Maldita nota.
Por Andrea Benites-Dumont
Junio 2007


Tenía la firme intención que con las anteriores notas sobre la inmigración pudiera serenarse en parte esta incontenible necesidad de denuncia, de impotencia con las palabras que se suceden unas a otras y como palos de ciego dan a un vacío aterrador. Pero el deseo de conclusión, como era de prever, quedó frustrado, y nuevamente la realidad inclemente coloca en el centro contumazmente la inmigración, pero no sólo por la complejidad de la misma, sino porque parecería corporizarse en una secuencia metafórica la creencia de los zulús sobre la vida y la muerte. Unkulunkulu, es el dios que creció en un junco en la ciénaga mítica del Uhlanga, el pantano donde nació la humanidad; el dios disponía de la muerte y de la vida, y dicen que envió a un camaleón para decirles a los seres humanos que nunca morirían, pero mientras el camaleón se entretuvo en el camino, el dios cambió de parecer, y envió al lagarto con la noticia contraria, y este llegó antes que el camaleón, y así quedo decidida la suerte de la humanidad. Y con esta anti-alegoría parece que nunca les llegara la noticia que también es posible que no siempre mueran, que tal vez vivan, y que emerjan del pantano...

Pero no. No son las condiciones climatológicas descontroladas los determinantes que traerán del más allá del Mediterráneo cayucos, pateras, náufragos... seguirán emergiendo día tras día a comprobar que el camaleón no llega a tiempo.

No son ni el camaleón ni el lagarto los culpables, no lo son.

Este sistema despiadado tiene la capacidad de extenderse en perversión en todas las latitudes y en todos los ámbitos. Y aún cuando haya niveles altos de precariedad y de paro –que afectan a determinados colectivos- en este norte desarrollado, se extiende el trabajo en “negro” por el que los hijos “ilegítimos” del sur intentan, desesperadamente, cuál vástagos de Tetis salir del hambre, de la muerte, del pantano.
Reiteradamente, como una suerte de condena de Prometeo, llegan a las costas reclamando las entrañas devoradas. Pero en cada arribo se acrecienta la tragedia.

El efímero segundo que dura la imagen en la televisión o en las paginas de los periódicos o noticias en internet, así de breve es la aflicción para quienes la contempla, tan sólo el momento en que un náufrago se mete en la retina del espectador, pero desde el subconsciente atrincherado en el miedo difuso que gravita en su conciencia, rápidamente lo deshecha. Es el terror de verse proyectado en la misma situación, en esa tremenda que pone en evidencia la inestabilidad y vacuidad de esta sociedad temerosa e insegura.

Las estadísticas hablan que en Europa hay más de 3,5 millones de personas sin papeles (me niego a utilizar el concepto de “ilegal” para los seres humanos), y de los cuáles casi 200.000 por año alcanzan las fronteras europeas por el sur. Sin embargo -y no sólo por las cifras- deberíamos hablar de desplazamientos de poblaciones que huyen del hambre, y que si logran “arribar a buen puerto” y ubicarse en los recovecos furtivos del mercado laboral (en la construcción, top-manta, reponedores, guardias nocturnos, etc.) intentarán al tiempo aplacar el hambre de sus familias allá dónde quedaran. Los casos de inmigrantes marginales y marginados a su vez, ocultan la dramática situación de inseguridad en el trabajo que padecen los trabajadores sin papeles, los clandestinos. No hace demasiado en una contrata terciaria del ayuntamiento de Madrid, frente a la muerte de un trabajador sin papeles, sus compañeros huyeron escondiendo su igual situación de irregularidad, de ilegalidad. Faltarían epítetos para calificar el monstruoso engranaje que produce este drama en infinitos actos ad nauseam.

27 inmigrantes náufragos que hace poco pudieron ponerse a salvo gracias a una gran jaula destinada a la cría de atún y colocada en aguas de Libia. El barco maltés que transportaba la estructura avisó a las autoridades pero no los subió a bordo. Tres días estuvieron en el agua aferrados a una red, tres días flotando cual mísero Titanic, y viendo pasar a barcos que no los auxiliaban, a pesar de la obligación de las leyes marinas de rescatar a las personas “en peligro en alta mar”. Menciono obligaciones legales, porque las obligaciones morales están enterradas en el fondo de los océanos.

El miedo acrecentado y proyectado, está acaso también en las pateras en que recientemente viajaban tres bebés y siete mujeres, de las que cuatro eran menores.
Por cierto, la recepción a esos cuerpos helados, deshidratados, desorientados, es con mascarillas y guantes, -para no contagiarse de tanta pobreza- antes de iniciarse los acelerados trámites de repatriación, que anulan de facto la posibilidad de aplicación de las leyes de asilo político.

El miedo es por una inmigrante embarazada de unos tres o cuatro meses que abortó en una patera en aguas próximas a Fuerteventura, rompiendo con su útero desgarrado el paisaje de la idílica isla. El miedo pavoroso es el nigeriano de 23 años y sin papeles que falleció cuando era deportado a Nigeria; según fuentes policiales el inmigrante pudo morir al tragarse la venda con la que había sido amordazado para evitar que mordiera a los agentes (¿¡!?)

Sin embargo, el miedo anidado en el imaginario social, se desentiende de los datos que como en el caso de España debe a los inmigrantes que residen y trabajan en su territorio, el 90% del crecimiento medio del Producto Interior Bruto (PIB) de los últimos cinco años, según el estudio "Ensayos sobre los efectos económicos de la inmigración en España" de la Fundación de Estudios de Economía aplicada (Fedea).

La sociedad española necesita a los inmigrantes. Ésa es la principal conclusión, y para mantener el actual ritmo de crecimiento económico, hará falta que lleguen a España entre cuatro y siete millones de nuevos inmigrantes. No sólo es en términos económicos la traducción de esta necesidad, es también en términos sociales, tales como la atención a personas dependientes, la ayuda a domicilio que de manera informal es llevada a cabo mayoritariamente por mujeres inmigrantes, y también es en términos de rejuvenecimiento poblacional, entre otros.

Las remesas de dinero que los inmigrantes envían a sus países de origen se han multiplicado por cuatro en seis años, pasando de los poco más de 1.500 millones de euros del año 2000 a los 6.500 millones de euros contabilizados en el 2006. Y asimismo se constata sobradamente que la entrada de inmigrantes no supone una rebaja salarial para los trabajadores españoles.

Sin embargo, a pesar de los aplausos del Ministerio de Economía y Hacienda de España, a pesar del regocijo del primer banco español (Santander), el miedo al diferente, al extranjero, se expande.

Hoy las ciudades son lugares atiborrados de desconocidos; millones de anónimos e ignotos seres que apuran su paso por el entramado de cemento sorteando millones de automotores, dueños indiscutibles de las calles, y que huyen a diario a pertrechar su desconfianza tras las múltiples empresas de seguridad que custodian las oficinas, los hospitales, los transportes, los complejos comerciales, las urbanizaciones... miles de vallas y guardias de seguridad que conforman auténticos ghettos de riqueza, ghettos proyectados y deseados, para aislarse, distanciarse de los ghettos forzados de los pobres. Un apunte significativo, en EEUU se abre paso triunfadora la propuesta arquitectónica vanguardista de construcción de fosos alrededor de las viviendas(¡!) que sin duda constituyen la paradoja de la época, bloques urbanos consagrados a la desintegración de la vida en comunidad.

Estas torretas y los fosos de la Edad Media determinan un mundo cerrado justamente en la ciudad, ese ámbito donde todo debería estar abierto. El atractivo de las ciudades, su razón de ser ontológica, sigue residiendo en lo múltiple. Anteriormente a este tiempo temeroso y deformador, las ciudades eran “promesas” de posibilidades. Pero en esta hora globalizadora, la ciudades son ya los pandemonium (en la acepción de lugar para demonios) que alteran y aplastan aquellas ilusiones prometedoras.
Ahora los peligros, los enemigos internos, el permanente clima de sospecha hacia el semejante, crece y se multiplica, se instala la fobia a lo diverso, a lo plural, a lo distinto, la mixofobia referida por Zygmunt Bauman, quien contrapone a esta aversión, la mixofilia, un fuerte interés, una propensión, un deseo de mezclarse con las diferencias, o sea, con los que son distintos a nosotros, porque es humano y natural, y fácil de comprender, que mezclarse con extranjeros abre la vía a aventuras de todo tipo, a la aparición de cosas interesantes, fascinantes. Se pueden vivir experiencias fantásticas, experiencias desconocidas hasta entonces...

Y muy a pesar del efecto de “pesimismo esperanzador” que el maestro Bauman genera con la riqueza de su pensamiento, hoy se me escapa de las manos la mixofilia que nunca conocieron los inmigrantes muertos que acaban de dar cuenta en el parte informativo.

Hoy, al cierre de estas líneas acude Hades, “el que no ve, el invisible”, y emerge del submundo ampliando la morada de los difuntos a los puntos más turísticos de las playas mediterráneas que siguen reproduciendo el pantano de los zulús donde nunca llega el camaleón con la buena nueva de la vida.