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Esos curiosos sujetos autollamados “Trabajadores de la cultura”
por Luis Mattini

Se ha hablado con ironía de los golpes que recibió la autoestima humana cuando se descubrió, por ejemplo, que La Tierra no era el centro del Universo y dejaba tambaleando esa modesta idea que la coronaba como “el rey de la creación”. Pero quizás mayores fueron los golpes para el iluminismo burgués, creador del humanismo expresado en “todo lo humano burgués y todo lo burgués humano”, con la posterior aparición del nazismo, luego Hiroshima o el actual estado teocrático norteamericano. Y, para ser francos, hay que decir que también la vida dio lo suyo al socialismo científico, cuando la China actual nos muestra que son los mejores constructores de capitalismo: ni siquiera hay sindicatos que molesten condicionando la explotación obrera. Así, entramos en el siglo XXI mascullando a fondo las paradojas del siglo XX, aquel que el 1° de enero de 1900, Rosa Luxemburgo saludó con la copa en alto al siglo del socialismo. Hemos compartido y seguido durante décadas esas convicciones, a punto tal que esos sueños eran el sostén de nuestra vida real. En ese sentido no importa tanto el resultado como lo vivido, las relaciones humanas, la energía vital desplegada, la felicidad de crear una vida distinta. Porque los protagonistas pusimos el cuerpo en eso, supimos estar en el sitio justo en el momento justo. Por eso fuimos “vanguardia”, hacedores, nunca llegamos tarde, y por eso precisamente, sobre todo porque nunca llegamos tarde, porque nunca “atrasamos”, porque no declamábamos “seremos como el Che” sino que éramos como el Che, hoy podemos mirar las cosas con profunda autocrítica, no para arrepentirnos, sino para curar las heridas y repensar el camino, no atrasar ni llegar tarde a la próxima cita con la vida y los nuevos sueños.

Y, sí, si de autocrítica se trata, empecemos por reconocer que nosotros habíamos adquirido en gran parte el optimismo de la burguesía, nuestro discurso hegeliano trascendente fue hijo de ese optimismo. Pero a la vez nuestra práctica estaba impregnada de inmanencia. Por eso nuestro bisturí es más agudo. En nosotros la autocrítica no tiene nada que ver con el confesionario, ni con su forma racional: la sesión de psicoanálisis. En nosotros la autocrítica esta signada por el espíritu de Spinoza, al que rescatamos de ese injusto olvido del hombre que nos legó la diferencia entre la moral y la ética. No hablamos del pecado, ni juzgamos la los demás con criterios morales por sus “malas conductas”, sino que desde la ética denunciamos las ilusiones o fantasías promovidas por el poder a las que suelen o solemos someternos. Eso es lo importante, eso es lo ético: detectar cuándo nuestras conductas pertenecen al orden dominante y cuándo nos pertenecen como libertarios y los errores a corregir son producto del aprendizaje del cuerpo. En el segundo caso, podemos afirmar entonces que erramos porque hacemos, y en el contexto de rebeldía, de creatividad; en el primero, erramos con el agravante de la copia, o peor aún, la obediencia debida, porque el poder nos capturó el alma. Y es a propósito de tal criterio ético, que aquí me propongo plantear una concepción errónea que no se originó en la experiencia del hacer de la rebeldía, sino en el traslado de ideas del sistema dominante.

Por eso mismo es curiosamente hiper narcisista y quizás se deba a eso que en sus practicantes no se vislumbra el mínimo atisbo de autocrítica. Ni siquiera de autoironía. El mundo socialista se ha venido abajo y ellos parecen no haber tenido nada que ver. Me refiero a ese disparate llamado “trabajadores de la cultura” Disparate, sí señor, porque la primera pregunta que surge de semejante absurdo enunciado es: se supone que los trabajadores de la cultura se caracterizan, diferencian, identifican, con “hacer” cultura…¿Qué hacen entonces el resto de los trabajadores? ¿Qué digo? ¿El resto de la humanidad? ¿O sea que la cultura se “hace”?¿se fabrica?.. bah, claro que “se” elabora , siendo esta impersonal voz verbal “se”, sinónimo elocuente de anonimato. No, señores!!! La cultura no puede reclamar derecho de autor, de paternidad, de exclusividad, de racional sistematización en escuelas, clubes, cursos, academias, porque es un producto de todos. Ah, y de paso recordemos que una de sus particularidades es , je, perdón por la palabra y por la licencia poética:“autodidacta”.

Todo ello es parte de la cultura sin dudas, pero no es la cultura

La idea de que hay “trabajadores de la cultura”, fue un contrabando ideológico introducido en el marxismo formal, a partir de las primeras capturas de gobiernos, particularmente a partir de la revolución rusa, que se extendió luego a todas las variantes del populismo, incluido el peronismo. No es un chiste decir que fue la manera de resolver el destino ocupacional de una masa de asalariados y trabajadores autónomos no manuales, inclasificables en los esquemas stalinistas (docentes, artistas profesionales, deportistas de oficio, administradores de museos y galerías, directores de escuelas de arte, en fin, una larga lista de revolucionarios llamados “pequeño burgueses” porque no eran ni obreros manuales ni campesinos…claro tampoco burgueses) Con la idea stalinista de proletarización, los propios sujetos que se ocupaban de esos menesteres se auto definieron “proletarios de la cultura” y en los flamantes Estados revolucionarios, URSS, China, Corea, Cuba, etc. pasaron a ser “asalariados”. Constatemos que el título se lo autoadjudicaron, no es responsabilidad de los “políticos”. La pereza mental, la simple ignorancia o mediocridad de los cuadros componentes de los Comités Centrales de los partidos en los flamantes gobiernos les hizo adoptar esa autodefinición de los técnicos nombrados. Por lo demás siempre existieron los trabajadores de la educación, trabajadores del arte ( no me refiero a los autores de obras, sino los ayudantes pagados para eso) en fin diversas ocupaciones no-proletarias signadas por el salario, por lo tanto trabajadores en el sentido clasista, ocupacional del término. Y aquí empieza el problema, mi provocación. Porque las profesiones nombradas no sólo no son toda la cultura ni mucho menos, sino que son, en primer lugar, una de las expresiones mas nítidas de la civilización. Y la civilización puede y suele complementarse con la cultura, pero no sólo no es la cultura, sino que con harta frecuencia destruye la cultura. Por ejemplo cuando la civilización es el “progreso”, ya hemos escuchado la opinión del tango (expresión paradigmática de una cultura) sobre “la piqueta del progreso”. Claro que sobre los méritos del “progreso” civilizatorio es cuestión de opinión. Todos hemos escuchado a ese “alfabetizado” frecuentemente sobretitulado, cascote papanatas, en la puerta de su comercio, o conduciendo el taxi, afirmar con certeza y papas en la boca: “es un problema cultural” despotricando contra quienes mantienen pautas diferentes de vida: campesinos, negros de la villa, gitanos, coreanos, etc.

¿Qué es la cultura entonces? Desde luego no pretendo crear una definición sobre esta cuestión que se viene discutiendo por los menos desde los presocráticos en adelante. De las muchas definiciones adopto la que Ezequiel Martínez Estrada recoge en una recorrida desde la paideia de Sócrates, Platón pasando por Pitágoras hasta detenerse en la escolástica de Aristóteles y tomar nuevo impulso con Spinoza: “La cultura es la forma de vivir de una sociedad” Si aceptamos que cultura es la forma de vivir de una sociedad, ello implica una base natural y nos lleva a preguntarnos como se trasiegan los saberes técnicos (que son los que tienen esos “trabajadores de la cultura”) por los saberes naturales. ¿No resulta algo así como enseñarle a una planta como ha de crecer? Lo que parecen olvidar estos novedosos trabajadores de la cultura es que ellos expresan el pensamiento sistematizado de los gabinetes que se propone elaborar el alma de un pueblo a su imagen y semejanza, es decir acorde a las necesidades del poder. Para ello se vale de vínculos inapropiados como ser la “traducción” de los símbolos al idioma racional, y la vulgarización de lo llamado popular tomando obligatoriamente lo pintoresco y accesorio de las ricas y poderosas culturas. Se plantea así una formidable dicotonomía: o la cultura del aula que portan estos profesionales o la cultura del ágora que emana de la profundidad de la sociedad.

La cultura es universal en el ser humano pero su expresión es particular; a su vez es estable y dinámica al mismo tiempo y por otra parte llena y determina nuestras vidas pero no se entromete en el pensamiento Finalmente, el Estado como institución de las instituciones, como “la encarnación de la idea moral”, como lo llamaba Hegel, es una de las expresiones de la civilización. El Estado de Derecho, la democracia representativa, en las diversas formas de parlamentarismo, es la consagración del aula (no olvidemos que la mayoría de los políticos son universitarios, cuestión ésta que sólo demuestra que la Universidad no elimina las orejas, sólo las disimula) ¡Dios salve a la cultura de la mano del Estado! Sea este en su aparato administrativo, represivo o educativo. La historia muestra y hasta parece demostrar que una civilización puede sobrevivir a un pueblo, en cambio la cultura desaparece con los pueblos o los individuos.

La cultura se refugia en el ágora porque allí no hay aulas de representativos académicos para la trascendencia, sino simplemente presentes dispuestos a la inmanencia.

¿Se habrá refugiado también allí la política libertaria que hemos perdido?