“Y ya entrada la noche y todo oscuro en el corredor de la
cárcel pintada de cal verdosa, por sobre el paso de los guardias con la
escopeta al hombro, por sobre el voceo y risas de carceleros y periodistas,
mezclado de vez en cuando a un repique de llaves, por sobre el golpeteo
incesante del telégrafo que el "Sun" de Nueva York tenía establecido en el
mismo corredor... por sobre el silencio que encima de todos esos ruidos se
cernía, oíanse los últimos martillazos del carpintero en el cadalso. Al fin
del corredor se levantaba el cadalso.
-Oh, las cuerdas son buenas: ya las probó el alcaide.
El verdugo habla, escondido en la garita del fondo, de las
cuerdas que sujetan el pestillo de la trampa.
-La trampa está firma, a unos diez pies del suelo... No; los
maderos de horca no son nuevos; los han pintado de ocre para que parezcan bien
en esta ocasión; porque todo ha de estar decente, muy decente... Sí, la
milicia está a mano; y a la cárcel no se dejará acercar a nadie... De veras
que Lingg era hermoso...
Risas, tabaco, brandy, humo que ahoga en sus celdas a los
reos despiertos. En el aire espeso y húmedo chisporrotean, cocean, bloquean,
las luces eléctricas. Inmóvil sobre la baranda de las celdas, mira al cadalso
un gato... Cuando de pronto, una melodiosa voz, llena de fuerza y sentido, la
voz de uno de estos hombres a quienes se supone fieras humanas, trémula
primero, vibrante en seguida, pura y luego serena, como quien ya se siente
libre de polvos y ataduras, resonó en la celda de Engel, que, arrebatado por
el éxtasis, recitaba "El tejedor", de Enrique Heine, como ofreciendo al cielo
el espíritu, con los dos brazos en alto:
"Con los ojos secos, lúgubres, ardientes, rechinando los
dientes,
se sienta en su telar el tejedor;
¡Germania
vieja, tu capuz zurcimos!
Tres maldiciones en la tela
urdimos;
¡Adelante, adelante el tejedor!
Maldito el falso Dios que implora en vano en invierno tirano
muerto de hambre el jayán en su obrador;
¡En vano fue
la queja y la esperanza!
Al Dios que nos burló, guerra y
venganza.
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Rey del
poderoso
cuyo pecho orgulloso
nuestra angustia mortal no conmovió!
¡El último doblón nos arrebata,
y como a perros luego el Rey nos mata!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Estado en que
florece,
y como yedra crece
vasto y sin tasa el público baldón;
donde la tempestad la flor avienta
y el gusano con podre se sustenta!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Corre, corre sin miedo, tela mía!
¡Corre bien, noche y día!
Tierra maldita, tierra sin honor,
con
mano firme tu capuz zurcimos;
tres veces, tres la maldición urdimos:
¡Adelante, adelante el tejedor!'
Y rompiendo en sollozos, se dejó Engel caer sentado en su
litera, hundiendo en las palmas el rostro envejecido. Muda lo había escuchado
la cárcel entera, los unos como orando, los presos asomados a los barrotes,
estremecidos los periodistas y los carceleros, suspenso el telégrafo, Spies a
medio sentar, Parsons de pie en su celda, con los brazos abiertos, como quien
va a emprender vuelo.
El alba sorprendió a Engel hablando entre sus guardas, con la
palabra voluble del condenado a muerte, sobre lances curiosos de su vida de
conspirador; a Spies, fortalecido por el largo sueño; a Fischer, vistiéndose
sin prisa las ropas que se quitó al empezar la noche para descansar mejor; a
Parsons, cuyos labios se mueven sin cesar, saltando sobre sus vestidos,
después de un corto sueño histérico.
-¿Oh, Fischer, cómo puedes estar tan sereno, cuando el
alcaide que ha de dar la señal de tu muerte, rojo por no llorar, pasea como
una fiera de alcaidía?
-Porque -responde Fischer, clavando una mano sobre el brazo
trémulo del guarda y mirándole de lleno en los ojos- creo que mi muerte
ayudará a la causa con que me desposé desde que comencé mi vida, y amo más que
a mi vida misma, la causa del trabajador; y porque mi sentencia es parcial,
ilegal e injusta.
