e integra la representación de todos los partidos políticos del sistema, gobernando por tanto la inmensa mayoría de las administraciones públicas. Miles de concejales y alcaldes, consejeros y altos cargos autonómicos, funcionarios de las administraciones regionales y locales (sin olvidar algunos relacionados con las infraestructuras favorecedoras del modelo de urbanización extensa), promotores inmobiliarios constructores, abogados y procuradores (sin descartar funcionarios de los registros y el catastro) y el capital financiero como coordinador y director de orquesta, están participando de este suculento botín y han configurado un verdadero régimen político y social que es la verdadera “materia” de las instituciones formalmente amparadas por la Constitución de 1.978.

En forma análoga a los efectos de deforestación generados en la España del siglo XIX por las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, los efectos ecológicos del actuar de este régimen inmobiliario-rentista están siendo devastadores en dos aspectos interrelacionados entre sí:

-En primer lugar generando un acentuado desquilibrio territorial con la concentración de la mayoría de la población en el litoral (sobre todo mediterráneo) y en las ciudades, con la proliferación del fenómeno de las periurbanizaciones estimulado por la construcción de grandes infraestructuras que ponen en valor (con las inversiones necesarias para ello a cargo del contribuyente, claro está) espacios de otra manera escasamente atractivos y responsable del exponencial aumento del número de automóviles y desplazamientos experimentado en la década de los noventa. El resultado de todo este proceso es una elevada tasa de artificialización de los usos del suelo (la más elevada de la UE15 en los últimos diez años) con la consiguiente presión sobre el mundo rural y los sistemas naturales y los efectos y secuelas que le están asociados (abandono de cultivos, erosión y desertificación, incendios forestales, pérdida de diversidad biológica y de los ecosistemas frágiles, etc). Este proceso de artificialización se expresa también de forma llamativa en el espectacular aumento en el consumo de energía y de combustibles fósiles en particular, lo que a su vez ha determinado un incremento en las emisiones de CO2 que hace ya prácticamente imposible cumplir con las obligaciones derivadas del protocolo de Kyoto por tímidas que estas fueran.

-El segundo aspecto reviste, en mi opinión, aún más gravedad que el primero y tiene que ver con la configuración del tipo antropológico dominante en nuestra sociedad (creo haberme referido ya a este aspecto). El asentamiento del régimen inmobiliario rentista ha influido en la aparición de un tipo de subjetividad muy dominada por valores elitistas, desenraizada de cualquier territorio y cualquier identidad colectiva, muy replegada sobre la vida privada (entendida esencialmente como el resultado de la acumulación de bienes) y con unas pautas de conducta general, y de consumo en particular, absolutamente despilfarradoras e incívicas.

Esta "subjetividad predadora” es incompatible con cualquier escenario de sostenibilidad por moderado que fuera y constituye la más seria amenaza para la pervivencia y continuidad de los procesos ecológicos esenciales. No es de una naturaleza esencialmente distinta de la que caracteriza a la dominante en los países de nuestro entorno pero tiene unos niveles de intensidad predatoria que hacen más urgente la revisión de las pautas sociales que inspira.

No caeremos en el error con lo anterior de diluir las responsabilidades del deterioro ecológico en una generalidad subsanable como un problema de educación y cultura. La cultura y los valores que alimentan estas conductas antiecológicas corresponden a la materialidad capitalista y deben ser combatidas con el conjunto de relaciones de producción, de poder y el cuadro de valores del que forman parte.

Habiendo renunciado, al principio de este epígrafe, a la enunciación exhaustiva de los principales problemas ambientales, no puedo dejar de mencionar, sin embargo, la problemática de conjunto que presentan y la estructura de oportunidades existente en la sociedad española para hacerles frente articulando un modelo de convivencia basado en un uso sostenible de los recursos naturales.

Por las razones apuntadas, la situación ecológica es verdaderamente grave, siendo los recursos suelo y agua donde esta gravedad adquiere tintes alarmantes. El ciclo de incendios forestales -pérdida de masas boscosas y empobrecimiento de las existentes- erosión y desertificación del suelo, conjugado con el del aumento de las temperaturas medias -disminución de las precipitaciones y aumento de los fenómenos torrenciales- sequía prolongada -déficit creciente de recursos hídricos- aumento de la contaminación de las aguas superficiales y subterráneas , es un rasgo específico de esta situación que por sí solo requeriría la consideración de la misma como crítica y la atribución de la máxima prioridad en las actuaciones de las administraciones públicas. El territorio es un factor de primera importancia en la continuidad de la vida de las sociedades pero en España ha pasado de ser absolutamente desdeñado por los gobernantes a contemplado como el espacio vacío donde maximizar el valor. Que los recursos aunque renovables no son ilimitados es algo que cualquier chico en la ESO sabe a la perfección pero que las clases dominantes y gobernantes en este país pasan por alto.

El problema del cambio climático parece que nos va a afectar especialmente, como acaba de señalar un estudio encargado por el propio Ministerio de Medio Ambiente. Sus efectos son múltiples y van a influir en los dos ciclos ó circulos viciosos descritos más arriba. Por eso carece de sentido enfrentarse a este problema con una política parcial centrada en inventariar emisiones industriales de CO2 y en fomentar el comercio de los correspondientes derechos, sin atender las otras fuentes (el transporte, en primer lugar) y, sobre todo, sin una consideración global de los efectos del cambio climático y las formas distintas de hacerlo frente. Una política del clima debe ser, es verdad, una política global a la que los Estados deben prestar su concurso. Pero mientras llega- para lo cual los pueblos de la tierra deben comprometerse en una lucha sin cuartel contra el estado USA- es preciso que cada Estado en su ámbito territorial emprenda las acciones más adecuadas. (Y quizás no sea la mejor colocar como responsable de esta política a un empleado de REPSOL YPF).

Con toda la gravedad que revisten los problemas mencionados, creo que la pérdida de diversidad biológica es un indicador privilegiado de la crisis ecológica que padecemos. Los territorios y espacios naturales, las especies de fauna y flora y los ecosistemas que las albergan han sido sometidos, a lo largo de décadas de desarrollismo a ultranza, a una continuada presión por la transformación de los usos del territorio que ha abocado a un acelerado proceso de empobrecimiento del patrimonio natural. Un proceso que manifiesta asimismo efectos en las dimensiones económica, social y cultural. Subrayo la primera porque desde la economía vulgar se tiende a creer que la pérdida de diversidad biológica y cultural es el coste necesario para asegurar un sólido crecimiento económico. La experiencia demuestra justo lo contrario. El desarrollo de un próspero(a corto plazo) negocio inmobiliario ó la construcción de costosas infraestructuras, realizados al precio de la desaparición de actividades tradicionales como una agricultura familiar de bajo rendimiento (¿comparada con cuál, con las supersubvencionadas en USA ó en la UE?) ha simplificado el espectro de actividades económicas de la población, cada vez más volcada en un sector servicios de empleos mal renumerados y de baja calidad y productividad. En el camino se han quedado pequeños y medianos mercados locales y subregionales que aseguraban un relativo* equilibrio territorial, una cierta ocupación del territorio con una baja presión sobre sus ecosistemas.

La sostenibilidad ecológica del modelo económico imperante es mucho más improbable que antaño. El sistema económico proporciona una oferta de bienestar de baja calidad, con inequidades crecientes y a un elevado precio en términos ecológicos. Podemos pasar ahora a discutir cuales son las condiciones de compatibilidad sobre las que nos preguntábamos al principio.

Condiciones de compatibilidad.-

Querría empezar este tramo final declarando que considero indispensable esta compatibilidad. La experiencia de tres décadas de militancia y de gestión institucional demuestra que gobiernos y administraciones han reaccionado -siempre a un ritmo más lento del que hubiera sido preciso- a los impulsos del movimiento social por la defensa del medio ambiente, con los errores y aciertos que este haya tenido. Pero a continuación debo admitir que la realización de los cambios deseados tiene un tempo distinto al de los impulsos del movimiento. Y que la adecuación de esos diferentes tiempos requiere de una paciente y continuada labor, no solo de gobierno de las instituciones sino, sobre todo, de construcción de una cultura de acuerdos en la sociedad que permitan ir incorporando los valores impulsores de una sociedad ecológica (ó ecológicamente equilibrada, sería más preciso quizás). En otro tiempo me permití denominar a esta cultura con el pomposo nombre de “compromiso histórico por el desarrollo sostenible”. Más allá de las resonancias del mismo ,conservo la radical convicción de la absoluta necesidad de un acuerdo fundador (de otras necesidades, otras prácticas sociales, otros objetivos y otros sentidos de vida) que nos permita traspasar el umbral de la sociedad capitalista .Si lo ubico en ”sede ecológica” es porque creo que es en el compromiso social por mantener el principal patrimonio colectivo donde se pueden encontrar las energías suficientes para acabar con esta civilización biocida y construir en su lugar otra cuyo metabolismo pueda integrarse con el conjunto de los procesos ecológicos esenciales.

Esa sería la “primera condición de compatibilidad” y precisaría, para su validez, ser reconocida como tal tanto por el movimiento como por el principal partido de la izquierda (considero imposible que la derecha política, en su actual configuración, pueda hacer parte de esta dinámica de compromisos, aunque su concurso resultará imprescindible, como representante de un importante sector de la población, para conducir con éxito esta estratégica empresa).

La segunda condición concierne en exclusiva al PSOE y está relacionada con la definición de su horizonte estratégico. El PSOE está obligado a reconsiderar su perspectiva de una sociedad de capitalismo con equidad y derechos a la vista de los retos que le plantean la inmigración y la crisis ecológica. Uno de los puntales de este paradigma lo constituye el consenso con la derecha sistémica en torno a la extensión del capitalismo popular, una de cuyas expresiones entre nosotros es la generalización de las segundas residencias y sus ya comentados efectos sobre el territorio y el medio ambiente. Al demencial aumento en el consumo de energía y recursos que supone, hay que sumarle su más que dudosa contribución a la mejora de la equidad (púdico término con el que el social-liberalismo sustituye el de igualdad) y el carácter parasitario con el que contamina todo el sistema económico.

Corolario importante de la anterior exigencia es el cuestionamiento de la concepción del urbanismo como el procedimiento para la puesta en valor de la ciudad y, en general, del territorio. La gestión urbanística se ha convertido en el botín que motiva la lucha por el poder en los ámbitos local y regional de los partidos políticos, cada vez más compuestos de un sector de población ávido de participar en el reparto de sus pingües beneficios. Existe una verdadera exigencia por desprivatizar los partidos políticos, abriéndolos a la sociedad y a sus verdaderas necesidades.

La tercera condición es también de naturaleza política pero de aún mayor alcance estratégico. Se refiere al ámbito territorial en el que las sociedades humanas han visto desenvolver su convivencia desde el final de la edad media del calendario cristiano, el ámbito nacional-estatal. Hoy sabemos que la hegemonía de tal espacio ha sido el fruto de la imposición de un grupo social (antiguamente designado como la “burguesía”) al resto de los grupos y poblaciones, a partir de ahora vencidos y dominados. El Estado nación ha sido considerado factor fundamental, cuando no artífice directo, en los procesos de modernización. La creación de mercados nacional -estatales no ha sido su menor contribución; pero, en términos ecológicos, el balance histórico está lejos de presentar un saldo netamente favorable. No es necesario acudir a los ejemplos en los que los Estados coloniales han llevado a cabo una labor devastadora del rico patrimonio natural primigenio. La experiencia vivida en primera persona por una parte importante de la población española puede servir para ilustrar la forma en que el Estado y las administraciones públicas han intervenido directa ó indirectamente para atentar contra el equilibrio de ecosistemas de gran valor ó para amenazar la durabilidad de recursos naturales como el agua, el suelo ó los bosques. Los “modelos de desarrollo” que se han sucedido desde los años 50 del pasado siglo (más parecidos entre si de lo que desearían los gobernantes actuales) han producto más deterioro ecológico que el sufrido en el resto de la historia moderna (sin olvidar las deforestaciones).

La cuarta condición es de naturaleza antropológica. El tipo antropológico dominante en nuestro país es inequívocamente capitalista. En otros momentos de la historia reciente, el cambio social podía esperar del concurso de sociabilidades precapitalistas ó premodernas si se prefiere. En la actualidad el funcionamiento y reproducción cotidiana del sistema capitalista se produce también –y es posible que, esencialmente- al interior de las subjetividades individuales y colectivas. Hace ya mucho tiempo que Guatari caracterizó al capitalismo contemporáneo como una máquina de capturar deseos, relaciones y afectos excedentes. Toda pulsión individual y colectiva parece trabajar en la reproducción ampliada del capital, toda necesidad se transforma en una oportunidad de negocio, toda sentimiento en mercancía. Quien viaje habitualmente en transporte público (¡no digamos en vehículo privado!) tendrá dificultades para ser capaz siquiera de imaginar sociabilidades alternativas a la presente que exigirían renunciar a algunas de de las características del modo de vida y las pautas de consumo vigentes. Tal parece que sería ya demasiado tarde para emprender una empresa de cambio antropológico de la envergadura que las amenazas ecológicas demandan.

Porque –y aquí está el núcleo de la argumentación que venimos desgranando- la condición esencial para la compatibilidad entre el movimiento y las instituciones es, precisamente, la efectiva aparición de un cuadro de conductas sociales que presionen a ambos en la dirección deseada. ¿Pero no es ese el objetivo estratégico, el cambio de conductas (el “hombre nuevo “de la tradición emancipatoria”), al servicio del cuál actuaría la tan discutida compatibilidad?. Pues, a riesgo de resultar contradictorio ,hay que decir que no, que la experiencia demuestra justo lo contrario, que todo cambio institucional siempre viene precedido por un cambio en las prácticas sociales. ¿Es razonable esperar la aparición ó emergencia de este cambio de prácticas en un contexto social y cultural de dominio de lo que hemos llamado “antropología capitalista”?. La contestación en esta larga secuencia argumental no puede ser ahora precipitada. Desde el campo de la izquierda anticapitalista se ha tendido a ver las muestras de comportamiento descritas con un acentuado pesimismo. En el curso de estos comentarios, quien esto escribe ha pasado por distintas fases, ninguna de ellas de euforia, pero tampoco todas de absoluta desesperación. Con esta prevención de subjetividad, me atrevo a señalar lo contradictorio de las prácticas sociales “de masas”. Aparentemente incrustadas en la más pura lógica capitalista pero mostrando señales -en ocasiones bastante perceptibles- que permiten pensar en potencialidades de solidaridad y cooperación superadoras de la actual hegemonía del “homo aeconomicus”. Estas tensiones positivas de la especie se manifiestan con especial intensidad en ocasiones críticas como los desastres naturales (el Katrina p. ej.) pero también en la apuesta por la paz que ha colocado al más poderoso imperio militar de la historia en una crisis de legitimidad sin precedentes.

A modo de conclusión.-

El discurrir de estos comentarios ha llevado a un terreno bien distinto del planteamiento inicial, salvo en la duda fundada sobre la posibilidad misma de la proposición que los da título. En el camino de esta reflexión, que en cierto modo ha seguido el de mi propia experiencia en el campo de la militancia y de la gestión, han quedado determinadas posibilidades históricas que al comienzo de los ochenta, me parecieron políticamente plausibles. Me refiero a lo que un tanto ingenuamente llamé “En torno a la posibilidad histórica de un partido verde en España” pero también a la posibilidad de que un partido socialdemócrata, sin cuestionar esencialmente las reglas del juego del sistema capitalista, pudiera emprender reformas económicas con efectos ecológicos que les hicieran ir más lejos de lo que hubiera inicialmente pensado. Creo que ,a pesar de sus esfuerzos, el ecologismo de libre mercado no consigue demostrar la existencia de algo parecido a un “capitalismo ecológico”. No está claro que el comercio de emisiones contribuya a reducir de forma significativa el calentamiento global; resulta más evidente, en cambio, que los “proyectos limpios” a los que se entregan con fervor las trasnacionales más emisoras- como las españolas ENDESA ó Unión FENOSA-consigan amenazar ecosistemas frágiles y desplazar poblaciones indígenas. Y queda fuera de toda duda, en fin, que los Estados y el español en particular distan de ser los agentes del bien común que la conservación del equilibrio ecológico precisa.

La conclusión que extraigo, a riesgo de disgustar a tirios y troyanos, es que la compatibilidad es necesaria para hacer posible que los objetivos del movimiento puedan encarnar, por la vía de la norma y de los estímulos de toda índole que maneja el Estado, en pautas sociales de conducta más propias del “ciudadano republicano” que del “homo aeconomicus”. Pero que, para ello, es imprescindible el mantenimiento a ultranza de la independencia del movimiento ecologista de forma que pueda ejercer a plenitud su labor de pensionar la realidad cotidiana desde la perspectiva estratégica de una sociedad ecológica. Que esa independencia se materialice ó no en formaciones políticas con un contenido programático inspirado en la ecología política es algo que no se puede dictaminar con carácter general. La experiencia habida en las últimas elecciones generales en las que los principales grupos ecologistas presentaron su propuesta de compromisos ambientales para su incorporación en los programas de los partidos concurrentes acaso pueda ser más eficaz al tiempo que ahorra al ecologismo las hipotecas que inevitablemente se adquieren en la contienda electoral

A modo de postdata.-

Concluido este artículo, he tenido ocasión de asistir a la presentación del Informe de Sostenibilidad 2000. El contenido del mismo merece un análisis que seguramente desborda mis posibilidades actuales. El objeto de mi atención ahora es el hecho mismo de la presentación, las cosas que allí se dijeron,la composición de los asistentes. Vayamos por partes. El hecho mismo de la existencia de un observatorio de la sostenibilidad y la producción de un informe anual representa una conquista y un triunfo para la defensa del medio ambiente. Y es un mérito que no puede serle negado en términos políticos a Cristina carbona. Porque con su información y sus datos refuta de manera palmaria la pretendida sostenibilidad,no solo del modelo de crecimiento sino también del conjunto de las instituciones económicas,políticas,sociológicas y culturales. Esta es quizás la novedad más importante que incorpora esta edición, la identificación de las instituciones como condicionantes y determinantes de la insostenibilidad;y esta,como el resultado de un modo de producir,distribuir y consumir pero también de una forma de organizar y ordenar la convivencia social. Se desprende ahí una notable carga crítica corroborada en la misma presentación con las referencias al desastre urbanístico del litoral levantino ó el absurdo de la proliferación de los campos de golf. Y luego está la composición misma de los asistentes. Junto al público de funcionarios y universitarios que suelen nutrir estos actos,una representación más que significativa del mundo ecologista oficial, incluídos algunos otrora situados en el más intransigente radicalismo. Más allá de que sus condiciones de vida hayan evolucionado favorablemente y que ello haya atemperado sus posiciones de antaño, es innegable la sintonía con los contenidos críticos del Informe y con el propio discurso de la Ministra.

Señalarlo aquí me parece obligado en el contexto de estos comentarios. Cero que es este un proceso que viene de lejos aunque quizás a alguno de sus participantes le costaría reconocerlo. Parecería entonces que las condiciones de compatibilidad entre el movimiento ecologista y la gestión política institucional serían hoy más favorables que nunca. Hay que alegrase de que el Ministerio de Medio Ambiente, por fin conseguido y rescatado de la banalidad en que lo había recluido el PP, haya dejado de ser la primera trinchera contra el movimiento ecologista y oriente sus actuaciones, con mucha frecuencia, en sintonía con las aspiraciones de este. Las condiciones son perfectas para un histórico reparto de tareas en virtud del cual el movimiento asumiría la tensión estratégica de las políticas ambientales y la política del PSOE la gestión de esas aspiraciones en cada momento y en los límites que impondrían las condiciones objetivas. Esa suerte de “compromiso histórico” sería, en efecto, muy interesante. Los más lúcidos socialdemócratas y los más realistas de entre los ecologistas políticos apuestan por este compromiso histórico desde hace tiempo. Existe un obstáculo , sin embargo, para que este compromiso histórico se oriente hacia el deseado desarrollo sostenible. Es el factor tiempo, que opera de forma distinta para unos y para otros en más de un sentido.

El resultado de las acciones (ó las omisiones) para los políticos del sistema se evalúa con una periodicidad corta y en términos de apoyo ó rechazo electoral. Para el ecologista el resultado se evalúa en un período mucho más largo y en términos de mejora de la sostenibilidad ó el equilibrio ecológico. Como indicador relativo a la sociedad le interesa, sobre todo ,la medida del cambio o la implantación de pautas sociales más sostenibles, con independencia de las preferencias electorales.

Se trata de una diferencia no pequeña. Los criterios de evaluación cortoplacistas del político se avienen mal con las necesidades estratégicas de la defensa del medio ambiente ó del fomento del desarrollo sostenible. Los mercados- los financieros muy en particular- presionan a favor de la puesta en valor de la totalidad del espacio social y natural y la maximización de las ganancias. Y penalizan cualquier tipo de aventura que pretenda, no sustituir, sino compatibilizar, si ello fuera posible, estos objetivos con otros de carácter ecológico.

La forma en la que los políticos han entendido y aplicado el concepto de interés general ha tendido a coincidir en las últimas décadas y -salvo honrosas excepciones- para todo tipo de partidos, con los intereses colectivos ó estratégicos del capital en su conjunto. Y estos intereses, es difícil no darse cuenta, son cada vez más antagónicos con las necesidades del común, con los imperativos de conservación de los equilibrios ecológicos esenciales. En uno u otro momento este gobierno se verá enfrentado a escoger entre los intereses del capital- a los que los ministros de economía tienden a ver como los intereses generales- y la imperiosa necesidad ecológica (como acaso pudiera ser, la prohibición de más campos de golf allí donde sus demandas de agua amenazan la conservación misma de los ecosistemas acuáticos). “Se trataría de contradicciones puntuales que no tendría por qué poner en peligro el virtuoso compromiso histórico entre el movimiento y la gestión estatal”, se puede argumentar, añadiendo los propios ejemplos en los que un gobierno socialdemócrata ha tenido que contravenir aspiraciones profundas de los trabajadores. Es cierto pero no lo es menos que las decisiones que ahora adoptan los gobiernos pueden tener-y de hecho tienen-efectos ecológicos irreversibles, como es el caso del aumento de la erosión como consecuencia de políticas que favorecen la pérdida de la cubierta vegetal protectora.