Las políticas del cambio climático
por José Antonio Errejón


Nueve días después de la presentación en París del esperado 6º informe del IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change) sobre cambio climático, el Ministerio español de Medio Ambiente ha presentado la Estrategia española de cambio climático y energía limpia. Como golpe de efecto en un año electoral y preelectoral como este no se le puede negar sentido de la oportunidad a su titular, la cual, en declaraciones a los medios ha afirmado que así ”la lucha contra el cambio climático ha entrado en la agenda del ejecutivo”, anunciando además su tratamiento específico en la próxima conferencia de presidentes autonómicos (Cinco días, 14/2/07).

No ha sido esta, empero, la primera iniciativa adoptada por el Gobierno en relación con el calentamiento global. En cumplimiento de las obligaciones derivadas del Protocolo de Kyoto y en desarrollo de la normativa comunitaria en la materia, el gobierno ha aprobado los planes nacionales de asignación 2005-2007 y 2008-2012 con los que se pretende conseguir que el incremento de emisiones de gases efecto invernadero (GEI) en 2012 no supere el 15% respecto a las emitidas en 1990.

Lo esencial de estos planes es la asignación de derechos de emisión GEI a los titulares autorizados para emitir estos gases y la inscripción de estos derechos en el registro creado al efecto. El objetivo de esta política no es otro que la creación del llamado “mercado de derechos de emisión” cuyo funcionamiento debería permitir que quienes tienen derechos sobrantes los puedan vender a quienes les faltan, premiando así a los que no contaminan y penalizando a los contaminadores; lo que, siguiendo el curso del razonamiento, debiera castigar con la pérdida de competitividad a estos últimos expulsándoles, a la larga, del mercado. Es mucho lo que se ha escrito y seguirá escribiendo sobre estas políticas, también en el campo anticapitalista. Consciente de ello y de las limitaciones de espacio que impone un medio como este, sintetizo a continuación algunas observaciones como contribución a la reflexión y al debate en el ámbito citado.

1. La política elegida es sólo una de las que integran el repertorio homologado de la “lucha contra el cambio climático”. El propio Stern, antiguo economista del FMI y autor del informe La Economía del Cambio Climático recientemente presentado por Tony Blair, incluye el comercio de emisiones, junto con la reglamentación y los acuerdos voluntarios, entre las políticas que pueden ser adoptadas para la reducción de GEI.

La primacía otorgada al comercio de emisiones data de la Cumbre de Río en 1992, cuando un Bush padre triunfante en la guerra del Golfo accedió a considerar el tema del calentamiento global siempre que no afectara el “american way of life”, más conocido como el capitalismo neoliberal, por aquel entonces eufórico tras la caída del muro de Berlín y el hundimiento de los regímenes del llamado “socialismo real”. La continuidad de esta primacía refleja el temor de la burocracia comunitaria y los gobiernos de los Estados miembros de que una más seria política de reducción de emisiones de GEI implicara un movimiento de deslocalización de actividades emisoras y una retracción en la demanda de determinados bienes y servicios que pudiera favorecer las siempre temidas tendencias recesivas que los políticos europeos atribuyen, en secreto, a los, para ellos, excesivos costes del llamado modelo social europeo.

La política de comercio de emisiones se justifica por la condición del planeta como único foco emisor. Lo importante, se dice, es reducir el volumen global de emisiones GEI y que el esfuerzo de reducción esté soportado por aquellos países y regiones más responsables. Afirmación esta última irreprochable desde el punto de vista de la justicia distributiva que hay que ponderar, sin embargo, atendiendo a alguno de los mecanismos de producción de estos derechos de emisión que se comentan a continuación.