-Pero Engel, ahora que son las 8 de la mañana, cuando ya sólo
te faltan dos horas para morir, cuando en la bondad de las caras, en el afecto
de los saludos, en los maullidos lóbregos del gato, en el rastreo de las
voces, y los pies, estás leyendo que la sangre se te hiela, ¿cómo no tiemblas,
Engel?
-¿Temblar porque me han vencido aquéllos a quienes hubiera
querido yo vencer? Este mundo no me parece justo; y yo he batallado, y
batallado ahora con morir, para crear un mundo justo. ¿Qué me importa que mi
muerte sea un asesinato judicial? ¿Cabe en un hombre que ha abrazado una causa
tan gloriosa como la nuestra desear vivir cuando puede morir por ella? ¡No,
alcaide, no quiero droga; quiero vino de Oporto! -Y uno sobre otro, se bebe
tres vasos...
Spies, con las piernas cruzadas, como cuando pintaba para el
"Arbeiter Zeitung" el universo dichoso, color de llama y hueso, que sucedería
a esta civilización de esbirros y mastines, escribe largas cartas, las lee con
calma, las pone lentamente en sus sobres, y una y otra vez deja descansar la
pluma para echar al aire, reclinado en su silla, como los estudiantes
alemanes, bocanadas y aros de humo. ¡Oh Patria, raíz de la vida, que aun a los
que te niegan por el amor más vasto a la Humanidad, acudes y confortas, como
aire y como luz por mil medios sutiles! "Sí, alcaide -dice Spies-, beberé un
vaso de vino del Rin".
Fischer, cuando el silencio comenzó a ser angustioso, en
aquel instante en que en las ejecuciones como en los banquetes todos los
concurrentes callan a la vez como ante solemne aparición, prorrumpió iluminada
la faz por venturosa sonrisa, en las estrofas de "La Marsellesa" que cantó con
la cara vuelta al cielo... Parsons, a grandes pasos mide el cuarto...,
vuélvese hacia la reja..., gesticula, argumenta, sacude el puño alzado, y la
palabra alborotada, al dar contra los labios, se le extingue como en la arena
movediza se confunden y perecen las olas.
Llenaba de fuego el sol las celdas de los cuatro reos, cuando
el ruido improviso, los pasos rápidos, el cuchicheo ominoso, el alcaide y los
carceleros que aparecen a sus rejas, el color de la sangre que sin causa
visible enciende la atmósfera, les anuncian lo que oyen sin inmutarse, ¡que es
aquélla la hora!
Salen de sus celdas al pasadizo angosto. "¿Bien?". "¡Bien!". Se dan la mano, sonríen, crecen: "Vamos".
El médico les había dado estimulantes. A Spies y a Fischer
les trajeron vestidos nuevos; Engel no quiere quitarse sus pantuflas de
estambre. Les leen la sentencia a cada uno en su celda; les ciñen los brazos
al cuerpo con una faja de cuero; les echan por sobre la cabeza, como la túnica
de los catecúmenos cristianos, una mortaja blanca; abajo, la concurrencia,
sentada en hilera de sillas delante del cadalso, ¡como en un teatro!
Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se
levanta la horca; delante va el alcaide, lívido; al lado de cada reo marcha un
corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el
cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente;
Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre
pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros. Engel anda detrás a
la manera de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los
talones. Parsons, como si no tuviese miedo a morir, fiero, determinado, cierra
la procesión a paso vivo. Acaba el corredor, y ponen el pie en la trampa; las
cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas. Plegaria es el
rostro de Spies; el de Fischer, firmeza; el de Parsons, orgullo rabioso; a
Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza
en la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa. A
Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons; les echan sobre la cabeza,
como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas. Y resuena la voz de
Spies, mientras está cubriendo la cabeza de sus compañeros, con un acento que
a los que le oyen les entra en las carnes; "La voz que vais a
sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir
ahora". Fischer dice, mientras el vigilante atiende a Engel: "Este es el momento más feliz de mi vida".
"¡Hurra por la anarquía!", dice Engel,
que había estado moviendo bajo el sudario las manos amarradas hacia el
alcaide. "Hombres y mujeres de mi querida América...",
empieza a decir Parsons... Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro
cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando. Parsons ha muerto
al caer, gira de prisa, y cesa; Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar
del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere; Engel se mece
en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como una marejada, y se ahoga;
Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva,
se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna,
extiende las dos, sacude los brazos, tamborilea; y al fin expira, rota la nuca
hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores |