CAMBIO CLIMATICO : LOS GOBIERNOS SON PARTE DEL PROBLEMA
Nora González

Todavía en los años 80 del pasado siglo las referencias al cambio climático así como al agotamiento de los recursos naturales y a la degradación de los procesos ecológicos esenciales, solía ser considerado por los realistas gobernantes y políticos de la época con una cierta displicencia cuando no con la ignorancia y el desdén más absoluto. Todavía recuerda uno aquellos comentarios de gobernantes aún en activo que atribuían las advertencias y críticas ecologistas a remilgos de hijos de papá y hasta a oscuros objetivos de desestabilización de la democracia fruto todos ellos de la demagogia y el desconocimiento.

De entonces acá han pasado muchas cosas con efectos ecológicos adversos cuya mera enunciación haría interminable estos comentarios. Se han confirmado pronósticos, en algún caso los peores, se ha producido una ingente cantidad de normas, convenios, acuerdos, declaraciones, todos ellos señalando la envergadura del problema ecológico en general y del cambio climático en particular. Y de la imperiosa urgencia de acometer cambios sustanciales en las formas de vida y comportamiento de la especie humana. Científicos (como Eistein), artistas (como Sting), políticos (como Willy Brandt, Nelson Mandela), han expresado su rechazo a la continuación de este sistema biocida y su llamamiento perentorio a transformarlo.

Desde 1972 sabemos de la imposibilidad de generalizar en la totalidad de la especie las pautas dominantes en las llamadas sociedades opulentas. El filósofo alemán Wolfang Hárich a la vista de los datos conocidos y de las proyecciones más fiables, postuló un “comunismo sin crecimiento” del que queremos retener la idea esencia de una profunda revolución en la cultura y los valores de la humanidad pero haciendo compatible con la supervivencia de la biosfera. Nada de eso, sin embargo ha ocurrido. Las tres décadas de revolución conservadora han producido estragos también en términos ecológicos. Los excesos en la regulación y el ejercicio de los derechos, así como la sobreexplotación de los trabajadores y los pobres, han sido denunciados como los obstáculos a superar para remontar la crisis manifestada en los años 70. Un nuevo liberalismo salvaje ha sido entronizado para estimular al máximo las ganancias, las inversiones y los empleos en una secuencia prometida y raramente verificada.

La liberalización en los movimientos de capital no ha hecho crecer la actividad productiva sino que ha facilitado que las inversiones se orienten hacia las actividades y regiones en donde las normas son escasas y deficientes, los derechos inexistentes y los gobiernos duros con los pobres y serviles con los poderosos. La implantación y sobretodo la aplicación de una normativa ambiental exigente ha sido con frecuencia considerada por los gobernantes de todos los colores, un objetivo poro rentable en relación con los riesgos de des-inversión de capital y déficit fiscal que podía suponer. Madrid por ejemplo, fue declarado Zona de Atmósfera Contaminada en 1975, y fue elaborado un Plan de Saneamiento Atmosférico que determinaba obligaciones relativas a la contaminación producida por calefacciones y coches. La consecuencia natural hubiera sido la limitación del tráfico producido en la ciudad y la más estricta vigilancia sobre los combustibles utilizados por los sectores domésticos y de servicios. Eso habría determinado de una y otra forma un parón al crecimiento del parque automovilístico y un incremento de costes en los productos energéticos, dos elementos estratégicos o vitales del modelo económico dominante de producción y consumo, dos fuentes de ingresos públicos de suma importancia y, por ende, dos sectores con una enorme influencia en las decisiones de todos los gobiernos a lo largo de estas tres décadas.

A principios de los 90 y ante las evidencias presentadas por la comunidad científica y los movimientos sociales, la ONU abordó el problema del calentamiento global alcanzando la firma de un instrumento a todas luces inadecuado para atajar el problema con el Protocolo de Kyoto. En su gestión y desarrollo como en la de otros acuerdos globales como el de la OMC, se han explicitado el conflicto entre el llamado capitalismo anglosajón predador de derechos sociales y ambientales y esquilmador de recursos naturales, y el capitalismo renano asentado en el modelo social europeo rejuvenecido con más gastos de ambientalismo homologable.

El planteamiento mismo del conflicto y su exigencia interesada ha podido llevar a mucha gente honesta a pensar que era ese y ningún otro el conflicto realmente existente y de cuyo resultado dependía en última instancia el equilibrio térmico y ecológico del planeta. Nada más lejos de la realidad. No hay un capitalismo bueno y otro malo tampoco en términos ecológicos. Ni siquiera es verdad como querían los tercermundistas de ayer y de hoy, la imagen de un norte contaminado y un sur inmaculado. En ciudades del sur como Yakarta, la contaminación atmosférica es mucho más elevada que en la mayoría de las del norte. El establecimiento de los derechos de emisión y el mercado de compraventa de estos títulos, viene a institucionalizar una realidad factual descrita desde hace tiempo por Wallenstein, Arrighi, etc., la del sistema capitalista global como un todo único, generador en sus relaciones y flujos internos de ese efecto invernadero que amenaza nuestra supervivencia como especie.

La unicidad del sistema se explicita en 1989, pero venía operando de más atrás y ha concentrado en estos “treinta ominosos” uno de sus mecanismos más devastadores, lo que Harvery ha llamado “la acumulación por desposesión”, una especie de segunda “englosure of the communs” que habría permitido al capital financiero encontrar nuevas fuentes de acumulación en los antiguos servicios públicos cuando parecían en trance de agotarse los mecanismos tradicionales de exportación de capital y explotación imperialista. En su virtud el capitalismo está operando una “segunda gran transformación” convirtiendo las sociedades de ciudadanos en sociedades o mejor dicho, mercado de clientes, convirtiendo los derechos en mercancías.

Una transformación que ha ganado primero la batalla de la conciencia. Recuerda uno de niño haber oído a los viejos del pueblo vaticinar que “a este paso nos van a cobrar hasta por el aire que respiramos”. Hoy asiste perplejo al más exacto cumplimiento del vaticinio. Vivimos ahora, no ya en una economía, sino en una sociedad de mercado. Nuestra misma condición de persona, de ser humano que se relaciona con otros de su misma especie, vive marcado por la posibilidad de comprar y vender algo. En caso contrario esa condición social de persona, queda bastante en entredicho.

El capital ha puesto un precio al aire que compartimos, después de haberlo envenenado en una insensata labor de acumulación. Ningún otro procedimiento o sistema han sido capaces, los gobernantes y sus expertos de encontrar para poner límite a ese envenenamiento. La misma lógica inspiradora de la degradación ecológica pretende aplicarse para su restauración con la esperanza que el mercado consiga un balance equilibrado en la producción de gases de efecto invernadero. Según esta lógica los compradores de los derechos de emisión repercutirían los costes en los productos o bienes responsables de la contaminación, lo que a la larga, terminaría reduciendo su demanda e incentivando lo mejor de la eficiencia de los procesos productivos. Los vendedores, por su parte, menos contaminadores, utilizarían los ingresos obtenidos para financiar otro modelo más sostenible de crecimiento.

La realidad sin embargo, desmiente esta versión actual del cántaro de la lechera. En la práctica son las empresas contaminantes, con su posibilidad de localizarse desde la estructura de costes ser más atractiva, lo que puede determinar que derechos emisión le van a corresponder a un país o a otro. No es difícil imaginar las consecuencias. Los gobiernos de los países pobres deseosos de atraer inversiones como sea, sólo venderían sus derechos de emisión si esperan obtener un nivel de ingresos muy superior al derivado de las inversiones más contaminantes.

El efecto inmediato sólo puede ser el encarecimiento de estos derechos de emisión y el desarrollo de prácticas especulativas de consecuencias previsibles para la salud y el bienestar de las poblaciones. A más largo plazo el horizonte aparece, si cabe, más sombrío. Regiones enteras del planeta van a convertirse en dependientes de los movimientos especulativos en el mercado de los derechos de emisión. En forma similar a lo que una brusca retirada de los fondos de pensiones ha podido hundir a algunas economías emergentes, podría ocurrir que algunos gobiernos no estuvieran en condiciones de fijar sus niveles de emisión de CO2 a la espera de que tal o cual industria o actividad pudiera modificar tales niveles.

Es esta una visión global –imprescindible- que puede, sin embargo, impedirnos una atención más detallada a los efectos del cambio climático en nuestro entorno más próximo. El informe de la Agencia Europea del Medio Ambiente “Informe del cambio climático en Europa...” es bien elocuente al respecto. Frente a las eventuales ventajas para la agricultura en latitudes centrales y septentrionales, el sur se ve especialmente castigado por la escasez de agua, el alargamiento del período de crecimiento de las plantas y los efectos combinados de sequías, inundaciones, granizo, etc. Para no hablar de la ya perceptible reducción de espacios vegetales en las últimas décadas y el espectacular incremento del número de incendios forestales, no compensado por el ingente volumen de recursos públicos aplicados a la defensa y extinción.

Para enfriar o acondicionar ciudades como Madrid cada vez más parecido a un infierno, consumimos cada vez más energía que termina en forma de CO2 captando más calor y acelerando este espiral enloquecido.

La envergadura del problema convierte en patética la promesa de la ministra de Medio Ambiente de prohibir la recalificación urbanística de montes recientemente quemados ¿y la presión urbanística de estas tres últimas décadas que ha llevado a un auténtico estado de sitio e importantes masas forestales en probadas operaciones de desamortización por parte de algunos Ayuntamientos para financiar los crecientes niveles de gasto de las administraciones locales?

Instrumentos normativos existen en el ordenamiento jurídico para prevenir los efectos ecológicos de esa presión urbanística . No han sido utilizados por el temor de los gobernantes del PSOE y del PP de que frenaran “la creación de ingresos y empleos”, tan vinculados al modelo económico que ambos partidos comparten, a la permanente expansión de la industria inmobiliaria. Un país con un parque de 20 millones de viviendas (1 vivienda/2 personas) construye más de 560.000 viviendas/año.

El metastático crecimiento del sector inmobiliario junto a los perniciosos efectos económicos (aplicación del ahorro al suelo y su subsiguiente encarecimiento, entre otros) ha traído aparejado la expansión del sector del transporte por carretera, responsable de más del 30% del aumento de las emisiones en la atmósfera en los últimos años.

Para la venta de coches sigue consolidándose un indicador de la salud de la economía y estimulándose por el Gobierno de múltiples maneras. En lo que llevamos de año se han vendido casi un millón de coches y el telediario oficial nos anunciaba recientemente que en julio las ventas habían crecido un 4% sobre el mismo mes del pasado año.

Y entonces viene lo mismo Ministra (¡) y nos anuncia -con la posterior corrección de industria y Tráfico- que van a reducir la velocidad máxima en carretera para contribuir a disminuir las emisiones de CO2 al tiempo que -esperan- reducir la factura energética nacional tan encarecida por el aumento de los precios del petróleo. No parece necesario añadir más a lo dicho para evidenciar uno de los problemas que dificultan enfrentarse al cambio climático con unas mínimas condiciones de éxito. El problema es el gobierno, son los gobiernos, todos los gobiernos atrapados en una lógica y una perspectiva que son las mismas lógica y perspectiva responsable del problema, la lógica de la incesante acumulación, la lógica del capital. Una lógica que lleva inscrita en su código genético la guerra y la destrucción, el saqueo y el pillaje de los pueblos y sus recursos naturales. La guerra que está destruyendo Iráq y Afganistán, desde luego, pero también la guerra para desposeer a los pueblos de sus patrimonios colectivos y luego vendérselo como mercancías. Es la guerra por la privatización del agua, de la salud y la educación, la guerra por la privatización del aire.

En esta guerra los Estados y los gobiernos no son neutrales. De ellos no puede venir la solución, son parte del problema.

Las referencias locales no pueden, sin embargo, hacernos olvidar la dimensión global del problema, y, por tanto, la necesidad de enfrentarlo de una forma también global. No sería justo cargar a los gobernantes locales con más responsabilidades de las que les corresponden. La principal, en realidad, es no tener el coraje de confesar que no saben qué hacer, que es muy poco lo que pueden hacer y... que no se atreven a hacerlo.

Allí donde se reúnan un grupo de expertos, simplemente de funcionarios bien informados, es perceptible la generalizada convicción de la escasa utilidad de lo hecho hasta hora –incluyendo las medidas pendientes de aplicación – para prever las emisiones de CO2 a la atmósfera. Los más honestos declaraban desde los comienzos de los noventa del pasado siglo que la aceleración del incremento medio de la temperatura experimentada desde los cincuenta, estaba exigiendo la adopción de medidas inmediatas y radicales resumidas o agrupadas bajo el rótulo general de la modificación de las formas económicas y sociales de vida dominantes en las sociedades opulentas.

Expresadas en términos de “crecimiento cero”, “comunismo homeostático”, tecnologías convencionales” y hasta algunas posiciones de la “ecología profunda” o el “anarcoprimitivismo”, es común la convicción de que la continuidad del sistema vigente –se llame como se llame- amenaza la supervivencia de la especie y de la biosfera. O en las hipótesis más “optimistas” (¡!) favorece o estimula modalidades diversas de regresión y barbarie social y cultural y de formas de dominación despóticas y terroristas. Estados Unidos ha boicoteado sistemáticamente, especialmente bajo la presidencia de la familia Bush, la adopción de cualquier estrategia global que pudiera amenazar el llamado “american way of life”, esto es, el dominio de las grandes corporaciones del petróleo, el automóvil y el complejo militar-industrial para las que trabaja dicha familia. No solamente en su ámbito interno –lo que de por sí ya es grave, teniendo en mente que su consumo energético per cápita es cinco veces superior al de cualquier país del sur del planeta- sino imponiendo un marco político económico que favorece el mantenimiento acrecentado del modelo ecológicamente depredador. Aún sin contar con una mínima evaluación del potencial impacto ecológico de su aplicación, no es aventurado suponer que la entrada en vigor del ALCA va a representar un notable incremento en el volumen de emisiones del subcontinente americano en función de las características del modelo económico y social y su vigencia puede estimular.

La economía USA cada vez más financializada y endeudada, necesita imperiosamente un amplio mercado que le ayude a mejorar la tasa de utilización de su enorme capacidad productiva si no quiere verse ahogado y reducido en su papel de policía y banquero mundial (el segundo rol, con el permiso de la UE). Las grandes corporaciones del automóvil, desde los setenta sufriendo la competencia de japoneses y coreanos, podrían encontrar en Latinoamérica el espacio para viabilizar y rentabilizar sus inversiones... a condición de que el desarme arancelario del ALCA redujera las mejores condiciones de la industria automovilística brasileña, por ejemplo.

La propia Organización Mundial del Comercio (OMC) en su orientación dominante hace extraordinariamente difícil la adopción de estrategia global alguna que pueda ser entendida como un atentado a la libre competencia.

El contenido del RDLey por el que se regula el régimen del comercio de derechos de emisión de gases de efecto invernadero recientemente aprobado por el gobierno, confirma la impresión de ligereza y superficialidad que se había insinuado anteriormente.

La obsesión contractualista del programa electoral de este gobierno así como la de hacer los deberes de Bruselas, le ha llevado a improvisar una trasposición de la Directiva 2003/87/CE con tal de cumplir los plazos de 1 de Octubre del 2004 y 1 de Enero del 2005, para la operatividad del Registro Nacional de derechos de emisión y para que las instalaciones sometidas a su ámbito de aplicación, cuenten con autorización de emisión, respectivamente.

En una política de gestos (son importantes, sin duda) lo esencial son los titulares de prensa, que la clientela electoral vea o crea cumplidas las promesas electorales. O los que salieron a la calle contra la guerra vean que las tropas han salido de Iráq –aunque se manden a Afganistán- que se vea en suspenso el PHN –aunque haya que improvisar alternativas de alto costo energético- que el voto verde (?) quede satisfecho con la aprobación de este Decreto Ley aunque todos sospechen que no va a servir para nada.

No es posible realizar aquí un análisis detallado del contenido de esta norma pero sí pueden apuntarse algunos rasgos muy generales que ayuden a comprenden la forma efectiva en la que el gobierno enfrenta el problema del cambio climático.

1.- En primer lugar hay que decir que se trata de un “mecanismo” meramente complementario del esfuerzo de reducción... que debe realizarse mediante medidas y políticas internas “según REZA el objetivo de la Directiva 2003/87/CE que se cita en la Exposición de Motivos del Decreto Ley. No estamos por tanto en presencia de una norma que contenga medidas directas para reducir las emisiones de gases efecto invernadero. Si tal reducción se produce será “allí donde menor costo económico conlleva dicha reducción” lo que supone admitir de entrada que tal reducción no se va a producir en ningún caso en determinadas regiones muy contaminadas o con elevado volumen de emisión con las consecuencias económicas y sociales que no son difíciles de advertir. Será el mercado de derechos de emisión que esta norma quiere crear, el que ayudará a reducir los costes de reducción de emisiones y, por ello, a hacer posible tal reducción de otra forma impensable en la concepción de los redactores de las normas comunitaria y española. Lejos quedan las propuestas (socialdemócratas, nada más) de reconversión ecológica de la economía que algunos osados antecesores de los actuales gobernantes decían defender. El gobierno español se limita pues a cumplir los plazos administrativos fijados por Bruselas en orden al establecimiento de un mercado comunitario primero e internacional, con países terceros, después, de derechos de emisión. Ninguna iniciativa, ninguna política activa puede ser puesta en marcha so pena de ser acusado de intervensionista y anticuado por los sacerdotes del neoliberalismo que lleva probando su capacidad... para destruir derechos y recursos naturales desde hace más de treinta años.

2.- Se trate de una norma de alcance parcial en cuanto se aplica a los llamados grandes focos de emisión de dióxido de carbono dejando fuera sectores tan importantes como el transporte (claro ¿cómo asignar derechos de emisión a focos móviles?) y gases como el metano o los hidrofluorcarburos.

No es ni mucho menos de criticar el gradualismo ante problemas tan serios para llamar la atención del “olvido” del transporte siendo tan generalizada la convicción entre la opinión pública de su acusada responsabilidad de las emisiones del CO2.

Y aquí volvemos a las contradicciones gubernamentales que por un lado predican la reducción de velocidad para contribuir a su reducción y por otra estimulan la renovación del parque automovilístico pretendiendo, además, complementar tal reducción por las nuevas emisiones de los motores nuevos.