El protocolo de Kyoto asigna una obligaciones a las distintas regiones y países (que lo hayan firmado y ratificado, conviene recordarlo). Una reducción del 8% para la UE y un incremento no superior al 15% para España, ambos en relación con el volumen de emisiones del año 1990. Ello no implica, no obstante, que sean esos los límites de emisión efectivos de la UE y España, sino que ambas deberán “entregar derechos” por ese importe, pudiendo compensar sus excesos comprando derechos de emisión mediante los llamados” mecanismos de desarrollo limpio”, inversiones que contabilizan (en la producción de energía generalmente) el volumen de GEI que ha dejado de producirse como “unidad de reducción de emisiones ó “reducción certificada de emisiones” reconocidas como derechos de emisión por la autoridad comunitaria y estatal competentes.

Con independencia del juicio que pudieran merecer estas inversiones “limpias”(¿) que ya han sido objeto de denuncia en los países en que se localizan, su efecto inmediato es la inhibición del incentivo de las empresas que exceden su cuota de derechos de emisión a reducir este exceso. Es claramente más ventajoso construir y explotar un gran embalse para la producción de energía eléctrica en América Latina-pues con ello no sólo se cumple con la asignación de derechos, sino que se obtienen beneficios por la venta de energía, probablemente sin los inconvenientes de la obligación de evaluar el impacto ambiental de la inversión- que reducir los niveles de emisión en las instalaciones domésticas, cambiando de combustibles y/o mejorando los procesos tecnológicos. La confirmación de este efecto inhibitorio la aporta la propia cotización en el mercado de derechos de emisión en el que una tonelada de CO2 ha bajado de 26 euros a principios del 2006 a 1,30 de hoy (16/2/07).

A esta situación ha coadyuvado, entre otros factores, el que las asignaciones de derechos han sido gratuitas salvo en tres países Dinamarca, Irlanda y Hungría. Los gobiernos temen que si las asignaciones son excesivamente severas y las subastas encarecen el precio del derecho de emisión, las empresas huyan hacia países no obligados por el Protocolo de Kyoto.

Todo lo anterior dentro de la más estricta lógica del mercado de emisiones. El viejo dicho de que “pronto nos cobrarán hasta el aire que respiramos” se ha convertido en amarga realidad configurada por el más progresista grupo de Estados (la UE sobre todo), quedando fuera otros con EE UU a la cabeza que han rechazado la creación de este mercado de emisiones porque pretenden seguir utilizando este bien común de la humanidad a la libre voluntad y beneficio de sus grandes corporaciones, soportadas por el poderío militar del imperio.

2. En los dos planes nacionales de asignación aprobados se fijan derechos de emisión a instalaciones correspondientes a 834 empresas incluidas en el ámbito de la directiva y la ley que la traspone: la producción de energía, el cemento, la cerámica, el vidrio, la siderurgia y el papel y la pasta de papel. Los objetivos del Plan 2005-2007 es un incremento de emisiones respecto a las del año de referencia no superior al 24%; el del Plan 2008-2012, ya aprobado en el Consejo de Ministros, plantea un incremento de emisiones no superior al 37%.

Quedan fuera los así llamados sectores “difusos”: la agricultura, la gestión de residuos, las actividades comerciales, residenciales e institucionales y el transporte. Este último es responsable por sí solo de la cuarta parte del total de emisiones CO2 y registra una tendencia creciente, como creciente es el peso del transporte por unidad de PIB y creciente es el peso del transporte por carretera (de viajeros y mercancías) y el del avión, ambos medios los más altos emisores de CO2.

Esta exclusión no queda compensada por las referencias al “equilibrio intermodal”, a la mejora de la eficiencia energética” o a las medidas de “gestión de la demanda”, todas ellas expresión de buenas intenciones pero perfectamente inútiles si no se concretan en objetivos, medidas y plazos de ejecución determinados. Sobre todo cuando, en paralelo, sigue su curso el desarrollo de la ejecución del PEIT (Plan Estratégico de Infraestructuras y Transportes) una faraónica empresa con una inversión inicialmente prevista de un cuarto de billón de euros que obligará a destinar un volumen de gasto público equivalente al 1,5% del PIB cada año hasta el 2020 y en cuya virtud España pasará tener 15.000 km de autopistas y autovías y 10.000 km de vías para el AVE. Hechos ambos que fomentan fuertes incrementos de consumo energético y consiguientes incrementos en las emisiones de CO2 (además de comportar graves riesgos económicos ante las más que probables subidas de los precios del crudo y la situación de grave dependencia energética de la economía española).

El PEIT es una pieza esencial dentro de una estrategia de desarrollo territorial orientada por la maximización de la movilidad como motor fundamental del crecimiento económico. Construir más y más infraestructuras para transportes de más alta velocidad para fomentar y hacer viables los desplazamientos y la segmentación y especialización del territorio. Espacios para vivir distintos de los espacios para trabajar, para comprar bienes y servicios, para el ocio y la cultura, etc. La consecuencia: una demencial multiplicación de los desplazamientos y los transportes de mercancías, preferentemente motorizados y muy consumidores de combustibles fósiles. Y todo ello al servicio de, o asociado con, la permanente expansión de la industria de producción de suelo, esa monstruosa burbuja de riqueza ficticia a cuyo mantenimiento parecen decididos los partidos gobernantes a sacrificar lo que sea necesario. Cuando se analiza el peso de los distintos sectores en la emisión total anual de GEI, el llamado sector “comercial, residencial e institucional” presenta una evolución con un incremento de un 65% para el período 1990-2004, superior al experimentado por el conjunto de los sectores.

No parece muy aventurado relacionar tan importante incremento, superior desde luego al de las industrias incluidas en el ámbito de la Directiva2003/87 (23,1%) y al propio sector energético (48%), con el espectacular aumento de la construcción de viviendas y sus consumos de energía- a los que se les atribuye la responsabilidad del 25% del total de las emisiones de CO2- y con la construcción de grandes infraestructuras; es decir, una vez más, con el gran negocio inmobiliario de este país. Sabemos el porcentaje del PIB y los empleos que representa la construcción de viviendas y la de obra civil así como sus sectores proveedores como el cemento, parte de la cerámica, tejas y ladrillos. Pero no nos hemos preocupado de saber o sumar la cantidad de males públicos que producen, siquiera en términos de toneladas de CO2 emitidas a la atmósfera. Tal vez valiera la pena hacer este ejercicio de balance para que el conjunto de la ciudadanía supiera lo que cuesta el mantenimiento de la famosa burbuja inmobiliaria. Coste íntimamente relacionado con el que más arriba se ha descrito: el producido por el sector transporte y, muy en particular, por el parque automovilístico privado.

Es este conjunto de costes y “males públicos” (junto al aumento de emisiones CO2 y la destrucción de hábitats y ecosistemas, el aumento del tiempo dedicado a los desplazamientos y sus secuelas, el aumento de enfermedades como ansiedades, depresiones, la sensación de aislamiento y soledad creciente que dispara el consumo de medios y artilugios de comunicación, etc.) los que ahora se ponen sobre el tapete. La evolución de los niveles de emisión desde 1990 muestran una pendiente inequívocamente ascendente (salvo el bienio 1992-93 de recesión económica) y un repunte espectacular a partir de 1996 con un incremento del 47% hasta la fecha.

Espero que no parezca muy forzado que postule algún tipo de relación entre el vector dominante del crecimiento económico en este período -el aumento del consumo y la expansión del sector de la construcción- y el aumento de las emisiones de CO2. La economía española, el conjunto de las actividades de producción, distribución y consumo de bienes y servicios, ha incrementado en la década de los noventa de forma desaforada el consumo de energía, a pesar del notable descenso del peso de la actividad industrial sobre el PIB. La esperada reducción en le consumo de energía derivada de la devastación del tejido industrial producida por las grandes reconversiones de los ochenta no sólo no se ha producido, sino que ha experimentado una fuerte aceleración, escasamente elástica a las variaciones del precio del petróleo cuyo consumo se ha revelado(otra vez como en los setenta) absolutamente esencial al funcionamiento del sistema y capaz, por tanto, de “empujar hacia abajo” el consumo de otros bienes por hogares y empresas.

El capitalismo español caracterizado por el dominio de las grandes constructoras y eléctricas, levantado sobre las grandes obras públicas viarias e hidráulicas, se ha robustecido durante los noventa por el suculento festín de la expansión del negocio inmobiliario del que obtiene los principales beneficios el capital financiero a través de la expansión del mercado hipotecario. Para este bloque dominante (que también integra grupos sociales subalternos beneficiarios, que le sirven de apoyo y legitimación), la “acumulación por desposesión” de los bienes comunes, como el territorio, los ecosistemas y los recursos naturales, han sido santo y seña.

La orgía inmobiliaria parece, si no estar tocando a su fin (las previsiones de mantenimiento del flujo inmigratorio parecen asegurar la continuidad de una importante demanda de viviendas), al menos dar señales de una cierta desaceleración. Así parecen estar acusándolo las grandes corporaciones que aceleran la diversificación de su cartera de negocios, teniendo como destino principal de sus inversiones el sector energético en general y el eléctrico en particular. Más allá de las proclamas liberalizantes, este último parece llevar camino de convertirse en un efectivo duopolio(Endesa-Iberdrola) ante la complaciente mirada del gobierno socialista. Sea como fuere, parece evidente que el conglomerado de bancos, eléctricas y construcción va a seguir marcando el paso y la dirección del modelo económico en España. Y, a los efectos que nos ocupan, la política de reducción de GEI, posicionándose adecuadamente para un escenario de cambios significativos.

Política GEI y coyuntura económica

La economía española sigue creciendo por encima del promedio de la UE, y con ella el consumo energético, aún cuando fuentes oficiales señalan ligeros cambios de tendencia en los dos últimos años. No obstante, el impacto de una nueva escalada ascendente de los precios de la energía no podrá dejar de tener consecuencias en una economía con un bde las más altas intensidades energéticas (consumo de energía por unidad de PIB) de la UE. Todos los factores que influyen en esa variable apuntan en la misma dirección. Tanto los de orden estructural-aproximación a la situación de peacking oil- como los de índole puramente coyuntural: la respuesta de la OPEP a la creciente demanda de China e India y los temores de una agresión militar de EE UU contra Irán, parecen estar conjugándose actualmente. Si esa circunstancia se diera al tiempo que la crisis del mercado inmobiliario, el escenario, de perfiles netamente recesivos, sería el adecuado para prever significativas reducciones del volumen de emisiones GEI y CO2. Acaso pudiera pensarse que estas consideraciones han pesado en la UE anunciando sus intenciones de reducir un 20% sus emisiones para 2020, y en el gobierno español al presentar una estrategia más con vistas a hacer señales a los distintos mercados y sectores económicos que con la intención de aplicar, desde ahora, políticas decididas.

Existe además un factor de relevancia que puede estar animando las declaraciones de los políticos en torno al calentamiento global. Algunos como Ángel Gurría, secretario general de la OCDE, lo dicen abiertamente cuando señalan que el futuro inmediato deberá contar con todas las fuentes de energía disponible y entre ellas y en un lugar muy destacado, la nuclear (después de negar el papel de panacea a las energías renovables...). Son muchos los políticos que, por el momento en privado, envidian la situación de aquellos países cuyo parque nuclear les permite mirar el futuro pos-Kyoto con cierta tranquilidad. Y, naturalmente, el conglomerado de bancos, eléctricas y constructoras ven con simpatía las posibilidades de negocio que este nuevo escenario les brinda. Incluso algún responsable político de medio ambiente incluso no oculta su preferencia por la energía nuclear como una fuente “no productora de CO2”. No gastaré un solo argumento para recordar los riesgos asociados a los “usos pacíficos” de la energía nuclear. Ante los problemas que ellos mismos generan, el capitalismo y sus Estados dan vueltas sobre sí mismos desenterrando opciones socialmente contestadas en el pasado que ahora esperan hacer tragar por la fuerza de las circunstancias.

Se trata del mismo tipo de lógica que está impulsando la producción de biocombustibles y convirtiendo buena parte de las tierras de cultivo (p.ej. en Brasil) en fábrica de combustibles para garantizar la continuidad del gran negocio del automóvil, al tiempo que contribuyen a encarecer el precio de los alimentos. El gobierno español no se distingue en eso del resto de los gobiernos de los Estados capitalistas. Indisolublemente atado a la lógica del capitalismo en su época declinante, hará todo tipo de esfuerzos para que el cumplimiento de las obligaciones Kyoto y pos-Kyoto no alteren la estructura básica del modelo de crecimiento.

Uno de los instrumentos más importantes para ello lo constituyen los llamados mecanismos de desarrollo Limpio(MDL) anteriormente descritos que, en la práctica, están funcionando como oportunidades de inversión y beneficio para grandes corporaciones responsables de elevados volúmenes de emisiones y que, sin dejar de hacerlo, obtienen así una fuente de legitimación social al tiempo que una oportunidad de negocio y beneficio. La cosa llega a la caricatura con la oportunidad de computar los créditos de ayuda al desarrollo como “reducción certificada de emisiones”, generadoras, por tanto, de nuevos derechos de emisión para las empresas titulares. Pecaríamos de exceso de ingenuidad si no advirtiéramos la existencia de factores ajenos a las consideraciones ambientales que están presionando para colocar el tema del CO2- que es otra forma de hablar del gran tema de la energía- en el lugar preferente de la agenda política. Han sido aludidos, en cierta forma, al señalar el renacimiento del lobby nuclear. Pero vale la pena destacar que operan como un a guerra de fondo que atraviesa los organismos internacionales, los Estados y los partidos políticos del sistema. Es la guerra entre, de un lado, los sectores del capital (y los Estados) más vinculados con el “viejo” aparato productivo fordista para los que el suministro de combustible fósiles resulta imprescindible, y del otro, sectores del capital global momentáneamente alejados de la Casa Blanca pero poderosos en Wall Street, que contemplan con preocupación los riesgos que la crisis estructural del petróleo y sus consecuencias amenaza la supervivencia misma del sistema capitalista en su conjunto.

En torno a los polos de esta contradicción se producen agrupamientos diversos y se abren nuevas líneas de fractura que toman formas muy distintas según países. En España asistimos desde hace más de un año a una pelea sorda pero feroz por el control de las empresas eléctricas, con el desembarco de las grandes corporaciones de la construcción, de un lado, y los intentos de los gigantes energéticos europeos de otro. Todos en pos de de la deseada dimensión que les permita sobrevivir en el inminente escenario de reestructuraciones determinada por las crisis energética, y con ella económica, que se avecinan.

Ante cada crisis, el capital se desplaza buscando recuperar y, si es posible, maximizar la tasa de ganancia y acumulación. En este caso, además, el capital se enfrenta a una encrucijada crítica en su historia, tanto como la del factor sobre el que se ha levantado su desarrollo y expansión en la época del imperialismo. Disponer de petróleo barato le ha permitido al capital soportar el aumento y la consolidación de las conquistas obreras y populares, primero, y destruir su altísima composición de clase después, mediante la fragmentación y dispersión de los procesos productivos facilitada por el abaratamiento de los costes de los transportes y las comunicaciones. Y le ha permitido multiplicar los niveles de consumo encontrando líneas de negocio en actividades insospechadas como el turismo ó el propio transporte.

En la actual encrucijada, el capitalismo español, que se había reconvertido de capitalismo financiero industrial en capitalismo financiero inmobiliario a partir de 1985 con la entrada en la UE, se orienta ahora en una doble dirección: - En primer lugar en su dimensión trasnacional, aumentando las inversiones en el exterior a través, fundamentalmente, de la construcción y explotación de infraestructuras y servicios públicos básicos en América Latina y Próximo Oriente (Endesa, Unión Fenosa, Iberdrola) pero también en países del Centro, como Reino Unido, Italia y USA, por medio de la gestión de infraestructuras viarias y aeroportuarias (Ferrovial, ACS,...). - Intensificando su presencia en el mercado de los servicios también en el ámbito doméstico, teniendo en cuenta que es este el sector que más oportunidades de expansión parece ofrecer, tal y como ha mostrado la UE con su empeño en la Directiva Bolkestein.

Esta reconversión manifiesta efectos pertinentes en el campo de la política institucional, determina alineamientos y temas para la agenda política. En torno al control de la primera empresa eléctrica del país -empresa pública cuya privatización todavía podría deparar interesantes informaciones- se ha determinado una sorda pelea entre el PSOE y el PP de menor trascendencia pero seguramente de mayor alcance que las que ocupan las portadas de los principales medios de comunicación. En vano buscaríamos diferencias sustanciales entre los contendientes en relación con el papel del Estado en la prestación de este servicio publico básico; ambos comparten la concepción del Estado como mero agente regulador de un mercado que dicen querer liberalizar en beneficio del consumidor. La realidad, sin embargo, parece ser otra: en el cada vez más indiferenciado ámbito en el que conviven gestores de grandes corporaciones y gestores públicos -ambos funcionarios del capital-, “bandas” distintas pugnan por el control y dominio de ese mercado. Sea cual fuere la titularidad de los activos, las grandes empresas eléctricas comparten con las más altas instancias del estado orientaciones estratégicas y finalidades últimas. El Estado español es cada vez más, en este sentido, el Estado del capital.

Y en esta condición funcional, cobra plena actualidad e interés la política de lucha contra el cambio climático objeto de estos comentarios. Por fin la preocupación ambiental se convierte en objeto de atención para la “gente seria”. La reducción de GEI es la ocasión para encontrar otra fuente energética cuya producción y explotación, so pretexto de no emitir CO2, ofrezca tasas de beneficio superiores a las obtenidas con las fuentes convencionales. El “capitalismo ecológico” que todavía en los ochenta parecía un dislate, ha tomado carta de naturaleza. Y lo hace de la mano del Estado que además de ocuparse de las externalidades que el mercado no puede resolver (p.ej. los residuos de las centrales nucleares), garantiza la demanda y -si es necesario como con los famosos “costes de transferencia a la competencia (CTC)- legisla para que todos los ciudadanos ayudemos a la fuerza al negocio eléctrico a mejorar su cuenta de resultados.

En modo alguno sostengo que la crisis ecológica en general y el calentamiento global son una maniobra de distracción de la lucha de clases anticapitalista. Sólo los esbirros intelectuales de las petroleras discuten ya las evidencias científicamente constatadas. La lucha contra el calentamiento global- lo mismo que la lucha en defensa del patrimonio genético común-es una lucha de toda la especie contra la pervivencia de la civilización capitalista. Las formas de esta civilización en nuestro país son especialmente groseras y castigan más cruelmente a la población más desfavorecida.

Pero eso no puede llevarnos a desconocer que la crisis pretende ser gestionada por una parte de los grupos sociales dominantes aliados con sectores de la izquierda política del sistema para operar una reconversión en el mismo destinada a asegurar su continuidad sobre la prolongación y hasta la acentuación de los daños ecológicos y el sufrimiento de la mayoría de la población.

Si en algún momento he podido especular con la posibilidad del “reformismo ecológico” (del capital y del movimiento ecologista), el simple transcurso del tiempo me hace rectificar, sin sombra de duda alguna. Ningún “compromiso histórico por el desarrollo sostenible” es posible sin la superación de la economía y el Estado capitalista. O, mejor dicho, cualquier modalidad de compromiso histórico (entre grupos sociales y fuerzas políticas de signo distinto, se entiende) por el desarrollo sostenible será incapaz de frenar el proceso de degradación ecológica sin alguna forma de transformación socialista de la economía y la sociedad.

Una política global contra el cambio climático

La lucha contra el calentamiento global y por la reducción de los GEI no puede ser abordada con un planteamiento sectorialista por mucho discurso estratégico con el que se quiera cubrir. Como ha dicho alguien tan poco sospechoso de actitudes anticapitalistas como Nicholas Stern “el calentamiento global es la más estruendosa expresión del fracaso del mercado”. Esta monstruosa externalidad, este mal público imprevisto para los padres de la economía clásica, se ha revelado como inherente al funcionamiento del mercado realmente existente (el capitalista)y desmiente de forma categórica el aserto de que “vicios privados producen públicas virtudes”en el que es ha pretendido fundamentar la hegemonía de los valores y las políticas neoliberales desde hace casi cuatro décadas. Nunca como en el presente las sociedades humanas han necesitado de la planificación consciente de la producción de los bienes y servicios requeridos para la satisfacción de sus necesidades democráticamente determinadas. En el caso que nos ocupa, las necesidades individuales y sociales a satisfacer son básicas pues se relacionan con la condición misma que ha hecho posible la aparición y desarrollo de la especie humana sobre el planeta.

Pero llegados al actual punto de crisis de las economías capitalistas, la necesaria tarea de planificación de los bienes públicos necesarios (aire respirable y temperaturas que hagan posible la vida) debe ir precedida de un concienzuda empresa de demolición o desmontaje y reconversión de aquellos sectores de la actividad económica identificados como responsables del incremento de los GEI. El asunto dista, sin embargo, de poder reducirse a un mero problema de reconversión económica. No debería ser difícil convenir que la política de reconversión del sector inmobiliario para llevarlo a las dimensiones adecuadas para satisfacer las necesidades reales de vivienda, está destinada a chocar con los intereses y aún con la forma de vida de una parte muy importante de la sociedad española. No podríamos darnos por satisfechos invocando la necesidad de una auténtica “revolución cultural” por más que lo creamos firmemente. Los procesos de adaptación social son lentos y no se aceleran por mucha labor pedagógica o persuasiva que desplieguen los gobiernos y otras instancias esclarecidas. Serán necesarias políticas decididas que penalicen de forma inequívoca las actuales pautas dominantes de producción y consumo. Y que estén dispuestas a afrontar una reacción que, a buen seguro, contará con una amplia base social. La mejor forma de hacerlo será potenciar los mecanismos de autogestión de las poblaciones para la adopción de las decisiones necesarias

La mercantilización del conjunto de la vida social no es la solución a la devastación ecológica sino su causa. Y, junto a ella, la pérdida de responsabilidad de nuestra especie por los efectos que su actuar (heterónomo) produce en la biosfera. La crisis ecológica y, en particular, el calentamiento global plantea la exigencia imperiosa de que la especie en su conjunto tome en sus manos su destino colectivo y, con él, el del conjunto de las especies y ecosistemas que pueblan este planeta. No es sólo la lógica de la acumulación y el beneficio la que amenaza nuestra supervivencia, sino también la práctica prolongada de la mayoría de la población de renunciar a la condición más característica de nuestra especie: el ejercicio autónomo de la voluntad y la capacidad de decidir. Sin la recuperación de esa característica de nuestra especie no será posible enfrentar la difícil transición entre esta época de devastación del planeta y sus recursos y un nuevo período en el que la vida de la especie llegue a encontrar fórmulas de reintegración en los complejos equilibrios de la biosfera. Esa recuperación constituye la esencia del ecosocialismo autogestionario.

Pero, naturalmente, hay otras políticas que pueden ser aplicadas si de verdad se quiere combatir y frenar, en la medida de lo posible, el calentamiento del planeta. Son de sentido común: no hay otro remedio que reducir drásticamente el uso de combustibles fósiles, tal y como están exigiendo la totalidad de organizaciones ecologistas y ciudadanas en el mundo.